Un amor como el sol - Riss M. Neilson - E-Book

Un amor como el sol E-Book

Riss M. Neilson

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Beschreibung

«DIVERTIDA, ÍNTIMA Y FRESCA. UN AMOR PURO QUE TE DEJA SIN RESPIRACIÓN». EMILY HENRY  «DESLUMBRANTE, TIERNA Y ROMÁNTICA. ME HA ENCANTADO ESTE FRIENDS TO LOVERS». CARLEY FORTUNE  Amigos desde siempre. Pareja por un verano.  Laniah tiene un pequeño negocio de cosmética natural en su ciudad natal. Isaac es la cara de una marca internacional. Ella valora muchísimo su privacidad; él es famoso en redes y los paparazzis le persiguen constantemente. Ambos son mejores amigos desde pequeños.  Cuando Isaac vuelve a Providence después de unos meses, descubre que Wildly Green está a punto de cerrar y Laniah se niega a aceptar su dinero. Por eso, Isaac se ve obligado a hacer lo que cualquier mejor amigo que se precie haría: decirle al mundo que están saliendo.  De pronto, el negocio está floreciendo, y a Laniah no le queda otra que aceptar el ridículo plan de fingir que son pareja durante el verano, el tiempo suficiente para conseguir reflotar su sueño.  Pero pronto descubrirán que están jugando con fuego. Hay entre ellos una atracción a la que no han sucumbido antes, pero los límites de la amistad comienzan a desdibujarse y, conforme pasan los meses, esta podría no ser suficiente… 

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Seitenzahl: 528

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


Índice

LO QUE RECUERDO

1. CÓMO NO DEBERÍA HACERSE

2. CÓMO GOLPEAR CON UN BATE DE BÉISBOL

3. CÓMO NO SER «UNA PÉRDIDA DE TIEMPO»

4. LA VECINA QUE CONOCE AL HOMBRE MÁS GUAPO DEL MUNDO

5. CONFESIONES EN EL COCHE

LO QUE RECUERDO

6. EL PROBLEMA DE LAS VERDADES

7. EL PLAN

8. ESA PARTE DE MÍ QUE TAL VEZ SÍ QUIERA SABERLO

9. TAMPOCO SON TAN DISTINTAS

10. A LO QUE HUELO YO

LO QUE RECUERDO

11. UN CARRUSEL PARA RECORDAR

12. UN RUMOR NO VA A CARGARSE EL DÍA

13. EN CASO DE FRUSTRACIÓN, FREDDIE

14. ADVERTENCIAS Y DEMÁS

15. CON EL ESTÓMAGO VACÍO

16. LAS PERSONAS TAMBIÉN SOMOS IMANES

17. CUANDO NOS CONOCIMOS

18. EL SOL EN MI PIEL

19. AURAS NOCTURNAS Y PELIGROS

20. LO QUE NO DEBERÍAN SENTIR LOS AMIGOS

21. UNA SITUACIÓN PELIAGUDA

LO QUE RECUERDO

22. O FUNCIONA, O SE VA AL TRASTE

23. SEGURAMENTE EL DESTINO FINAL MÁS GROTESCO

24. ES MEJOR HABLAR COMIENDO RAMEN

25. AQUELLO QUE RECORDAMOS

LO QUE RECUERDO

26. SORPRESAS DE LA REINAUGURACIÓN

27. CÓMO PERJUDICAR A TU OBJETIVO

28. LAS DISTINTAS FORMAS EN LAS QUE NOS EXPRESAMOS

29. CUANDO SUEÑA

30. PEQUEÑOS MILAGROS

31. CÓMO ESTALLAR

32. UN BUEN CORAZÓN

33. DEFINICIÓN DE «COMPLICAR LAS COSAS»

34. LA VIDA ES MEJOR CON SALSA

35. UNA PRIMERA MUESTRA DE FE

36. INFORME FORENSE CAUSA DE LA MUERTE: CONFUSIÓN

37. REZAMOS PORQUE NO FUERA ASÍ

38. UN RESULTADO INTERESANTE

39. SI CONFORMARSE FUERA ASÍ

40. IGUAL INVENTARON LOS ESPEJOS PARA ESTO

41. DOS CUÁSARES COLISIONANDO

42. CAN I GO WHERE YOU GO?

LO QUE RECUERDO

43. CAN WE ALWAYS BE THIS CLOSE

44. FOREVER AND EVER

45. EN ESTA LÍNEA TEMPORAL

46. DESDE OTRA PERSPECTIVA

47. COSAS QUE NO HEMOS DICHO

LO QUE HABÍA OLVIDADO

48. TAKE ME HOME

LO QUE LE AÑADIMOS A «UN AMOR COMO EL SOL»

NOTA DE LA AUTORA

AGRADECIMIENTOS

Notas

Título original inglés: A love like the sun.

© del texto: Riss M. Neilson, 2024.

© de la traducción: Mariona Gastó, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición: marzo de 2025.

REF.: OBDO462

ISBN: 978-84-1098-188-1

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

A cualquier persona que alguna vez haya tenido

la sensación de que era difícil de amar,

a quienes van con el corazón en la mano

y a quienes prefieren ser más reservados con el suyo,

a cualquier persona que alguna vez haya tenido

miedo de pedir aquello que necesita

y a mí misma.

Ser valiente no es fácil, pero yo creo en nosotros.

LO QUE RECUERDO

Hace once años. Pegatina del águila.

El sol empezaba a alzarse en el cielo, en el aire aún se respiraba el olor a lluvia temprana y mi padre estaba en los escalones de la entrada de casa, afinando la guitarra. Cuando abrí la puerta para bajar y me vio, sonrió, como si mi existencia no le permitiera contener la felicidad. Me abalancé sobre él y lo abracé por los hombros, apretándoselos con fuerza. El aroma a tabaco le impregnaba la piel.

—Si estás despierta tan temprano un domingo por la mañana, solo puede ser por un chico —señaló.

Puse los ojos en blanco.

—Sabes que Issac no es la clase de chico al que te refieres, papá.

—¿Y a qué clase de chico me refiero? —preguntó, a la vez que mi mejor amigo salía de su casa, que estaba justo al otro lado de la calle, y nos mirábamos a los ojos desde lejos.

Issac Jordan sonrió de oreja a oreja y mi padre murmuró:

—Estoy esperando una respuesta, cariño. —Lo miré con los ojos abiertos a más no poder y le susurré que dejara el tema. Me sonrojé en el acto y él bromeó—: ¿Porque el chico que no es la clase de chico al que me refiero está viniendo hacia aquí? Vale, pero ¿puedo preguntar adónde vais vosotros dos tan pronto?

Curvé las comisuras de los labios y arqueé una sola ceja.

—Tienes razón —dijo mi padre—. Ahórrame los detalles que vayan a salvarme luego del interrogatorio de tu madre sobre dónde estás. Pero acordaos de caminar con convicción y…

—De confiar en nuestro instinto —terminé con una sonrisa.

Me tiró de la larga trenza que llevaba y, cuando Issac llegó a nuestro porche para recogerme, añadió:

—Tened cuidado.

—Siempre —se apresuró a contestar Issac.

Y mi padre, satisfecho con la respuesta, se puso a tocar la guitarra. Fue la última vez que lo oí tocar aquella canción en concreto, la que le cantaba a mi madre con una mirada embelesada, y la primera vez que noté que le costaba respirar mientras seguía la melodía. No sabíamos que, aquella misma tarde, el médico le daría una noticia que cambiaría el rumbo de nuestra familia para siempre. En ese preciso instante, yo aún era, en gran parte, una persona sin preocupaciones; no confiaba plenamente en mi instinto, pero me convencí a mí misma de que estaba a punto de andar con convicción.

En cuanto salimos del campo de visión de mi padre, Issac y yo echamos a correr por la acera. Lo de robar bicis no era lo nuestro, pero Benjamin Cooper le hacía bullying a Issac; al salir del colegio, lo atormentaba tirándole piedras en la cabeza de camino a casa, se reía de su «ropa usada» y, últimamente, había rajado los neumáticos de nuestras «bicis baratas» para «condenarnos a caminar cual plebeyos», mientras él iba a nuestro lado, montado en su lujosa Aventon Soltera lo que quedaba de año.

Fue ahí cuando Issac aceptó mi sugerencia de robársela.

Nos colamos en el jardín de Benjamin antes de que su familia se despertara para ir a misa y, con el corazón acelerado, coloqué los pies en las estriberas de su bici. Issac no pedaleaba con fuerza y la bici se tambaleaba mientras nos alejábamos, y a mí me preocupaba que provocar al abusón hubiese sido un error. Escondimos la bicicleta en el rosal de un vecino unas calles más allá, en un barrio lleno de casas preciosas.

Issac se la quedó mirando con nostalgia y al final dijo:

—Quizá, en lugar de dejarla aquí, deberíamos utilizarla para viajar por todo el mundo.

Sonreí aliviada.

—¿Crees que podemos cruzar el país?

Issac se quedó mirando los neumáticos y asintió.

—Tendríamos que pillar gran parte de la comida que haya en tu despensa. Y tal vez nos tocaría ducharnos en fuentes de parques que encontráramos por el camino.

—¿Cuánto crees que tardarían nuestros padres en darse cuenta de que nos hemos ido?

—Les dejaríamos una nota a los tuyos para que no se preocuparan —comentó—, pero dudo que Howard y Alice me echaran en falta. Y menos desde que acogieron a otros niños el mes pasado.

Reprimí las ganas de responderle que se equivocaba con sus padres de acogida y luego consideré la opción de disculparme, pero, en lugar de eso, me limité a mirar cómo Issac se agachaba para arrancar una pegatina de un águila de la bici. Acababa de empezar a hacer collages en páginas de libretas donde pegaba un poco de todo, así que supuse que quería la pegatina para eso.

—¿Cuánto crees que tardará en darse cuenta de que le ha desaparecido? —pregunté.

—Seguramente tendrá a todo un equipo buscando su preciada bici antes de las doce —respondió Issac.

—¿Crees que llorará?

—Totalmente.

—¿Está mal que diga que pagaría por verlo?

—Si tuviera la pasta, yo también lo haría. —Me agarró de la mano, tiró de mí hacia la calle y añadió—: Contigo me siento valiente, Laniah.

Bajé la vista hacia nuestras manos aún unidas y sentí que sus palabras me calaban hondo. Issac siempre decía las cosas sin tapujos, tal y como las pensaba; a mí, en cambio, me costaba más expresarme. Aun así, me encantó ver que parecía contento cuando choqué mi hombro con el suyo en señal de respuesta mientras regresábamos a casa.

Juntos, siempre éramos más valientes.

1

CÓMO NO DEBERÍA HACERSE

Si mis cálculos no fallan, estaré sola en la tienda durante, por lo menos, diez minutos, antes de que mi madre vuelva de la panadería; tiempo suficiente para sacarme una foto sexi. Estoy sentada en la silla de la mesa que tenemos en la trastienda y me bajo los pantalones. No del todo, solo un poco para dejarme la barriga al descubierto y que las braguitas negras se aprecien entre la cadera y el muslo. Hago unas cuantas fotos y me las quedo mirando, convencida de que son lo bastante sexis como para atraer a alguien y dejarlo con ganas de más. Y ese «alguien» es un chico con el que he tenido cinco citas muy buenas, pero con el que solo he compartido algún que otro beso con lengua antes de darnos las buenas noches. Que sea paciente conmigo porque no quiero lanzarme a tener relaciones sexuales de inmediato me parece atractivo, pero esta mañana me ha preguntado «si le mandaría alguna cosita», y me he pasado el día distraída pensando en arriesgarme. Escojo una, respiro hondo y le doy a «enviar».

Darius abre la foto al instante, pero no responde con la misma energía. El corazón se me acelera mientras espero. Y espero.

La ha visto. La ha visto hace dos minutos.

Por fin aparecen los tres puntitos. Darius está escribiendo. Para. Vuelve a escribir. Y entonces…

—Laniah Leigh Thompson, ¿qué narices haces con los pantalones bajados hasta las rodillas?

Me sobresalto, dejo el móvil en la mesa y me pongo de pie. Tengo veinticinco años, pero me sigue entrando miedo cuando le oigo ese tono de voz a mi madre.

—Esto… Yo…

Da un paso al frente, bolsa de papel y bandeja de vasos de café en mano, y arruga las cejas, repasadas con un lápiz oscuro.

—¿Estabas haciéndote… una foto desnuda?

Me ruborizo. Me subo el pantalón y lo abrocho. Pasa un segundo. Dos.

—Pues… La verdad es que estaba mirando si estaba hinchada —respondo.

—¿Hinchada? —repite.

—Ajá. Sí. Porque tengo visita con el médico dentro de un par de días.

He tenido dolores de cabeza últimamente y creo que es porque tengo la tensión alta, así que la mentira me parece creíble. De todos modos, nos quedamos mirándonos la una a la otra durante los treinta segundos más largos de mi vida. A mi madre se le curva un poco el labio superior y un rastro de sospecha aparece en su mirada; yo sonrío discretamente con la esperanza de haber sido lo bastante convincente. Menos mal que esta era la hora punta del almuerzo en Seven Stars Bakery… Al final, mamá suspira y deja los vasos en la mesa. Me apresuro a coger el móvil y a guardármelo en el bolsillo, a pesar de que mi madre no lleve las gafas progresivas y no pueda ver lo que hay o deja de haber en la pantalla.

—A ver si te piensas que nací ayer —suelta—. Solo espero que no estés haciendo ninguna tontería. En fin…

Últimamente, ese «en fin…» ha definido su reacción a casi todo. Por un segundo, me pregunto cómo habría reaccionado al enterarse de que me mando mensajes subidos de tono con un chico si las cosas hubiesen sido distintas. Mis padres siempre fueron cariñosos en público, a lo cual, de pequeña, yo solía responder poniendo los ojos en blanco. Sin embargo, mi padre murió hace nueve años, y a veces me pregunto si el carácter juguetón de mi madre murió con él.

Saca una galleta de la bolsa, coge un vaso de café de la bandeja y me deja. Soy consciente de que es mejor que no me quede en la trastienda; mi madre pensará que estoy mirando el móvil y, a pesar de que eso es justamente lo que quiero hacer, cojo mi té y la sigo. Cuando llego a la parte delantera de la tienda, con sus estanterías medio vacías, siento la misma sensación de «en fin…» que mi madre. Abrimos Wildly Green hace tres años, ilusionadas por dar a conocer las cremas corporales y los aceites capilares que mamá lleva preparando en nuestra cocina desde que soy pequeña. Teníamos grandes planes, pero nos dimos de bruces con la realidad y, en lugar de hacer realidad nuestro sueño, acabamos con una buena deuda.

Hasta hace solo una semana, este local emanaba un aroma a coco y flores frescas, había cuadros en las paredes y un letrero de neón donde centelleaba la frase «HOLA, BOMBÓN» en unas luces verdes bien luminosas. Pero ahora hace ya unos días que estamos guardándolo todo (metiendo plantas en cajas y demás) antes de bajar la persiana, y ni siquiera lo hemos hecho poniendo música para escucharla a través del altavoz de bluetooth. Este lugar (en su día, colorido), ha perdido el alma. Prefiero venir después de acabar el turno de mi segundo trabajo en el hotel porque mi madre no está aquí, y así no tenemos que hacer cajas juntas, sumidas en la tristeza.

Me suena el móvil y reprimo una sonrisa al imaginarme las tiernas palabras para las cuales Darius parece tener un don. Sin embargo, me pongo a despejar la estantería de los acondicionadores para distraerme.

—Puedes mirar los mensajes, ¿eh? —señala mi madre, que está detrás de mí.

Está sentada en el suelo, revisando documentos antiguos para ver qué deberíamos quedarnos. Capto la curiosidad que se esconde en su voz. Es una trampa. Si miro el móvil, sabrá que estoy nerviosa porque me acaban de responder a una foto en bragas. Pero si no lo miro, sabrá que estoy evitando hacerlo porque ella está aquí. Haga lo que haga, salgo perdiendo. Así que hago lo que cualquier persona razonable, nerviosa y que está sudando: dejo los productos que tengo en las manos y saco el teléfono.

Pero no es un mensaje. Es una reacción a mi foto: un pulgar hacia abajo.

Siento que se me encoge el estómago mientras el cerebro empieza a darle vueltas al tema para tratar de entenderlo. ¿Darius acaba de reaccionar a mi foto con el emoticono del pulgar hacia abajo? Seguro que lo ha hecho por error. Segurísimo. Pero entonces me escribe:

Guau. Llevo esperando todo el día y me mandas esto? Empiezo a pensar que estás poco interesada

Paso inmediatamente de la confusión a la decepción.

—¿Estás bien, cielo? —se interesa mi madre, cuya voz atraviesa el ruido de mi cabeza.

Me giro para mirarla con la esperanza de que no vea lo molesta que estoy.

—Claro, mamá. No es nada.

Asiente.

—Pues ven a ayudarme con estos documentos, anda.

La cabeza me va a mil por hora mientras voy revisando recibos sentada en la alfombra. Darius es el primer chico con el que he tenido más de un par de citas desde que se terminó aquella relación larga que tuve en la universidad. En un mundo donde la gente se abre perfiles en aplicaciones para ligar en busca de sexo o con la intención de lanzarse a una relación seria de la noche a la mañana, es complicado explicarle a alguien que estoy buscando, sobre todo, a un compañero que, a la larga, pueda convertirse en algo más. Mi mejor amigo, Issac, dice que soy un cangrejo ermitaño porque evito las redes sociales, de modo que aún limito más mis posibilidades para ligar, pero justo estaba alardeando con él sobre cómo conocí a Darius a la vieja usanza: estaba comprando samosas en Kabob and Curry en el centro de la ciudad, me ofreció pasar antes que él en la cola porque yo iba con prisas para volver al trabajo y, al salir, escribí mi número de teléfono en una servilleta y se la di.

—¿Le has contado ya a Issac que cerramos la tienda? —pregunta mi madre, que parece que me haya leído la mente.

Esa pregunta hace que se me cierre la garganta. Antes de que pueda responder, me vibra el móvil, que está en el suelo, a nuestro lado, y bajo la mirada para encontrarme con otro mensaje de Darius. La previsualización de la pantalla bloqueada deja a la vista una foto de su… Ay. Me sonrojo a más no poder. Escondo el móvil bajo la pierna rápidamente y miro a mi madre mientras rezo para que no haya visto la misma foto que acabo de ver yo. Pero está ocupada mirando una factura de la luz con los ojos entrecerrados. Rio un poco, aliviada.

—Deberías empezar a ponerte las gafas, mamá. Va en serio.

Enfurruñada, coge otro papel. No le gusta nada que le recuerde que le ha cambiado la vista ahora que ha llegado a los cincuenta y pico. A veces le digo que papá habría pensado que las gafas le sientan bien y, al final, cede y se las pone (aunque me entristece que no esté aquí para decírselo él mismo), pero al cabo de unos días ya vuelve a ir sin ellas.

—No esquives mi pregunta —insiste.

—Aún no he hablado con Issac del tema —respondo—, pero lo haré.

—Díselo tú antes de que lo haga yo —me ordena—. No pienso seguir mintiéndole a ese chico.

—Sí, señora.

Al cabo de dos horas, me despido de mi madre y meto otra caja en el coche. En Providence, el tiempo a principios de junio es ideal: estamos a unos veinticinco grados y, mientras camino, una brisa mece las copas de los árboles y me trae un aroma fresco a verde, café y repostería. Cuando encontré el local para Wildly Green, mamá se puso eufórica. Está en pleno centro de la ciudad, entre los barrios donde vive gran parte de nuestra heterogénea clientela. El edificio, ubicado en Broadway Street, una calle bastante concurrida, queda justo al lado de otras tiendas que ya nos encantaban. Para almorzar, tenemos Seven Stars Bakery y Julian y, para tomar el té o comer crepes, podemos ir a Schasteâ. El Columbus Theater, que han vuelto a abrir hace poco después de restaurarlo, esconde una arquitectura interior espectacular. En la otra calle está Heartleaf, una cooperativa de libros en la que tienen una preciosa gata llamada Penny; la adoro. Los empleados siempre me saludan desde el otro lado del escaparate y cada día hay, como mínimo, cuatro mascotas más a la espera de que les den mimos.

Miro el letrero de Wildly Green. Siento un agujero en el estómago y una punzada de tristeza.

Refugiada en la seguridad del Hondita (mi coche, ahora atiborrado de cajas) y lejos de mi madre, abro la conversación con Darius y me encuentro con una foto de él en calzoncillos y el claro contorno de sus dotes, lo cual no es nada en comparación con el vídeo que me ha enviado haciéndose cosas que es mejor no pronunciar (en gran parte, porque no se merece que lo mencione). De haber llevado las gafas puestas, mi madre no solo se habría traumatizado, sino que estaría cabreadísima a más no poder ante el atrevimiento de Darius.

El vídeo iba acompañado de un mensaje de texto que decía:

Se hace así

Lo que, en otras circunstancias, podría haberme tenido apretando los muslos, no hace sino dejarme un sabor amargo en la boca.

Me tomo mi tiempo y reacciono a cada uno de sus mensajes con un pulgar hacia abajo. Acto seguido, silencio la conversación, arranco el coche y me pongo a grabar un mensaje de voz para Issac.

—Recuérdame otra vez por qué siguen atrayéndome los hombres. Porque algunos individuos de tu especie hacen que me cuestione si la población general sabe realmente lo que es la decencia. Y no me vengas con que lo de Darius «estaba destinado al fracaso». No estoy de humor, listillo.

Cuando ya casi estoy llegando a casa, recibo un mensaje suyo. Un único emoji:

2

CÓMO GOLPEAR

CON UN BATE DE BÉISBOL

Mi madre diría que estas cajas pesan demasiado para que las cargue una sola persona, pero no por eso dejó de subirlas escaleras arriba hasta nuestro piso, un tercero, mientras mi padre trabajaba. Por aquel entonces, yo era diminuta, pero arrastraba la bolsa de plástico de la compra detrás de mi madre porque me moría de ganas de ayudar. De eso hace veinte años, pero los recuerdos no paran de echárseme encima, atosigándome a montones. Mamá se está haciendo mayor y no quiero que cargue con cosas pesadas ahora que volveremos a vender los productos naturales desde casa.

Al bajar la última caja de la camioneta, me duelen los brazos. Me resbala, cae al suelo y oigo cómo se rompen los cristales con el golpe. Me la quedo mirando durante unos segundos, deseando poder volver atrás en el tiempo para que las frágiles piezas que había ahí guardadas continúen milagrosamente intactas.

Sin embargo, la caja sigue en el suelo. Y, además, hay público.

Wilma Murphy se acerca desde el otro lado de la calle, con el bastón en una mano y una taza de café en la otra. Se detiene a unos cuantos centímetros de mí, y le da un ruidoso sorbo a la bebida.

—Igual sería mejor que aparcaras en la entrada y descargaras las cajas por la puerta trasera —dice.

Seguramente tenga razón, cosa que me irrita, pero no pienso darle la satisfacción de ver que me afecta.

—¿Ah, sí? Lo tendré en cuenta para la próxima vez —respondo.

Entorna los ojos. Seguro que se ha dado cuenta del sarcasmo en mi voz.

—¿O sea que vais a cerrar la tienda de verdad? Entonces, ¿tu madre se pasará el resto de la vida limpiando habitaciones contigo?

Una curiosidad sobre mi barrio en Providence: Silver Lake tiene menos de novecientos habitantes, y eso significa que hay bastantes probabilidades de que el chico que te gusta y que vive a dos manzanas ya se haya acostado con tu prima. Lo que significa para mí: la abuela de Wilma Murphy solía hacerle de canguro a mi madre en la misma casa en la que Wilma sigue viviendo hoy en día, al otro lado de la calle. Y lo que es aún más interesante: la hermana de Wilma, Bridget Murphy, es una huésped permanente del hotel donde trabajo, y resulta que es una de mis personas favoritas del mundo. Trabajar en un sitio con una hermana y vivir en la misma calle que la otra habría sido agradable de no ser porque hace décadas que Bridget y Wilma no se hablan. Desconozco el motivo de su distanciamiento, pero me creo lo que dice mi madre (que Wilma siempre fue una tiquismiquis llena de prejuicios) porque, cuanto más vivo en este piso, más claro veo que esta mujer de setenta y un años puede llegar a ser justamente así, o sea, que seguro que le ha hecho algo increíblemente malvado a su hermana pequeña.

—Puede —contesto—, pero al menos tendremos buena compañía, con su hermana allí.

Wilma frunce el labio superior al oírme mencionar a Bridget.

—Supongo que no sois las mujeres de negocios que os creíais —comenta, con expresión amargada, antes de señalar el jardín con el bastón—. Deberías pedirle a alguien que te corte el césped. —Dicho esto, se da la vuelta y se va a hacia su casa, con su césped perfectamente cortado, silbando una canción.

Una vez dentro, miro los tarros rotos de exfoliante de azúcar y me dejo caer contra la puerta delantera; aún siento la punzada de las palabras de Wilma en el esternón. Cuando abrimos la tienda, mi madre pudo dejar de limpiar casas para centrarse en sus mezclas, algo que había empezado de adolescente cuando se hartó de tener que ir cada sábado a la peluquería a por alisadores. Mamá jamás pensó que fuera a encontrar la felicidad haciendo productos para el pelo, pero mi yo de seis años ya soñaba con ello mientras la oía cantar y batir manteca de karité hasta que quedara bien suave, y esperaba poder mezclar algo yo misma. Yo solo quería ser igual de guay que mamá cuando fuera mayor y que me mirase como yo la miraba a ella. Al abrir la tienda, por fin me sentí así.

Miro hacia la pared y, al ver la foto en la que salimos abrazándonos delante de Wildly Green el día de la inauguración, recuerdo que fuimos incapaces de contener las lágrimas.

—No puedo creerme que sea real —dijo, antes de añadir con la voz temblorosa—: Si tu padre pudiera vernos…

Desvío la vista hacia otra foto que sigue en el mismo marco de madera desgastado que tengo desde que iba al instituto y donde aparecemos los tres. Papá sale con aquel bigote de herradura del cual solía burlarme y me tiene subida en hombros mientras yo, que en esa foto tengo seis años, le tiro del pelo rubio con los dedos; mamá está de puntillas, con unos zapatos de tapón de aguja y las hermosas piernas bronceadas, dándole un beso en la mejilla. Él está mirando directamente a la cámara, y ahora parece que esté mirándome fijamente a mí, consciente de que haberme sacado una carrera en Empresariales (de lo que tan orgullosa estaba yo y cuyo título le restregué a mi madre en la cara mientras insistía en que ya estábamos preparadas para trasladar nuestro estable negocio de la cocina a una tienda) no significa que ahora tenga soluciones viables para salvarlo.

Saco el móvil del bolsillo. Issac no ha vuelto a decirme nada más. Hace dos años que se mudó a California, y yo sigo sin llevar bien eso de que viva en la otra punta del país. Queda demasiado lejos para una noche de pelis. Ya casi ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que fuimos a una librería juntos. Y soy incapaz de contarle lo de Wildly Green por teléfono. Para ser sincera, no he querido contárselo en ningún momento.

Pero, ahora mismo, necesito a mi mejor amigo.

Acerco el dedo al botón de llamar y me planteo qué hacer. Seguramente esté en alguna sesión de fotos para una línea de ropa o grabándose mientras crea alguna obra de arte…, o igual está de escapada romántica con Melinda. Al pensarlo, se me revuelven las tripas. Tal vez sean cosas mías, pero me da la impresión de que, desde que empezaron a quedar «informalmente» hace meses, nos hemos ido escribiendo menos, nuestras llamadas telefónicas han sido más breves y hace medio año que no ha venido por aquí. No puedo evitar preguntarme hasta qué punto su relación es algo «informal» si la nuestra ha cambiado tanto desde que está con ella.

Eres el peor amigo del mundo

Le escribo. Espero que responda con un «No me seas niñata» o «Ya estamos con cuentos» o «A ver, ¿qué te pasa?»; sin embargo, a pesar de que lee el mensaje, no contesta.

Suspiro y salgo de la conversación. Justo debajo está el chat silenciado de Darius. Debería bloquearlo, pero una parte ruin de mí quiere hacerlo sufrir un poco. Voy pasando las imágenes, algo divertida. ¿Se habrá pasado el día en pelotas por casa o serán fotopollas recicladas?

Quieres venir?

Me escribe, como si supiera que justo estaba revisando la conversación.

Ni de coña

Contesto con un nudo el estómago porque me ha pillado con las manos en la masa.

Pero entonces alguien llama a la puerta y me levanto de golpe.

La semana pasada, Darius me dejó en casa después de la cita y me besó delante del porche. El recuerdo me hacía sentir bien hasta esta tarde; hoy, en cambio, estoy espiando silenciosamente a través de las cortinas para asegurarme de que no es él. Y a lo mejor lo habría conseguido si el casero hubiese venido a cortar el seto que hay al otro lado de la ventana (lo cual, en principio, debería haber hecho hace un mes) para que yo ahora pudiera ver mejor la puerta.

Trago saliva y pregunto:

—¿Quién es?

No responde nadie. Vuelven a llamar al timbre y siento un escalofrío. Exhalo y cojo el bate de béisbol Louisville Slugger que tenemos al lado de la puerta. Mi padre me enseñó a usarlo «por si acaso». Paso el pestillo, agarro el pomo y voy girándolo con cuidado para abrir. Sin embargo, decido no golpear con el bate porque la persona que tengo delante tiene la tez morena y una mirada profunda que se me clava en los ojos, como si estuviera buscándome el alma.

Issac aparta la vista y estudia la escena que tiene justo delante: yo, bate de béisbol en mano, lista para golpear. Sonríe y puedo apreciar esos profundos hoyuelos bajo la sombra de su barba.

—Hola, Ni —me dice con un tono de voz cálido mientras el sol le brilla detrás—. ¿Mal día?

Cojo una bocanada de aire, grito, dejo que el bate caiga al suelo y me lanzo a sus brazos. Issac trastabilla hacia atrás, riendo, pero logra evitar que caigamos, como siempre. Le hundo la cara en el pecho porque me saca algo más de treinta centímetros. Agacha la cabeza para darme un beso en el pelo; exhalamos a la vez y la tensión se disipa. Nos quedamos un rato así, abrazándonos mutuamente, envueltos por el otro y por el cariño que nos tenemos. Luego carraspea, da un paso atrás y deja cierto espacio entre nosotros, algo a lo que no estoy acostumbrada.

Traga saliva y se frota el puente de la nariz igual que hace cuando está nervioso o incluso decepcionado, solo que esta vez no consigo descifrar el porqué. Empiezo a preocuparme por la imperceptible distancia que ha puesto entre los dos, cosa que tenía la esperanza de no experimentar en persona; después de seis meses de no haber visto a mi mejor amigo y de los frustrantes días que he tenido desde la última vez que nos vimos, mi cuerpo necesita otro abrazo suyo. Aun así, me contengo para no hacer cosas raras con mis extremidades con tal de acercarme a él otra vez o volver a coger el bate.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto—. ¿Por qué no me habías dicho que venías?

—Me encanta sorprenderte —contesta como si fuera la respuesta más evidente del mundo—. Y he venido a mejorar como mejor amigo. Siento haber tardado tanto.

3

CÓMO NO SER

«UNA PÉRDIDA DE TIEMPO»

Cuando Darius me manda otra foto en bolas, Issac me dice que tire el móvil por la ventana.

—Este tío necesita que le enseñen a ser un caballero, pero bien.

Arqueo una ceja y se me escapa una risita.

—¿Y qué le enseñarías tú?

Estamos sentados en el suelo del salón, bebiendo y mezclando manteca de karité pura para un producto que espero poder sacar al mercado. Algunas mantecas hay que mezclarlas a mano sí o sí; sin embargo, de tanto limpiar en el hotel se me hincha la muñeca y se me seca la piel, así que a veces hago trampa y utilizo la batidora. Me alegro de que Issac esté aquí y pueda echarme un cable. Deja el bol en el suelo y apoya la espalda en la parte baja del sofá.

—Si es la primera vez que te envías fotos subidas de tono con alguien, tiene que ser algo progresivo. Hay que empezar con una foto en la cama con solo los bóxeres o algo así. —Finge estar tumbado y levanta una mano como si estuviese sacándose una foto—. La envías y ves qué te responde la otra persona.

—¿Y luego qué?

—Si responde o parece interesada, vas jugando así hasta que llegas a las fotos de verdad —me cuenta—. Pero, eh: si no le respondiste a la primera, que ya fue una red flag, no debería seguir enviándote más ni de coña.

Cojo el móvil y vuelvo a mirar la foto.

—A ver, tampoco está tan mal… A lo mejor piensa que no podré resistirme.

Issac ríe. No obstante, cuando me mira a los ojos, veo algo en los suyos que no sé interpretar.

—¿Y si no te resistes? Igual vale la pena intentarlo.

Le doy un codazo.

—Da igual. No es solo por lo de las fotopollas que no le he pedido.

—Bueno, pues ¿qué más ha hecho? —me pregunta con un tono algo nervioso a la vez que protector.

Issac y yo siempre nos hemos contado intimidades que seguramente no deberíamos compartir. Aun así, sigue resultándome un poco extraño confesárselo:

—En realidad… Fui yo quien le envío algo primero a Darius.

Abre los ojos como platos y ladea la cabeza.

—¿Y qué pasó?

Me sonrojo.

—Reaccionó con… el emoji del pulgar hacia abajo.

—¿Que qué?

Bastante avergonzada me siento ya como para que encima quiera que le dé explicaciones.

—Ese que…

—No, quiero decir… ¿qué narices hace?

Aparta el bol que tiene enfrente y se inclina hacia delante. Ahora que lo tengo tan cerca, me doy cuenta de que huele a sándalo. Mi mejor amigo suele utilizar fragancias de cedro y, por un segundo, me pregunto en qué momento cambió a un aroma más dulce.

—Supongo que la foto que le envié no era lo bastante sexi.

A pesar de que intento sonar despreocupada, Issac no sonríe. Se le ensombrece la mirada hasta adoptar un tono igual de oscuro que su piel y se me queda mirando. Abre la boca para decir algo, pero entonces sacude la cabeza y exhala.

—Por encontrar amores que valgan más la pena —dice al cabo de unos segundos.

Sirve un par de chupitos de ron y levantamos los vasos.

—Pues la verdad es que yo seguiré felizmente soltera un poco más.

Issac entorna los ojos.

—Ya llevas soltera bastante tiempo. ¿En serio esto es lo que quieres?

—Estoy bastante convencida —admito. Él se encoge de hombros y, al tragarnos la bebida, hacemos una mueca. Pero entonces, cuando aún noto el ardor en el pecho, caigo en la cuenta de algo—: Espera. ¿Y Melinda? ¿No es la que merece la pena?

La confusión le inunda el rostro.

—Ya no quedamos —confiesa.

Ahora quien está confundida soy yo.

—Pero ¿no estabas con ella la semana pasada?

El día en que tuve mi última cita con Darius, Issac me dijo que estaba comiendo con Melinda.

—Eso fue… ir a comer con una amiga —dice, lo cual me sorprende—. Hacía ya tiempo que la cosa iba de capa caída, pero al final decidimos dejarlo oficialmente con una buena comida. Perdona, pensaba que te lo había contado.

Lo miro y noto que una diminuta semilla de traición me germina en el estómago. ¿Cuánto tiempo habría tardado en decírmelo? Seguro que internet lo supo antes que yo.

—¿Te dejó ella? —me intereso—. ¿Por eso pareces destrozado desde que la he mencionado?

Issac se mueve incómodo.

—Fue algo mutuo. ¿En serio? ¿Parezco destrozado?

Melinda e Issac no tenían una relación de pareja oficial, «estaban quedando», pero pasaban tanto tiempo juntos que ya creía que tendría que prepararme para hacer de testigo en su boda. Porque, cuando Issac se enamora, se enamora de verdad y comparte su amor con el mundo. Antes de alcanzar tanta fama, ya tenía una presencia bastante sólida en redes porque es un artista que sabe trabajar con varios medios y se graba en vídeo mientras crea sus obras; sin embargo, cuando empezó a hablar de su vida amorosa, su plataforma conoció el estrellato. Resulta que a la gente le encanta ver a un hombre atractivo descamisado creando esculturas con las manos mientras escucha música, pero aún le encanta más oírle decir que eso de hacerle perder el tiempo a una mujer no le va y que, tras unas cuantas citas, ya sabe si son compatibles o no, y que prefiere ser educado e ir de cara. Lo mejor es que Issac cree firmemente en las almas gemelas. Todo el mundo tiene la suya, y la de Issac debe de estar por ahí, así que ¿para qué darle esperanzas a la media naranja de otra persona?

¿Significa eso que no tiene relaciones sexuales? Claro que no. Pero esas situaciones «convenidas» mejor las dejamos para otro día.

La revelación de Issac hizo que la gente lo adorase. «Ojalá todos los hombres fuesen sinceros», «Hay que ligarse a alguien como Issac», «Si sales conmigo, verás que soy tu alma gemela», comentaban en los vídeos donde se lo veía haciendo collages decorados con flores frescas idénticas a las de la corona que llevaba en el pelo.

Marcas de todo el mundo se dieron cuenta del potencial que tenía mi amigo para ayudarlos a vender sus productos, e Issac conoció a Melinda en una sesión de fotos donde hacía de modelo de pantalones vaqueros. Una cita se convirtió en doce y le pareció que tal vez había encontrado a su alma gemela. Yo no he llegado a conocerla, pero hace unas semanas Issac me dijo que quería presentármela: prueba de más para pensar que esta chica era distinta. Supongo que «ser distinto» no siempre significa que vayas a ser el alma gemela de alguien. A no ser que haya algo más…

Arrugo la frente.

—Siento haberlo dado por sentado. Es que… Melinda es la primera chica con la que parecía que ibas en serio desde que te conozco. Pensaba que estabas enamorado.

—¿Y qué hay de Bianca? A lo mejor la quise en su día.

—¿Esa del instituto a la que mamá odiaba? —digo, mirándolo con escepticismo—. Compartisteis un plato de China Wok en el centro comercial de Providence Place dos veces.

—La segunda vez fuimos a ver una película —ríe—.Vanessa la odiaba con toda su alma, ¿no? Supongo que eso debería haberme bastado para saber que no iba a durar.

—¿Y a ti cuándo te dura algo? Eres el rey «unicita».

—Al menos yo no tengo el radar atrofiado como tú, que vas eligiendo a tipos mediocres que resultan ser todavía peores. Y eso si es que le das la oportunidad a alguno.

—Tu radar también debe de estar atrofiado. ¿No decías que Melinda podría ser «la definitiva»?

Issac coge un tarro que hay abierto en la mesita y se lo acerca a la cara.

—Este es increíble —dice antes de pasear la vista rápidamente por toda la sala—. Espera. ¿Por qué tenéis todo esto aquí? ¿Por qué no está en Wildly Green?

Se me encoge el estómago. Aprieto los dientes.

—Estamos de reformas —le digo, porque me da la impresión de que es solo una mentirijilla piadosa. Y me apresuro a añadir—: Pero no me cambies de tema. ¿Pensabas que Melinda podría ser la definitiva, sí o no?

Parece que ha aceptado mi respuesta sobre el tema de la tienda.

—Es guapa y lista —contesta—, y le da igual que haga chistes malos. Durante un tiempo pensé que… podía ser algo especial. Pero nunca pensé que fuese a ser «la definitiva». Y ella lo sabía. Solo íbamos quedando porque nos lo pasábamos bien juntos. Aunque con esto no basta.

Me inclino hacia él y me muerdo el labio.

—¿Y qué pasa si encuentra a alguien y tú te das cuenta de que deberías haberle dado una oportunidad de verdad cuando ya sea demasiado tarde? A lo mejor la conexión entre dos almas gemelas no se siente y punto; a lo mejor tienes que comprometerte para construirla.

Se me queda mirando con curiosidad.

—¿Eso crees?

Abro la boca para responder, pero no me salen las palabras. Ya no sé qué creer ni del amor ni de las relaciones. Y menos después de pensar que mis padres eran almas gemelas, para que luego mi madre viera cómo la muerte le arrebataba a mi padre con tanta crueldad.

Tras unos segundos, Issac suspira y aparta la mirada.

—Intenté ver algo que no estaba ahí. De verdad que lo intenté.

Me pregunto, no por primera vez, si la muerte de sus padres habrá influido en su forma de ver las relaciones. Tanto su madre como su padre perdieron la vida en un accidente de tráfico cuando Issac tenía doce años.

—Te creo —lo tranquilizo, y se le relajan los hombros, aliviado. Si las noticias ya han llegado a internet, seguro que la gente está sacando sus propias conclusiones y lo han bombardeado a preguntas sobre Melinda; o sea, que le cojo el tarro que tiene en las manos y le pregunto—: ¿Y tu pelo, necesita amor?

—Por favor —responde con una sonrisa.

Aun así, cuando me acomodo en el sofá y espero a que se siente en el suelo, justo debajo de mí, permanece extrañamente quieto durante unos segundos.

—Podemos ir a la cocina —sugiero.

Me pregunto si las cosas han cambiado desde la última vez que lo vi, hace seis meses, y ahora deberíamos estar haciendo estas cosas sentados en un taburete. Sin embargo, sisea como si acabase de decir una idiotez y se coloca bien. Al verlo dudar, soy consciente, como no lo había sido hasta ahora, de que lo tengo sentado entre las piernas.

Como crecimos juntos en Mercy Street, mi madre lo veía «con el pelo descuidado» día sí y día también, y, a pesar de que a ella le frustraba que sus padres de acogida nunca lo llevasen al barbero, él hacía como si nada: por fuera, todo eran caras contentas. Vanessa Thompson no se lo tragaba. Íbamos a clase con un montón de niños de color, a muchos de los cuales les encantaba fardar del nuevo corte de pelo que les habían hecho en las barberías de Broad Street. Así que, un día, mi madre decidió raparlo un poco con la maquinilla de afeitar y ahí empezó la rutina de Issac, que venía a casa antes de ir a clase para que ella lo ayudase a peinarse e hiciera maravillas cada vez que a mi amigo le daba por un peinado distinto; al final, mi madre me pidió que lo hiciese yo. En su día, mientras le acondicionaba el pelo, compartíamos pastelitos del food truck de chimichurri de Johnny y hablábamos de nuestros crushes. Solía seguir su relajante voz al cantar, aunque yo desafinaba a más no poder, y él me leía cómics mientras me esmeraba por peinarlo igual de bien que mi madre.

Ahora estoy pasándole los dedos por el pelo. Lo tiene más denso que yo; en la zona del medio, lo tiene más grueso, y se le forman unos tirabuzones del tamaño de un lápiz. Es precioso. Lleva los lados un poco más rapados y en la parte de arriba tiene la melena lo bastante larga como para poder hacerle una trenza si me lo pidiera. Si las trenzas me salieran mejor, igual me lo pediría. Le humedezco el pelo con una botella de espray y le paso un poco de crema. Dice que «huele que flipas», frunce las cejas y empieza a enumerar los ingredientes que cree que lleva el producto en cuestión.

—¿Sabes qué? —dice al final—. No me lo digas. Yo confío en ti.

Sonrío y le tiro un poco del pelo.

—Más te vale. Y, ahora, págame.

Sabe perfectamente a lo que me refiero y saca el móvil. Puede que ahora Issac sea modelo e influencer, y que haga anuncios y campañas para Nike, pero antes era solo un chico con buen ojo para aquello que le apasionaba: la belleza. A mí me gusta bromear y decirle que da asco. Uno de esos seres humanos que, además de ser atractivo, hace bien demasiadas cosas. Dios lo creó y dijo: «Deja que le añada algo más». Pero, aunque ahora sea así de famoso, no se ha pasado ni un solo día sin crear algo. Y me encanta que me enseñe algunas de sus ideas.

—Primero —dice antes de inclinar la cabeza y apoyármela en el muslo.

Antes me había parecido distante, pero tenerlo así hace que se me ponga la piel de gallina inesperadamente, lo cual me distrae cuando levanta el móvil y saca una foto. Vuelvo a la realidad e insisto en que salgo horrenda. Él dice que es imposible formular una frase donde el adjetivo «horrenda» y yo vayamos de la mano.

—Ya, claro —respondo—. Más te vale no subir esto.

—Nada de publicarla en redes —contesta—. Entendido, ermitaña.

Va pasando fotos y se detiene en un vídeo para enseñármelo.

—No es un proyecto —señala—, pero espero que pueda llegar a serlo.

En el vídeo aparece un jardín botánico tres veces mayor que la preciosidad de Roger Williams Park. Este tiene plantas exóticas y árboles grandes de un exuberante follaje verde.

—Algunas personalidades importantes han organizado una nueva exposición artística para finales de verano bajo el título «El año del loto» —me cuenta—. Quieren alternar exposiciones de arte y de moda cada año, y tienen la esperanza de que el evento acabe convirtiéndose en una especie de versión de la Met Gala de la costa oeste. Hasta me han preguntado si quiero exponer el «Sol secreto».

El entusiasmo se apodera de mí. «Sol secreto» es el alias del proyecto en el que lleva trabajando a escondidas desde el instituto. Le pellizco el cuello.

—¿Lo has terminado?

Me da un golpe juguetón en la mano.

—Casi —confiesa.

Una sola palabra me basta para notar la alegría que se esconde en su voz.

Me alegra saber que por fin lo veré.

—Aunque he oído por ahí que han tenido un problema con el lugar donde iban a organizarlo y a lo mejor tienen que cancelar la exposición. La idea es ofrecerles mi ayuda y proponerles que lo hagan en el jardín botánico. Les sugeriré que cuenten con un artista o dos de Providence para el evento, les preguntaré si puedo echarles un cable con diseños de última hora para el espacio, y a lo mejor incluso me permiten ser uno de los anfitriones de la noche. —Dejo de toquetearle el pelo. Se da cuenta de inmediato, echa la cabeza atrás para mirarme y pregunta—: ¿Qué pasa?

Issac es buenísimo en lo suyo, y sabe Dios que las cámaras lo adoran, pero mi amigo sigue queriendo que sus obras de arte continúen siendo el centro de atención. Llevo tiempo diciéndole que debería hablar con su equipo para que encontrasen otras alternativas que le faciliten exponer sus piezas a mayor escala, pero a él le preocupa tener que dejar otros proyectos de lado. Su cara y el hecho de que sea tan transparente por redes le han hecho ganar muchísimo dinero (tanto a él como a su equipo), pero eso no significa que se sienta realizado emocionalmente.

Le rodeo la cabeza con los brazos y se la estrujo.

—Estoy muy orgullosa de ti.

Me dice que lo estoy ahogando, lo suelto un poco y espero a que haga alguna broma diciendo que le ha gustado; sin embargo, en lugar de eso, se pasa los dedos por el pelo e intenta levantarse. Le crujen las rodillas, se ríe y suelta algo sobre que serán cosas de la edad, aunque aún no ha cumplido ni los veintiséis.

—Eso dilo por ti —respondo—. Yo soy joven y estoy perfectamente.

—Una verdad como un templo —señala—. Estás viviendo tu sueño. Tú y Vanessa parecéis dos diosas. Yo también estoy muy orgulloso de vosotras, Ni.

La culpabilidad de no haberle contado lo que ocurre vuelve a arremolinárseme en el estómago, así que esquivo el sentimiento y le pregunto:

—¿Estás intentando hacerme sentir bien después de que Darius me viniera con lo del pulgar hacia abajo?

—Ya me había olvidado de él, aunque es evidente que tú no. ¿Las fotos que te envió te dejaron con ganas de más?

—Calla, anda.

—Solo conseguirás que me calle con comida. —Me tiende una mano y me ayuda a ponerme de pie—. ¿Pedimos pollo a la parmesana?

—Cuando vienes aquí, solo comes eso.

—El pollo a la parmesana de California no es como el de casa —confiesa antes de mirarme con recelo—. ¿Por qué? ¿Cuántas veces lo has pedido desde la última vez que vine? No me digas que llevaste a ese tal Darius a nuestro lugar.

Finge estar celoso y la naturalidad de la situación me sienta bien.

—Nunca jamás —respondo, seria y asqueada con solo pensarlo—. Y no he dicho que no me apetezca.

—Bueno, pues ve marcando ya el número, cabezota.

—Me duelen las manos de arreglarte la mata de pelo que tienes ¿y luego la cabezota soy yo?

Se limita a poner los ojos en blanco y me pasa mi móvil.

No pienso decirle que me siento mal si pido pollo a la parmesana sin él.

4

LA VECINA QUE CONOCE AL

HOMBRE MÁS GUAPO DEL MUNDO

Cuando me despierto, el césped del jardín delantero ya está cortado. Sin que se lo haya tenido que pedir, Issac me ha regado las plantas y ha podado el arbusto que hay delante de la ventana con una podadora que ha encontrado en el cobertizo. Me pide que llame al hotel para decir que hoy no puedo ir a trabajar e insiste en que me pagará por pasar tiempo con él, a sabiendas de que rechazaré su dinero, aunque estoy sin blanca y debería aceptarlo. Aun así, llamo para decir que hoy faltaré al trabajo; estoy ansiosa por pasar más tiempo con él, aunque le pongo la condición de que tendremos que ir a repartir las cestas de los clientes que no pudieron venir a recoger sus pedidos a Wildly Green. A Issac, eso le recuerda a cuando de pequeños le hacíamos los repartos a mamá; luego me ayuda a envolver los productos para que queden bonitos.

Al mediodía, solo queda una cesta en los asientos traseros del coche, pero hacemos una pausa y primero pasamos por una tienda de música local. Fuera hay un grupo de hombres riendo a carcajada limpia. Issac se los queda mirando y se le dibuja una delicada sonrisa en los labios. Me imagino a su padre, a quien Issac describe como alguien que hablaba con los chicos del barrio sobre partidos de baloncesto antes de que su madre lo llamase para que fuese a cenar.

Se da la vuelta y me sujeta la puerta para que entre.

—Ojalá hubieses conocido a mi padre.

Al ver que se abre de esa manera conmigo, que no siente la necesidad de explicarme por qué acaba de decirme eso precisamente ahora y que yo he pensado justo lo mismo, noto cierta adrenalina.

Le agarro la muñeca y se la aprieto para reconfortarlo.

—A veces me da la sensación de que ya lo conozco. Sobre todo cuando cantas Aretha Franklin y pones caretos.

—¿Así? —pregunta, y se pone a hacer muecas.

—La última —señalo—. Cuando pones esa cara eres igual que él.

—Supongo que tendré que cantar Aretha más a menudo —argumenta—. Mi viejo era guapísimo.

Pongo los ojos en blanco. Si Issac fuera más guapo de lo que ya es, lo meterían en un museo y solo podría verlo a través de un reluciente cristal.

Ya dentro, se pone a rebuscar entre CD viejos y luego nos sentamos en el suelo con unos cascos estéreo para escuchar muestras, igual que solíamos hacer de pequeños, cuando no podíamos permitirnos comprar nada. No nos damos cuenta de que cada vez va entrando más gente en la tienda; vamos por la mitad de Igor, de Tyler, The Creator, cuando una adolescente pasa el dedo por los vinilos de muestra en la sección de rock y, al vernos, abre los ojos como platos. Le doy un codazo a Issac porque se le están cayendo las gafas, y el gorro de pescador que me ha cogido prestado se le ha bajado un poco y le ha dejado los rizos al descubierto.

—Creo que el disfraz le ha fallado, señor.

Levanta la vista, pero, antes de que pueda pestañear siquiera, la adolescente saca el móvil y empieza a grabar.

—Gente, es Issac Jordan —grita—. Mi marido.

—Eh… —dice Issac, claramente aterrado ante aquella declaración.

Yo, estupefacta, guardo silencio. Issac, en cambio, sonríe a la adolescente, saluda a la cámara, y con un agradable tono de voz dice:

—Encantado.

—Me lo ha dicho a mí —aclara la chica antes de mirarnos por última vez y desaparecer pasillo abajo.

Cuando ya está fuera de nuestro campo de visión, me apresuro a levantarme del suelo.

—¿Adónde ha ido?

Issac ríe.

—A lo mejor la has asustado con esa cara. —Se levanta y se sacude el pantalón—. O a lo mejor ha ido a por el resto.

¿El resto? Siento cierta punzada en el pecho justo antes de que nos embistan. De repente, estamos rodeados de adolescentes que le piden frenéticamente a Issac que las abrace y se saque fotos con ellas. Por un momento, me acuerdo del comportamiento tontaina que tuvimos mis amigas y yo en mi primer concierto, y eso que ni siquiera llegué a conocer al grupo; sin embargo, una de las chicas me mira (confirmando mi existencia) y retrocedo. La chica, que lleva una espesa capa de gloss en los labios y tiene una melena que le llega a la cintura, le pregunta a Issac:

—¿Ya estás volviendo a salir con alguien? ¿Por qué no has subido ningún post sobre eso?

—¿Por eso no podías comprometerte con Melinda? —se interesa otra.

—¿Has elegido a esta chica normalita antes que a Melinda Martínez? —se entromete una tercera.

—Tan normalita tampoco —dice alguien desde el fondo—. A mí me gustan sus rizos.

—Un segundo —tercia Issac con las manos en el aire.

Sin embargo, los comentarios de las chicas acallan el suyo.

—Normalita, pero como la típica vecina guapa —señala la del gloss mientras me enfoca con la cámara—. ¿Cómo te llamas? ¿Eres latina?

—Esperad. ¿No es su mejor amiga de la infancia? —la corta otra—. Es mulata.

—Ah, sí. Si llevara las cejas pintadas, sería una mestiza malota. O si se hiciera un lifting brasileño de glúteos… —concluye Chica Gloss.

Hablan tan rápido que Issac no puede decir ni mu. Y, a pesar de que estoy acostumbrada a que la gente intente adivinar cuáles son mis orígenes, estoy harta de esta conversación en general.

—Aquí te quedas —le digo antes de salir por patas y dejarlo envuelto por la locura que supone ser, según las revistas, «el humano más guapo del año».

Mi Instagram consta de seis fotos de hojas caídas y flores y poemas aleatorios. Estoy sentada en el capó del coche, mirando el feed y preguntándome si Issac estará intentando convencer a las chicas para que borren los vídeos. ¿Qué pensará la gente de mí si los publican y ponen palabras como «normalita» en el pie de foto y me comparan con Melinda, que es modelo y no tiene nada de normalita?

Issac me sorprende al golpear con los nudillos en una de las ventanas. No lo he visto venir.

—Me has dejado solo. —Arruga la frente—. ¿Aceptarás alguna vez que ahora mi vida es esta?

Me da un vuelco el estómago.

—Lo he aceptado. Y me alegro por ti, mucho. Pero es tu vida.

—Y tú siempre has formado parte de ella. —Pronuncia esas palabras con mucha dulzura, pero a mí me duelen igual. Lo veo sacar algo del bolsillo—. Bueno, te he comprado esto. He intentado encontrar el nuevo disco de Shida Anala, pero las chicas han visto que lo buscaba y han pillado el último.

—Qué mono —digo mientras acepto el llavero de un girasol que me da. El hecho de que haya pensado en comprarme el álbum de mi cantante favorita hace que me sienta aún peor por haberlo dejado solo en la tienda—. ¿Es para disculparte por haber llamado la atención de esas chicas con tu cara? —bromeo con la esperanza de que desaparezca la tensión.

—Más o menos, sí —responde—. ¿Ha funcionado?

—Solo si me perdonas por ser una ermitaña —contesto haciendo un puchero.

—No hay nada que perdonar. A veces me cuesta entender cómo puedes ser lo suficientemente valiente como para subir una montaña, pero no para subir una foto en la que salgas escalando.

—Hace bastante que no escalo. De hecho, no estoy para nada en forma —bromeo, aunque Issac entorna los ojos—. Y es… distinto. A diferencia de ti, a mí no me gusta ser el centro de atención.

—Ya lo sé —confiesa. Sonríe con aire travieso y añade—: Vamos a por esa última entrega, porque estoy seguro de que Katrina se muere de ganas de verme y, sí, a mí me encanta la atención. De todo tipo.

—Seguro que está ilusionadísima —me río.

La última vez que Issac estuvo aquí, conoció a mi amiga Katrina, y creo que le gustó que esta no pareciera del todo fascinada por él.

—Genial. Y, de camino, yo me ocupo del bluetooth. Ya basta de tus canciones tristes por hoy.

—La música de Hozier no es triste; es soul —lo corrijo.

—Sí, claro.

Si algo tenéis que saber de Katrina Ashley es que todo el mundo la conoce porque deja a la gente esperando en la puerta de su casa. El día antes de que cumpliera treinta años, me pidió que fuera después de una ruptura terrible y tardó veinte minutos en dejarme entrar porque había decidido meterse en la bañera para depilarse las piernas justo antes de que llegara yo. Mientras estamos esperando en las escaleras, Issac recibe una llamada de su mánager.

—Estoy bien, Bernie —dice nada más responder—. Sí, estoy pasando desapercibido.

Desvío la mirada hacia él de golpe e intento no reírme. No se le da bien mentir. Seguramente, el mánager tenga dolores de cabeza por su culpa. Seguro que Bernie ni siquiera se sorprende si esas adolescentes suben el vídeo a redes.

—Nah, no quiero que vengas —le responde—. Solo necesito tres días. Ajá. Sí, mi mejor amiga me protegerá. —Me mira y sube y baja las cejas repetidamente—. Sabe jiu-jitsu.

Se me escapa la risa y él me clava un dedo en el costado antes de echar a andar por el jardín para acabar de hablar en privado. Por fin se abre la puerta. Katrina aparece con el albornoz puesto y el cepillo de dientes en la mano. Me coge la bolsa con la mano izquierda, intenta darme el dinero como buenamente puede con la derecha y murmura algo sobre que la he pillado en mal momento. Es clienta de la tienda desde que la abrimos, porque vive a solo dos calles del local, pero a lo largo del último año nos hemos hecho amigas. Le pregunto si tiene que trabajar hoy y niega con la cabeza.

—Necesito un día para mí desesperadamente.

—Y, por lo que veo, te lo estás tomando —contesto a la vez que alargo el brazo para quitarle uno de los rulos del pelo.

Los problemas laborales de Katrina no son como los míos. Ella es excesivamente exitosa en su trabajo, pero no la respetan ni la valoran como deberían. Cuando al final ve a Issac en el jardín, abre los ojos como platos, pero la sorpresa le dura solo unos segundos.

—¿Quieres hacer guarrerías con él? —pregunta.

Aquel comentario tan fuera de lugar me deja perpleja, aunque a estas alturas ya no debería ser el caso.

—¿Disculpa?

Me señala con un dedo.

—Respuesta correcta. Era una prueba. No necesitamos que te enamores de él y te cargues la amistad. Sobre todo ahora que no está saliendo con nadie y está afectado.

—¿En serio tengo que volverte a explicar lo que es el amor platónico, Kat? —le pregunto, molesta por la de veces en las que Issac y yo hemos tenido que defender nuestra amistad porque la gente ha visto algo romántico donde no lo hay.

—Hasta que me digas que es como tu hermano —dice Katrina.

Me sonrojo. Tenemos un relación cercana, pero decir que es como un hermano para mí ya sería algo distinto.

Paso de ella y me giro para mirarlo. Sigue hablando por teléfono, pero saluda con una mano y sonríe a Katrina.

—Sexi es un rato —ronronea—. Qué pena que no le guste el compromiso.

Me doy la vuelta hacia ella.

—¿En serio crees que está afectado? —le pregunto.

—Uy, y que lo digas —contesta—. ¿Quién no lo estaría si lo dejara Melinda Martínez?