UN AMOR LLAMADO MUERTE - Edisson Reyes - E-Book

UN AMOR LLAMADO MUERTE E-Book

Edisson Reyes

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Beschreibung

Hay caminos que están destinados a encontrarse  Salomé es una joven periodista para quien el romance solo existe en los cuentos de hadas que su mamá le leía de pequeña; pero la vida se encargará de hacerla cambiar de opinión cuando la enfrente al amor y a sus batallas. Por más que intente controlar lo que empieza a sucederle, aprenderá que no todo es color de rosa y que, cuando se ama, nadie está exento de sufrir e, incluso, hay amores que pueden llegar a costar sangre. ¿Salomé estará dispuesta a pagar ese precio?

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©️2022 Edisson Reyes

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Noviembre 2022

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-95-8

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Laura Tatiana Jiménez Rodríguez

Corrección de estilo: Ana Rodríguez S.

Corrección de planchas: Alvaro Vanegas @alvaroescribre

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín López Lesmes @martinpaint

Diagramación: David Andrés Avendaño Maldonado @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para Fanny, un amor llamado Madre,

el amor más puro y sincero

Bogotá, Colombia

Presente

Cada vez que cierres tus ojos, ahí estaré, y no como un dulce sueño, sino como la más cruel de tus pesadillas

C

Al final, todos mueren

Cada mañana al despertar, temo abrir los ojos porque sé que ella estará ahí, iluminada por los escasos rayos de luz que se cuelan a través de la única ventana que hay en este lugar al que ahora llamo hogar. A veces, cuando el sol ya no alumbra y ella se desvanece, me quedo contemplando aquel pequeño hueco de luz, ese es el lugar de sus apariciones, creo que lo hace para no permitirme olvidar lo que le hice, pero no es necesario, ¡yo jamás olvidaré! Los recuerdos me susurran sin descanso, me persiguen, me invaden. La locura está por ganarme, pues dentro de estas cuatros paredes he perdido la batalla contra el caos, no sé ni qué día es, no sé cuánto llevo aquí, ya no importa si amanece o anochece; aquí adentro se olvidan esas trivialidades que para algunos le dan sentido a la vida, lo único que queda es la culpa, que acecha con cada minuto de silencio. Es muy poco lo que recuerdo de lo que es sentirse libre: la emoción de ver esconderse al sol con toda su majestuosidad, sentir las gotas de lluvia caer y golpear la ventana, admirar a la luna brillar en medio del cielo oscuro; todo eso ha quedado olvidado. De igual modo, ¿de qué me serviría recordarlo?

Los días en esta prisión transcurren lentos; el tiempo cada vez se vuelve más tortuoso, la rutina siempre es la misma. A las 06:00 a. m. debemos dirigirnos hacia los comedores para recibir la basura que ellos llaman ‘desayuno’; el menú nunca varía, una rebana de pan que parece estar cubierto de moho y que al probarlo siento que estoy comiendo un pedazo de cartón, sumado a eso, nos dan un puré aguado, hecho con una masa verde y con rastros de algunos ingredientes de color naranja y amarillo, las primeras veces que lo probé sentía que me estaba comiendo el vómito de alguien, de hecho, todavía lo siento, pero al menos ya lo trago sin devolverlo al instante; la cereza del pastel es la mitad de una salchicha larga y flácida, recuerdo que mi abuela solía decir que ese tipo de salchichas estaban hechas con carne de perros callejeros.

Cada tres días tenemos permiso para ingresar a las duchas a asearnos y siempre debe ser entre las 07:00 a. m. y las 08:00 a. m. El aseo por persona no puede durar más de cinco minutos, y como estamos sobrepoblados, podemos llegar a pasar semanas sin bañarnos; una hora no alcanza para todos y ninguno de los presos nos tomamos menos de los cinco minutos que nos corresponden. Cuando no tenemos día de aseo personal, esa hora la pasamos en nuestras celdas, yo la aprovecho para leer, por estos días ando leyendo una novela de hombres lobos, mi hermana me la trajo de uno de sus viajes a México. Luisa viene a visitarme el último viernes de cada mes, esas visitas son lo único que me mantiene cuerdo en este lugar, esperar por verla aligera el dolor de la soledad.

De 09:00 a. m. a 12:00 m. podemos salir al patio a tomar el sol y a hacer algo de ejercicio, pero yo prefiero quedarme en mi celda porque, para ser sincero, las pocas horas en que se está en el patio se vuelven una eternidad. Es como si estuviéramos en una jungla de cemento en donde tienes que jugar a sobrevivir. La cárcel tiene sus propias leyes y sus propios comandantes, aquí adentro, ni los guardas, que se suponen son los que nos cuidan, tienen poder alguno sobre nosotros; en este lugar somos controlados por dos bandos, uno liderado por ‘la Mara’, que según yo son los más pacíficos, aunque los he visto torturar a más de un preso y la verdad no creo que el infierno alcance a igualar su nivel de tortura; el otro es el del ‘Guido’... Ese sí que da miedo, nunca se ha sabido de alguien que lo contradiga y siga con vida al día siguiente.

Lo primero que se debe hacer al llegar a este sitio es escoger alguno de los dos bandos y eso es casi como si se estuviera jugando a la ruleta rusa; escoger el bando equivocado puede costarte la vida, pero quedarte sin uno es peor. He llegado a pensar que ni los Juegos del Hambre se comparan con esta maldita prisión.

Puedo decir que en mi caso fue distinto, entrar aquí fue como si obtuviera mi propia corona, ningún bando se quiso meter con un hombre religioso, nadie me toca, nadie me hace daño, al contrario, ¡todos!, sin importar el bando al que pertenezcan, buscan consuelo en mí. Gracias a ello, me di cuenta de que por más de que alguien tenga su alma podrida, siempre será arrastrado por la culpa, nadie está libre de los pecados cometidos, el ser humano está en una continua búsqueda de ser perdonado, es por eso que, aquí adentro, yo puedo decidir quién merece la salvación eterna, yo soy la verdad absoluta, soy la luz que ilumina este lugar.

De 12:00 m. a 02:00 p. m. se supone que almorzamos, pero muchas veces el almuerzo no alcanza para todos, aunque creo que así es mejor porque, al igual que el desayuno, lo que nos sirven es desagradable, de hecho, siempre viene con sorpresas; hace un par de días encontré una cucaracha entre el agua de frijoles que nos sirvieron, no me sorprende porque en mi primer almuerzo saqué de mi boca un nudo de pelos largos y crespos, por poco me los trago, pero esa sensación carrasposa e incómoda en mi paladar hizo que devolviera todo lo que había comido. Lo único que disfruto al almorzar es el agua, su color amarillento me hace dudar de su procedencia, pero, como diría mi abuela, «no habiendo más, con mi macho me acuesto».

Lo que resta del día lo pasamos en nuestras celdas haciendo nada… Bueno, anoche mi roomie sí que hizo algo, se suicidó, ya no aguantaba ni un día más en este encierro, y eso que solo llevaba once días. Es entendible; en mi experiencia, los primeros días son los peores. Cambiar tu vida por la monotonía de la cárcel es aterrador, atrás quedan las cenas familiares, las tardes de cervezas con amigos, los cafés con el amor de tu vida, las salidas al parque con tu mascota; aquí adentro ya nada de eso importa, en este lugar el tiempo ni siquiera avanza, llega un momento en que ya no sabes qué hora es, en qué día estás o cuánto tiempo llevas encerrado en estas cuatro paredes. Y duele, duele saber que ya no volverás a ver a los tuyos, al menos no con la misma frecuencia, es triste aceptar que ya no podrás caminar por las calles que solías recorrer y se vuelve casi imposible asimilar que no dormirás en la comodidad de tu cama, que nunca más probarás tu comida favorita. Es dura esa necesidad de dejar la vida que llevábamos en el pasado porque, al pisar este lugar, lo que en verdad importa es adaptarse rápido a las reglas de los otros presos, ya que si no lo haces, mueres. Aquí adentro se trata de luchar por sobrevivir cada día.

Es raro que aún no hayan reemplazado a mi roomie; lo más seguro es que su cama mañana tenga un dueño nuevo. Quisiera tener las agallas suficientes para acabar con mi vida, tal cual como lo hizo él, pero soy católico y si hay algo que Dios no perdonaría jamás es el suicidio, aunque, para ser sincero, no sé si aún quiero su perdón. Ya ni sé lo que quiero.

Soy católico porque decidí darle mi vida a Dios. Recuerdo lejanamente aquella época en la que fui feliz, o al menos creí que lo era. Amaba despertar en mi habitación del Seminario Mayor de Bogotá, allí me preparaba para dedicarle mi vida a la iglesia, estaba viviendo mi sueño, lo que había deseado. Pensaba que esa era mi verdadera vocación, el camino que quería seguir, Dios me daba todo y más… Hasta que un día lluvioso, de esos que presagian un mal augurio, ella llegó para derrumbar todo en lo que yo creía, para darme una perspectiva distinta de la vida. A partir de ese momento ya no supe en qué creer.

Gracias a ella entendí que en esta vida no hay nada comprado y que siempre se debe vivir el presente, aprovechar cada oportunidad que te brinda la vida sin aferrarte a nada ni a nadie, porque el día menos pensado todo se acaba; al final, todos mueren. Mi roomie lo sabe… sabía.

La muerte me ha perseguido desde muy joven y me ha dado golpes bajos, unos más duros que otros. Por eso, recordar esa etapa de mi vida junto a ella es doloroso, hay días en los que no puedo soportar los aguijonazos en mi corazón, la tristeza se apodera de mi alma, no sé cómo continuar si a mi alrededor todo es oscuridad, ya no hay salida, mi vida se ha convertido en un tormento que nunca acabará. Sufro como nunca lo he hecho antes, me doy cuenta de que una de las reglas fundamentales del amor es terminar siempre con el corazón roto. ¡Ojalá no tuviera que ser así!, pero así fue y ya no puedo caminar sobre las huellas en un intento por borrarlas. Y también sé que es necesario tenerla en mi mente persiguiéndome sin tregua; no debo permitir que su recuerdo se esfume, ella debe permanecer viva, así sea solo en mis pensamientos. A veces creo que eso es lo único que queda después de la vida, las memorias que dejas en otros.

La cama de mi roomie está vacía, no sé si alguien se acordará de él, aunque, la verdad, no creo que nadie deba recordarlo, ni a él ni a lo que lo trajo a esta celda. Merece el olvido. Dios lo sabe.

Bogotá, Colombia

Pasado

Sigue disfrutando de mi silencio

porque algún día necesitarás

de la fuerza que te daba mi voz

Salomé

Amar te lleva al filo de la muerte

NO LO PODÍA CREER! Una y otra vez se preguntaba por qué, no entendía qué era lo que había hecho para estar pasando por una humillación tan indignante. Sabía muy bien que no era su culpa porque cada quien recibe lo que da, y ella nunca obró mal, lo había querido con el corazón, su amor era puro, sin máscaras ni condiciones, entonces ¿por qué? Por más que le daba vueltas a aquella pregunta, seguía sin entenderlo. Estaba segura de que nadie, por más malo que fuera, merecía vivir semejante desdicha.

Quería salir corriendo de esa iglesia, pero no lo logró, en lugar de ello, no aguantó más y rompió en un llanto desmesurado, se arrojó al suelo y empezó a gritar; su familia quería un espectáculo, pues bien, ella les estaba dando el mejor momento de sus vidas. Los escuchaba susurrar a su espalda, era consciente de que todos estaban disfrutando de su dolor, siempre había odiado a aquellas personas hipócritas que solo estaban a su lado por conveniencia y ahora, sin querer, les había dado lo que tanto anhelaban. A partir de ese momento, su desgracia se convertiría en el tema de conversación de todas las reuniones familiares, ya se imaginaba las preguntas que le harían en las festividades decembrinas: «¿Cariño, ya lo superaste?», «¿pero por qué te dejó?», «¿qué le hiciste para aburrirlo?». Solo intentos de echar sal sobre la herida.

Le parecía irreal que su mente estuviera ocupada en esos pensamientos cuando el dolor en su pecho era insoportable, pero, a decir verdad, pensar en las personas que la rodeaban era lo único que la mantenía cuerda y la alejaba de la cruel realidad. Su repulsión hacia ellos la distraía por breves instantes de la agonía de ser abandonada, solo su madre y su hermana salían del grupo de personas detestables de la habitación. Veía las caras de falsa preocupación, quería gritarles a todos que se marcharan, que la dejaran sola, que no necesitaba de la lástima de nadie, y menos de esa bandada de cuervos que poco a poco le sacarían los ojos. Sus propios gritos retumbaron por todo su ser y, de repente, todo sonido se fue disipando. Se sintió sola, muy sola, ya no escuchaba a nadie, sus ojos se nublaron, todo se volvió negro, y ahí, enfrente del nido de víboras que se hacían llamar su familia, se desmayó.

Los recuerdos llegaron a su mente, como si de un sueño se tratara, y por segunda vez vivió el día en que lo conoció. Él era el amor de su vida, nunca había creído en el amor a primera vista, pensaba que eso solo pasaba en los cuentos de hadas que le leía su mamá, pero cuando lo tuvo enfrente, sintió que él era la persona con la que quería compartir el resto de su vida.

***

Lo conoció en una rueda de prensa, era la primera vez que entrevistaría a alguien formalmente después de haberse graduado como comunicadora social de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas; ese día se sentía especial, estaba a punto de tener quizás la entrevista más importante de su carrera.

Antes de ingresar al salón en el que se celebraría la rueda de prensa, Salomé se percató de que en la recepción del lugar habían distribuido pasabocas y bebidas en varias mesas, agarró un vaso con agua y bebió un sorbo mientras contemplaba uno de los carteles que promocionaban el libro de su futura entrevistada. En lo primero que se fijó fue en la foto que habían usado, era una imagen demacrada de la exsenadora, la cual recreaba con exactitud los días en que estuvo secuestrada; esa era la misma imagen que el mundo había visto durante años a través de los noticieros amarillistas del país. En ese momento, Salomé no pudo evitar pensar que, si ella hubiera diseñado la portada de ese libro, jamás hubiera elegido esa foto, en su lugar, de seguro hubiera utilizado una en donde proyectara su fuerza y valentía, y no algo que a simple vista causara lástima. Pero bueno, ¿quién soy yo para juzgar una historia solo por su portada?, se cuestionó mientras leía el texto que acompañaba la portada del libro: «La exsenadora Ignacia Bolívar está lista para relatarnos los años de calvario que vivió cuando estuvo secuestrada en una de las selvas de nuestra hermosa Colombia».

—Interesante, ¿no crees? —Salomé no escuchó llegar a aquel hombre que habló a su espalda, y no estaba segura de sí era a ella a quien le dirigía la pregunta, pero lo sintió tan cercano que le contestó.

—¿Qué es lo interesante? —Para su sorpresa, el hombre le contestó de inmediato.

—La forma en que pretenden vendernos esta historia. Te dicen que la exsenadora pasó años de calvario en su propio país, pero aun así nuestra Colombia sigue siendo ‘hermosa’.

—Pienso que se refieren a que Colombia es hermosa por su biodiversidad, lo cual no aplica para las horribles personas que nos hacemos llamar colombianos —Salomé le respondió mientras se giraba para contemplar al hombre que le había dado aquel argumento.

—Es decir, ¡somos unos monstruos viviendo en un paraíso! —Escuchó Salomé en respuesta y en ese mismo instante quedó anonadada con la belleza del hombre, sin duda él era la excepción a lo que acababa de decir, él era un dios viviendo en un paraíso—. En fin, qué grosero de mi parte no haberme presentado, me llamo Santiago, mucho gusto —Le ofreció su mano.

—Salomé Guerra Paz —respondió y estrechó su mano. Tocarlo la entorpeció, las palabras desaparecieron en su mente y aquellos segundos de contacto le parecieron una espléndida eternidad.

—Guerra Paz —La soltó—, qué interesante combinación de apellidos —rio.

Su sonrisa la deslumbró, quiso responderle algo inteligente que lo hiciera reír y lo cautivara tal cual como él lo hizo con ella. Entre las desordenadas ideas que tenía en su cabeza, al fin logró encontrar una respuesta oportuna, pero, justo cuando iba a contestar, una fuerte ronda de aplausos los interrumpió, ambos dirigieron la mirada hacia la fuente de la algarabía y se encontraron con la llegada de la exsenadora y dos hombres armados detrás de ella. Al principio, Salomé pensó que eran los escoltas de Ignacia, estaban atentos a su alrededor y parecían enfocados en cuidarla de cualquier peligro. Nadie sospechó nada. Sin embargo, sin ningún tipo de preludio, uno de los hombres levantó su brazo izquierdo con rapidez y disparó, la bala que salió del arma impactó en el cráneo de la exsenadora y su sangre salpicó a las personas que estaban cerca. El cadáver de la mujer cayó en menos de dos segundos. Si los testigos no la hubieran visto antes del ataque, nadie habría logrado identificarla, pues su rostro quedó por completo desfigurado por el impacto de la bala.

El bullicio de los gritos desesperados de los asistentes solo duró medio minuto. El otro hombre disparó a diestra y siniestra, callando para siempre a las personas que habían abierto su boca. El sonido de la caída de los cuerpos sin vida marcaba cada segundo. Era una masacre que nadie vio venir.

Salomé presenció todo; no supo cómo reaccionar, solo se quedó pasmada. Era cuestión de tiempo para que una bala también impactara en ella; debía moverse, buscar refugio, pero su cuerpo la traicionó, estaba inmóvil. Vio a uno de los hombres girarse despacio hacia su dirección, era el momento de su muerte y no hizo ni el más mínimo intento por evitarla. No había vuelta atrás. El criminal estaba a punto de encontrar la mirada aterrada de Salomé, y justo antes de que pudiera verla para acabar con su vida, Santiago la agarró fuerte de la mano y la obligó a agacharse, para esconderse junto a él debajo de una de las mesas del salón. Escucharon otra ráfaga antes de que uno de los asesinos hablara.

—Despejado, vámonos.

—Listo —respondió su compañero—. Ya callamos a la perra.

Los pasos de los hombres se alejaron hasta que se hizo un silencio aterrador. Salomé no quería salir de su escondite, quería fingir estar muerta hasta que estuviera segura de que estaba a salvo. No podía evitar percibir un olor a hierro que se había apoderado del lugar y entraba a sus pulmones con la misma fuerza de los impactos de bala ahora marcados en los cadáveres; le dolía respirar.

—Se fueron —La voz de Santiago la sacó de su estupefacción. Ambos se levantaron en simultáneo, Salomé se giró para verlo, agradecida de que hubiera estado a su lado; sus miradas se encontraron y aquellos ojos verdes le brindaron la tranquilidad que necesitaba. Al verse reflejada en ellos, olvidó por un par de segundos la escena sangrienta que acababa de presenciar. Qué atractivo le parecía aquel hombre, quiso abrazarlo y susurrarle al oído que era su héroe y que ella le estaría agradecida toda la vida, pero una mueca de dolor dibujada en el rostro de Santiago rompió el hechizo que la mantenía cautiva y se abstuvo de hacerlo. En ese momento, se percató de que él estaba tan pálido como una sábana blanca, lo vio tambalearse un poco hacia atrás, su mirada se situó horrorizada en las manos de Santiago, que estaban tratando inútilmente de parar la sangre que emanaba de su abdomen.

—¿Estás bien? —preguntó Salomé.

Se maldijo por haber hecho esa pregunta tan estúpida, pero compensó semejante idiotez actuando tan veloz como pudo: lo obligó a recostarse sobre el suelo, se quitó su blazerblanco, lo dobló, lo puso sobre la herida de bala e hizo presión lo más fuerte que pudo en un intento por controlar el sangrado; pronto, su blusa y sus manos se tiñeron de sangre, pero eso no importaba. Santiago se veía más pálido con cada segundo que pasaba, sus mejillas antes rosadas ahora mostraban la ausencia de color, sus labios rojos, como la sangre que se veía derramada por todo el lugar, se habían tornado de un color púrpura. Los ojos de Santiago se estaban apagando, su vida se esfumaba a través de ellos a pasos agigantados, él intentó hablar, pero de su boca no salió ningún sonido, en su lugar un hilo de sangre recorrió sus labios. Salomé estaba aterrorizada, no quería que la vida de él terminara ahí, le parecía injusto que la vida de varios inocentes hubiera acabado en ese lugar y de esa manera, sin haber tenido la oportunidad de despedirse de los suyos. Rompió en un llanto incontrolable, lloró por aquellas víctimas, lloró por lo absurdo de la situación y lloró aún más al ver el charco de sangre que se había formado alrededor de los dos.

Salomé aferró la mano de Santiago, y al ver que ambas manos estaban cubiertas de sangre, perdió la poca compostura que le quedaba, no sabía qué más hacer para ayudarlo, así que gritó desesperada por ayuda, pero nadie acudió.

Santiago fue consciente de que muy pronto su vida terminaría. No supo en qué momento la bala había entrado en su cuerpo. Al principio, no sintió ningún dolor, la única sensación que tuvo fue como si le hubieran derramado agua caliente sobre su abdomen, supuso que alguna de las bebidas había ido a parar sobre él, por lo cual le restó importancia, su instinto le decía que debía ayudar a la mujer que tenía al lado, así que la agarró fuerte de la mano y los dos se refugiaron detrás de una mesa. Empezó a sentir un intenso ardor, pero se obligó a no mirar hacia la fuente del dolor, no quería confirmar lo que ya suponía.

Salieron de su escondite improvisado una vez estuvieron seguros de que los asesinos habían abandonado el lugar, al levantarse, el dolor se volvió insoportable, las últimas palabras que había pronunciado, «Se fueron», quemaron su garganta, fue aquello lo que hizo que por fin comprobara lo que temía. Con horror se percató de que todo su abdomen estaba teñido de sangre, su reacción inmediata fue poner sus manos en la herida. Cuando Salomé lo volteó a ver, sus ojos se encontraron y en la mirada que le dedicó le rogaba que lo ayudara.

La vio llorar por él, quiso consolarla, decirle que estaba bien, no le gustaba sentir que por su culpa alguien sufría. Con el mayor de los esfuerzos, levantó su brazo derecho, extendió su mano e intentó secar las lágrimas que derramaba Salomé, pero lo que consiguió fue mancharle la mejilla de rojo escarlata, ella se aferró a su mano y continuó llorando, las nuevas gotas que salieron de sus ojos se fueron mezclando con la mancha rojiza de su mejilla, fue como si estuviera derramando lágrimas de sangre, de seguro ese era un presagio de lo que el futuro les tenía preparado.

En ese mismo instante, Salomé se percató de otros gritos de ayuda. Se obligó a desviar su mirada y de inmediato se dio cuenta de que fue lo peor que pudo haber hecho; estuvo a punto de caer desmayada al contemplar la escena del crimen, no creía lo que veía, era como si ella misma fuera la protagonista de una película de terror. Las paredes, antes blancas, tenían rastros de la sangre de los asistentes; entre salpicaduras y huellas dejadas por las manos de los que habían sido heridos, se visualizaba el cuerpo de un hombre que recibió un disparo de frente y le destrozó la mitad del rostro, uno de sus ojos colgaba, balanceándose por el poco viento que entraba a la habitación. A lo lejos, una mujer, que al parecer había sido herida en sus dos piernas, se arrastraba con los codos, con cada centímetro que avanzaba, dejaba una hilera de sangre espesa, la mujer jadeaba y dejaba escapar algunos susurros ahogados en busca de auxilio. Los pocos sobrevivientes, al sentirse libres de escapar, gritaban con angustia y corrían sin rumbo en su afán por encontrar una salida. Era tanto su horror que no reparaban en ayudar a las personas que permanecían con vida, incluso pasaron por encima de la mujer, que, al sentir el peso de las personas, no logró soportar la asfixia y murió.

De repente, Salomé tuvo que volver su atención al héroe cuando este tosió con dificultad, en un intento por recobrar el aliento y mantenerse lúcido.

—La ayuda está en camino —dijo Salomé apretando con más fuerza la herida. Debo mantenerlo con vida, se ordenó como si esa fuera su misión en ese momento.

—No me quiero morir —Santiago arrastró cada una de aquellas palabras. Era inevitable, se desvanecía.

—No vas a morir, te lo prometo —Justo en ese momento dos hombres vestidos con un uniforme azul llegaron a su lado, uno la apartó con sutileza alejándola de su héroe, y el otro revisó la herida y los signos vitales de Santiago, al hacerlo, miró a su compañero y negó con la cabeza, Salomé notó aquel gesto y observó a Santiago para comprobar con tristeza que sus ojos se habían cerrado.

—¡NOOOOOOOOOO! —gritó e intentó abalanzarse sobre Santiago, quería obligarlo a abrir sus ojos, pero el hombre que la mantenía abrazada se lo impidió. Los segundos siguientes pasaron despacio. Salomé vio cómo subían a su héroe en una camilla para llevárselo muy lejos de ella dentro de una ambulancia. Hicieron lo mismo con varios heridos hasta que al final se quedó acompañada de otros once sobrevivientes y de los cuerpos que habían sido tapados con mantas blancas. La sirena que se alejaba en el momento en que otros paramédicos la chequeaban se diluyó con el viento hasta que el susurro de la vida de su héroe quedó en la bruma de ese día.

***

Lo último que recordó fueron esos cuerpos sin vida y la escena del momento en que conoció a Santiago se esfumó de su mente.

Al oír el murmullo de los asistentes, su atención regresó a la iglesia, la ensoñación había terminado. Se obligó a mantener los ojos cerrados, aun así, no pudo evitar que de ellos salieran un par de lágrimas, le dolía recordar que Santiago alguna vez estuvo a punto de morir. El atentado a la exsenadora, que quedó marcado en la historia, la afectó por varios días. Después de la masacre, todo fue caótico para ella, no podía conciliar el sueño, cada vez que cerraba los ojos veía a su héroe desangrándose, a las personas huyendo y pisoteando a la mujer indefensa, el ojo del hombre balanceándose como un péndulo viscoso y ensangrentado. Noche tras noche, era atormentada por sus pesadillas y lo único que podía hacer era mantener sus ojos abiertos. Desarrolló un miedo absurdo a salir de casa porque, cuando lo hacía, sentía que alguien la perseguía y le apuntaba con un arma. Pasado algún tiempo, decidió que no podía seguir viviendo así, empezaba a enfermarse por la falta de sueño y el estar encerrada la desesperaba. Poco a poco tuvo que superar ese temor, fue gracias a esa decisión, y al destino, al que no se le puede quitar protagonismo, que logró verlo una vez más.

Aún con los ojos cerrados, una sonrisa se dibujó en su rostro y se dejó llevar de nuevo por la oscuridad. A su alrededor todo quedó en silencio y el recuerdo de la segunda vez que coincidieron llegó a su cabeza.

***

Lo reconoció tan pronto sus ojos se posaron en él. Santiago estaba ahí, en la parada de bus frente al edificio en el que ella trabajaba, con un paraguas que lo protegía de la lluvia torrencial que se caía del cielo gris. Salomé quería correr a su encuentro, pero no sabía cómo acercarse, estaba atónita por encontrárselo de nuevo de forma tan inesperada. Lo contempló a la distancia, su belleza seguía tal cual como el día en que lo vio por primera vez. Llevaba un nuevo corte, su pelo castaño estaba al ras, lucía muy bien. Observó su boca gruesa y se sorprendió por el deseo de besarlo, mordió su labio inferior para contenerse. Anheló sentir aquella barba poblada y desaliñada que lo hacía lucir tan masculino. Admiró su cuerpo, ansió que aquellos brazos musculosos la abrazaran, quiso quitarle la camisa blanca que llevaba ceñida al torso para recostar su cabeza en ese pecho firme y velludo que se entreveía gracias a que él tenía desapuntados los dos primeros botones.

De repente, su contemplación se vio interrumpida cuando él giró y sus ojos se encontraron.

—Hola —la saludó él levantando la mano, en su rostro surgió un gesto de sorpresa que pasó pronto a mostrar la emoción que sentía por el encuentro tan repentino.

Salomé abrió su paraguas y recorrió los metros de distancia que la separaban de su héroe resucitado.

—Hola —le contestó ella esbozando una sonrisa—. No puedo creer que estés aquí, ni en mis sueños hubiera pensado que te encontraría frente al edificio en el que trabajo —No resistía la tentación de abrazarlo—. ¿Cómo estás?, ¿qué sucedió después de ese día? No te imaginas lo mucho que intenté buscarte. Consulté a dónde llevaron a los heridos, reuní una lista de hospitales que mencionaban en las noticias y en uno de ellos encontré tu nombre; intenté visitarte varias veces, pero nunca me dejaron verte, solo podían visitarte tus familiares —De inmediato se dio cuenta de que no lo había dejado responder, así que hizo silencio para escucharlo.

—Es increíble verte aquí, Salomé, nunca pensé que podría tener la oportunidad de agradecerte por lo que hiciste, pero aquí estás.

—No tienes nada que agradecerme, no podía dejarte morir. Además, tú también me salvaste.

—Pero quiero hacerlo. Cuando los paramédicos me subieron a la ambulancia recuperé durante unos segundos el conocimiento, alcancé a percibir tu presencia. Fuiste mi ángel guardián, evitaste que yo diera el paso que me llevaría directo a la dichosa luz después del túnel. No quería morir, quería aferrarme a este mundo por mi familia, por lo que me falta por vivir. Me juré que, si sobrevivía, le agradecería a la mujer que acababa de conocer y que se empeñaba en mantenerme con vida.

Salomé no supo qué responderle, y no quería decir cualquier cosa, así que guardó silencio.

—Sé que lo que digo tal vez suene serio, no pretendo comprometerte a nada ni ponerte alguna responsabilidad conmigo si es que así lo sientes. Necesito decirte que desde ese día no puedo hacer otra cosa más que pensar en ti. Me salvaste la vida, eso jamás lo podré olvidar. Y como si fuera la señal de algo, te tengo frente a mí para confesarte mi profundo agradecimiento.

Salomé contempló aquellos maravillosos ojos verdes que tanto le encantaban, los mismos que la congelaron tan pronto se encontraron con los suyos. Al ver esa mirada llena de gratitud, obtuvo el valor que necesitaba para poder decir lo que tenía en el pecho.

—Me pasa algo parecido; lo que siento por ti no está lejos de lo que tú sientes por mí, de hecho, desde ese día tampoco he dejado de pensarte.

Aquellas palabras hicieron que él se le acercara con emoción, los paraguas chocaron entre sí, Salomé bajó el suyo y entró al de él, Santiago, al notarla tan cerca, no pudo contenerse.

—Espero no ofenderte, pero al estar al borde de la muerte y sobrevivir, me prometí que viviría cada instante al máximo. Te debo la vida, Salomé, quiero abrazarte fuerte, demostrarte mi gratitud.

Sin dejarlo terminar, Salomé cortó la distancia entre ellos con un abrazo que Santiago correspondió. Se percibieron cercanos, conectados, como si fueran una sola persona. Se sintieron vivos.

Cuando se separaron, Santiago posó una mano sobre la cintura de Salomé, con la otra aferraba el paraguas, ambos se contemplaron un par de segundos sin decir ni una sola palabra. Salomé sintió una complicidad inusitada, de alguna manera, muy dentro de sí, experimentaba confianza, como si fueran viejos amigos. Santiago la atrajo un poco más hacia él. Ella no lo dudó ni un instante. Sus labios se acercaron hasta besarse, al principio fue un beso delicado, lleno de nerviosismo y emoción. Luego fue tomando una intensa fuerza pasional. A su alrededor todo desapareció, nada más importaba, no había preocupaciones, ya no llovía, no existía nadie más en el mundo, solo ellos dos, eran dueños del universo. Era increíble lo conectados que estaban a pesar de ser su segundo encuentro. Tal vez algunos pensarían que estaban locos, que todo era muy precipitado, pero para ellos nada importaba. Sentían desaforadamente la vida que ambos se habían salvado; merecían ese beso, se lo debían el uno al otro como pago por aquella segunda oportunidad.

***

Aquel hermoso momento se difuminó. Salomé se interrumpió, sus ojos aún seguían cerrados, a pesar de haber vuelto al pasado, sabía que sus pies seguían en aquella iglesia. Respiró profundo y dejó que su mente volviera al día en que ella misma aceptó su fatídico destino.

***

Había decidido que era tiempo de renovar su estilo, así que, al ver a la nueva Salomé en el espejo del salón de belleza, sonrió. El color de su cabello ya no era negro, ahora era castaño claro y de medios a puntas el color cambiaba a un tono rubio, era casi como si el sol estuviera brillando sobre su cabello, pensó que nunca se había visto tan hermosa como lo estaba ese día, de seguro lo iba a impresionar, y ¿cómo no hacerlo?, era su primer aniversario, por eso debía ser inolvidable.

Antes de salir del salón de belleza, contempló por última vez a la mujer que se reflejaba en uno de los espejos, admiró el maquillaje que le habían hecho, se sentía elegante y sofisticada, su piel tersa parecía la de un bebé, sus cejas ni muy gruesas, ni demasiado delgadas combinaban a la perfección con sus pestañas largas y rizadas, sus párpados lucían un delineado negro en forma de medialuna, todo en armonía con sus labios rojos. Aquel cambio la hacía lucir empoderada y feliz.

Como sabía que no tendría tiempo para ir a casa a cambiarse, ya tenía puesto el vestido con el que dejaría boquiabierto a Santiago. Él la había citado en Zafiro Capital, uno de los restaurantes más cotizados de la ciudad de Bogotá. Salomé tenía claro que la etiqueta de aquel lugar era vestido para mujeres, corbata para hombres. No podía usar uno de sus vestidos, quería impresionarlo, pero no lo haría si usaba algo que él ya hubiera visto, así que, junto a su hermana y a su mamá, recorrió medía ciudad en busca de algo que les gustara, pero en esa búsqueda incansable no encontraron nada y mandar a hacer uno no era opción, el tiempo no estaba de su lado. Optó por comprar un vestido por Internet con envío para ese mismo día. Al recibirlo no quiso abrir de inmediato el paquete, temía que lo que le llegó no fuera nada parecido a lo que compró, de seguro hasta podía hacer un meme como los que circulaban en las redes sociales, «lo que pedí vs. lo que recibí».

Sí que se llevó una sorpresa, el vestido era hermoso, se lo probó de inmediato y quedó maravillada al comprobar que le quedaba a la perfección, era una prenda que parecía estar dividida en dos partes, la parte superior era un escote en V que llegaba hasta la cintura, la parte inferior era una falda blanca con pliegues y estampada con flores negras, le hormaba como si estuviera hecho para ella.

Al comprobar la hora, su corazón por poco dejó de latir. 05:11 p. m., solo contaba con cuarenta y nueve minutos para llegar a tiempo a su cita con Santiago. Se apresuró a pagar la cuenta, se despidió de su peluquera y salió del sitio lo más rápido que sus tacones rojos se lo permitieron. En la calle contó con la suerte de que una pareja se bajó de un taxi, no perdió la oportunidad y se subió a la carroza amarilla que la llevaría a la cita de sus sueños. Mientras viajaba, todo a su alrededor empezó a dar vueltas, sentía náuseas y mareo, sabía que no estaba enferma, era solo la ansiedad por verlo.

Cuando por fin llegó al restaurante, Santiago la recibió con un fuerte abrazo y con una sonrisa de oreja a oreja, pero no le dijo nada acerca de su cambio de estilo, fue como si no lo hubiera notado, o peor aún, lo notó, pero no le importó.

La noche no fue lo que ella esperaba, durante el transcurso de la cena ninguno de los dos habló mucho, pero no era su culpa, parecía que Santiago no quería decir ni una sola palabra. Ella intentó iniciar varias conversaciones, pero ninguna se mantuvo a flote, se sentía decepcionada, eso no era lo que había imaginado para su primer aniversario. Comió con desgano, solo quería salir de ahí. Sin embargo, su instinto por luchar hasta el final la llevó a tomar de la mano a Santiago cuando él la dejó sobre la mesa, pero tan pronto sintió el tacto, retiró el brazo.

—Santi, ¿estás bien?

—Sí, cariño, ¿por qué?

—No lo sé, tú dime. Te noto distante, es como si tu cuerpo estuviera aquí, pero tu mente estuviera en otro lugar, esta no es la noche que yo esperaba.

—Salomé Guerra Paz, mi War, no digas eso —Desde su segunda cita, Santiago la empezó a llamar ‘War’ de cariño, se le hacía gracioso. Cada vez que le decía así, ella se enternecía, no podía seguir enojada o inquieta—. Yo solo quiero que esta noche sea inolvidable para los dos, por eso te tengo una sorpresa —Santiago se levantó de la mesa y la tomó de la mano—. Ven conmigo —Santiago pagó la cuenta en la recepción y salieron del restaurante.

Salomé sonrió, pensó que tal vez estaba un poco paranoica por todas las expectativas que tenía de la noche. Respiró profundo y se dejó llevar.

Media hora después, Santiago conducía en completo silencio. Salomé tenía unas ganas incontrolables de ponerse a llorar, se sentía ignorada, sola, decidió no decir ni una sola palabra, solo quería que la noche terminara lo más pronto posible.

—War, amor, llegamos —Salomé había estado tan perdida en sus pensamientos que solo en ese momento se percató de que estaban en el estacionamiento del edificio en donde ella vivía.

—¿Esta es la sorpresa? —preguntó con sarcasmo y con un tono más alto de lo que pretendía, prácticamente le había gritado, aun así, no le importó y en el mismo tono agregó—: Me invitas a cenar y luego me dejas en mi apartamento, qué caballeroso eres.

—Sí, pues, War, creí que lo mejor para celebrar era que termináramos la noche juntos, viendo una película —Salomé negó con su cabeza.

—No lo puedo creer —Bajó del auto y empezó a caminar en dirección al ascensor, Santiago se bajó con rapidez y apresuró el paso hasta alcanzarla.

El viaje hasta la planta once fue una tortura más. De nuevo, ninguno de los dos habló. Cuando las puertas se abrieron, ella salió lo más rápido que pudo deseando que Santiago se devolviera en ese mismo ascensor, quería estar sola, pero no tenía el valor suficiente para decírselo porque, aunque en ese momento él la estuviera haciendo sufrir, era consciente de que lo necesitaba, no concebía una vida sin él.

Mientras buscaba las llaves de su apartamento, Santiago la tomó de la mano.

—War, cierra tus ojos, por favor —Salomé dudó y, tras un suspiró, lo soltó.

—Esta noche se acabó, no estoy para más juegos —Santiago quedó estupefacto, esa no era para nada la respuesta que estaba esperando.

—Pero, Salomé, ¡es nuestro aniversario!

—Sí, pero esta noche ha sido todo menos eso. Estoy cansada, deberías irte a dormir, necesito estar sola.

Santiago asintió con su cabeza y dio unos cuantos pasos hacia atrás, ella lo miró con tristeza y abrió la puerta de su apartamento.

—¡Feliz aniversario! —Varias personas gritaron al unísono. La sala estaba decorada con muchos globos en forma de corazón, en el centro colgaba un pendón que decía «Feliz Aniversario», en su comedor había un pastel del cual se desprendía una figura de Daenerys Targaryen con un par de alas en su espalda, simulando una de las escenas del capítulo final de Juego de Tronos, en el pastel también se leía la frase «Mi khaleesi». Salomé sonrió ante la perfección de esa torta, ella siempre había dicho que en esta vida solo tenía cuatro amores: su hermana, su mamá, Santiago y Canción de hielo y fuego, y sí, en ese mismo orden, aunque muy en su interior sabía que amaba más al mundo creado por George R. R. Martin que al mismísimo Santiago. En el comedor también habían instalado una fuente en forma de dragón, cuya boca escupía un líquido de color naranja que caía sobre unas montañas de vidrio a modo de lava.

—De una vez les advierto: esa fuente no sale de este apartamento —dijo Salomé. Todos rieron con alivio al ver que la más grande admiradora de Canción de hielo y fuego había aprobado la decoración.

Pasada la euforia del momento, Salomé visualizó una pequeña tarima instalada a escasos metros del comedor, un proyector apuntaba a la pared blanca y reflejaba un mensaje que le aguó los ojos.