Un asunto ambiguo - Cristina Higueras - E-Book

Un asunto ambiguo E-Book

Cristina Higueras

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El cuerpo sin vida de Adrián, de 17 años, hijo de un exitoso empresario de origen chino, aparece en un piso deshabitado de Madrid tumbado sobre un sofá, abrazado a una estatuilla religiosa. Todo parece indicar que Adrián se ha suicidado; sin embargo, la joven inspectora Mónica Rojo sospecha que puede tratarse de un crimen. Sus pesquisas la llevan a plantearse numerosas preguntas: ¿fue Adrián captado por una secta? ¿Qué oscuro secreto esconde su familia? ¿Quién o quiénes podrían estar interesados en la muerte de un adolescente de diecisiete años, con una vida aparentemente normal? O si en realidad decidió quitarse la vida, ¿qué fue lo que le empujó a tomar esa decisión? La inspectora se topa con una particular aplicación de contactos y visita un extraño local nocturno con el fin de encontrar respuesta a estas preguntas. Cristina Higueras, con una prosa elegante, directa y absorbente, nos atrapa con una novela magistral por su precisión a la hora de perfilar los caracteres de sus personajes y definir el mundo de apariencias en que se mueven, un universo donde tras el resplandor del lujo y el fulgor de los privilegios acechan las sombras de la doble moral, el materialismo y la falta de escrúpulos.

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Cristina Higueras

Cristina Higueras es licenciada por laReal Escuela Superior de Arte Dramáticode Madrid (RESAD) y tiene a sus espaldas una larga trayectoria como actriz, directora y productora teatral que la ha llevado a ser merecedora del Premio Mostra de Valencia a su trayectoria artística como intérprete y el Cope-Cadena Cien de Teatro.

Como novelista, es autora de la novela de humor Consuelito de la Ascensión y de las obras de género negro El extraño del ayer, El error de Clara Ulman (finalista delPremio Celsiusa la mejor novela de Ciencia Ficción y Fantasía) y Soy tu mirada. Por su labor como escritora recibió en 2022 el Premio Aragón Negro por su trayectoria literaria.

El personal estilo, la originalidad de sus historias y la forma de perfilar los personajes que las pueblan, la han hecho acreedora de un destacado lugar dentro de la novela negra española actual.

 

 

www.cristinahigueras.com

Instagram: @cristinahigueras_oficial

Twitter: @CristHigueras

 

 

 

El cuerpo sin vida de Adrián, de 17 años, hijo de un exitoso empresario de origen chino, aparece en un piso deshabitado de Madrid tumbado sobre un sofá, abrazado a una estatuilla religiosa.

Todo parece indicar que Adrián se ha suicidado; sin embargo, la joven inspectora Mónica Rojo sospecha que puede tratarse de un crimen. Sus pesquisas la llevan a plantearse numerosas preguntas: ¿fue Adrián captado por una secta? ¿Qué oscuro secreto esconde su familia? ¿Quién o quiénes podrían estar interesados en la muerte de un adolescente con una vida aparentemente normal? O si en realidad decidió quitarse la vida, ¿qué fue lo que le empujó a tomar esa decisión? La inspectora se topa con una particular aplicación de contactos y visita un extraño local nocturno con el fin de encontrar respuesta a estas preguntas.

Cristina Higueras, con una prosa elegante, directa y absorbente, nos atrapa con una novela magistral por su precisión a la hora de perfilar los caracteres de sus personajes y definir el mundo de apariencias en que se mueven, un universo donde tras el resplandor del lujo y el fulgor de los privilegios acechan las sombras de la doble moral, el materialismo y la falta de escrúpulos.

Un asunto ambiguo

Un asunto ambiguo

CRISTINA HIGUERAS

 

 

Primera edición: marzo del 2024

 

 

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

 

 

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

 

 

© 2024, Cristina Higueras

© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S.L.

 

 

ISBN: 978-84-19615-45-9

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

En memoria de Diana Laffond

Uno no debe mirar el abismo, porque en el fondo hay un encanto inexpresable que nos atrae.

GUSTAVE FLAUBERT

Es curioso que de todas las etapas de la vida, siempre resulte ser la más corta la correspondiente a la felicidad.

FERNANDO MARÍAS

Capítulo 1

Domingo, 6 de noviembre

Debo de tener una pinta de colgado que lo flipas mirando la pantalla mientras voy escopeteado. Pero ¿por qué ando tan deprisa?… ¡Ralentiza, coño, Adri…, relax!…, uffff…, vaaaale…, mejor así…, si llego antes de la hora me voy a poner nervioso y lo único que va a pasar es que me voy a liar más todavía de lo que estoy. Tendré que esperar de todas formas, así que, afloja, tío. Lo importante es que va a pasar. No sé por qué me estoy rayando tanto… Igual ya ha llega-do. No creo, es pronto… Molaría que de repente saliera de la pantalla y se pusiera a mi lado en plan aparición extraterrestre, o que me diera un toquecito por detrás, en el hombro…, ¡sorpresaaa!… Y si eso pasara, ¿qué haría? Solo de imaginármelo me tiemblan las piernas. Soy un puto idiota. No pienso rajarme ahora después de todo… El corazón se me pone a mil de pensarlo. No sé si por ganas o por miedo… Dios…, como me siga latiendo así me va a dar un chungo antes de tiempo. ¡Vaya mierda! Con lo claro que lo tenía y ahora no estoy tan seguro. ¿Cómo que no?, ¡pero si me va a rentar mazo, está claro! Algo de miedo sí que da, lo reconozco…, yo qué sé…, después de tanto tiempo esperando y pensando…, va a salir bien…, seguro que sí…, ¿y luego?…, ¿seré gilipollas? Lo que venga después me la suda. Faltan diez minutos. Ojalá todo salga como creo. Tiene que ser exactamente así. ¡Sí, va a ser así! Si no, no hubiéramos llegado hasta aquí. La cosa va a ir de puta madre. Me ha costado un huevo conseguirlo, pero ahora estoy a solo un paso. Espero que no ocurra algún imprevisto que me fastidie el plan. ¡Para ya, Adri, joder! No quiero seguir pensando porque me va a estallar la cabeza. En vez de comerme tanto el coco tengo que centrarme…, parezco mi padre, siempre dando vueltas y más vueltas a cualquier cosa, desde la más grande a la más tonta. Su vida entera con ese gesto de no creerse lo que le cuentan y de desconfiar de todo el mundo. Si supieran lo que me fastidia cuando me dicen que me parezco a él, se ahorrarían la matraca.

No creo que haya llegado todavía. ¿Qué hago? Prefiero dar una vuelta a la manzana, así me distraigo… No…, mejor me quedo aquí, aunque me revienta tener que esperar como un pringado con el puto frío que hace… ¿Qué hago? ¿Envío un whatsapp? Nada de eso. Ni de coña quiero que piense que soy un arrastrado. ¡Hostia, un mensaje! Allá voy…

Capítulo 2

Martes, 15 de noviembre

Mónica Rojo ladeaba la cabeza. Como si así pudiera obtener la perspectiva correcta. A veces las cosas se ven mejor desde el ángulo torcido. Ella lo sabía bien. Acompañaba el gesto guiñando los ojos para focalizar mejor. Era algo que, además, la ayudaba a concentrarse y le facilitaba aislarse del mundo exterior.

Pocos casos singulares le habían tocado en suerte a lo largo de su corta pero intensa carrera. En realidad, solo uno: el de Loren Barceló, su compañera. Pero ese equivalía a una docena. Y no solo porque había estado a punto de costarle la vida. Tampoco porque la resolución de este la ayudara a ascender en el Cuerpo, convirtiéndose primero en subinspectora y después en la inspectora más joven del Cuerpo Nacional de Policía. No, no era solo por eso. Habían pasado ya siete años, pero la imagen de su amiga en coma en aquella cama de hospital estaba tan viva en su memoria como la desolación que la invadió mientras la miraba. Un sentimiento que le rasgó el alma y le hizo consciente de que la verdad y la mentira son solo conceptos que la realidad supera. Un antes y un después en su vida. Las cicatrices que le dejó aquello, las del cuerpo y las otras, especialmente las otras, se encargaron de marcar el punto de inflexión que le hizo madurar definitivamente. Y ahora, observando la cáscara que en algún momento había albergado a un ser humano, rememoraba con detalle ese episodio de su vida.

La indumentaria hacía pensar que se trataba de un hombre joven. De no haber estado deformado debido al proceso de putrefacción, nadie hubiera dicho que estaba muerto, sino que se había quedado dormido encima del sofá trasteando con el objeto que tenía sobre el pecho. Boca arriba, apoyaba las manos en una talla religiosa de unos quince centímetros de largo que reposaba en su tórax.

Ni lo que parecía ser un santo sacado del nacimiento que ponía su abuela Pilarín en Navidad, ni el lugar, ni las circunstancias, relacionaba este caso con el de su compañera. Lo cierto es que no entendía qué le estaba haciendo viajar en el tiempo, porque nada en esa habitación recordaba a su colega Loren ni tenía parecido alguno con las peculiaridades que rodearon aquel suceso. O sí. Tal vez lo imperturbable de ambos cuerpos. Tal vez el misterio que albergaba cada uno de ellos. Tal vez la motivación o los avatares que llevan a alguien a terminar sus días de una forma anormal, sea la que sea. Siempre hay violencia en cualquier muerte, incluso en las naturales. Aunque, por otra parte, ¿es que hay alguna que lo sea?, ¿acaso un cáncer terminal es natural?, ¿o incluso el lento final de un anciano? Natural es la vida, la muerte nunca lo es por mucho que lo asumamos para aguantar lo insoportable que resulta.

La intensidad de la calefacción central hacía que la temperatura del cuarto sobrepasara los veinticinco grados. Este detalle, unido a su exceso de peso, provocaba que el agente Eugenio Bermejo sudara copiosamente. Señalaba con una mano la nota que reposaba encima del mueble de la sala y con la otra se secaba la frente con un pañuelo.

—Un suicidio de manual.

La inspectora se dirigió al lugar donde se hallaba el papel. La hoja, estirada y colocada cuidadosamente sobre la superficie, tenía signos de haber sido previamente doblada en cuatro. Leyó en voz alta lo que estaba escrito.

—«Perdonadme todos, pero estaréis mejor sin mí y yo también lo voy a estar allá donde vaya. Estoy demasiado cansado para continuar. Adrián». —Mónica volvió a mirar el cuerpo—. Demasiado cansado para continuar —remarcó—. Por como viste, se diría que es muy joven para estar ya hasta los huevos, ¿no?

—Un desengaño podría haberle deprimido —especuló Bermejo—. Estar enamorado puede pasar de ser maravilloso a la peor de las putadas. Igual se sentía responsable de la ruptura, y si la culpa le reconcomía, optó por librar-se de quien le estaba fastidiando, o sea, de él mismo.

—Menudo culebrón turco te has montado en un pispás.

—Bueno, los culebrones se nutren de la realidad, y el mal de amores es una de las primeras causas de suicidio, tanto en la ficción como en la vida.

Rojo escrutaba el cuerpo inerte como si de alguna manera le pudiera suministrar la respuesta.

—Podría serlo en este caso. O vete tú a saber qué pasaría por esa cabeza. Cada cual llevamos nuestros demonios dentro, aunque a la mayoría no nos guste hablar con ellos.

—Pues este parece que se ha marcado una buena charla.

La inspectora volvió a examinar la carta.

—Está escrita en ordenador y no está firmada.

—Sí lo está. «Adrián», pone.

—Me refiero a que no está firmada de puño y letra. La gente escribe a mano su despedida, y en cualquier papel guarrindongo que encuentra, no teclea un apunte tipo oficina. Además, uno se suicida en casa o en algún lugar en el que espera ser encontrado, especialmente si deja una nota. Sin embargo, a este lo hemos descubierto porque ha empezado a apestar, que si no… Anda, registra el cuerpo con cuidado —dijo sin poder reprimir un gesto de repugnancia.

—¿No esperamos a los de Científica ni a la forense? Me han dicho que es Grau quien está de guardia hoy. Y, en los juzgados, Nora Salinas, aunque no sé si se acercará.

—¿A quién le toca de Científica?

—Salva Fanjul y compañía.

—Son todos de confianza. Si el tipo lleva encima alguna identificación, ganamos tiempo y les facilitamos el trabajo. Además, cuando lleguen, esa barbita tuya se habrá convertido en la de Matusalén, y a mí me habrán crecido raíces debajo de los pies. Por no hablar del tufo que se nos habrá incrustado de tal forma que tu mujer te va a echar de casa, y Cito, que hoy me quedo a dormir con él, me mandará al cuarto de los muñecos. Y, después de este panorama, que lo primero que vea al despertarme sean los caretos de Chucky y de su novia Tiffany no me va a hacer ilusión precisamente. Comprueba también si lleva algo en los bolsillos de la chupa —dijo, señalando la prenda que yacía sobre uno de los brazos del sofá.

Mientras Bermejo se mentalizaba para seguir las órdenes de su jefa, esta comenzó a retratar con la cámara de su teléfono al fallecido desde diferentes ángulos con el fin de recabar un minucioso testimonio gráfico que recogiera hasta el más mínimo detalle del cadáver.

—Al manipular el cuerpo, por mucho tiento que tenga, la peste va a aumentar —advirtió el agente con aprensión.

Rojo se encogió de hombros.

—Gajes del oficio, compañero. Tendremos que hacer dos cosas: mentalizarnos y contener en lo posible la respiración mientras realizas el cacheo.

Bermejo, con gesto resignado, se ajustó el pantalón que se le había resbalado por debajo de la barriga y se dispuso a explorar el cadáver. Pero antes comenzó por registrar con cuidado la cazadora que estaba sobre el sofá, procurando no moverla demasiado.

—Un paquete de cigarrillos Marlboro, mechero Clipper y chicles. En el otro bolsillo exterior hay dos llaveros. Uno con tres llaves y otro con cuatro. —Según iba examinando los diferentes objetos, los volvía a introducir en los mismos compartimentos donde los había encontrado.

—Quédate de momento con las llaves para comprobar cuáles son las de la casa y después las vuelves a dejar donde estaban —ordenó la inspectora, al tiempo que se aproximaba al cuerpo para sacar planos detalle de los brazos y de la estatuilla.

Bermejo siguió registrando la prenda.

—En el bolsillo interior hay un paquetito envuelto para regalo. Yo diría que contiene un artículo de joyería o bisutería.

Mónica Rojo dio por finalizado el reportaje fotográfico y se dirigió hacia donde estaba su compañero para observar la pequeña caja. Estaba atada con una cinta azul y llevaba pegado un corazón de papel del mismo color.

—Si fueras a suicidarte, ¿llevarías eso en el bolsillo para dárselo a tu chica?

—Supongo que no tendría muchas ganas de celebraciones. Igual fue un regalo que él recibió.

—¡Joder!, lo habría abierto para ver qué era. No se iría con la curiosidad al otro barrio.

—Sí, tienes razón —apostilló él, rascándose la barbilla y volviendo a introducir el envoltorio en el bolsillo interior de la cazadora. A continuación, fue hacia el cuerpo y empezó a palparlo. Le resultó fácil realizar la inspección dada la anchura del pantalón color camel y de la sudadera que vestía. Obró con suavidad digna de geisha para no alterar la postura ni la colocación de los miembros. Fue especialmente cuidadoso al cachear la parte frontal del cadáver con el fin de evitar cambiar la posición de las manos, que yacían sobre la talla religiosa. De uno de los bolsillos de la sudadera extrajo un billetero que le mostró a la inspectora—. ¿Miro lo que contiene?

—Échale un ojo por encima.

Bermejo ahuecó con sus dedos enguantados los compartimentos, cuidando de no remover en exceso el contenido.

—Un bono metro, DNI, veinticinco euros en billetes y varias monedas. ¡Anda!, mira lo que tenemos aquí. —El agente mostró a Mónica una papelina.

—Parece que tenía previsto darse una fiesta —comentó ella sin sorprenderse demasiado. Al repasar mentalmente los objetos que Bermejo había ido extrayendo de las diferentes prendas del finado, Rojo echó algo en falta—. ¿Y el móvil?

El agente hizo un gesto indicando que eso era todo.

—Vuelve a cachearlo, por favor. Lo tiene que llevar encima porque por aquí no lo veo —dijo, al tiempo que hacía una panorámica del cuarto.

Bermejo emitió un leve suspiro, resignándose a llevar a cabo una vez más la desagradable tarea. En esta ocasión desabrochó los puños de su camisa doblándolos sobre el jersey y se remangó, como quien se ve obligado a desatascar un inodoro. Con la misma aprensión e idéntica cara de asco, aunque lo disimulara la mascarilla.

Pasó un buen rato palpando con ritmo pausado cada centímetro del cuerpo. De repente se detuvo. Metió la mano en las profundidades de uno de los bolsillos delanteros del pantalón. Tras detenerse unos instantes, sacó una llave. La había pinzado con los dedos índice y pulgar de su enguantada mano izquierda. Se la mostró a la inspectora.

—Igual se le cayó de alguno de los llaveros —apuntó Mónica.

—No lo creo, estaban bien cerrados los dos.

—Prueba a ver si abre el buzón. ¿No lleva nada más?

—Te aseguro que no —aseguró taxativo, dando suficiente contundencia a la respuesta para evitar que ella le pidiese registrar de nuevo al difunto—. Todo el mundo lleva el móvil encima —insistió Rojo.

—Todo el mundo en condiciones normales. Pero este no parece que tuviera el plan de ponerse a charlar con los amiguetes, o de ligar por internet.

La sala estaba medio vacía. A modo de único mobiliario, las estanterías en las que el polvo había sustituido a los libros, y el sofá en el que se hallaba tumbado el joven. Colgando del techo, una bombilla de pocos vatios a la que una pantalla probablemente habría vestido en el pasado. La luz que proporcionaba era tan mustia como el ambiente de la estancia y tan extinta como el cuerpo que yacía en el sofá. En el suelo, una botella de litro con restos de cerveza.

—Por favor, echa un vistazo por la casa y ve a comprobar qué llaves son de aquí y cuáles no.

Mientras el agente cumplía lo encomendado, ella volvió a revisar el cuarto. Se demoró unos minutos mirando por todos los rincones, el tiempo necesario para cerciorarse de que no había más objetos. Las cortinas estaban echadas y las persianas permanecían totalmente bajadas. Ni un hilo de luz entraba desde el exterior. Como la bombilla del techo no alumbraba lo suficiente, conectó la linterna del móvil. Se arrodilló encima de la alfombra color rata que cubría parte del suelo y miró debajo del sofá. Además de pelusas y suciedad solamente encontró un tapón de rosca que supuso correspondería a la litrona. Aún de rodillas, se quedó escrutando la botella de cerveza de litro apoyada en el suelo, junto al canapé, a la altura del torso del cadáver. Observó que quedaba algo de líquido en su interior. Imaginó que el hombre la habría dejado allí para beber de ella, ya que, al permanecer tumbado, solo tendría que estirar el brazo para llevársela al coleto. Se levantó la mascarilla y aproximó la nariz a la abertura con intención de detectar algún olor además del de cerveza, pero apenas pudo distinguir nada más allá que el hedor que contaminaba el espacio. Al apoyarse con las manos para ponerse en pie, estuvo a punto de que algo punzante le traspasara uno de los guantes de látex.

—¡Ostras!

—¿Qué pasa? —preguntó Bermejo, que en ese momento inspeccionaba el pasillo.

—¡Que he estado a punto de que esta mierda me jodiera viva! —exclamó, mostrando al agente el minúsculo vidrio triangular. Sacó una bolsa autoprecintable del bolso y lo introdujo—. ¿Algo interesante por ahí? —preguntó tras dejar cuidadosamente la bolsita en una de las estanterías del mueble a fin de que la Policía Científica analizara el cristalito.

—El piso está prácticamente vacío. En cuanto a mobiliario solo hay una silla de oficina de esas ergonómicas y una mesa de despacho en la habitación del fondo. También un armario en el que he encontrado un par de cajas de cartón sin contenido y algunos trapos. Ni rastro del terminal. Lo debió de dejar en otro sitio. Digo yo que si pensaba suicidarse tampoco es que le fuera a hacer mucha falta. Además, preferiría que no le molestaran.

—¿Y las llaves?

—Esta abre la puerta del piso —dijo, mostrándosela—. Supongo que las otras dos que hay en el llavero serán del portal y del buzón. Ahora iba a cerciorarme.

—Pregunta también a los vecinos que han llamado al 112 si oyeron o vieron algo raro. ¡Ah!, y que los patrulleros consulten en la base de datos si consta denuncia de su desaparición.

Bermejo volvió a extraer el billetero de la sudadera que vestía el hombre y sacó el DNI. Antes de volverlo a introducir, hizo una fotografía del documento por las dos caras. Mónica reparó en los dedos gordezuelos de su compañero mientras realizaba la operación y lo observó salir de la habitación. Se fijó en que el jersey se le subía por detrás debido a que caminaba cargado de hombros y en que los michelines le asomaban por encima del cinturón. Detalles que le habían pasado desapercibidos hasta ahora, y eso que llevaba casi seis meses en su grupo. De repente se percató de lo compacto que era: rechoncho y regordete, estaba muy lejos de la imagen de policía que ofrecen las series americanas. Además, el cogote se le estaba empezando a clarear, síntoma inequívoco de que en pocos años se quedaría calvo, y los policías de las películas siempre tienen pelo. Decididamente, Bermejo era lo más alejado de la idea que se tiene de un representante de la ley. Más bien parecía un mecánico o un fontanero. Aunque también podría asemejarse a un gran oso de peluche, con sus brazos velludos, su cara de luna y su mullido cuerpo. Seguro que su mujer se quedaba dormida sobre esa confortable panza. Claro que era plenamente consciente de que a ella tampoco se la podría considerar un «ángel de Charlie», precisamente… Delgadurria y pálida, se diría que acabaran de centrifugarla tras una pulcra colada. Uno podía imaginársela en un laboratorio haciendo experimentos con ratones, pero no persiguiendo malos para encerrarlos en el trullo. Y aunque ya se había acostumbrado a que la tratasen de primeras como a una chiquilla, se cambiaría sin dudarlo por una de esas tías que intimidan nada más verlas. Tías que, aunque no lleven ropa, parece que siempre van armadas, como algunas de sus compañeras de la academia.

Confiaba en la pericia de Eugenio Bermejo, pero para quedarse tranquila volvió a registrar cada uno de los rincones de la casa con escrupuloso detenimiento. «Cuatro ojos ven más que dos», se dijo a sí misma. Se tomó un buen rato en corroborar lo que su colega le había transmitido: que el teléfono móvil del finado no aparecía por ningún lado.

Ya de regreso a la sala, se detuvo en la visión del cadáver. Observó la postura del cuerpo y la contrastó con las instantáneas que había tomado del mismo para comprobar que Bermejo no la había alterado. Analizó la colocación de las manos, apoyadas delicadamente sobre la figura religiosa. En lugar de agarrarla, parecían tan solo rozarla.

—Consta que la familia denunció su desaparición hace ocho días —espetó el agente, nada más entrar en el cuarto.

—¿Has hablado con ellos?

—Todavía no.

—¿Qué dicen los vecinos?

—Es una pareja joven. Tienen un niño. Parece ser que últimamente olía mal. Comprobaron reiteradamente si se trataba de alguna de las cañerías, pero parecía que la peste no salía de allí. Entonces pensaron que podría venir del piso de al lado, pero llamaron a la puerta en reiteradas ocasiones y nadie abría. Se empezaron a mosquear cuando el tufo se hizo insoportable. Lo comentaron con el conserje para que hablase con el propietario, pero les dijo que el piso acababa de venderse e ignoraba a quién pertenecía ahora. Como cada vez olía peor, decidieron llamarnos para que tomásemos cartas en el asunto. Salvo la peste, no hay nada que les haya resultado fuera de lo normal. ¡Ah!, y, en efecto, estas son las llaves del portal y del buzón —dijo, señalando la correspondiente al llavero, antes de reintegrarlo junto al otro juego a los bolsillos de la cazadora.

—Las otras, entonces, son de su casa —aseguró Mónica.

—¿Por qué estás tan segura?

—En algún sitio viviría, digo yo, porque aquí no lo parece —apuntó, constatando la desolación de la vivienda—. ¿Y la pequeña que estaba suelta?

—Ni idea.

—Enséñame su DNI, por favor.

Bermejo buscó en la galería de su móvil las fotos que había tomado del documento y se las mostró a su colega.

—Adrián Zhao Tortosa…, diecisiete años recién cumplidos… ¡Joder, más pipiolo todavía de lo que creía!

—Igual estaba padeciendo acoso escolar. A estas edades es la causa más común de suicidio.

—¡Pobre crío!

—Decididamente, morir hace estragos —afirmó el agente, comparando el rostro hinchado con la foto del documento.

—Sí, palmarla favorece muy poco —corroboró Mónica, recogiendo el redicho comentario de su compañero—. Pues era mono el chaval, aunque nadie lo diría viéndolo ahora. —Leyó la información que suministraba la otra cara del carné—: Hijo de Yamato y Cecilia. Medio oriental, medio español —dijo, mirando hacia Bermejo con cierta sorpresa.

—De las mezclas de razas suele salir gente guapa —afirmó él—. Habrá que comunicar la noticia a la familia…

Mónica Rojo torció el gesto.

—Mira que he notificado veces estos marrones, pero no me acabo de acostumbrar. Entre imaginarme el número y el tufo que hay aquí se me está poniendo el cuerpo del revés, como diría mi abuela.

—Si quieres lo hago yo —se ofreció él, solícito, indicando que le dejaba indiferente la tarea que tanto incomodaba a su jefa.

El vahído que le estaba provocando la elevada temperatura, la visión del cadáver hinchado y el hedor a putrefacción le impidió responder a la sugerencia. Comenzó a respirar lenta y profundamente para minimizar los efectos de la indisposición, tal y como le indicó en su día el malogrado forense Gonzalo Feomorel.

—¿Te encuentras mal? —se interesó Bermejo.

Mónica, aún más pálida si cabe que de costumbre, se hizo la fuerte y negó con la cabeza. El hombre fue hacia la entrada para atender el requerimiento de uno de los agentes de Seguridad Ciudadana. Ella permaneció en la sala caminando de un lado a otro. La mascarilla le dificultaba respirar con normalidad, pero se resistía a desprenderse de ella. Se paró en medio de la estancia para concentrarse en el repiqueteo de la lluvia golpear las persianas. Necesitaba distraerse y vencer esa sensación de mareo originada en su cabeza y que bajaba, caliente, hasta sus entrañas. «Pero ¿por qué siempre me tiene que pasar esto?», murmuró. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para reprimir las ganas de abrir la ventana. Necesitaba oír el sonido de la calle, que el frescor del agua purificara el ambiente pútrido de aquel cuarto, que el aire limpio penetrara en sus pulmones y se llevase del interior de su boca aquel saborcillo nauseabundo que impregnaba sus papilas gustativas, pero prefirió dejar todo tal y como estaba para no alterar las condiciones del lugar.

Salva Fanjul y otro miembro de la Policía Científica accedieron a la sala. Sin dilación, comenzaron la inspección ocular y el resto del procedimiento. Mónica ni siquiera pudo saludarlos. Bastante tenía con aguantar sin tambalearse y echar la pota. Enseguida se incorporó Bermejo, quien transmitió a los agentes especializados las acciones realizadas antes de su llegada. Después de suministrar los detalles pertinentes, se percató del estado de la inspectora.

—Si quieres, ve al descansillo. Te vendrá bien airearte un poco —le sugirió discretamente.

La recomendación de su compañero le pareció una magnífica idea: si seguía un segundo más allí, caería redonda sin remedio y se negaba a ofrecer semejante espectáculo.

Bastó traspasar la puerta y acceder al rellano para sentirse algo mejor. Las náuseas que amenazaban con expulsar hasta la última brizna del contenido de su estómago se batieron en retirada. Sentir el contraste de temperatura fue lo que más la alivió. No obstante, prefirió sentarse en uno de los escalones que conducían al piso superior en lugar de permanecer en pie. Bajó la cabeza hasta las rodillas para que la sangre volviera a irrigarle el cerebro con normalidad. Cuando ya se encontraba prácticamente recuperada, sintió un leve toque en el hombro. Era Salva Fanjul, su colega de la Policía Científica.

—Quiero que veas algo.

Volvió a entrar en el piso, ya con fuerzas renovadas. Se sentía como si, tras haber pasado más tiempo de la cuenta buceando sin oxígeno, hubiera salido a la superficie y llevara un rato respirando con normalidad. Ahora, con los pulmones purificados, estaba preparada para sumergirse de nuevo en las profundidades de esas aguas putrefactas.

Siguió al miembro de la Policía Científica hasta el cuarto en el que se encontraba el cadáver. Fanjul señaló la alfombra. El color gris rata había mutado en azul brillante. Era la inconfundible mancha resultante de la reacción del luminol.

—¿Sangre? —preguntó Mónica.

—Eso parece —respondió el agente.

Capítulo 3

Jueves, 17 de noviembre

—El nene debía de perder aceite —especuló Inma Grau con su particular voz de cazallera. Dio un sorbo al café que acababa de sacar de la máquina y recogió el cambio. Mónica Rojo la miraba expectante esperando que argumentase su afirmación—. ¿Quieres uno?

—Prefiero un ColaCao, gracias. ¿Había restos de semen en el cuerpo?

—No. Tampoco he encontrado desgarros ni indicios de que hubiera tenido relaciones sexuales recientemente.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué? —preguntó distraída mientras metía las monedas en la máquina para sacar la bebida de la inspectora.

—¿Que cómo sabes que era gay?

La forense levantó una ceja, sonrió ligeramente y fijó sus ojos en Mónica, esperando que adivinara por qué había llegado a semejante conclusión.

—Venga, Inma, no te hagas la interesante, que tengo el día completito y no está el horno para bollos —dijo con la confianza que se forja tras años de trabajar mano a mano, cada una en su disciplina.

Le entregó el vaso de chocolate caliente antes de responder.

—Al examinar el cadáver no he descubierto traumatismos ni heridas que hubieran podido provocar el deceso.

—¿Y la sangre de la alfombra?

—No creo que fuera de él, aunque habrá que esperar al resultado del análisis.

—¿Cuál fue la causa de la muerte, entonces?

—Pues mira, he recibido el informe de toxicología hace un momentito. Por una vez se han dado prisa, debe de ser porque últimamente está la cosa tranquilita. Han detectado restos de cocaína en pelo y uñas, pero en una cantidad bajísima, por tanto no parece que la palmase por una sobredosis de farlopa. Así que nada más leerlo he llamado a Científica para hablar con Fanjul. Aunque me ha dicho que acaban de comenzar con el estudio, ya saben lo que contenía la litrona.

Mónica Rojo aguardaba expectante a que la forense continuara suministrando detalles, pero ella, con su cachaza habitual, se tomaba su tiempo. Parecía dar más prioridad a disolver el azúcar en el café con el palito de plástico que a responder a sus preguntas.

—Además de cerveza, había una altísima proporción de ácido gammahidroxibutírico, o sea, GHB —notificó al fin tras chupar el palito removedor—. Una combinación infalible si te propones hacer el tránsito a un mundo supuestamente mejor. Si se bebió todo lo que faltaba de la botella, te aseguro que ingirió cantidad suficiente como para diñarla varias veces. Supongo que eso fue lo que le provocó el colapso. Y digo «supongo» porque esta sustancia, al contrario de otras como la mefedrona, por poner un ejemplo, es imposible detectarla en el cuerpo tantos días después de ser ingerida. Pero el paro cardíaco es una consecuencia segura.

—¿Y por eso le tenían que gustar los tíos?

—¿A quién? —preguntó distraída, buscando algo en los bolsillos.

—¡Al chico de la urbanización Las Glorias! —respondió Rojo, haciendo constatar que era evidente a quién se refería.

—¡Ah!, no me lo tomes al pie de la letra, mujer. Lo decía porque el GHB es una droga muy gay. La suelen utilizar en el mundillo para, entre otras cosas, relajar los esfínteres y que la penetración sea más placentera —afirmó, sacando por fin de su bata un paquete de tabaco y un encendedor.

—Pero, tal y como dices, parece que ese no es el caso.

—¿Cómo?

—Que has dicho antes que no hubo penetración.

—¡Ah! El chaval no tendría ganas de follar si había decidido suicidarse, mujer. Recurriría a lo que tenía a mano —especuló—. La muerte por consumo de este compuesto es bastante suave. Además, no es desagradable de ingerir ya que es inodoro y su ligero sabor salado se disimula cuando lo disuelves en un líquido que no sea insípido. Así que lo mezclas con alcohol, y si acaso con alguna rayita de perico, como parece ser el caso, pierdes la conciencia, se te para el corazón, y el cóctel te manda a tomar por culo.

Mónica, a pesar de estar habituada a la llana manera de hablar de la forense, tuvo que tomarse unos segundos para hacer un resumen en lenguaje más ortodoxo de la información transmitida.

—Un paro cardíaco provocado por el consumo de GHB, alcohol y cocaína. Fue una muerte rápida entonces….

—Rápida, rápida, no exactamente. Palmar lleva su tiempo, no creas. Digamos que bastante dulce.

—¿Cuánto tiempo hacía que había muerto cuando lo encontramos?

—Estaba ya en fase enfisematosa. Las bacterias habían provocado una gran cantidad de gases, lo que provoca el abombamiento y la deformación del cadáver. Por las vesículas cutáneas, la distensión del abdomen, del área genital, de los párpados y las mejillas, se encontraba ya en pleno proceso de descomposición. Además, la red venosa superficial, llena de sangre a consecuencia de la presión de…

—Aaaal graagraano, por favor, Inma —le suplicó tartamudeando. Si seguía suministrando detalles tendría que ir al baño a vomitar.

—No me quiero pillar los dedos, pero, dado que la calefacción estaba puesta a todo trapo, la putrefacción se acelera considerablemente. Calculo que alrededor de unos ocho o nueve días. Tengo cita con un precipitado en la sala nueve: otro que le ha dado por quitarse las penas para siempre —dijo, cambiando de tema y dando por zanjado el asunto anterior—. ¿Me acompañas? —preguntó con naturalidad.

—Prefiero ahorrármelo, gracias —aseguró, sin poder disimular su cara de espanto—. ¿Tú tienes claro que fue un suicidio?

En este punto, Grau se encaminó hacia una de las ventanas del pasillo y la abrió. La inspectora la siguió y vio cómo, tras dejar el café en el alfeizar, sacó un cigarrillo del paquete que tenía en la mano, lo encendió, aspiró con ganas y se quedó mirando al cielo.

—Sabía que llovería. Siempre que las nubes tienen forma de algodón llueve, lo he comprobado.

En efecto, hacía frío y lloviznaba. Mónica Rojo estuvo a punto de decirle que iba a entrar agua del exterior como siguiera manteniendo abierta la ventana, pero al final optó por callarse. También se le pasó por la cabeza avisarla de que estaba tan prohibido fumar dentro del recinto del moderno Colegio de Medicina Legal como en el antiguo Anatómico Forense, pero eso también lo descartó. Cualquiera de ambas cosas a Grau le resbalaría, de eso estaba segura. Tanto como la mirada del bedel al otro extremo del pasillo que prefirió hacer la vista gorda. Por su actitud indiferente, parecía habituado a las costumbres de la forense.

—¿Qué me preguntabas?

—Que si crees que fue una muerte voluntaria.

—Pues lo cierto es que todo resulta un poco raro, las cosas como son. Aunque si vieras los panoramas que nos encontramos cuando la gente decide que se ha cansado de estar en este mundo, nada te sorprendería. A veces he llegado a pensar que, ya que han decidido poner un broche final a sus días, quieren hacerse notar diferenciándose del resto y hacen derroche de imaginación. En cualquier caso, ya te digo que no hay indicios de violencia. No hay señales de arrastre. Las uñas las llevaba muy cortas, yo diría que se las mordía. Ello dificulta saber si intentó arañar para defenderse. Pero, vamos, las he raspado bien y no he encontrado células epiteliales que hagan pensar que hubiera intentado protegerse de una supuesta agresión, cosa que cuadra con la placidez que aparentaba. En definitiva, no hay nada que haga sospechar otra cosa, al menos en lo que al cuerpo atañe. Todo indica que consumió la sustancia de forma voluntaria y esperó, tranquilamente tumbado, a quedarse dormido para siempre.

—¿Y en cuanto a la figura que tenía entre las manos?

—San José, creo que es. Querría celebrar las fiestas con antelación —dijo, encogiéndose de hombros—. Dadas las fechas que se avecinan, se le antojaría hacer el tránsito rodeado de ambiente navideño. Pero eso es cosa de Fanjul y de sus chicos. Yo ahí no me meto.

—Me refiero a que me extraña que no se le cayera. No tengo muchos conocimientos al respecto, pero cuando alguien se muere los músculos se relajan, ¿no? Lo lógico habría sido que la estatuilla rodara hacia el suelo.

—No necesariamente. El chico tenía el tórax bastante ancho, por tanto, había un espacio lo suficientemente grande para que no se resbalase.

—Pero los brazos, se le tendrían que haber descolgado.

—El espasmo cadavérico que sucede en el momento de la muerte provoca endurecimiento muscular especialmente en manos y antebrazos. Esta rigidez, al contrario de lo que piensas, podría haber favorecido la presión de las manos contra la figura, fijándola más aún en el pecho. Además, cuando hice la inspección ocular en el piso vi que los codos yacían sobre la superficie del sofá creando un ángulo muy amplio, lo que daba estabilidad a la postura. Si los hubiera apoyado en el cuerpo, entonces habría sido más probable que sucediera lo que comentas, aunque no necesariamente.

—¿A ti no te chocó una puesta en escena tan rebuscada?

—No creas, es la segunda vez que veo algo así. Hace como tres años apareció rodeada de vírgenes una abuelita que se había atiborrado a pastillas. Y me consta que Javier Fernández, mi colega de Ciudad Real, también se ha topado con más de un caso. Supongo que cuando alguien toma la decisión de quitarse la vida puede encontrar consuelo en la religión.

—Pero… un chaval de diecisiete años…

Grau se encogió de hombros y dio otra calada al cigarrillo.

—Es verdad que los adolescentes son más bestias a la hora de quitarse de en medio, y se suelen tirar por la ventana o cosas por el estilo. Aunque… ¡vete tú saber! El personal reacciona de la forma más inesperada ante situaciones límite. Como te digo, hay comportamientos de lo más curiosos. Recuerdo un tipo que eligió ahorcarse, y no te lo vas a creer —dijo riéndose—: el muy cachondo dejó una nota que decía: «Seguro que esto no os va a sorprender. Ya sabéis que siempre he estado bastante colgado». Luego están los organizados, que dejan a su lado bien colocaditos el DNI, el seguro de vida, el testamento…, gente de lo más previsora, supongo que así se van al otro barrio con la tranquilidad de…

—Entiendo —dijo, interrumpiendo el discurso de la forense y más para sí que como respuesta a las curiosidades expuestas por Grau. Entreabrió la boca por un instante. Parecía que iba a comentar algo, pero no dio con las palabras adecuadas. O quizá prefirió callar lo que se le estaba pasando por la cabeza. Se quitó las gafas de pasta color turquesa y, absorta, mordisqueando una de las patillas, fijó la mirada en el exterior contemplando la lluvia caer. Imaginaba varias versiones de las últimas horas de Adrián Zhao Tortosa. Barajaba diversas posibilidades de una realidad que aún desconocía.

Inma Grau inhaló una gran bocanada de humo. Observaba cómo ahora la inspectora, con su aire de zangolotina, daba pequeños sorbos al vaso de ColaCao. Se fijó en el estrabismo que le provocaba su ligera miopía. Reparando en su mirada resbalosa perdiéndose en el horizonte, a la forense se le antojó que tenía cara de maniquí. También un cierto aire de dibujo animado. «Parece uno de los muñecos que colecciona el friki de su novio», pensó.

Capítulo 4

Viernes, 18 de noviembre

La urbanización Las Glorias estaba situada en la zona norte de Madrid, lo suficientemente cerca de la M-30 como para facilitar el traslado a los diferentes puntos de la capital por la vía de circunvalación, pero lo bastante lejos como para evitar que el trajín de los coches circulando molestara a los vecinos.

La entrada era un constante ir y venir de personas de lo más variado: mamás con niños de la mano, algún anciano acompañado por su cuidadora, repartidores de diversas empresas de mensajería…, un barullo que atravesaba el acceso a los seis bloques o salía del mismo. El vigilante, atrincherado en su garita, estaba más pendiente de su tablet que del numeroso personal que atravesaba aquellos dominios. «Yo, si fuera él, también me traería el iPad», pensó Mónica, imaginando lo poco interesante que debía de ser su trabajo.

Miró hacia arriba y comprobó que cada edificio tenía doce alturas. Ni a Cito ni a ella se les ocurriría vivir allí, por más que los áticos tuvieran un aspecto deslumbrante. Demasiado impersonal y demasiado sofisticado. Porque si algo molestaba a la inspectora Rojo era la impostura y la falta de autenticidad. Decididamente, no era el tipo de viviendas en el que su novio y ella se sentirían cómodos, acostumbrados como estaban a la zona de Coslada. Allí se conocieron y allí seguían viviendo, ella con su abuela Pilarín y él en un pequeño apartamento muy cerca de ambas, así como de su madre y su hermana, con las que el joven convivía antes de independizarse. Nunca habían pensado en mudarse a otra zona porque en la suya se encontraban la mar de bien, como diría la anciana abuela de la inspectora.

Mónica Rojo se subió la bufanda para taparse la nariz. La temperatura rondaba los cero grados, pero el sol brillaba en todo su esplendor, tal y como suele hacerlo en Madrid en días despejados. Un sol que se agradecía más que en ninguna otra época del año, como se aprecia cualquier cosa cuando es escasa. Una paloma se peleaba con tres gorriones por un trozo de pan que había en el suelo. La intensidad lumínica contribuía a crear un ambiente que en nada se parecía al de unos días antes. Todo resultaba de una normalidad anacrónica.

A la inspectora le pareció que la urbanización Las Glorias se había transformado en otro lugar. Por supuesto, se trataba de una percepción subjetiva. Pero en ese momento se le antojaba que aquel apacible sitio poco tenía que ver con el que Bermejo y ella acudieron cuando la Sala del 091 les dio el aviso. La alarma saltó cuando los vecinos telefonearon al 112 para notificar el intenso y desagradable olor que salía del 7.º J del bloque 3, el piso en el que se toparon con el cadáver de Adrián Zhao Tortosa. Una vivienda que, por cierto, resultó ser una de las propiedades de la adinerada familia del muchacho. Lo único que a la inspectora le indicaba que se encontraba en el mismo lugar era la sensación de tener el estómago revuelto, aunque ahora el aire no estuviera contaminado con el pútrido olor de entonces. La misma desazón que le hacía desear irse de allí cuanto antes. De repente se acordó de una vieja película en blanco y negro que vio hace años y que le gustó mucho. En ella, el inspector de Policía —¿o era el de la compañía de seguros?— hablaba de un enanito que habitaba en sus tripas y que le avisaba si surgía algo que no cuadraba en la investigación.1

En el caso de Mónica, además de los cabos sueltos, el desasosiego se debía a la indiferencia que percibía en el ambiente: pese a la tragedia que la muerte de Adrián supuso para sus allegados, era evidente que a nadie más le importaba una mierda aquello.

Los hombres y mujeres que pululaban por el complejo se le asemejaban más a muñecos de cera que a seres de carne y hueso. Caras sin nombre comunicándose relajadamente. Tal vez comentaban el suceso acaecido, pero con la misma tranquilidad que si se tratase del cotilleo de algún famoso o del resultado de un partido de fútbol que habían visto por televisión. La calma que se respiraba allí muy poco tenía que ver con la vida. Al menos con la vida tal y como Mónica Rojo la concebía. El trajín de personas hablando y riendo en aquella urbanización, cada una a lo suyo, con seguridad, era el mismo de siempre. Todas ellas con sus pequeñas preocupaciones atendiendo a sus quehaceres. Hablando del colegio de los niños o de donde celebrarían la próxima Navidad. Exactamente igual que los días anteriores al suicidio de Adrián, exactamente igual a los posteriores. Ignorando la desgracia que tan recientemente se había cernido sobre el inmueble. El absoluto de la muerte conviviendo con la más insignificante cotidianeidad. El horror y la sordidez golpeando ese lugar sin que a los vecinos les hubiera desestabilizado lo más mínimo. Seres a los que la impasibilidad empequeñecía moralmente. Así era a ojos de Mónica. A ella ese desapego le dejaba el mismo mal sabor de boca que el que tuvo la noche que encontraron al pobre crío. Tal vez se debía a que ella se hacía preguntas que humanizaban al difunto. A veces deseaba que la muerte, con la que convivía tan a menudo debido a su trabajo, solo la rozara, como al resto de sus compañeros. Para ellos, un cadáver era equivalente a un objeto tan carente de vida como una piedra, una plancha o una pieza de escritorio. Sin embargo, a ella le surgían interrogantes: ¿qué pensó antes de morir?, ¿sintió miedo?, ¿recordaría en ese momento crítico a alguien en particular?, ¿experimentó dolor? Era algo que no podía evitar, daba igual si se trataba de una persona joven o anciana, si había sido un suicidio, un accidente de circulación, o un crimen. Independientemente de lo sucedido, Mónica siempre pensaba en que la suerte había dado la espalda a ese ser, ahora convertido en simple materia. Como si el fallecido hubiera apostado todo a una carta y se hubiera arruinado en la jugada. Y la piedad llegaba a continuación.

En su trabajo, tener que ocuparse de noche de un caso con un cuerpo sin vida era peor que si había que cubrirlo de mañana. Era muy distinto tener todo el día por delante, repleto de tareas a realizar, que irse a dormir con la muerte tan reciente como un pan recién sacado del horno.

Volvió a mirar hacia arriba para contemplar aquel enjambre de viviendas. De pronto se imaginó ser la protagonista de una de esas películas antiguas que le gustaban tanto. Le vino a la mente: El hombre con rayos X en los ojos, una de sus preferidas. Habría deseado en ese momento tener la capacidad de escrutar qué ocurría en cada una de esas casas. Se preguntaba qué encontraría si pudiera tener el poder de transformar los ladrillos en cristal transparente.

Suicidio. Mónica Rojo no habría iniciado un atestado ni habría vuelto a ese lugar si hubiera estado plenamente convencida de que lo fue. Por eso pidió a la jueza Nora Salinas que no cerrara todavía el caso y le diera vía libre para seguir investigando, aunque lo cómodo para todos hubiera sido dar carpetazo al asunto. Pero cómodo suele ser contrario a riguroso. Y el rigor requiere plantear preguntas. Aunque la falta de respuestas provocara que aquel enanito, como al personaje de aquella otra película, la despertara en medio de la noche retorciéndole las tripas.

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1 Se refiere a la película Double Indemnity (1944), dirigida por Billy Wilder y que en castellano se tituló Perdición.

Capítulo 5

Lunes, 21 de noviembre

Mónica Rojo sacó de la bolsa una de las chuches y se la metió casi inconscientemente en la boca mientras leía el informe que tenía sobre la mesa. La entrada de Eugenio Bermejo agitando una carpeta hizo que desviara su atención hacia la puerta.

—Acabo de imprimir el informe de SITEL.

—¿Y qué ha averiguado nuestro querido Servicio de Intervenciones Telefónicas?

—Las antenas han detectado el número del chaval por la zona de la urbanización Las Glorias al final de la tarde y parte de la noche del 6 de noviembre. La fecha está dentro de la horquilla de tiempo en el que la forense sitúa su muerte.

—Y… ¿después? —preguntó Mónica desde el otro lado de la mesa.

—Después de las 22:09 horas, la señal se esfuma —informó antes de entregarle un informe que sacó de la carpeta.

—Eso demuestra que llevaba el terminal encima. —El agente corroboró con un gesto la deducción de la inspectora—. Pero no lo encontramos en el piso —aseguró ella—. Vamos, que, o se deshizo de él por alguna razón y de una forma que desconocemos, o al teléfono le salieron patitas, se asustó al ver el panorama y se fue corre que te corre a cavar un hoyo y esconderse bajo tierra —ironizó, inclinándose hacia delante—. Porque no me negarás que es de lo más extraño que se desvaneciera la señal como por arte de magia justo en esa zona y que no haya rastro del dispositivo.

—Bueno… —intervino Bermejo con sus pequeños ojos negros brillando como diamantes y cargando la palabra de intención.

—¿Bueno qué?

—Que es extraño, pero no tanto como parece porque sí había rastro. —Tras una pausa, continuó—. Se le rompió allí —afirmó, dando a sus palabras un halo de misterio.

—Habríamos encontrado los trozos.

—Estuviste a punto de clavarte uno en la mano…, los de Científica han identificado el cristalito como parte de la pantalla de un Samsung.

—¡No me jodas! ¿Y el resto del aparato?

—Ni la más remota idea —dijo el agente, agitando los brazos y abriendo desmesuradamente los ojos para dar más intriga al enigma.

—Bueno, podría ser de otro teléfono que se habría roto vete tú a saber cuándo, porque el piso tenía más mierda que el palo de un churrero.

—Tal vez, pero según la declaración de la familia la marca del terminal de Adrián coincide con la del aparato que corresponde a ese cristal, tal y como han averiguado los de Científica. Aunque, como tú bien dices, podría ser una casualidad.

La inspectora escogió una chuche con forma de espiral y empezó a mordisquearla mientras volvía a recostarse en el respaldo de la silla. Eugenio se la quedó mirando.

—¿Quieres una? —le preguntó, señalando la bolsa.

—¡Vale!

Mónica esparció varias de las golosinas sobre la mesa para que él eligiera. Mientras Bermejo decidía cual le apetecía más, ella seguía hojeando el dosier.

—¿Qué hay de la lista de las llamadas que realizó aquel día? —preguntó, buscando esa información en el documento.

Bermejo se demoró unos segundos en responder para no hablar con la boca llena.

—No hizo ninguna durante el tiempo que estuvo en la urbanización. Durante esa mañana solo aparecen los números de su padre y el de una chavala, una compañera de clase con la que contactaba con bastante asiduidad y que parece ser era una novieta. Tampoco he detectado ninguna extraña durante los días anteriores. Lo cierto es que no había muchas. La gente de esta edad se comunica más por WhatsApp y redes sociales. Te lo digo por mis hijos, que parece que les da alergia hablar por teléfono.

—Vamos, que no nos aporta nada la información detectada.

—Eso parece. Al menos nada de valor —corroboró Bermejo, cariacontecido.

—¡Pues estamos apañados! —exclamó decepcionada—. ¡Con lo que ha costado obtener la autorización de la jueza Salinas para recabar información del SITEL! Si lo llego a saber nos ahorramos el curro. ¿Tenía cuenta en Instagram? —preguntó, cambiando de tema.

—Sí, y en TikTok. Ya los he cotilleado. Los tenía en privado, pero como suponía que el padre tendría las claves, igual que yo tengo las de mis hijos, me he puesto en contacto con él y me las ha proporcionado.

—¿Se mostraba triste? ¿Alguna frase lapidaria? ¿Signos de melancolía?

—Pues no. De hecho, en una de las últimas publicaciones que colgó se le ve relajado con sus amigos. Fue el sábado 22 de octubre.

—Unas dos semanas antes de que entrara en el piso de Las Glorias para nunca más salir de allí.

—En efecto. ¿Quieres verlo?

Mónica asintió. Era un vídeo corto, como de quince segundos, en el que se distinguía a Adrián junto a un chico y una chica, ambos de su edad. Parecían contentos, con esa euforia que provoca haber ingerido alguna copa de más. Adrián sujetaba el teléfono sentado en una hamaca playera que daba un toque anacrónico al lugar. A su lado, apoyada en uno de los brazos de madera, estaba la muchacha con una botella de Coca-Cola en una mano. Con la otra le pasaba el brazo cariñosamente por los hombros. Detrás, el tercer integrante del grupo. Los tres acercaban sus consumiciones al objetivo de la cámara en ademán de brindar con los potenciales seguidores. Tras ellos se distinguía una proyección en blanco y negro que parecía una vieja película de romanos. De fondo se escuchaba un tema indie.

—¡Anda, el Kamasutra! —afirmó Mónica con seguridad, tras tararear con aire pizpireto el fondo musical del vídeo.

—Suena a sitio porno —apuntó Bermejo, desconcertado.

—¡Pues sí que estás desfasado! Se llama así porque hace mil años era un antro de ese tipo: una especie de teatro en el que se representaban en vivo espectáculos subidos de tono, como diría mi abuela.

—¿Como el Bagdad de Barcelona?

—Por lo que cuentan debía de ser algo así. La cuestión es que ahora es un local muy divertido, al menos diferente a los habituales. Se proyectan pelis mudas del año catapún mientras la gente baila o toma copas.

—¿Lo conoces? —preguntó sorprendido.

—Sí, Cito y yo hemos ido un par de veces. Está cerca del colegio en el que da clases él, por Malasaña. Es un sitio guay. Ponen música chula y preparan cócteles ricos. Te lo recomiendo.

—Se lo diré a Elisa —dijo refiriéndose a su mujer.

—Es curioso que fueran allí —comentó pensativa.

—¿Por qué?

—Porque no es un sitio que suela frecuentar gente tan joven. Más bien treintañeros como yo o viejunillos de cuarenta, como tú. Bueno, como tú no, que te veo un poco desubicado —comentó con una sonrisa, reparando en su vestimenta y en sus desfasados mocasines. No se lo dijo, pero pensó que su compañero debería llevar otro corte de pelo y adelgazar unos cuantos kilos para disimular su imagen de cabeza de familia de los años cincuenta del pasado siglo—. ¿Has averiguado con quiénes estaba?

—Ella es Claudia Peñalver, la misma muchacha que aparece en la lista de llamadas, y otro compañero de clase, Diego Pizarro. Los dos tienen también perfil en Instagram —respondió, tras echar un vistazo a su indumentaria y preguntándose qué tendría de malo.

—¿Has hablado con ellos?

—Sí, me di una vuelta por el colegio y he charlado con ambos. Hay un detalle que no sé si tiene importancia. Diego Pizarro me ha dicho que la tarde del día de autos tuvieron partido de fútbol, como parece ser habitual un par de domingos de cada mes. Al terminar suelen ir todos juntos a tomar algo, pero ese día Adrián se descolgó. Lo he corroborado con otros compañeros con los que jugó.

—¿Les dijo el motivo de no ir con ellos?

—Simplemente que tenía cosas que hacer. También les he preguntado si le notaron raro o triste, pero todos coinciden en que no percibieron nada extraño en su comportamiento. Parece ser que jugó muy bien y fue el autor de uno de los goles con los que ganaron al equipo rival.

—¿Has hablado con sus profesores?

—Están desconcertados. Afirman que era un chaval brillante y sin complejos. El típico canallita simpático. Vamos, nada que ver con un perfil suicida.

—La forense Grau dice que es probable que fuera gay.

—¿Y eso?

—Por haber utilizado GHB. Se conoce que es una droga que consumen mucho los homosexuales.

—Pues desde luego en el colegio tenía fama de todo lo contrario. No me gusta la expresión, pero para que lo entiendas: lo que se llama vulgarmente un «picha brava».

La inspectora volvió a ver el vídeo.

—Se lo están pasando fenomenal. Nadie diría que fuera a matarse un par de semanas después. ¿Publicó más cosas durante los días posteriores?

—Sí, pero, igualmente, nada que indicara que estaba pensando en quitarse de en medio: un selfi con un libro de texto, estudiando, un reel grabando una especie de historieta con Diego y otros compañeros de protagonistas…

Mónica revisó las publicaciones.

—Tenemos las imágenes de la cámara de seguridad de la urbanización Las Glorias, ¿verdad? —preguntó, cambiando de tema.

—Iba a solicitarlas ahora.

Rojo arqueó las cejas mostrándose sorprendida.

—¿Por qué no las has pedido ya, si contamos con la autorización?

—Estaba esperando el informe de Científica y el resultado del rastreo del teléfono para ver si era necesario.

—¿Y qué tienen que ver las churras con las merinas? —preguntó, abriendo mucho los ojos detrás de los cristales de sus gafas.

Aunque ya estaba acostumbrado a sus dichos y muletillas, Eugenio Bermejo se tomó unos segundos para traducir la pregunta de la inspectora. Carraspeó e intentó dar a su argumento el peso deseado.

—Por una parte, si esa tarde, en lugar de en el complejo de viviendas en el que murió, se hubiera geolocalizado el teléfono… pongamos en su casa, se podría deducir que se lo habría dejado a propósito para quitarse la vida sin distracciones. Por tanto, no hubiera habido motivos para seguir investigando y hubiéramos dado ya carpetazo a este asunto. Por otro lado, respecto al informe de…

—Eso de que no hubiera habido motivos para seguir investigando habría sido mucho suponer —le cortó ella, levantando la mano para dar énfasis a lo que acababa de decir—. Venga, ve a pedir las grabaciones ya. —Agravó la voz para compensar la falta de autoridad que su físico desprendía subrayando el «ya», con la intención de hacer más imperativa la orden. Consciente del hándicap que suponía su excesivamente juvenil aspecto, recurría a recursos como ese para hacerse respetar—. A ver si hay suerte y no las han borrado.

—¡Espera un momento, mujer! —exclamó él con suavidad—. ¿No quieres el informe detallado de Científica? —preguntó, sacando de la carpeta otro dosier.

—¿Ya lo han hecho? ¡Pero si son más lentos que el caballo del malo! Últimamente se ponen las pilas que no veas…

—Le pedí a Fanjul que metiera bulla —intervino él, para ganar puntos de cara a su superior.

—¿Y?

—La casa estaba llena de huellas, pelos, etcétera, de mucha gente. Lo normal en un piso en el que se ha vivido.

—¿Qué sustancia contenía la papelina que llevaba en el bolsillo del pantalón? —se interesó la inspectora.

—Como medio gramo de cocaína.

—Sería una papela de un gramo y se habría metido lo que faltaba. Cuadra con lo detectado en la autopsia. ¿Algo más de relevancia?

—En realidad, solo dos cositas me han llamado la atención: en el san José que tenía entre las manos las únicas huellas que se han encontrado son las del chico. Y, digo yo, que lo habría comprado o cogido de algún sitio.

—Ya. Lo habría manoseado más gente. ¿Y lo otro?

—Pues que había piezas aún menos contaminadas. Tres objetos en los que no han encontrado ni una sola huella dactilar. Ni del chico ni de nadie.