Un amor impulsivo - Catherine Mann - E-Book
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Un amor impulsivo E-Book

Catherine Mann

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Beschreibung

¡Era imposible que él fuese el padre! Carlos Medina sabía que no podía tener hijos, pero Lilah Anderson insistía en decir que la noche que pasaron juntos había dado como resultado un embarazo. Y cuando ella se negó a echarse atrás, su honor de príncipe le exigió que reconociese a su heredero. Cirujano, príncipe… a Lilah le daba igual el pedigrí de Carlos. Ella nunca había engañado a su amante, le había entregado su corazón sin pedir nada a cambio y Carlos quería casarse con ella sólo por su hijo. ¿Era demasiado pedir que le entregase también su amor?

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Seitenzahl: 171

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Catherine Mann. Todos los derechos reservados.

UN AMOR IMPULSIVO, N.º 1790 - junio 2011

Título original: His Heir, Her Honor

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-368-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Promoción

Capítulo Uno

–Escondan las joyas de la familia, señores –advirtió Lilah Anderson, abriendo la puerta del vestuario de caballeros en el hospital St. Mary's–. Va a entrar una mujer.

Con los tacones de sus zapatos repiqueteando sobre el suelo de baldosas, Lilah pasó al lado de un enfermero que intentó taparse a toda prisa con una toalla. Escuchaba carraspeos, toses y risas a su alrededor, pero eso no la detuvo.

Estaba absolutamente concentrada en encontrarlo a él.

Nadie se atrevió a detenerla mientras pasaba frente a las taquillas porque, como directora del hospital, podría hacer que despidiesen a cualquiera en un segundo.

Su único problema era un empleado particularmente testarudo que parecía decidido a evitarla durante los últimos meses. Por lo tanto, había tenido que ir al único sitio en el que el doctor Carlos Medina de Moncastel tendría que escucharla: los vestuarios del hospital.

Lilah se adentró en el vestuario, con el vapor de las duchas envolviéndola. Wanda, la secretaria de Carlos, le había dicho que no podía hablar con él porque estaba lavándose después de una operación particularmente larga. Estaría agotado y de mal humor.

Sin preocuparse en absoluto, Lilah veía aquello como una oportunidad perfecta para acorralarlo. Ella había crecido con dos hermanos mayores que la habrían ninguneado si no hubiese invadido ocasionalmente sus habitaciones.

Tres de las duchas estaban ocupadas. En la primera había una figura bajita y rechoncha. No era Carlos.

Una cabeza calva asomó en la segunda, apartando la cortina. No, tampoco era el cirujano en cuestión.

–Buenas tardes, Jim –saludó al jefe de pediatría.

Riendo, Jim volvió a meterse en la ducha, de modo que sólo le quedaba la tercera.

Y siguió adelante, con sus tacones repiqueteando a un ritmo tan vertiginoso como su corazón.

Lilah estudió la figura que había en la tercera ducha, pasándose las manos por la cabeza. Sin apartar la cortina supo que era él, porque conocía ese cuerpo íntimamente.

Había encontrado a Carlos Medina de Moncastel, cirujano, amante y, por si eso no fuera suficiente, el hijo mayor de un depuesto monarca europeo. Pero su pedigrí principesco no la impresionaba en absoluto. Antes de saber nada sobre su familia se había sentido atraída por su inteligencia, por su capacidad, por la compasión que mostraba hacia sus pacientes…

Y por un trasero estupendo incluso bajo la bata blanca. O sin nada. Pero no era en eso en lo que debía pensar en ese momento.

Lilah hizo acopio de valor y apartó la cortina de un tirón. Una nube de vapor la envolvió durante unos segundos, ocultando momentáneamente al hombre que había detrás. Pero enseguida se dispersó, dejando al descubierto a aquel hombre magnífico.

El agua resbalaba por el cuerpo desnudo de Carlos y, que Dios la ayudase, desde allí tenía una vista perfecta de su precioso trasero.

Contempló su bronceada piel empapada, los brazos y las piernas cubiertos de vello. No tenía marcas del sol porque se pasaba todo el día en el hospital o durmiendo, pero su piel naturalmente bronceada le daba el aspecto de alguien que tomase el sol desnudo.

Cuando volvió la cabeza, no mostró sorpresa alguna. Sus ojos eran de color castaño oscuro, enigmáticos. Lilah no pudo evitar un estremecimiento de deseo cuando los clavó en ella. Y se le hizo un nudo en el estómago cuando levantó una ceja.

–¿Sí?

Su fuerte acento extranjero saturaba el monosílabo como el vapor del agua, tan ardiente que sintió el deseo de quitarse la chaqueta del traje.

Nerviosa, se aclaró la garganta.

–Necesito hablar contigo.

–Una llamada telefónica hubiera sido más que suficiente y les habría ahorrado a mis compañeros un momento de apuro, ¿no te parece? –Carlos hablaba en voz baja. Jamás levantaba la voz, como si supiera que la gente iba a estar pendiente de sus palabras.

–Prefería contártelo en persona.

–Y no puede ser más personal que esto, jefa –Carlos cerró el grifo de la ducha–. ¿Te importa pasarme una toalla?

Ella tomó una toalla blanca con el logotipo del hospital y se la tiró para no rozarlo con los dedos. Pero mientras se la ataba a la cintura no pudo evitar mirar un momento…

Con el pelo empapado, negro y brillante, echado hacia atrás, sus altos y aristocráticos pómulos destacaban más que nunca. Las cejas negras enmarcaban unos ojos castaños normalmente serios, pero que se convertían en un volcán cuando le hacía el amor.

Carlos se dio la vuelta entonces y los ojos de Lilah se clavaron no en su trasero, sino en la cicatriz que tenía en la espalda. La única vez que insistió en saber algo más, cuando vio la cicatriz por primera vez, él le contó que se había caído de un caballo cuando era adolescente. Pero no quiso decir nada más.

Aunque ella era abogada y no médico, el sentido común y los años que llevaba trabajando en un hospital le decían que había sufrido un trauma físico importante.

Con la bolsa de aseo bajo el brazo, Carlos se inclinó un poco hacia ella y todo pareció desaparecer, como si se la tragase.

–Di lo que tengas que decir.

–Tu encanto nunca dejará de sorprenderme.

–Si estás buscando encanto, hace cuatro años contrataste al hombre equivocado –replicó Carlos, burlón. Cuando se conocieron, él tenía treinta y seis años y ella treinta y uno–. Llevo todo el día intentando reconstruir la espina dorsal de una niña afgana herida por una bomba. Estoy agotado.

Pues claro que estaba agotado, ella lo sabía bien. Incluso cuando se olvidaba de su orgullo y utilizaba una silla durante una operación, el esfuerzo era evidente. Pero Lilah no podía mostrarse débil.

Habían sido amigos durante cuatro años y, de repente, después de un impulsivo encuentro tras una cena benéfica, Carlos había cambiado por completo. Y no porque ella le hubiera propuesto matrimonio cinco segundos después de sentir el tercer orgasmo.

Sí, tres. Lilah tragó saliva al recordarlo.

El sexo había sido asombroso. Más que eso, en realidad. Y, tras esa noche, había imaginado que pasarían a una relación de amistad… con derecho a roce. Una opción muy segura y muy excitante. Pero Carlos se había alejado de ella y desde entonces se mostraba frío, reservado y dolorosamente amable.

–No tengo tiempo para charlar. He venido a decirte algo, así que vístete.

–Tú no eres de las que montan escenas –dijo él entonces–. Será mejor que hablemos cuando estés más calmada. Esto ya es bastante embarazoso para los dos.

Sí, había elegido un sitio extraño para hablar con él, tenía razón. Pero la testarudez de Carlos Medina de Moncastel era legendaria en el hospital. Estaba segura de que al consejo de administración no le haría gracia la escena, pero a veces una mujer debía ponerse firme.

Y aquél era el momento. No podía esperar mucho más.

–No pienso pedirte cita –replicó, bajando la voz–. Vamos a hablar ahora mismo. La cuestión es si lo hacemos aquí, delante de todo el mundo, o en mi oficina. Y te aseguro que si nos quedamos aquí, va a ser incluso más embarazoso.

Tras ellos, alguien se aclaró la garganta y Lilah se dio cuenta entonces de lo cerca que estaba de aquel hombre. Sólo una toalla la separaba de sus… joyas familiares.

Carlos la había ignorado durante meses, insultando la amistad que había habido entre ellos. Y de una manera o de otra tenía que hacerlo reaccionar.

–No es que no te haya visto así antes. De hecho, creo recordar que…

–Ya está bien –la interrumpió él–. Nos vemos en mi despacho.

–Ah, el poderoso príncipe ha hablado –dijo Lilah, dando un paso atrás para tomar una bata blanca del armario–. Vístete, te esperaré en el pasillo.

Cuando se dio la vuelta, un trío de hombres a medio vestir la miraba, los tres boquiabiertos. Sólo entonces se dio cuenta de la magnitud de la escena que estaba provocando, pero contuvo el deseo de pedir disculpas.

Aquello era demasiado importante. Una vez que Carlos se hubiera vestido y pudiesen hablar a solas tendría que aceptar lo que ella estaba empezando a aceptar, una verdad que ya era inevitable.

El doctor Carlos Medina de Moncastel estaba a seis meses de convertirse en papá.

Carlos Medina de Moncastel estaba a seis segundos de perder la paciencia, algo que nunca se permitía a sí mismo.

Por supuesto, la culpa era suya por haberse acostado con Lilah tres meses antes. Al hacerlo, había destrozado una estupenda relación profesional y una agradable relación de amistad.

Apartándose de un empleado que estaba echando amoníaco en el suelo, Carlos la siguió por los solitarios pasillos de esa zona del hospital, con bata y pantalón blancos, zapatillas de tenis y diez toneladas de frustración.

Las luces fluorescentes sobre sus cabezas marcaban el camino, con ventanas a ambos lados, el último sol de la tarde intentaba abrirse paso entre las nubes. Pero él estaba concentrado en la mujer que caminaba un metro por delante de él, hacia su despacho.

El de él, no el de ella. Su territorio.

En su despacho podrían hablar a solas sin que nadie los molestase.

Una vez que su identidad fue descubierta, el hospital se había llenado de paparazzi y Carlos había temido tener que dejar su puesto allí para asegurar la seguridad de los pacientes.

Pero había subestimado a la directora del hospital.

Lilah había pedido una orden de alejamiento para la prensa, había aumentado la seguridad en el hospital y trasladado su despacho a la zona más alejada para que nadie lo molestase. Los paparazzi habrían tenido que atravesar dos barreras de seguridad y media docena de puestos de enfermeras para llegar a él. Y, afortunadamente, ninguno de ellos lo había conseguido por el momento.

Sí, la había subestimado, algo que no volvería a hacer. Tenía que ponerse firme con aquella mujer cuando en lo único que podía pensar era en esa mirada ardiente que lo volvía loco…

Estaba agotado y sus pasos, más bien torpes, contrastaban con el eficiente taconeo de Lilah.

Maldita fuera, no había esperado volver a verla sin llevar al menos un par de calzoncillos.

El movimiento de sus caderas bajo el traje de chaqueta oscuro retuvo la atención de Carlos más de lo debido. Su mirada se deslizó por la espina dorsal hasta la larga columna de su cuello. Un rebelde mechón de pelo escapaba del moño para acariciar su piel como le gustaría hacerlo a él…

Llevaba años deseándola, pero sabía que era la mujer a la que no debía tocar. Lilah era demasiado perceptiva, demasiado buena amiga y, como él, una adicta al trabajo. Cualquier cosa que no fuera una relación de amistad sería un desastre.

Él, que tenía un reducido grupo de amigos, valoraba mucho la inesperada camaradería que había encontrado en ella.

Cuando entraron en su oficina, Carlos le hizo un gesto a su secretaria, una mujer muy eficiente que tenía fotos de sus doce nietos sobre la mesa.

–Wanda, no me pases llamadas a menos que sea algo sobre la niña afgana que está en recuperación.

Al decirlo, sintió una punzada de dolor en la espalda, un recordatorio de las horas que había estado de pie en el quirófano.

Una vez en el interior de su despacho, se detuvo frente a un cuadro de Sorolla, un regalo de su hermano Duarte. Era una escena de niños enfermos bañándose en un manantial de aguas curativas.

Daba igual la distancia que pusiera entre él y su país natal, las influencias siempre estaban allí. No podía escapar de la realidad de ser el hijo mayor del depuesto rey de San Rinaldo, una isla situada en la costa española. No podía ignorar u olvidar que habían huido del país veinticinco años antes y se habían instalado en la costa de Florida durante años.

Sólo recientemente la prensa había descubierto su verdadera identidad. Carlos y sus dos hermanos, ahora adultos, vivían en Estados Unidos, pero hasta cuatro meses antes habían podido vivir con nombres supuestos, sin que nadie supiera quiénes eran.

Durante gran parte de su vida adulta había sido conocido como Carlos Santiago, pero a partir del artículo que los delató tuvo que volver a ser Carlos Medina de Moncastel, heredero de una monarquía derrocada.

Lilah era la única persona que seguía tratándolo como lo había tratado siempre. No se había mostrado impresionada o enfadada por el engaño. Al contrario, entendía que tenía razones para ocultar su identidad.

La única cuestión para ella fue comprobar que sus credenciales médicas fuesen auténticas, ya que había trabajado con un nombre supuesto.

Era una mujer lógica, absolutamente sensata.

¿Y qué demonios podía hacer que una mujer lógica y sensata entrase en los vestuarios masculinos del hospital?

Carlos cerró la puerta del despacho, un sitio práctico con un escritorio, un sofá de piel, el cuadro que le había regalado su hermano y un montón de libros.

Apoyándose en la pared para intentar calmar su dolor de espalda, miró a Lilah con atención por primera vez. Estaba pálida, muy pálida.

Evidentemente, estaba estresada o preocupada por algo. Y sólo algo muy grave la hubiese empujado a hacer lo que había hecho. Normalmente era una mujer tranquila, una abogada estupenda capaz de dirigir todo un hospital. Tenía que ser algo referente al hospital, se dijo. Era absurdo pensar que esa confrontación tuviese algo que ver con lo que había pasado tres meses antes.

–¿Es una mala noticia sobre los fondos para el nuevo ala del hospital?

–No, no tiene que ver con el trabajo… –Lilah vaciló por un momento.

Carlos se apartó de la puerta para acercarse a ella, movido por sus años de amistad y también por su perfume. No era un perfume fuerte, al contrario, pero tan… inherente a ella que le aceleraba el corazón.

Mientras se acercaba notó que su cojera se había acentuado por las horas de trabajo en el quirófano. Pero había olvidado su cojera tiempo atrás. En la vida había cosas más importantes que preocuparse por si la gente notaba que cojeaba un poco. Él sabía que era casi un milagro que pudiera caminar en absoluto.

–¿Y qué es tan importante como para que provoques una escena que dará que hablar en la cafetería del hospital durante meses?

–Es sobre lo que pasó la noche de la cena benéfica.

Carlos se detuvo. Con una simple frase había llenado la habitación de recuerdos de la noche que estuvieron allí, en el sofá, y terminaron en su casa porque estaba más cerca que la de Lilah.

Se había dejado llevar por la tentación de acostarse con ella una vez y desde entonces se atormentaba reviviendo esa noche y sabiendo lo fácil que sería volver a caer en la tentación.

Carlos intentó recordar las razones por las que debía alejarse de ella, pero de alguna forma, no sabía cómo, rozó con el dedo el mechón que se había soltado de su moño para colocarlo detrás de su oreja. La suavidad de su piel y la textura de su pelo parecían atraerlo y, sin pensar, dio un paso adelante. Y, al notar el calor de su cuerpo, se vio envuelto por los recuerdos de esa noche…

–Eres tan arrogante… –dijo ella, poniendo las dos manos sobre su torso.

Pero no se apartaba y Carlos dejó de pensar cuando sus labios se encontraron.

Lilah se puso tensa un momento, antes de agarrar la solapa de su bata, insistente y más que enfadada mientras tiraba de él. El roce de su lengua le recordó lo rápido que se encendían. Mantener las distancias durante esas semanas había sido necesario y fútil al mismo tiempo.

Aquello era inevitable.

Enredando los dedos en su pelo, le quitó el pasador que sujetaba el moño hasta que su melena cayó como una cascada sobre los hombros. Qué fácil sería desabrochar su chaqueta y quitarse la bata. El sofá de piel parecía llamarlo…

No, el escritorio estaba más cerca.

Apartando el calendario, el bote de los bolígrafos y el cuaderno de un manotazo que lo envió todo al suelo, la sentó sobre el escritorio y desabrochó el primer botón de su chaqueta para acariciar la camisola de seda que llevaba debajo.

Lilah dejó escapar un gemido de ánimo y Carlos desabrochó el resto de los botones, besándola en la garganta, en el escote… hasta llegar al nacimiento de los senos. Su recuerdo no le hacía justicia, pensó. Mientras rozaba sus pechos con la boca, ella echó la cabeza hacia atrás y Carlos sacó la camisola del elástico de la falda para acariciar su estómago.

Pero entonces Lilah se quedó inmóvil.

Y el frío que emitía hizo que Carlos volviese a la Tierra. Tres meses de represión se habían ido por la ventana por un impulso desenfrenado.

Suspirando, se apoyó en el escritorio mientras ella volvía a abrocharse la chaqueta con manos temblorosas.

–Evidentemente he cometido un error intentando ignorar lo que pasó entre nosotros. Pero tenemos que encontrar la manera de afrontarlo para seguir trabajando juntos –dijo Carlos.

–Te aseguro que yo no lo voy a olvidar.

Él sacudió la cabeza.

–Mi vida es muy complicada y tú lo sabes. Me gustaría que todo fuera más sencillo, pero no es así. Creo que deberíamos considerar la idea de tener… una relación íntima.

Lilah abrió la boca, atónita, y después soltó una carcajada de incredulidad.

–¿De qué te ríes? Eso sería lo mejor. Entre nosotros existe una gran atracción y deberíamos explorarla antes de que nuestras vidas vuelvan a la normalidad.

Lilah dejó de reír entonces.

–Hace unos meses podría haber estado de acuerdo contigo, pero es demasiado tarde para eso.

Carlos intentó disimular su decepción. Debería haber hablado antes con ella, pensó. Tal vez estaba enfadada porque se había apartado…

–No estoy de acuerdo.

–Tú no tienes toda la información –Lilah bajó del escritorio y estiró su metro sesenta y siete todo lo que pudo, pero aun así sólo le llegaba al hombro–. Estoy embarazada de tres meses. Y tú eres el padre.

–¿Embarazada?

La sorpresa dejó paso a la incredulidad.

Cuando pensaba que no podía llevarse más desilusiones en la vida… pero Lilah…

Carlos soltó una risotada amarga y ella se cruzó de brazos en un gesto defensivo.

–Esto no tiene ninguna gracia.

–Tampoco se la encuentro yo, te lo aseguro.

La cicatriz de su espalda era un recordatorio de todo lo que había perdido veinticinco años antes, cuando su familia intentaba escapar de San Rinaldo. Le había contado a todo el mundo que la cicatriz era debida a un accidente de equitación cuando era joven… esa mentira era mucho mejor que la verdad.

–Ésta no será una historia muy agradable que contarle a nuestro hijo cuando sea mayor.

–¿Nuestro hijo? Lo siento, pero eso es imposible –dijo Carlos, furioso–. Voy a otorgarte el beneficio de la duda y a pensar que estás equivocada sobre el padre del niño, porque no quiero pensar que intentas engañarme.

Lilah levantó la mano y, sin pensar, le dio una bofetada.

–Serás canalla…

Carlos movió la mandíbula de un lado a otro, perplejo.

–¿Qué?

–Créeme, es el insulto más suave que se me ocurre. Puede que ya no seamos amigos, pero yo esperaba algo más de ti. Sé que eres frío, pero pensé que también eras noble.

Carlos tuvo que contener el deseo de repetir que estaba mintiendo. Estaba embarazada, aunque el niño no fuera suyo. Y él pensando que habían sido amigos…

–Lilah, lo siento, pero ese niño no es hijo mío.

–No voy a forzarte a nada, no te preocupes. Además, el niño merece algo mejor que tú. He cumplido con mi deber al contarte que estaba embarazada, ahora puedes irte al infierno.

Algo en su voz, en la intensidad de sus palabras, despertó una campanita de alarma. De verdad pensaba que el niño era suyo…

Pero no podía ser verdad. Carlos no sabía que saliera con ningún otro hombre, pero había estado evitándola desde esa noche, de modo que no podía saberlo con seguridad.

–Escúchame –empezó a decir, señalando su abdomen–. No es mi hijo y eso significa que tienes que hablar con el verdadero padre.

De repente, experimentó una sorprendente punzada de celos al pensar que Lilah se había acostado con alguien poco antes o poco después de hacerlo con él. Empezó a imaginar si sería alguien del hospital… pero no podía perder el tiempo con eso.

–Ese hombre no puedo ser yo.