Un árbol solo - Erica A. Vera - E-Book

Un árbol solo E-Book

Erica A. Vera

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Beschreibung

Árbol. Madera. Papel. Tinta. Historias. Un árbol se compone de raíces; esas que lo forman, lo sostienen, lo alimentan. Un tronco que, como el esqueleto, lo mantiene firme ante las adversidades y a través del cual viajan los nutrientes necesarios para la supervivencia. Y las ramas con las hojas que nacen de él, se propagan para ofrecernos la culminación de su magnitud. Un árbol representa la vida, la regeneración perpetua, el volver a empezar. Muere y vuelve a nacer. Una y otra vez. Un árbol solo, tiene como raíz lo más profundo de nuestro ser; nuestras vivencias, sentimientos, anécdotas. Este gigante solitario se alimenta de ellas y se sostiene de un tronco en forma de libro. Las ramas y sus hojas, son las historias que nos regala para que nos deje su fruto más preciado dentro del corazón. Te invito a tomar una siesta bajo Un árbol solo, repleto de historias que mueren y vuelven a nacer cada vez que las leemos.

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Seitenzahl: 146

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Ähnliche


Érica Vera

Un árbol solo

Editorial Autores de Argentina

Vera, Erica Alejandra

Un árbol solo / Erica Alejandra Vera. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.

120 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-761-044-4

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD 863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Coordinación de producción: Helena Maso Baldi

Diseño de portada: Justo Echeverría

Ilustración de portada: Nadia Bellani

Maquetado: Eleonora Silva

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mis viejos. A mi amor; las raíces de mi árbol.

Gracias.

Sin ustedes, nada sería como es.

Reflexiones a modo de prólogo

El cuento es el mayor desafío de un escritor. Es el puerto que permite al lector novel llegar o no a otro puerto. Es el ingreso a la gran literatura, a los nuevos caminos que proponen el arte y, por qué no, la comunicación. Es la facultad de transportar con maestría y cierta candidez a esos relatos de la oralidad, la fábula, la fantasía y por qué no la mentira cuando éramos chicos.

Este primer paso plasmado en un nuevo volumen que nos muestra lugares y realidades tan diferentes hace de Érica Vera una cuentista talentosa, sincera y ecléctica. A lo largo de esta selección pasaremos por voces y lugares tan cotidianos en lo concreto como en lo imaginario. Trenes con horarios chinos, con asientos imposibles, casas embrujadas y la infancia que, permítanme, es un lugar gráfico también. Desde un lugar de lector doy la bienvenida a una de las jóvenes promesas del cuento y la literatura argentina. Gracias, señorita Érica.

Ciudadela, junio de 2017,hace 22 grados y estamos en invierno.

José Luis Ottati

A la Sarna, querida.

Bicicletas abandonadas

Faltaban quince minutos para las doce de la noche. Agazapados detrás de unos arbustos, Federico y Leonardo esperaban a Pablo y a Ezequiel.

–¿A qué hora te dijo que venían? –le preguntó Federico a un Leonardo atento a las calles, a las luces y a las sombras.

–Once y media.

–¿Y qué hora es?

–Las doce, casi.

–No van a venir. ¡Acordate!

Permanecieron unos minutos más, acuclilladlos y acalambrados. Los nervios de Leonardo crecían cada vez que un minuto pasaba en su reloj pulsera. Federico tenía ganas de volver a su casa. No sabía por qué se había encaminado en aquel disparate. Y para colmo, los dos artífices del plan no parecían llegar.

El ruido de una bicicleta destartalada les crispó la piel. Se miraron en lo más profundo de los ojos. ¿Quién podría ser?, ¿a esas horas? Si bien la noche estaba clara y hacía bastante calor, nadie se aventuraría a esa parte del pueblo. Se acomodaron de tal manera que el recién llegado no los descubriera. Antes, querían estar seguros de que se tratase de Pablo o Ezequiel. Esperaron atentos, casi sin respirar a que, desde la esquina, la sombra que emergía desde la oscuridad se volviera nítida bajo la luz de calle.

–Es Ezequiel –susurró Leonardo, con una sonrisa cortada en los labios.

–No. Eze no tiene bici. Debe ser Pablo.

–Shhh. Esperemos.

La silueta se acercaba lentamente al arbusto. Con el juego de luces y sombras, los lentes de Leonardo no alcanzaban a distinguir a la persona que se dirigía hacia ellos. Federico no dudó. Saltó hacia la vereda, dejando su escondite en evidencia y enfrentando al desconocido.

–¿Fede? –La voz lo detuvo en seco.

–¿Mari?

Mariana era la novia de Ezequiel. Hacía poco tiempo que salían, pero se había convertido en parte de la banda, sin muchas vueltas.

–Leo… Es Mari. –Leonardo se acercó, sacudiéndose los pantalones, repleto de pasto.

–¿Y Eze, Mari?

–No sé. Me dijo que venía para acá con Pablo. ¿No llegaron?

–No. Los estábamos esperando para entrar –comentó Federico mientras tomaba la bicicleta de Mariana y la apilaba junto a la de ellos.

–¿Quieren esperar?, ¿o entramos?

–Esperemos –dijo Leo y Federico lo miró con escepticismo.

–¿No me digas que te arrepentiste? –ironizó con ganas, aunque fuese él quien más quería partir.

–Nada que ver. Pero digo… la idea era que entráramos todos juntos.

–Ya fue. Vamos. No creo que vengan, ya.

–Quizás a Pablo no lo dejaron salir y se quedaron. Yo opino como Fede. Entremos –resolvió Mariana, sin darle importancia a la cara de pánico de Leo. –Federico y Mariana avanzaron hasta la reja oxidada que los separaba de la tan famosa casa “embrujada”. Leo no se había movido de su lugar.

–¡Leo! Dale. No seas cagón. Vamos –le gritó Federico, en susurros.

–Vayan. Yo me quedo a esperar a los chicos. Cuando lleguen, entro con ellos.

Mariana ya había empujado la puerta y avanzaba con sigilo. Federico no la quería perder de vista. Definitivamente no quería ir solo.

–Mari… –susurró.

–Estoy acá. –Fede caminó lentamente sorteando basura, latas de aluminio, maderas–. ¿Trajiste linterna?

–¡Uy! ¡Qué pelotudo! Me la olvidé.

–Bueno… Ya fue. Usemos la mía. Pero no te separes. Quién sabe lo que encontremos ahí adentro –bromeó.

Entraron a la casa con la luz de la linterna de Mariana como guía. Federico caminaba a su lado tratando de que sus pasos disimularan el sonido de sus dientes que rechinaban sin cesar. Caminaron hacia la ventana y de allí vieron cómo Leo tomaba su bicicleta y abandonaba el lugar. Mariana soltó una carcajada tal que hizo temblar los cimientos de la casa.

–¡Shh! No hagas ruido –la codeó Federico.

–No pasa nada. Relajate. O voy a pensar que estás como Leo…

–¡No! Nada que ver. Vamos. Sigamos.

Después de inspeccionar la cocina, avanzaron hacia el living. Unos cuantos muebles destruidos, unos sillones viejos. Investigaron el interior de los cajones de un mueble donde encontraron papeles mordidos por las ratas y muchas fotos antiguas.

–¿Sabés la historia de esta casa? –le preguntó Mariana a Federico mientras avanzaban por un pasillo largo, envuelto en humedad.

–Sí. Que vivió una señora… que supuestamente era bruja.

–Sí. Pero hay más.

–No me interesa.

–Se dice que la señora no era la bruja –comenzó, sin prestarle atención al comentario de su amigo–, sino que en realidad era su hija… que estaba poseída por el demonio.

–Estás contando la historia del exorcista, Mariana. ¡Dejate de joder!

–Y dicen, también, que la madre… cuando no pudo contenerla más... La encerró en su habitación y allí la dejó hasta morir.

A pesar de que tratara de que los comentarios de Mariana no lo asustaran, Federico temblaba como una hoja. Ella, en cambio, seguía dando detalles–que las paredes de la habitación estaban todas arañadas. Que una vez muerta, la nena había vuelto a asesinar a su madre, por venganza…– y seguía avanzando a través de la casa.

Cuando salían de una de las habitaciones, oyeron un ruido extraño al final del pasillo. Los dos permanecieron quietos a la espera.

–Deben ser los chicos –agregó Mariana y se apresuró a avanzar, linterna en mano y dejando a Federico solo en el pasillo, sin más compañía que la oscuridad.

–¡Mari! Esperame–. Los primeros cuatro pasos los dio rápidamente. Luego, el miedo lo tomó por los tobillos y ralentizó sus pies. Caminó lentamente, con el corazón galopando entre sus costillas. No veía la luz de la linterna y eso lo aterraba aún más. –Mari… Mari…

Llegó al umbral de una de las habitaciones, giró la cabeza hacia ambos lados y no distinguió nada. Se dijo que ya no estaba para juegos y decidió salir. Volver a casa. Una mano lo tomó por el hombro cuando estaba a punto de partir. Dio tal respingo que hasta las maderas del piso chillaron. Mariana no aguantó y soltó otra carcajada antes de que pudiera asustarlo con una máscara que había traído escondida.

–¡Sos una pelotuda! Me voy.

–No… Pará, Fede. No te vayas. Nos falta la habitación de la nena.

Le costó convencerlo. Al cabo de unos minutos y tras varios comentarios alegando su falta de coraje, retomaron el recorrido. Sin rodeos, se dirigieron directo a la última habitación. Como la puerta estaba trabada, tuvieron que empujarla entre los dos, para abrirla. Con el envión, Mariana terminó desparramada en el piso. Federico la ayudó a ponerse de pie y tanteó el piso en busca de la linterna que habían perdido con la caída.

–La puta madre…

–¿La encontraste?

–No.

Las manos de Federico, que arrodillado avanzaba hacia el centro de la habitación, tocaban a ciegas las maderas empolvadas del suelo. Avanzaron hasta que sus dedos rozaron una superficie distinta a la que venía palpando. Otra vez la piel se le erizó. Pero esta vez, el grito se le atoró en la garganta.

–Fede… ¿La encontraste? –repetía Mariana, sin cesar. Un silencio extraño los rodeaba. Mariana avanzó en puntas de pie hacia la dirección que creía que Federico había recorrido. De repente la luz de una linterna iluminó un sector. Allí, parada en una esquina, una niña de bucles ondulados y vestido rosa la miraba con rareza. A sus pies, Federico retrocedía con la cola pegada al suelo. Los gritos y las corridas se sucedieron tan rápido que no hubo tiempo. Federico y Mariana saltaron la reja oxidada y corrieron por la calle vacía, olvidando sus bicicletas.

Ezequiel, linterna en mano, y Pablo, detrás de él, se descostillaban en la ya abandonada habitación.

–¿Les viste las caras? –preguntó Pablo sin dejar de reír.

–Se cagaron en las patas.

–Sí. Qué buena idea tuviste…

–Gracias, Sabri… –exclamó Ezequiel, acercándose a su prima, quien voluntariamente había querido participar de la broma que venían planeando desde hacía semanas junto con otro amigo que no había podido venir. Los tres caminaron hasta la salida haciendo chistes y riéndose de los burlados.

–Mañana, Mariana te mata –comentó Pablo, entre sonrisas.

–¿Por? ¿Quién le va a contar? –Recorrieron el patio trasero con la olvidada linterna y dieron con sus bicicletas atadas a un árbol en el fondo de la propiedad.

–Ay… qué risa. Debimos haber traído la cámara. ¡Qué lástima que Charly no pudo venir! –agregó Pablo.

–Sí… Lastima. No pudo ver su plan en marcha.

Mientras Ezequiel guardaba las cosas, Sabrina se acomodaba la despeinada cabellera y Pablo intentaba abrir el candado de su cadena, un sonido particular los alertó. Miraron hacia ambos lados y no hallaron más que las sombras que hacían las copas de los árboles. Cada uno volvió a sus tareas. Pero… otra vez, el mismo sonido. Como si alguien raspase una superficie metálica.

–¿Qué mier…? –Pablo levantó la vista y desde la ventana de una de las habitaciones, vio un par de ojos rojos que los observaban.

–Chi… chic… chicos… –tartamudeaba.

–¿Qué? –Ezequiel y Sabrina siguieron la línea del brazo de Pablo y se encontraron con un par de ojos endemoniados que los miraba fijamente.

A pesar de que nadie le creyó a Leonardo cuando juró que no, que no había sido él; ni Ezequiel, ni Pablo, ni Mariana, ni Federico o Sabrina regresaron jamás a la casa embrujada.

De Moreno a Castelar

–Hoy no me cagan. –O al menos eso pensé.

Me tomé el tren a Moreno. No quería viajar parado. Ya demasiado tengo que soportar las nueve horas, parado en el negocio como para... No. Me voy a Moreno, me siento y me duermo una siestita hasta Once, por lo menos. Eso fue lo que pensé.

Al principio, y hasta ayer, juzgaba a todos aquellos que decidían retroceder para poder viajar más cómodos. Los tildaba de boludos. Para mí, estos y aquellos que hacen la tercera cola para tomarse el bondi a su casa son unos boludos. Porque, macho, el tiempo que tardás –parado– haciendo la bendita cola es el mismo tiempo que tardás en llegar a tu casa. Parado en la parada, parado en el bondi. ¿Acaso no es lo mismo? Digo, no sé. Así lo veo yo. Pero, en fin. Lo mismo que apunté de los bondis se aplica a los trenes, ¿eh? ¿Cómo te vas a ir hasta Moreno, desde Ituzaingó, para viajar a Caballito? No lo podía entender. Hasta ayer.

Ayer, en un ataque de rabia y repugnancia, me cansé del olor a huevo y el aliento a cebolla. Me cansé del chivo, y de los perfumes ácidos y asquerosos. Me cansé de los maleducados que te empujan y no te piden permiso. Me cansé del vendedor que quiere atravesar el pasillo, cuando no cabe ni un alfiler y en su afán te hace clavar las manijas en el estómago. Me cansé de apretar a las pobres muchachas que no ven en mí más que a un depravado queriéndolas manosear. En síntesis, me cansé de viajar parado. Bueno… parado, apretado, apostillado, acalambrado, etcétera, etcétera.

Hoy, 9 de abril, me tomé el tren a Moreno. Viajé sentado hasta la última estación que separa el conurbano bonaerense de la capital. ¿Quién va para ese lado, a las 6:30? Porque, obviamente, tuve que salir una hora antes de casa, para poder hacer semejante movida. Bueno… Entonces, llegué a Moreno a las 6:50. La gran mayoría abandonó la formación y se dirigió a la salida. Otros boludos, como yo, esperamos sentaditos a que el tren regresara a Once.

Me acomodé en el asiento, el segundo cerca de la puerta, y saqué el libro de turno que estoy leyendo. Bah… que intento leer durante el viaje. Busqué la página marcada con un pequeño doblez en su extremo, y cuando me disponía a leer, me entró la duda. Miré hacia ambos lados. Las tres personas que ocupaban el vagón seguían en sus posiciones. Dos de ellos dormían, y el otro, como yo, miraba a su alrededor. ¿Estaría pensando lo mismo que yo? No podría saberlo. Cerré el libro y recapitulé sobre mi duda. Sí. Mi análisis era correcto. Tomé mi mochila, y abrazándola, me dirigí al medio del vagón. Es decir, a la altura de la mitad de los asientos. No quería estar cerca de la puerta. Todos sabemos lo que significa estar cerca de la puerta. Una embarazada yendo a control, algún quebrado camino al hospital, un anciano al ANSES; múltiples posibilidades. No podía permitir que me robaran el tan ansiado asiento. Por él, mi alarma había sonado mucho antes, y desconté horas de sueño para conseguirlo. Por eso, me moví rápidamente hacia el medio y me acomodé junto a la ventana. Respiré. ¿Quién llegaría hasta allí? Nadie. Primero deberían ocupar todos los asientos más cercanos a la puerta y recién ahí, me tocaría a mí.

Miré por la ventana. En 8 minutos saldría mi tren. La gente empezó a ingresar cuando yo había leído apenas tres líneas de mi libro. Se ocuparon todos los asientos rápidamente. ¿De dónde había salido tanta gente, tan rápido? Si hasta… Parecían hormigas. Sonreí. No había moros en la costa. Ninguna embarazada, ni madre con niños pequeños que no puedan agarrarse, ni abuelitos, ni… ¡No! Lo traje con mi mente. Susi tiene razón, si lo pensás mucho, lo atraés. Ahí estaba, un hombre con muletas mirando hacia ambos lados, en busca de un lugar. Por suerte, el primer asiento estaba libre. Una señora se corrió y lo ayudó a sentarse. Y sí, nadie se había querido sentar ahí. Claramente, todos pensamos igual, ¿no?

No alcancé a compenetrarme con la lectura, cuando un llanto desgarrador lo ocupó todo. Creo que la gente del andén siguiente pudo oírlo también. Levanté la vista. Una mamá embarazada con una niña de no más de dos años, llorando a moco tendido. La sacudía con vehemencia mientras giraba la cabeza en busca de… Ya saben qué. El señor de gorro de la segunda fila le cedió el asiento. Pobre. Con pocas ganas, se puso de pie y le entregó su tan ansiado lugar. Con la cara larga, se acomodó en el caño junto a la puerta y allí continuó leyendo el diario.

Tres minutos para partir. La gente se iba acomodando y ya había, fácil, veinte personas paradas en el vagón. Señoras maquilladas, hombres elegantes, albañiles, secretarias, todos buscaban el mejor lugar y analizaban las caras de los allí sentados, tratando de adivinar en qué estación se bajarían. Ja. ¡Si lo habré hecho! Confieso que muchas veces la pegaba, ¿eh? Otras, terminaba puteando cuando me corría de lugar creyendo que aquella rubia se bajaría en Villa Luro, y en la próxima estación se bajaba aquel de anteojos, que estaba en el sitio de donde me había movido.

Cerraron las puertas, por fin. Por un momento consideré la posibilidad de guardar el libro, e imitar a los de la segunda y tercera fila que ya babeaban y roncaban. O al menos, eso parecía. Pero no, seguí firme con mi plan del boludo del día, y quise avanzar con mi lectura. Tenía que aprovechar mi primer viaje sentado al trabajo. Al fin y al cabo, para cuando llegáramos a Padua o Ituzaingó, no entraría un alfiler. Nadie sería capaz de llegar hasta mi sitio y pedir mi asiento.

Paso del Rey. Listo. No hay más lugar donde pararse e ir agarrado de algún cañito. Los altos pueden tomarse de las manijas colgantes, los petisos han ocupado cada una de las manijas habidas y por haber. Los que se bajan en la mitad del recorrido se abarrotaron en la puerta impidiendo el paso de los que suben –como siempre–. Estaba todo lógicamente dispuesto para impedir que una embarazada o un ancianito llegase hasta mí. Sonreí y agradecí a Dios haberme convertido en un boludo más. Un boludo que retrocedía para avanzar. Pero… un boludo sentado. Mis piernas me lo agradecían encantadas.

La felicidad me duró hasta Castelar. Porque no me pregunten cómo, pero cuando levant