Un Amor Impetuoso - Barbara Cartland - E-Book

Un Amor Impetuoso E-Book

Barbara Cartland

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Beschreibung

El Duque de Warminster no conseguia controlar su ira. Primero, aquella tonta jovencita se había introducido en su carruaje con engaños, obligándolo a cruzar media Escócia con ella. Luego, cuando el vehículo se volcó y él salió herido, volvió a mentir, diciendole a la pareja escocesa, que les había brindado hospitalidad, que ella y el Duque estaban casados. Sin embargo, su anfitriona había adivinado la verdad al instante. Con un brillo de malicia en los ojos, hizo notar al Duque y a su flamante "esposa", que, de acuerdo con una singular ley escocesa, toda pareja que, ante testigos, declarara estar casada, quedaba legalmente unida en matrimonio. El Duque se quedó petrificado de asombro. ¿Sería posible que él y aquella insensata muchachita, pudieran estar de verdade… casados? Pero el Destino, les havia reservado una sorpresa; un amor apasionado, imposible de resistir…

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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CAPÍTULO I ~ 1803

—Perdone, Su Señoría… el Duque de Warminster levantó los ojos del libro que estaba leyendo mientras comía. De pie, en el umbral de la salita privada de la hostería, se encontraba su segundo cochero, quien pasaba de una mano a otra su gorra de terciopelo con gesto nervioso.

—¿Qué sucede, Clements?— preguntó el Duque.

—El tiempo está empeorando, su señoría, y el señor Higman considera que no es conveniente demoramos más. Ha averiguado que hay bastante distancia hasta la próxima hostería, donde podríamos cambiar caballos o descansar y pasar la noche.

—Muy bien, Clements. Estaré listo en unos minutos— contestó el Duque.

El segundo cochero hizo una reverencia y salió de la habitación.

El Duque cerró el libro de mala gana y levantó la copa de vino frente a él. Era un vino de inferior calidad, pero era el mejor que había en la hostería.

La comida no había sido buena. La carne estaba dura y la selección de platillos era muy limitada.

Pero, ¿qué podía esperarse de una región tan remota del país, en esta época del año, en que muy poca gente de importancia viajaba?

Era muy poco convencional, lo comprendía, que alguien como él viajara a Escocia cuando todavía había nieve en el suelo y el tiempo era muy incierto, en el mejor de los casos.

Pero había estado ansioso de hablar con el Duque de Buccleuch, en el Palacio de Dalkeith, acerca de unos manuscritos que acababa de descubrir en Warminster, y que ligaba a las familias de ambos con la época en que reinaba Enrique VIII.

Por lo tanto, se enfrentó a los elementos naturales, y su valor fue recompensado con lo que había sido, desde cualquier punto de vista, un viaje muy agradable a Edimburgo.

Pasó varias noches en el Castillo de Edimburgo y después procedió a reunirse con el Duque de Buccleuch en el Palacio, donde sostuvo prolongadas y eruditas discusiones con él, que los dos disfrutaron mucho.

—Warminster es demasiado joven— había dicho disgustada la Duquesa de Buccleuch a su esposo—, para pasarse el tiempo inclinado sobre polvorientos volúmenes, en lugar de estar mirando a las chicas.

—Al Duque no le parecen las jóvenes de alta sociedad tan atractivas como la historia del pasado— contestó su marido con una sonrisa.

A pesar de ello, la Duquesa había hecho todo lo posible por interesar al Duque de Warminster en su hija más joven, una agradable muchacha con talento considerable para la música y la pintura.

El Duque, aunque se mostró muy cortés, hizo notar con toda claridad que su único interés al visitar al Palacio de Dalkeith era hablar con su propietario.

Inició su viaje de regreso a casa muy satisfecho con los resultados de su visita y convencido de que, como ya estaban a principios de abril, la primavera se respiraba en el aire.

Durante los últimos días, habían soplado fuertes vientos, que hicieron que su carruaje se tambaleara por los caminos rudimentarios de la zona, que las recientes nevadas habían endurecido y vuelto resbaloso.

Sin embargo, el Duque estaba demasiado enfrascado en sus libros para prestar atención a tales incomodidades.

Se había hospedado en el Castillo de Thirlstone, con el Conde de Lauderdale, y estuvo unas noches en Floors, un magnífico edificio que Vanburgh había erigido en 1718.

Ahora, ya no tenía más visitas que hacer, ni había más anfitriones complacientes que le ofrecieran su hospitalidad antes de cruzar la frontera.

Como era usual en tales ocasiones, los sirvientes gruñeron y se quejaron más de las incomodidades del viaje que su amo.

El segundo carruaje, en el que viajaba el valet del Duque, contenía, además de su equipaje, ciertas comodidades de las que no disfrutaban los demás sirvientes.

En cuanto a su señoría, viajaba siempre con sus propias sábanas de lino bordadas con su escudo de armas; con frazadas suaves, de lana pura, y cojines especiales de plumas de ganso.

Llevaba, también, algunas botellas de excelente clarete y coñac, mucho más agradables al paladar que cualquiera de los vinos que podían comprarse en las hosterías locales.

Había sido muy poco afortunado que, al detenerse Su Señoria en “El Guaco y el Jilguero”, al mediodía, el segundo carruaje se hubiera quedado retrasado y no hubiera llegado aún.

Ello se debía sin duda a que Higman, el primer cochero del Duque, había insistido en tomar para sí los mejores caballos que consiguieron en la posta, lo cual significaba que el segundo carruaje había tenido que contentarse con caballos inferiores.

—Le dije a su señoría, antes que partiéramos— había dicho el tercer cochero con amargura—, que no podríamos confiar en obtener animales decentes, en un país tan bárbaro, tan pagano como Escocia. Pero, ¿acaso Su Señoria me prestó atención? ¡Claro que no!

Los otros servidores habían oído ya aquella queja un centenar de veces desde que salieron de Warminster, y el hecho de que el Duque hubiera llegado a Escocia en su yate, antes de reunirse con sus carruajes en Berwick on Tweed, no había contribuido a calmar el resentimiento del cochero.

Pero aunque los caballos eran de inferior calidad, resistieron mejor las asperezas del camino y las inclemencias del tiempo de lo que hubieran podido hacerlo los caballos del Duque, que, por ser muy finos, no estaban acostumbrados a tales incomodidades.

Después de apurar la última copa de vino, el Duque se levantó de la mesa y cruzó la pequeña sala, tomando la capa forrada de piel con la que siempre viajaba.

La tenía en las manos, cuando la puerta se abrió de nuevo, y una doncella tocada con una cofia, al parecer la hija del mesonero, le hizo una reverencia.

—Tengo algo que pedir a Su Señoría— dijo la muchacha, con fuerte acento escocés.

—¿De qué se trata?— inquirió el Duque mientras se ponía la capa con cierta dificultad, en ausencia de su valet.

—Hay una dama anciana, Su Señoría, que le suplica le permita viajar con usted hasta la próxima hostería, donde pasa una diligencia. Su carruaje tuvo un accidente y no tiene manera de seguir adelante si usted no la ayuda.

El Duque se detuvo en el proceso de abotonarse la capa. Siempre se había negado a viajar con otras personas en un carruaje cerrado, y más aun tratándose de una desconocida.

Le gustaba leer mientras viajaba, o contemplar el panorama en silencio mientras pensaba en los numerosos proyectos que estaba llevando a cabo en sus propiedades.

La sola idea de tener que conversar, o de escuchar un monólogo interminable durante los largos kilómetros que tendría que recorrer antes de llegar a la próxima hostería, lo llenaba de desolación.

—¿Será posible que no haya algún otro medio para que esta buena señora llegue a su destino?— preguntó.

—No, Su Señoría. La diligencia sólo viene aquí una vez a la semana. No volverá hasta el próximo sábado.

—Muy bien. Tenga la bondad de decirle a esa dama que con mucho gusto le ofreceré un asiento en mi carruaje, pero que debo partir ahora mismo.

—¡Oh, sí!, se lo diré, Su Señoría— contestó la doncella y, después de hacer una reverencia, salió a toda prisa de la salita.

El Duque se disponía a seguirla, cuando apareció el mesonero con la cuenta. Esto era algo que había olvidado por completo.

Siempre que viajaba sin un secretario, su valet se encargaba de liquidar las cuentas, el Duque nunca se molestaba con esos detalles, ni veía la necesidad de llevar dinero encima.

Por fortuna, llevaba algunos soberanos de oro en el bolsillo del chaleco y colocó uno de ellos en la bandeja que el mesonero le presentó, indicando con una señal de la mano que no esperaba cambio.

Sin duda alguna había pagado más de lo preciso, porque el mesonero expresó exageradamente su gratitud, deshaciéndose en reverencias y frases de agradecimiento. Acompañó al Duque a su carruaje, expresándole su pesar por no haber sido avisado con anticipación de la llegada de tan ilustre huésped, ya que en ese caso hubiera estado mejor preparado para recibirlo.

El Duque se puso a pensar en otra cosa, como solía hacer cuando le aburría la charla de su interlocutor.

Sin embargo, le dedicó al hombre una agradable sonrisa, y cuando llegó a la puerta del vehículo, el mesonero se había convencido a sí mismo de que Su Señoría se marchaba satisfecho.

Una fuerte ráfaga de viento estuvo a punto de llevarse consigo el sombrero del Duque, pero él se lo sostuvo con mano firme sobre la cabeza y se apresuró a subir el carruaje.

En un extremo, estaba sentada una mujer, cubierta con una capa de viaje oscura. Se había echado hacia adelante la capucha bordeada de piel, por lo que su rostro permanecía en las sombras.

Cubría sus piernas un tapete, y cuando el Duque se instaló en su asiento, el segundo cochero le puso a él otro igual. Su Señoría sintió, bajo sus pies, un calentador que había sido reabastecido en la posada.

—Buenas noches, señora— dijo el Duque a la dama que iba a su lado—, lamento saber que su carruaje sufrió un accidente. Me alegro de serle de utilidad a fin de que pueda continuar su viaje.

—Gracias.

La voz femenina era baja, y un poco temblorosa.

Su compañera de viaje, pensó el Duque, debía ser muy anciana. Sin duda dormiría la mayor parte del tiempo y no lo molestaría.

Para asegurarse de que se diera cuenta de que él no tenía intención de conversar, el Duque, apenas salieron los caballos del patio de la hostería y se pusieron en camino, abrió su libro en forma ostentosa.

No había la menor duda de que el viento se había intensificado de manera considerable desde esa mañana. Ahora, golpeaba con ferocidad el carruaje. Si no se hubiera tratado de un vehículo tan sólido, las ventanas habrían rechinado.

El Duque se instaló tan cómodamente como le fue posible, diciéndose que, si alguien podía lograr una buena velocidad con los cuatros caballos que, tiraban del carruaje, era Higman.

Al mismo tiempo, esperaba que el segundo carruaje no tardará mucho en darles alcance. Se daba perfecta cuenta de que, cuando se trataba de pasar la noche en una hostería local, su valet le resultaba indispensable.

Trusgrove estaba a su servicio desde que era un jovencito, y siempre se las ingeniaba, como por arte de magia, en conseguir agua limpia y caliente, calentadores para la cama y hasta una Comida apetecible, por desolador que pareciera el lugar.

El Duque se olvidó de su valet, que venía en el segundo carruaje siguiéndolos con bastante retraso. De pronto, se dio cuenta de que habían viajado ya varios kilómetros sin que su compañera de viaje hubiera hecho el menor movimiento o pronunciado una sola palabra.

Se alegró de ello, le había permitido realizar una buena acción, sin sufrir ningún inconveniente. Sin embargo, no podía menos que sentir cierta curiosidad respecto a la identidad de la desconocida.

Una fuerte ráfaga de viento le dio una excusa para decir en voz alta:

—Este clima no es propio de esta época del año ¿verdad, señora?

—Tiene razón.

Las palabras, de nuevo, se escucharon quedas e inseguras.

Era evidente que la dama no deseaba hablar y el Duque sonrió para sí mismo al pensar que por fin había encontrado a una persona menos sociable aún que él.

Un momento después, llegaron a una curva inesperada del camino. Una reciente nevada, obligó al carruaje a detenerse. Después, reanudó el camino, pero se ladeó de tal modo que la dama fue arrojada hacía el lado opuesto de donde se, sentaba y fue a dar contra el Duque.

El extendió las manos para sujetarla. La sacudida hizo caer la capucha que ocultaba la cara de la desconocida, revelando dos ojos grandes y brillantes y un pequeño rostro en forma de corazón.

El Duque la miró asombrado.

No se trataba de ninguna anciana, sino de una chica. . . ¡y muy joven, por cierto! A toda prisa ella volvió a colocar la capucha en su lugar y se deslizó de nuevo hacia su asiento, pero el Duque ya la había visto.

—Me dijeron— dijo el Duque con lentitud—, que era una anciana la que requería mi ayuda.

Hubo un momento de vacilación y después la muchacha dijo casi desafiante:

—Tuve la impresión de que usted… se negaría a llevarme, a menos que creyera que se trataba de una persona de edad necesitada de ayuda.

—Estaba en lo correcto— asintió el Duque—, pero ahora que ya no puede continuar con esa farsa, ¿quiere decirme por qué viaja sola?

En respuesta la joven se echó hacia atrás la capucha, dejando ver un cabello intensamente rojo, que caía en rizos desordenados alrededor de su cabeza...

Sus ojos eran de un verde grisáceo muy oscuro, casi de color del mar, y a pesar de la penumbra que imperaba en el interior del vehículo, el Duque pudo ver que su piel era muy blanca, inmaculada y transparente.

La muchacha sonrió y le dijo con voz alegre:

—Me alegro mucho de no tener que seguir hablando con esa voz tan trémula. Lo engañó, ¿verdad?

—Claro que sí— confesó el Duque—, pero eso se debió a que no tenía ninguna razón para sospechar lo contrario.

—Tenía tanto miedo de que se negara a ayudarme… pero ahora que estamos ya, cuando menos, a cinco kilómetros de distancia de la posada, no puede hacer nada con respecto a mí.

Su tono era tan confiado que el Duque no pudo evitar decir:

—Por supuesto, podría dejarla a la orilla del camino.

—¿Y dejarme morir de frío, con este tiempo? ¡Eso sería muy poco caballeroso!

El Duque la miró. Percibió su rostro pequeño y puntiagudo y sus delicadas y finas facciones.

No era una belleza deslumbrante, pensó, pero sí extremadamente bonita. Y había cierta fascinación en la forma en que sonreía, y en el brillo de sus ojos, que no había visto en ninguna otra joven.

Era, sin duda alguna, una dama de buena cuna. Sintiéndose un poco inquieto, el Duque dijo:

—Creo que sería mejor que fuera sincera conmigo. Le pregunté por qué viajaba sola. Ahora le repito la misma pregunta.

—Es un secreto— repuso ella—, pero el caso es que debo entregar unos importantes mensajes en Londres. Un mensajero ordinario habría sido interceptado en el camino, pero es muy poco probable que alguien sospeche de mí.

—¡Muy dramático!— comentó el Duque con sequedad—, y ahora, tal vez, quiera decirme la verdad!

—¿No me cree?

—¡No!

Hubo un largo silencio antes que la joven dijera:

—No quiero decirle la verdad. ¡Y no hay razón alguna para que usted me la exija!

—Creo tengo derecho a ello— contestó el Duque—. Después de todo, está viajando en mi carruaje y, con toda franqueza, no quiero verme mezclado en un escándalo.

—¡No es probable que eso suceda!— respondió la muchacha a toda prisa, tal vez con excesiva premura.

—¿Está segura?— preguntó el Duque—. Tal vez sea mejor que le ordene al cochero que regrese. Su propio carruaje puede ser reparado, sin duda alguna, y usted puede esperar en “El Guaco y el Jilguero” a que esté listo.

La muchacha se quedó pensando por un momento y luego, en un tono muy diferente, preguntó:

—Si le digo la verdad, ¿promete ayudarme?

—No puedo hacer ese tipo de promesas, pero le prometo escucharla con simpatía.

—¡Eso no es suficiente!

—¡No estoy dispuesto a ofrecerle más!

De nuevo se hizo el silencio y por fin, en una leve vocecita, la joven dijo:

—¡Me he… fugado!

—Eso supuse— comentó el Duque.

—¿Cómo lo adivinó?

—Las damas, incluyendo a las escocesas, jamás viajan sin compañía, ni solicitan de un desconocido que las lleve en su carruaje.

La joven no contestó y el Duque continuó diciendo:

—En fin, ¿se fugó de la escuela?

—¡Por supuesto que no! Tengo dieciocho años; ya soy una mujer. ¡En realidad, nunca he ido a la escuela!

—Entonces, ¿se está fugando de su casa?

—¡Sí!

—¿Por qué?— como la vio titubear, el Duque añadió—, insisto en saber la verdad. Será más fácil que me la diga por su propia voluntad, a que tenga que arrancársela a la fuerza. Supongamos que, para empezar, me diga su nombre…

—Jacobina.

El Duque alzó las cejas, asombrado.

—Entonces, supongo que pertenece a una familia de jacobinos, ¿no?

—¡Por supuesto!— aceptó ella con decisión—. ¡Todo mi clan es jacobino! Mi abuelo murió en la rebelión de 1745.

—Y ahora el joven pretendiente al trono, Carlos Estuardo, está muerto también— dijo el Duque—. No pueden seguir luchando por un rey que ya no existe.

—¡Su hermano, James, está vivo todavía! Y si piensa que vamos a reconocer a esos advenedizos alemanes de Londres como nuestros legítimos monarcas, ¡está muy equivocado!

El Duque sonrió para sí.

Se daba bien cuenta de lo leales que eran muchos de los escoceses a sus Reyes Estuardos y no podía menos que admirar su valor.

 Los ingleses no habían podido destruir su persistente y obstinada adhesión al hombre a quien llamaban Bonnie Prince Charles.

—Esta bien, Jacobina— dijo—, prosiga con su historia.

—Me llaman Jabina— le aclaró la joven—. Jacobina es demasiado largo, pero así me bautizaron y ello me llena de orgullo.

—¡Me lo imagino! ¿Pero cree que aquellos que la bautizaron se sentirían muy orgullosos de usted en este momento? Deduzco que alguien la persigue.

—Pero no podrán encontrarme— dijo Jabina con firmeza.

—¡Empiece desde el principio!— ordenó el Duque con el tono autoritario que empleaba para dirigirse a sus subalternos.

—No quiero hablar sobre eso— protestó Jabina.

—Me temo que debo insistir en conocer el motivo de su fuga. De lo contrario; tenga la seguridad, Jabina, de que la llevaré de regreso a “El Guaco y el Jilguero”.

Ella lo observó con detenimiento, abriendo mucho los ojos.

—Lo creo capaz de hacer algo tan infame— dijo—. ¡Ya me temía que no era hombre de fiar!

—Pero confió en mí, o no estaría aquí. Está en mi carruaje y, por el momento al menos, soy responsable de usted. ¿De qué está huyendo?

—¡Del... matrimonio!— exclamó Jabina en voz baja.

—¿Está comprometida para casarse?

—Papá intentaba anunciar el compromiso la semana próxima.

—¿Le dijo a su padre que no deseaba ese matrimonio?

 —Se lo dije, pero… él no quiso escucharme.

—¿Por qué no?

—Le simpatiza el hombre que seleccionó para mí.

—¿Y a usted no?

—¡Lo detesto!— exclamó Jabina con ferocidad—. Es un viejo aburrido, gordo y desagradable.

—¿Y qué hará su padre cuando se dé cuenta de que ha desaparecido?

—¡Vendrá como una furia tras de mí, con mil miembros del clan blandiendo sus espadas escocesas!

—¡Con mil hombres!— exclamó el Duque—. ¿No estará exagerando un poco?

—Tal vez, pero estoy segura de que papá me perseguirá… ¡y estará muy enfadado!

—¡No me sorprende! Pero, en lo que a mí se refiere, no intento verme involucrado en sus problemas matrimoniales. Debemos llegar a la próxima hostería antes que caiga la noche, y después, usted se las arreglará sola.

—Jamás solicité que me llevara más allá!— dijo Jabina—. Estaré cerca de la frontera. Una vez en Inglaterra, puedo tomar una diligencia que me lleve a Londres.

—¿Y que intenta hacer en Londres?

—No me voy a quedar ahí— contestó Jabina con desdén—. Seguiré viaje a Francia. Ahora que la guerra con Bonaparte ha terminado, podré hospedarme con mi tía. Es hermana de mi madre, casada con un francés, y vive cerca de Niza.

—¿Le ha informado a su tía de esta decisión?

—No. Pero se alegrará mucho de verme… lo sé bien. Quería mucho a mamá, aunque nunca se llevó bien con mi padre.

—¿Su madre está muerta?

—Murió hace seis años. ¡Y sé que ella jamás le habría permitido a papá que me casara con un hombre a quien detesto!

—Tengo entendido que la mayor parte de las jóvenes no tiene alternativa, ni derecho a elegir cuando de matrimonio se trata, pero estoy seguro, Jabina, de que su padre sabe que es lo mejor para usted.

—Es el tipo exacto de frase pomposa que tenía que decir. ¡Tal como lo habría hecho lord Dornach!

— ¿Lord Dornach? ¿Es el hombre con quien tiene que casarse?

—¿Lo conoce?— preguntó Jabina.

—No, pero me parece que sería un buen matrimonio, y eso es lo que la mayor parte de las jóvenes quiere.

—No es lo que yo quiero— dijo Jabina enfadada.

—¿No es un hombre acomodado este lord Dornach?

—Es muy rico, creo. Pero aunque estuviera cubierto de brillantes, de la cabeza a los pies, eso no haría que me agradara más. Le digo que es viejo y aburrido. No me sorprendería que

 me encarcelara en uno de los calabozos de su castillo y me matara a golpes.

—Sospecho que lo que a usted le ocurre es que tiene una imaginación demasiado fértil.

—Eso es lo que dice mi padre.

—¿Qué más dice él?

—Dice que soy impetuosa, impulsiva, inestable. Y que necesito que una mano fuerte me frene —recitó con desdén.

—La ha descrito con exactitud, me imagino— dijo el Duque con voz seca.

Jabina movió la cabeza.

—¿Le gustaría que lo casaran con alguien que usted no eligió y que se propone hacerle cambiar por completo su personalidad? Además, cuando lord Dornach me propuso matrimonio, ní siquiera dijo que me amaba.

—Supongo— comentó el Duque con voz divertida—, que usted no lo alentó mucho a que lo hiciera.

—¡Claro que no! Le dije: ¡Preferiría casarme con un bacalao que, con usted, milord!

El Duque, sin poder evitarlo, se echó a reír.

—Mucho me temo, Jabina— dijo después de un momento—, que su idea de viajar sola a Niza es del todo irrealizable. Claro que es triste que tenga que casarse con un hombre que no le gusta, pero, tal vez, después del susto que debe haber dado a su padre con su huida, lo encuentre más accesible a su regreso.

—¡No voy a regresar!— exclamó Jabina—. Ya se lo he dicho… ¡Nada podría obligarme a hacerlo!

—Entonces, es asunto suyo. En la próxima hostería donde pase una diligencia, usted y yo nos separaremos.

—Habla como Poncio Pilato.. Se lava las manos ante un problema porque no sabe qué hacer con respecto a él.

Por un momento, el Duque se quedó estupefacto. No estaba acostumbrado a que nadie le hablara de ese modo.

—No es problema mío— dijo en actitud defensiva.

—La injusticia y la crueldad son problemas de todos— lo contradijo Jabina—. Si fuera usted un joven caballeroso, como el héroe de una novela, estaría dispuesto a luchar por mí, a ayudarme a escapar de las fuerzas del mal. ¡Hasta sería capaz de llevarme en un brioso corcel a la seguridad de su Castillo!

—Me temo que lee usted demasiadas novelas románticas. Por desgracia, mi Castillo, como usted lo llama, está muy lejos de aquí y si la llevara allí, me resultaría difícil explicar su presencia.

El Duque sonrió al agregar:

—Los caballeros que en el pasado rescataban doncellas en apuros, nunca parecieron preguntarse cómo podrían zafarse de ellas.

—Es cierto. ¡Me sorprende que se haya dado cuenta!

El Duque no contestó. Se concreto a fruncir el ceño y, después de un momento, Jabina dijo impulsivamente:

—Siento mucho haberme mostrado un poco grosera. Usted estaba leyendo un libro muy antiguo, o eso me pareció al menos. Lo observaba, pero no parecía muy interesado en su lectura.

—Es un tratado sobre manuscritos medievales.

—¡Ahí tiene! ¿Ve lo que le digo? En verdad, usted no me pareció un hombre que supiera mucho de caballeros errantes y de doncellas en desgracia.

—Tal vez mi educación ha sido un poco descuidada en ese tema en particular, Jabina. Pero, de cualquier modo, tengo que pensar en cómo convencerla para que regrese con su padre. —No necesita perder el tiempo en eso, ni desperdiciar palabras. No volveré. Voy a reunirme con mí tía.

—¿Tiene dinero para hacer el viaje?— preguntó el Duque. Ella sonrió y él notó que se le formaba un hermoso hoyuelo en el lado izquierdo de la boca.

—No soy tan tonta como cree— contestó ella—. Tengo quince libras en la bolsa, que tomé de los gastos de la casa, en un descuido del ama de llaves. Y traje todas las joyas de mi madre conmigo. Las tengo prendidas dentro del vestido, así que no se las puedo enseñar. Pero sé que son muy valiosas, y cuando llegue a Londres las venderé. Entonces tendré suficiente dinero para hacer el viaje a Niza.

—Pero usted no puede hacer ese viaje sola— exclamó el Duque.

—¿Por qué no?

—Es muy joven, demasiado joven, por una parte.

Ella esperó, con una leve sonrisa en los labios.

—Continúen…— dijo.

Como él titubeó, buscando las palabras adecuadas, ella añadió:

. .y demasiado bonita, por la otra. Más vale que lo diga. Sé que soy bonita. Lo he estado oyendo hace años.

—¿No es un poco vanidosa?

—¡No, de ninguna manera! Mi madre era preciosa y yo me parezco a ella. Tenía sangre francesa y vivió en París antes de casarse con mi padre.

—Usted no parece francesa— dijo el Duque.

—Eso se debe a que, como muchas personas, usted supone que todas las francesas son morenas. Mi madre tenía el cabello rojo, como el mío, y sin duda alguna sabrá que Josefina, la esposa de Napoleón Bonaparte, es también pelirroja.

Jabina movió de nuevo la cabeza, con un gesto que le era peculiar.

—¡Espero ser un gran éxito en París!

El Duque buscó en su mente las palabras adecuadas.

Se preguntó cómo podría explicarle a esta impulsiva y joven criatura por qué no podía viajar sola a París. El tipo de éxito que obtendría no estaría de acuerdo, en modo alguno, con la forma en que había sido educada.

Entonces se dijo que ése no era asunto suyo.

No tenía la obligación ni excusa posible para involucrarse en lo que podría resultar un desagradable escándalo. No conocía a lord Dornach, pero era evidente que se trataba de un noble. El hecho de que su prometida se hubiera fugado daría ya lugar a bastantes chismes para que a ello se añadiera que el Duque de Warminster la había ayudado en su huida.

El Duque empezó a considerar los numerosos riesgos a que se exponía y que no deseaba enfrentar.

Se irguió con firmeza en el rincón del asiento que ocupaba.

—Tiene razón, Jabina— dijo en voz alta—, al decir que no es asunto de mi incumbencia. No tengo derecho a interferir. Cuando lleguemos a la próxima hostería, nos separaremos. Y creo que sería mejor que no conociéramos nuestras mutuas intimidades.

—Yo conozco la suya. Sé que es el Duque de Warminster. Se lo oí decir a su cochero cuando llegó a la hostería. Debo decirle que pensé que era una mentira, o una broma.

El Duque la miró asombrado.

—Los nobles casi nunca viajan con sólo dos cocheros en el pescante, sin lacayos, y sin acompañantes a caballo— explicó ella.

—Mi segundo carruaje viene atrás, pero se ha retrasado— dijo el Duque sin poder evitarlo.

Le molestaba dar explicaciones sobre su conducta a aquella chiquilla impertinente.

—Eso lo explica en parte. Aun así, creo que viaja usted en una forma muy modesta. ¿No puede darse el lujo de viajar mejor?

—¡Claro que podría darme ese lujo y muchos más!— contestó el Duque acalorado a pesar suyo—. Pero no me gusta ser ostentoso. Creo que los acompañantes a caballo, excepto en ocasiones especiales, son del todo innecesarios.

—Si yo fuera Duque— dijo Jabina—, viajaría siempre con varios jinetes al lado. Y enviaría adelante mis propios caballos para no tener que depender de los que se encuentran en las hosterías de la posta.

—Mis caballos siempre viajan adelante de mí, cuando estoy en el sur. Pero viajé al norte en mi yate y me pareció del todo innecesario someter a mis cabalgaduras a un recorrido tan largo para sólo transportar a los sirvientes.

—¡Llegó en yate! ¡Qué fascinante! ¿En dónde está ahora?

—En la bahía de Berwíck. Intento volver a casa por la costa, introducirme en el Támesis y llegar hasta Londres.

—¡A eso le llamo yo ser original!— dijo Jabina con actitud aprobadora—. No es usted tan estirado como me imaginaba.

—¡Estirado!— exclamó el Duque.

—Bueno, usted es un tipo de Duque bastante aburrido— dijo ella con desparpajo—. Por una parte, no se viste con elegancia. Su corbata es demasiado baja, las puntas del cuello no suben por encima de su barbilla, y trae el cabello mal cortado.

El Duque, que siempre se había enorgullecido de su sobria manera de vestir, se sintió molesto con aquellos innecesarios comentarios.

—No tiene objeto— dijo él con frialdad—, lanzarnos a hacer críticas personales. Tal vez algún día, Jabina, dará gracias al cielo de que yo sea tan conservador y tan aburrido. De otro modo, se encontraría usted en estos momentos en serias dificultades.

—¿Qué tipo de dificultades?— preguntó Jabina con repentino interés.

El Duque la miró, dispuesto a dedicarle una brusca respuesta. Pero luego advirtió la inocente mirada de la joven.

Ella parecía ignorar el peligro que hubiera corrido de haberse subido al carruaje de uno de los jóvenes aristócratas llamados bucles, o dandies, que frecuentaban los clubs de St. james. Había entre ellos un buen-número de donjuanes que, sin duda alguna, habrían considerado a aquella jovencita como fácil presa.

Como el Duque no contestaba, Jabina dijo después de un momento:

—Explíqueme qué quiso decir.

—¡Toda su conducta es escandalosa!— dijo el Duque con voz severa—. Y déjeme asegurarle una vez más, Jabina, que no puede viajar a Londres sola ni cruzar Francia sin un, acompañante de respeto. Es un plan imposible. Aún más… no voy a permitirle que intente algo tan reprensible y tan peligroso.

—¿Y cómo va a impedírmelo?— preguntó ella con aire desafiante.

—Voy a entregarla al comisario de la primera población por la que pasemos. La pondré a su cargo y él se encargará de devolverla a su padre.

Jabina lanzó un pequeño grito.

—¡No! ¡No puede hacer eso! ¿Cómo puede ser tan cruel? ¿Tan traidor?

—No soy ninguna de las dos cosas. Soy sensato y, en realidad, estoy pensando en lo que a usted le conviene.

—¡No le creo!— protestó ella con rudeza—. A usted sólo le preocupan los problemas que le acarrearía involucrarse en mis asuntos.

—¡Es usted muy infantil! Pero le aseguro que hago esto por su propio bien.

—¡Detesto todas las cosas que debo soportar por mi propio bien, como las verduras cocidas, el pan con mantequilla y la leche caliente!

El tono de ella era petulante y luego preguntó:

—¿Por qué no resultó usted un hombre alegre, emocionante, que en verdad hubiera querido ayudarme?

—Lo siento, Jabina —dijo el Duque con firmeza—. Comprendo su problema y simpatizo con usted, aunque no lo crea. Pero creo conocer un poco el mundo y le aseguro que sería yo muy negligente si le permitiera lanzarse sola en ese viaje disparatado.

Se hizo el silencio.

—¿De veras… intenta… entregarme… al comisario?— preguntó Jabina, por fin, en voz muy baja.

— ¡Así es! ¡Y le aseguro, Jabina, que algún día me lo agradecerá!

— ¡El me llevará con papá y yo tendré que casarme con lord Dornach y lo odiaré a usted mientras viva! ¿Me oye? ¡Lo odiaré toda mi vida!

—Siento mucho eso— contestó el Duque—, pero no hay nada que pueda hacer al respecto.

—¡Haré una imagen suya, de cera, y le clavaré alfileres, y espero que ello le haga sufrir los tormentos del infierno!

El Duque no contestó y continuaron avanzando un poco más, sin hablar.

Por fin Jabina dijo en tono suplicante:

—Por favor, no me lleve ante el comisario. Si me deja en la hostería, encontraré otra persona que… me ayude. Tengo siempre muy buena suerte y la gente es… bondadosa conmigo.

¡El Duque pensó que había muchas probabilidades de que la gente fuera demasiado bondadosa, pero no en la forma que ella esperaba!

En voz alta dijo casi en tono de disculpa: