Un amor para toda la vida - Judy Christenberry - E-Book
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Un amor para toda la vida E-Book

Judy Christenberry

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Beschreibung

Cuando Josh McKinley apareció en la casa de Maggie O´Connor con una niña en los brazos y una irresistible expresión en el rostro, el instinto de madre, y el de mujer, de Maggie le impidieron rechazarlo. Sin embargo, aquella buena acción pronto se convirtió en matrimonio, aunque sólo en apariencia. Maggie sabía que era una locura, especialmente cuando lo que había empezado siendo un matrimonio de conveniencia se estaba convirtiendo rápidamente en un apasionado romance...

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Seitenzahl: 188

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Judy Christenberry

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor para toda la vida, un, n.º 1137 - marzo 2020

Título original: Baby In Her Arms

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-082-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GUAAAAAA!

Josh McKinley miró a la niña que estaba tumbada en el asiento del coche como si fuera una extraterrestre recién llegada a la Tierra.

–Escucha –le dijo él, muy razonablemente pero con la voz llena de desesperación–. Sé que no estás muy contenta, pero yo tampoco lo estoy. Bueno, no es que no lo esté, es que… Sé que tú eres… ¡Diablos! No sé ni lo que quiero decir.

La niña se limitó a responderle con un pequeño sollozo. No es que él esperara que una niña de ocho meses le diera conversación, pero Josh no tenía nadie con quién hablar. Y por lo menos, así conseguía que la niña dejara de llorar.

O al menos, eso era lo que él había pensado. Aparentemente, la niña sólo se había tomado un respiro para poder llorar aún más fuerte.

Muy nervioso, Josh se inclinó sobre el salpicadero y encendió la radio. El rock duro que él solía escuchar no parecía lo más adecuado en aquellos momentos, por lo que buscó por diversas emisoras de radio hasta que encontró una que emitía una suave melodía.

De nuevo la niña, su niña, dejó de llorar. Su hija.

Cuando el Servicio de Protección del Menor había llamado a su despacho aquella mañana temprano, él no había podido devolver la llamada enseguida. Estaba muy ocupado. Además, él no se encargaba de casos relacionados con niños.

Joshua McKinley, Investigador Privado, era uno de los mejores sabuesos de Kansas City. Podía elegir perfectamente los casos que más le interesaban.

Sin embargo, le volvieron a llamar, dejándole un nuevo mensaje. En aquellos momentos, tenía una consulta de un cliente que resultaba algo complicada. Ya los llamaría más tarde. Probablemente sólo querían un donativo o algo por el estilo.

A las cinco y media, él ya había terminado de perfilar los detalles de varios casos y estaba hablando por teléfono con una modelo con la que había salido un par de veces cuando recibió la señal de que tenía otra llamada. Había estado a punto de no prestarle atención, pero la modelo parecía tener piedras en el cerebro y, además, aquella llamada podía ser un nuevo caso.

–¿Dígame?

–¿Es usted Joshua McKinley?

–Sí. ¿En qué puedo ayudarla?

–Podía empezar por devolver las llamadas –le espetó, algo indignada, la mujer que había al otro lado de la linea.

–¿Quién es?

–Soy Abigail Cox, del Servicio de Protección al Menor. ¿Es que no ha recibido mis mensajes?

–Sí los he recibido –replicó Josh, algo molesto. Ni siquiera su madre le había hablado de aquella manera–. Pero tengo un negocio del que ocuparme.

–Y yo tengo una niña muy descontenta que necesita a su padre.

–Señora, si el caso no es demasiado complicado, podré hacerme cargo de él, con suerte, en un par de días. Mándeme los detalles del caso.

–Señor McKinley, no creo que tenga que necesitar las dotes de deducción de Sherlock Holmes para encontrar al padre. Es usted.

Josh se había limitado a abrir la boca, sin poder emitir ningún sonido. Se apartó el auricular de la oreja y lo miró como si le hubiera mordido. Finalmente, tras volver a ponérselo en la oreja, contestó.

–¿Cómo ha dicho?

–¿Es que es sordo además de retrasado? Le he dicho…

–Escuche, señora. Yo no tengo por qué escuchar sus insultos y no…

–Tiene razón. Lo siento. Ha sido un día muy difícil.

Josh notó el cansancio que tenía en la voz y se imaginó cómo se sentía aquella mujer. Sin embargo, estaba seguro de que no tenía nada que ver con niños y aquella mujer iba a tener que afrontar el hecho de que todo era un error.

–Lo entiendo –dijo él–. Espero que encuentre al tipo que está buscando –añadió para luego disponerse a colgar el teléfono. Sin embargo, ella se lo impidió con un grito–. ¿Sí?

–Señor McKinley, usted es el hombre que yo estoy buscando.

Joshua volvió a la realidad del coche gracias a los pulmones de su pequeña acompañante. Evidentemente, se había cansado de la música, por lo que se había puesto a llorar con todas sus fuerzas, distrayendo a Josh de sus pensamientos.

–Bonita, no hagas eso –musitó él, agarrándose la cabeza con una mano. Se le estaba formando un dolor entre los ojos que resultaba insoportable.

Unos enormes ojos azules lo miraron. Luego, la niña abrió la boca y rompió de nuevo a llorar.

Josh no sabía lo que hacer. Él no tenía experiencia con los niños. ¡Y, además, era una niña! Tal vez si hubiera sido un niño, habría sabido mejor lo que tenía que hacer. Pero con una niña…

Una vez más, se puso a revisar mentalmente el listado de sus amigas y sacudió la cabeza con desesperación. Su única familia era una prima lejana en Boston. Además, no había salido con nadie regularmente desde Julie, y mira las consecuencias… Atónito, volvió a mirar a la niña.

Mientras conducía, iba examinando el vecindario. No es que esperara encontrar allí la respuesta, ya que el mundo parecía ajeno a las dificultades que estaba pasando en aquellos instantes. Sin embargo, de repente vio el letrero luminoso del restaurante Lucky Charm.

¡Mike O´Connor! Josh había trabajado para él un par de años atrás, justo antes de que el hombre falleciera. Tenía un par de hijas, y Josh había descubierto una tercera de la que Mike no sabía la existencia. Justo como le había pasado a él…

¿Cuáles eran los nombres de sus hijas? Kathryn, Mary Margaret y… y Susan. Eso era. Con mucha rapidez, metió el coche en el aparcamiento. Eran casi las diez. Aunque sólo fuera eso, ellas le darían algo de leche para la niña. Y tal vez consejo. Aceptaría todo lo que le dieran.

 

 

Mary Margaret O´Connor sonrió. Kate iba a ponerse muy contenta. No es que Kate dependiera ya del dinero que sacaban con el restaurante. Se había casado con Will, pero cuanto más dinero sacaran con el restaurante, más podrían ayudar a Susan.

Kate entregaba un tercio de los beneficios del restaurante a Susan, otro tercio a Maggie y ella se quedaba un tercio. Después de todo, el restaurante era el legado que su padre les había dejado a las tres.

Si su padre levantara la cabeza, ni siquiera reconocería el restaurante. Kate lo había reformado para hacerlo adecuado para la gente elegante de Kansas City.

De repente, los pensamientos de Maggie se vieron interrumpidos por un ruido. Al principio, había pensado que era una sirena, pero muy pronto se dio cuenta de que era un bebé llorando.

La curiosidad hizo que se levantara de la silla. Tomando una taza vacía como excusa, Maggie salió de su pequeño despacho, que estaba detrás de la cocina y se dirigió al restaurante.

Una vez allí, vio a un hombre muy guapo que tenía una niña en brazos. La sostenía como si fuera una bola de jugar a los bolos y no supiera lo que hacer con ella.

–Me alegro de que hayas venido –dijo Wanda, la camarera del turno de noche.

–¿Qué pasa? –preguntó Maggie, proyectando su voz sobre el llanto de la niña. ¿Por qué no hacía nada aquel hombre para callarla?

–Este hombre te está buscando a ti o a Kate –replicó la camarera, que se dio la vuelta tras echar una última mirada a Josh.

Maggie también lo miró. ¿Qué podía querer aquel hombre de ella? De repente, deseó con todas sus fuerzas que su hermana mayor estuviera allí. Aquel hombre era lo suficientemente guapo como para dejar a una mujer sin habla. Llevaba unos vaqueros muy ajustados y tenía los hombros muy anchos y unos brillantes ojos azules. Sin saber por qué, Maggie sintió que algo se le deshacía por dentro.

–¿Es usted Mary Margaret? ¿La hija de Mike O´Connor?

–Maggie. Me llamo Maggie.

–Maggie, tengo un problema.

–¿Qué problema? –preguntó Maggie, imaginándose cuál era el problema pero sin saber lo que la niña tenía que ver con ella.

Para su sorpresa, él le extendió la niña. Automáticamente, ella extendió los brazos y tomó a la niña, que no dejaba de llorar. Luego la acunó suavemente, estrechándola contra su pecho.

–Vale, cielo, no llores. Venga, no llores.

Inmediatamente, la niña dejó de llorar. Los pocos clientes que había en el bar empezaron a aplaudir. Para sorpresa de Maggie, el hombre se dio la vuelta y se dirigió a ellos, poniéndose un dedo en los labios.

A pesar de que Maggie no dejó de acunar a la niña, tampoco le quitaba los ojos de encima a aquel extraño. Enseguida, él se volvió a mirarla y lo hizo de una forma que consiguió que Maggie se pusiera nerviosa.

–¿Quién es usted? –preguntó ella, mientras los ojos de la niña se cerraban suavemente.

–Josh McKinley.

Maggie rebuscó mentalmente en la lista de personas que conocía, sin recordar quién era aquel hombre. Sin embargo, el nombre le resultaba familiar. ¿Dónde lo había oído antes? La mayoría de los hombres que ella conocía trabajaban en la empresa de contabilidad donde ella trabajaba. Sin embargo, aquel hombre no era uno de sus compañeros. No con aquellos músculos. Ella nunca lo habría olvidado.

–Lo siento, pero no…

–Soy investigador privado. Tu padre me pidió que encontrara a tu hermana.

–¡Ah, sí! Mi padre mencionó…

–Sé perfectamente que no se me debe nada, pero necesito una mujer.

Maggie abrió la boca, para volver a cerrarla rápidamente. Si alguien hubiera necesitado a una mujer, una mujer O´Connor, con toda seguridad habría sido Kate, su vivaracha hermana pelirroja. No a la aburrida de Maggie.

–¿Por qué? –susurró ella.

–¿Qué por qué? Pues por el bebé, ¿qué otra cosa iba a ser si no? –preguntó él, como si ella le acabara de hacer la pregunta más tonta del mundo.

–¿Está buscando una niñera? ¿Y por qué se cree que yo sabría dónde…?

–No necesito una niñera –le interrumpió él, frotándose la frente–. Bueno, efectivamente, necesitaré una niñera en el futuro, pero justo ahora lo que necesito es alguien que me diga lo que tengo que hacer.

Maggie había estado segura de que, si seguía preguntándole cosas, aclararía rápidamente lo que aquel hombre quería. Sin embargo, con cada pregunta, la situación parecía complicarse más.

–¿Qué hacer con qué? –preguntó Maggie. Aquella vez, la voz le salió más fuerte que anteriormente y la niña rompió de nuevo a llorar.

–¡Con eso! –exclamó él, completamente desesperado.

–¿Con el bebé? –insistió Maggie, colocándosela encima del hombro para poder darle golpecitos en la espalda.

–¡Pues claro! ¿De qué otra cosa iba a estar hablando si no?

–Mire, señor McKinley –replicó Maggie, harta de aquella conversación que no parecía llevarles a ninguna parte–. Creo que es mejor que empecemos por el principio. ¿De quién es este bebé?

–Mío –respondió él, de mala gana.

–¿Suyo? ¿Usted es el padre?

–¡Sí, maldita sea!

–¿Cómo se llama la niña?

–¿Cómo sabes que es una niña?

–Porque va vestida de rosa.

–Ah…

–¿Cómo se llama? –insistió Maggie.

–Se llama… ¡Maldita sea! No me acuerdo.

–¿Que no se acuerda del nombre de su hija? –preguntó Maggie, que no salía de su asombro.

–Yo… –empezó Josh, sonrojándose–… Ha sido un shock para mí. Tú no lo entiendes. Yo ni siquiera sabía que existía hasta que… que ellos me la han dado. Sé que me dijeron el nombre. Es un nombre algo clásico –añadió él, frotándose la frente–. Ya me acordaré.

–No me puedo creer que no sepa el nombre de su…

–¡Oye, deja de echarme la bronca! Ya te he dicho que… Además, está en los papeles que tengo en el coche –añadió, dándose la vuelta.

–¿Dónde va? –preguntó Maggie, temerosa de que no volviera.

–Al coche, a ver cómo se llama. Eso es lo que querías, ¿no?

–¡No! Quiero decir… ¿cómo sé que va a regresar?

Resultó evidente que aquella pregunta no había gustado a Josh. De repente, se echó mano al bolsillo de atrás y se sacó la cartera.

–Aquí tienes mi permiso de conducir, mi dinero y mis tarjetas de crédito. ¿Te vale con eso? –preguntó, poniendo la cartera en la barra y dirigiéndose a la puerta.

Maggie no se movió. Se quedó quieta, con la niña en brazos, mirando la cartera como si temiera que ésta se levantara y echara a correr detrás de su dueño.

Dos minutos más tarde, él volvió a aparecer con una pequeña bolsa.

–Todo está aquí –musitó, rebuscando en la bolsa. Luego, con una expresión triunfante en el rostro, sacó unos papeles–. Virginia Lynn. Así se llama. Virginia Lynn.

–¿Ginny? ¿Es así como te llamas, cielo? –preguntó Maggie a la niña, levantándosela del hombro. Entonces, a la niña le dio hipo y luego tomó el pelo de Maggie–. ¿Cuándo ha comido por última vez?

–Le dieron un biberón a las cuatro, porque yo no había llamado. Recuerdo claramente que me dijeron a las cuatro.

–De acuerdo, entonces probablemente lo que le pasa es que tenga hambre. ¿Qué es lo que come?

–Vaya, ¿por qué me estás haciendo todas esas preguntas? Yo no sé nada de niños. Por eso necesito una mujer.

–¿Han puesto algo en la bolsa?

–Tiene el biberón aquí, pero está vacío –respondió él, sacándolo de la bolsa y dándoselo a ella.

–¡Wanda! –exclamó ella, llamando a la camarera por encima del hombro–. ¿Puedes esterilizar este biberón y llenarlo de leche?

–¿Leche entera o descremada?

Maggie miró a Josh, sin saber lo que responder. Él se encogió de hombros. Pareció que le iba a devolver a la niña. Sin embargo, él dio un paso atrás.

–Oye, no te irás a rendir porque yo no sepa el tipo de leche que toma la niña, ¿verdad?

–¡Claro que no! Sin embargo, pensé que tal vez pudieras tomar a la niña mientras yo llamo a mi hermana Mi sobrino tiene casi un año. Kate sabrá lo que tenemos que hacer.

De mala gana, él volvió a tomar en brazos a la niña, apretándola contra su cuerpo, como si estuviera intentando repetir lo que había hecho Maggie. Ésta se dirigió al teléfono. En ese momento, la niña empezó de nuevo a llorar.

–Me odia –protestó él, siguiendo a Maggie.

–No sea tonto. Probablemente no está acostumbrada a una voz de hombre. Hable más suavemente –sugirió ella, mientras marcaba el número de su hermana Kate–. Kate, ¿sabes qué tipo de leche debería tomar un bebé? –preguntó Maggie, en cuanto respondió su hermana.

–¿Maggie? ¿Cómo dices? –replicó Kate, en cuanto hubo reconocido a su hermana.

–Hay un hombre aquí con una niña pequeña y le estamos preparando un biberón, pero no sé si debe tomar leche entera o descremada.

–¿Qué edad tiene la niña? –preguntó Kate.

Maggie no se atrevía a pedirle al hombre más información, pero no le quedaba ninguna elección.

–¿Qué tiempo tiene la niña? –inquirió Maggie, sin esperar realmente que él lo supiera.

–Ocho meses –respondió él, dejándola de lo más sorprendida–. Nació el octubre pasado.

Tras repetirle aquella información a su hermana, Kate respondió:

–En ese caso, la leche entera vale. Probablemente también pueda tomar un poco de puré de patatas si no lo condimentáis mucho. Oye, ¿puedes explicarme lo que está pasando?

Maggie le explicó todo lo que Josh McKinley le había contado.

–Oye, tal vez tu hermana podría hacerse cargo de la niña por esta noche –sugirió él a Maggie.

–Lo dudo –replicó ella, dándose cuenta de repente de lo cerca que él estaba de ella.

–Pregúntaselo.

–Kate, este hombre quiere saber si puedes hacerte cargo de Ginny por esta noche.

–¿Cómo? –gritó Kate–. No, no, dile que no puedo. Nate está con varicela y no creo que fuera una buena idea…

–No, claro que no. Tienes razón.

–Mira, estoy dispuesto a pagar –le decía Josh por otro lado.

–El hijo de mi hermana tiene varicela –le explicó Maggie.

Antes de que él pudiera responder, Ginny empezó de nuevo a sollozar.

–Es mejor que cuelgues y vayas a darle algo de comer –dijo Kate, desde el otro lado de la linea–. No te olvides de cambiarla de pañal. Probablemente está mojada.

Maggie colgó el teléfono y le preguntó a Josh:

–¿Tiene pañales secos? ¿Cuándo la cambió por última vez?

–¿Cambiarla? –preguntó el hombre, sin saber realmente a lo que ella se refería–. ¿Quieres decir…? –añadió, señalando con un gesto el culete de la niña.

–Pues claro que es eso a lo que me refiero. No la ha cambiado todavía, ¿verdad? ¿Desde cuándo hace que la tiene con usted?

–Desde hace un par de horas. Yo no sabía lo que tengo que hacer.

–¿Tiene pañales?

–Es mejor que mires tú –sugirió él, apretando a la niña como si temiera que ella fuera a echar a correr.

Maggie abrió la bolsa y encontró cinco pañales.

–Menos mal. Le llevaré a dónde pueda cambiarla mientras yo le preparo un puré de patatas y un biberón.

–¿Puré de patatas?

–Mi hermana me ha dicho que ya lo puede tomar. Venga conmigo.

–¡Un momento! –exclamó él, sin perderle paso–. No sé… yo nunca… ¡Es mejor que la cambies tú!

–No es nada difícil, señor McKinley. Y ella es su hija.

Maggie tampoco estaba dispuesta a admitir que ella tampoco tenía mucha experiencia en el tema. Con un gesto rápido le señaló el sofá que había en su despacho y se marchó de la habitación sin poder dejar de sentirse culpable. Esperaba que la pobre Ginny no lo pasara demasiado mal por la falta de experiencia de su padre.

Ya en la cocina, Maggie calentó un poco de puré de patatas que Kate había preparado antes de marcharse mientras Wanda esterilizaba el biberón en silencio. Aquello era una señal inequívoca de que la camarera estaba enfadada. De un golpe, dejó el biberón en la encimera, al lado de donde se estaba calentando la leche.

–¡Ahí tienes! Ya está limpio. Pero me parece que deberías echar a este tipo a la calle. Toda esa historia me parece una sarta de mentiras.

–Pero si todavía no nos ha contado nada, Wanda. Además, la niña es un cielo.

–¡Ya te lo he advertido! –le espetó la camarera, saliendo de nuevo a restaurante, en el mismo momento en el que Josh entraba en la cocina con la niña.

–Ya la he cambiado –dijo él.

Maggie miró cómo le había puesto el pañal. Lo tenía algo torcido y las etiquetas adhesivas estaban pegadas en extraños ángulos, pero al menos se lo había puesto.

–Buen trabajo –respondió ella, sintiéndose generosa.

–He tenido que tirar dos pañales –admitió él–. Esas cosas se pegan donde no deben.

–Entonces, cuando se marche de aquí es mejor que pare a comprar pañales. Los dos que le quedan no le van a durar mucho –afirmó ella, recordando lo que protestaba su hermana por el número de pañales que usaba Nathan.

Pareció que, de nuevo, el pánico se apoderaba de Josh. Sin embargo, al acercarse a Maggie, Ginny se rebulló, extendiendo los brazos para que Maggie la tomara. El corazón de Maggie le dio un vuelco y tomó a la niña entre sus brazos.

–¡Cielo! ¿Tienes hambre? –preguntó, mientras se las arreglaba para sujetar a la niña con una mano y con la otra tomaba el plato de puré–. Llena el biberón con esa leche templada y tráemelo –le ordenó a Josh antes de desaparecer por las puertas que llevaban al restaurante.

Parecía que había cuidado a Ginny todos los días de su vida.

 

 

Josh vio cómo el atractivo trasero de Maggie desaparecía por las puertas. Luego sacudió la cabeza. ¿Cómo podía fijarse en aquellas cosas en un momento como aquél? Tenía una niña de la que ocuparse.

Ginny. Tenía que ocuparse de Ginny.

Pero Ginny quería a Maggie. Él no podía culpar a la niña, pero tampoco podía negar que se sentía algo celoso.

Dándose cuenta de que aquellos pensamientos eran una tontería, llenó el biberón con la leche, apretó bien la tetina y siguió a Maggie.

–¿Ha comido? –preguntó Maggie, cuando él llegó al pequeño cubículo donde ella estaba sentada.

–¿Yo…? No –respondió él, un segundo después–. He estado muy liado con Ginny…

–Wanda, tráele a este hombre un menú –le ordenó Maggie, sin dejar de mirar a la niña.

Josh comprendió el por qué. Aquella criatura parecía tener de repente ocho manos, moviéndolas incesantemente, tratando de agarrar la cuchara.

Entonces, le distrajo el menú que Wanda le colocó delante. Enseguida encontró lo que quería pedir y la camarera le trajo la comida en un abrir y cerrar de ojos.

Después de comer, tan educadamente como pudo, se inclinó sobre el respaldo del asiento y se dio cuenta de que Maggie, con la niña en brazos, lo miraba en silencio.

Ginny no lo estaba mirando. Acurrucada contra el pecho de Maggie, la niña dormía tranquilamente. En aquel momento, Josh se dio cuenta de lo que él necesitaba.

–¿Quieres venir a casa conmigo? –preguntó él.

Capítulo 2