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Joaquín Olmedo ha llegado desde Quito a La Habana con una encomienda por cumplir. Pronto irá tras las pistas de uno de los bocetos de la trascendental obra pictórica del arte universal El descubrimiento de la cruz; y su búsqueda acabará por enlazarse con un peculiar caso de delito de droga. Los hilos de esta madeja han sido hilvanados por su autor siguiendo, con gran sencillez, los clásicos presupuestos de la narrativa policiaca, en el escenario más actualizado de la sociedad cubana. Esta obra obtuvo el Premio Novela del Concurso de Literatura Policial "Aniversario del Triunfo de la Revolución", 2021.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Premio Novela del Concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución” del MININT, 2021.
Jurado: Julio A. Martí Lambert
Lucía Sardiñas Ruiz
Raúl Aguiar Álvarez
Edición: Carla Otero Muñoz/Diseño de cubierta: Zoe Cesar/Diseño interior: María Elena Cicart
© Jesús Orta Pérez, 2021
© Sobre la presente edición:
Editorial Capitán San Luis, 2021
ISBN: 9789592115828
Editorial Capitán San Luis, calle 38 no 4717 entre 40 y 47
Playa, La Habana, Cuba.
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A mi hijo Levi, por su existencia y su ayuda.
A mis viejos, siempre.
A mis hermanos, principales críticos y alentadores.
A mis sobrinos y al Chini.
A Julio A. Martí, por su sembradora crítica.
A mis compañeros del Ministerio del Interior.
Amanecía en la ensortijada ciudad de Quito. Los cerros entretejían una sólida estructura murallesca con casas incrustadas que daban la impresión de proteger la urbe. Para el extranjero que visitaba el lugar, la ciudad estaba presa por las montañas. Para el ecuatoriano, estaba protegida por sus inconmensurables y bellas serranías.
La Plaza de la Independencia es el corazón de Quito. También conocida como la Plaza Grande, agrupa en su entorno importantes edificaciones para la vida del país. Allí se levanta el Palacio Presidencial, donde se rigen los destinos de Ecuador. Sobre unas ruinas se construyó la Administración Municipal y a un costado, el majestuoso Palacio Arzobispal. Pero lo que más llama la atención es La Catedral, una de las más antiguas del continente americano, consagrada en 1572 y restaurada en tres ocasiones debido a la acción inclemente de los terremotos. En ese recinto, a cualquier hora del día, ecuatorianos y ciudadanos de otras partes del mundo acuden a recibir la bendición y el perdón de Dios.
Muchos, ajenos a la religión, visitan el lugar solo para apreciar las maravillas de la cultura que allí se atesoran, y pasan horas mirando extasiados el famoso cuadro Descendimiento de la Cruz, concluido en 1521 por el pintor italiano Rosso Fiorentino, uno de los artistas del movimiento plástico que materializó una cultura fuera del Renacimiento y auguró el período Barroco. La escuela se denominó Manierismo y tenía como característica principal la utilización de modelos exagerados, a menudo con posturas forzadas, con tratamiento irreal del espacio y efectos dramáticos con una elección arbitraria del color, utilizando predominantemente los claro-oscuros. Suponía, de hecho, el rechazo al equilibrio y a la claridad del Renacimiento. El arte, como reflejo de la sociedad y sociedad en sí mismo, debía enseñar y recrear una vida que no era clara ni estable.
Ese era el corazón de la capital de un país con trece millones novecientos setenta y un mil setecientos noventa y ocho —13 971 798— habitantes, afanados en la producción de petróleo, plátanos, cacao y café; ubicado cerca del ecuador magnético, que representa el punto medio entre los polos norte y sur. De ahí que en algunos de sus lugares las agujas magnéticas se mantengan horizontales, sin indicar hacia ningún lado, quietas, quizás como un reflejo de la paz quechua, el mayor segmento poblacional del país.
Un poco más allá de la Plaza de la Independencia está la Embajada de la República de Cuba, una modesta residencia. En uno de sus laterales funciona el Consulado. Es el lugar más concurrido porque a él acuden todas las personas interesadas en viajar a la Isla, o los cubanos de visita en Ecuador con interés de ampliar sus permisos de estancia u otras eventualidades.
Por la puerta principal, sonriente, apretando contra su cuerpo la cartera que llevaba en bandolera, salió Joaquín Olmedo, un humilde muchacho ecuatoriano que acababa de recibir la aprobación para estudiar medicina en la Escuela Latinoamericana de Cuba. Sus sueños se hacían realidad. Ser médico era lo único que había visto para su futuro, aun cuando su abuelo, sabiéndolo pobre, trataba inútilmente de cortarle las alas diciéndole que esa profesión no era para ellos.
Joaquín casi corrió por las adoquinadas calles. Quería darle la noticia al abuelo, pero antes debía agradecer a Dios. A Él le había pedido cada día, en su ferviente credo, que le permitiese estudiar medicina; y cuando optó por la beca en Cuba, insistió en sus ruegos y rezos diarios, cuando bien temprano acudía a La Catedral y se arrodillaba ante un Cristo bondadoso que parecía descansar su espalda en una cruz con orlas de oro. Entró en la santa casa y se postró ante la imagen. Primero en silencio y luego a viva voz, le agradeció la oportunidad de servir que le estaba dando. Juró servir siempre, porque no había nada más cercano a Cristo que la medicina. Juró contribuir a elevar la esperanza de vida, que hasta ese momento era de setenta y dos años de edad en su país, y a reducir la mortalidad infantil de la que habían sido víctimas dos de sus hermanos, y la mortalidad materna que lo privó de la ternura de su madre. Lo juró con lágrimas en los ojos y fue su llanto lo que vio en los ojos del Cristo que lo miraba consternado.
Cuando salió al jardín central halló a su abuelo enfrascado en alinear el corte a un álamo de los quince que sirven de cortina a las flores más diversas y multicolores que cubren todos los terrenos cementados con bancos, en lo que pudiera ser una aproximación a los jardines de Versalles. Lo abrazó fuertemente y su pelo lacio, negro y largo se enredó con la cabeza cana cubierta por una boina con que el anciano se protegía del sol. El viejo apartó la cara del muchacho tomándola entre sus manos y escuchó de él la noticia. Sus ojos buscaron en los de su nieto el interior del alma y por primera vez en su vida lo besó en la frente.
El abuelo de Joaquín se llamaba como él. Todos los hombres de la familia Olmedo se llamaban así, unas veces a secas y otras acompañado de otro nombre o de un número, pero siempre Joaquín, como el nombre del fundador de la familia: un español que en el siglo xvi hizo su esposa a una india inca que encontró en la campaña colonizadora al noroeste de la provincia de Cuenca, en Angapirca. Los incas gobernaron los pueblos indígenas del Ecuador durante casi un siglo, hasta que en el xvi los colonizadores españoles sometieron a su religión y a sus desmanes aquella región.
El sargento de caballería Joaquín Olmedo guardó su Andalucía natal en sus recuerdos e inició una familia al unirse en matrimonio católico con Cheila Lautaro, quien desde ese momento fue Cheila Olmedo. Tuvieron siete hijos: cinco hembras y dos varones. Estos últimos se llamaron Joaquín I y Joaquín. En tanto, la nacionalidad ecuatoriana se fue formando con una mezcla de mestizos, quechuas, mulatos, negros y los devenidos de los enlaces entre españoles, que hacían solo un cinco por ciento de la población. A su vez, los hijos del sargento andaluz se casaron y tuvieron hijos: tres varones de Joaquín I y dos hembras de Joaquín. Una reyerta en una fonda de la ciudad dejó huérfanas de padre a las dos niñas cuando tenían ocho y seis años de edad y, más tarde, la epidemia de la fiebre amarilla se encargó de cegar la vida de las dos muchachitas y la madre, una tarde en que el Chimborazo bramaba en su caliente revoltura. La mujer murió diciendo que Dios las llamaba por la boca de fuego del inmenso volcán. Entonces ya hacía tres años que los abuelos habían muerto.
Joaquín I vio crecer a sus tres hijos: Joaquín, Joaquín Anastasio y Joaquín Bruno. El segundo y el tercero emigraron a Chile tras el empeño de hacerse ricos en las minas de estaño. El primero fue el único que estudió al amparo del Padre José, quien como sacristán de La Catedral de Quito, lo llevó a trabajar allí como jardinero. En ese lugar se hizo hombre. Entre santuarios, rezos, cuadros maravillosos y bellos jardines a los que entregó su vida entera, creció y envejeció Joaquín Olmedo.
Ya el Padre José había muerto cuando él contrajo nupcias con Dolores Carbó, una humilde muchacha que acudía todos los días a la iglesia y se quedaba horas sentada, mirando el altar y la infinidad de trabajos manuales que obran en las paredes del recinto. Un domingo de pascua la joven quiso ponerle flores a la esfinge de Cristo y al ir a colocarlas en el bellísimo jarrón de porcelana ubicado en el lado derecho del púlpito, comprendió que eran muy pobres y se quedó perpleja con el ramo en la mano.
Desde una esquina Joaquín la observaba, como hacía mucho tiempo ya, y al comprender lo que sucedía, corrió al patio y juntó algunas de las flores que ya había cortado para engalanar el salón para la Misa del Gallo y, sin decirle palabra alguna, se las entregó. Ella las miró y lo miró a él, y lo vio entonces por primera vez. Quiso agradecerle, pero Joaquín le indicó hacia el jarrón y se quedó junto a ella que decía: “señor, te hago esta ofrenda en mi nombre y en el de él”. No sabía el nombre del joven, pero este lo dijo completando la frase. Luego la dejó sola, pero la esperó a la salida de La Catedral y ella no tuvo reparos en acercársele y agradecerle el gesto que había tenido.
Joaquín le dijo que desde hacía tiempo la observaba y ella le contó que había nacido en el Valle de Machachi, al sur de Quito, que toda su familia era agricultora y que en las tardes miraban desde el portalito de su casa Los Andes como telón de fondo al paisaje más bello de Ecuador. El hombre le habló de su amor por las flores, de su vida al servicio de la jardinería de La Catedral, de su familia, de la que no tenía noticias desde que murió su padre porque, al ser el único que sabía escribir, solo él lo hacía. Ella le contó que se había mudado con una tía para Quito y nunca, ni en Machachi ni allí, se había sentido tan cerca de una persona como en aquel instante. Joaquín quiso decirle que le pasaba lo mismo, pero las palabras nunca le fueron fáciles y solo sonrió con un atisbo de vergüenza. Se siguieron viendo cada tarde y los sorprendía la noche contándose historias o inventándolas.
Así nació el amor entre aquellas personas, un amor que al cabo de sus ochenta y nueve años Joaquín sentía tan vivo como el primer día. Habían tenido dos hijos y estos le habían dado ocho nietos: siete hembras y un varón, que era el más joven de todos, el último de los Joaquín Olmedo, el primero que cursaría estudios universitarios y se haría médico en Cuba.
La Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM) está ubicada en Baracoa, al oeste de La Habana. El lugar es un antiguo pueblo de pescadores por el que un río del mismo nombre busca el mar, tras correr empequeñecido desde diferentes municipios de la provincia Artemisa. La escuela es una moderna construcción a la vera del mar, con cómodos dormitorios, aulas, salas de conferencias, laboratorios y grandes áreas de esparcimiento, lo mismo para baile que para deportes de cancha y náuticos. Miles de latinoamericanos se reúnen allí para estudiar medicina y luego servir a los pueblos y comunidades de donde provienen. Es una gigantesca Universidad gratuita. El Estado cubano corre con todos los gastos y gana solamente el inmenso tesoro de preparar facultativos para prevenir y enfrentar la muerte en los más diversos y pobres lugares de América Latina y el mundo.
El acto de recibimiento a los nuevos alumnos se realizó en la explanada, contó con una parte artística desarrollada por los mismos alumnos, quienes entonaron canciones de sus respectivos países y bailaron al compás de sus músicas típicas. Luego, las palabras de recibimiento del rector y todos pasaron a sus dormitorios. Previamente habían recibido los uniformes, los libros y los materiales de enseñanza necesarios. También recibieron las ubicaciones, a qué grupo pertenecía cada uno y qué frecuencias de clases tendría. Igualmente le entregaron un folleto con un mapa de la ciudad y un calendario de las visitas dirigidas que ofrecía la escuela a lugares históricos y culturales.
Joaquín Olmedo puso su maletín al lado de la cama y se acostó sobre la delgada manta que la cubría. Mirando sin ver recordó su tierra ecuatoriana y las últimas palabras de su abuelo. Quiso imaginarse su vida futura pero solo veía el final: se hacía médico y cumplía la encomienda.