Un buen invierno para Garrapata - Leo Coyote - E-Book

Un buen invierno para Garrapata E-Book

Leo Coyote

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Beschreibung

Durante las veinticuatro horas más importantes de las vidas de varias personas no cesa de llover. Nina Muntaner, novia de un gánster de la Europa del Este… Unos extraños delincuentes quieren secuestrar a un perro… Dos policías vigilan en el puerto la entrada de droga en la ciudad, mientras viven su particular historia de amor. Las cosas se tuercen y se complican con el paso de las horas y la lluvia incesante, que todo lo confunde. Otra vez la borrosa Barcelona, otra vez personajes al límite, otra vez una trama diabólica, otra vez el lenguaje duro y callejero… otra vez Leo Coyote.

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Seitenzahl: 239

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Leo Coyote (Rubín-Sarria, Lugo), seducido por la novela negra y muy buen conocedor de los ambientes que se reflejan en sus historias que narra con un lenguaje directo y duro, toma la realidad como pretexto para organizar sus tramas, que es lo único que le importa junto con la exhaustiva descripción de sus maquiavélicos personajes.

Sus últimos títulos son: Perro Flaco (Almuzara 2005) y Otro día en el paraíso (Almuzara 2010).

Durante las veinticuatro horas más importantes de las vidas de varias personas no cesa de llover.

Nina Muntaner, novia de un gánster de la Europa del Este... Unos extraños delincuentes quieren secuestrar a un perro... Dos policías vigilan en el puerto la entrada de droga en la ciudad, mientras viven su particular historia de amor.

Las cosas se tuercen y se complican con el paso de las horas y la lluvia incesante, que todo lo confunde.

Otra vez la borrosa Barcelona, otra vez personajes al límite, otra vez una trama diabólica, otra vez el lenguaje duro y callejero... otra vez Leo Coyote.

UN BUEN INVIERNO PARA GARRAPATA

Primera edición: noviembre de 2013

© Leo Coyote, 2013

© de la presente edición: Editorial Alrevés, 2013

Diseño e ilustración de portada: Mauro Bianco

Editorial Alrevés S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a • 08034 Barcelona

[email protected]

Producción del ebook: booqlab

ISBN digital: 978-84-15900-29-0

Depósito legal: B. 23988-2013

Código IBIC: FF

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

UN BUEN INVIERNO PARA GARRAPATA

LEO COYOTE

A Germán del Ojo de la Vega, ese maldito bebedor de Voll-Damm, que me dejó su extraordinario nombre y su discreto físico para un personaje de esta novela, y al que yo le he añadido algunas de mis obsesiones

A Joaquín Vila y Ángeles Tomás, imprescindibles lectores de mis historias

A Rosa M.ª Carreras y Eulàlia Vinyals, que fueron el germen de la trama

Empecé a dar crédito a la afirmación de mi padre, según la cual las mujeres son siempre más interesantes que los hombres.

JOHN DOS PASSOS,

Años inolvidables

UNO

Manolo, el Gitano tenía la mirada lastimosa y legañas en los ojos. Observaba atentamente la casa mientras una intensa lluvia le castigaba el rostro y todo su cuerpo. El agua se introducía por todos los resquicios que dejaba su ropa, que consistía en un chándal azul y un anorak de color rojo. Calzaba unas bambas blancas marca Nike, que ahora habían cogido un suave tono marrón. Sus pies, enfundados en unos calcetines deportivos, empezaban a arrugarse por el efecto del agua fría. Eran las siete de la tarde de un inclemente viernes de finales de octubre. En Castelldefels, y en toda la provincia de Barcelona, hacía varias horas que llovía sin parar. Esta circunstancia contentaba a mucha gente, el verano había sido caluroso y muy largo, la sequía era una amenaza que nadie dejaba de recordar. Pero… como nunca llueve a gusto de todos, también había quien auguraba terribles males en forma de inundaciones, riadas, desbordamientos y toda clase de plagas propiciadas por el agua.

En el interior de la casa, Garrapata, un perro gordo y vago, roncaba a pierna suelta. Era de raza bóxer, tenía, como todos los de su raza, la cabeza grande, el morro chato y las orejas de punta. Era de color marrón brillante con el hocico parcialmente manchado de blanco, esa mancha se extendía por el pecho, alargándose hacia la barriga. Los ojos de Garrapata eran negros con ciertos matices grises en los bordes y su mirada era de una profunda indiferencia. Su dueño lo había comprado con la intención de entrenarlo para que vigilara la vivienda, el perro no tenía ni idea de eso y se dedicaba a comer, a dormir, a perseguir algún insecto, si no era muy grande, y, en definitiva, a vivir plácidamente. El perro era extremadamente inteligente, solía entender todo lo que le decían y aprendía muy rápido cualquier cosa que le enseñaran, por eso su dueño le había pagado a un adiestrador de perros que lo venía a buscar cada día y lo llevaba a un campo de entrenamiento en el que lo hacía correr, saltar, gatear por dentro de agujeros angostos... Garrapata no tenía ninguna voluntad de aprender todos esos ejercicios tan agotadores, y desde los primeros días procuró ser desobediente, despistado, vago, gracioso, juguetón... El entrenador, un tipo delgado y nervioso, fue, al principio, muy persistente; después se empezó a cansar del perro y, en lugar de llevarlo a entrenar, se iban ambos a un bar especializado en comidas caseras que había cerca del campo de adiestramiento. El entrenador desayunaba divinamente, gracias a la cuantiosa minuta que le cobraba al dueño de Garrapata, y este se situaba, plácidamente, debajo de alguna mesa a dormitar y a esperar que le cayera algo de comida de algún amable cliente de aquella fonda en el que era muy bien recibido y que, a él, le gustaba más que el agotador campo de entrenamiento. La excursión matinal se les acabó cuando el amo de Garrapata se dio cuenta de que el perro no aprendía absolutamente nada y ni tan siquiera se molestaba en ladrar cuando alguien entraba en la casa. La vida de Garrapata no cambió mucho, él era un bicho muy amigable y de buen carácter que solía relacionarse bien con sus congéneres y mucho mejor con los humanos, y a nadie le molestaba que hiciera lo que le diera la gana.

Ahora estaba acostado en un rincón del comedor de su casa, una vivienda adosada en una urbanización de lujo de las que habían crecido como la espuma en los pueblos cercanos a Barcelona.

Garrapata, desde hacía unos días, tenía unos sueños muy concretos y bastante angustiosos, casi todos relacionados con comida. Esto quizás resultaría extraño de comprender si tenemos en cuenta que Garrapata era un perro rico y obeso al que no le faltaba alimento alguno. Pero sus sueños eran muy persistentes y obsesivos. Garrapata se disponía a hincarle el diente a su manduca, una desmesurada cantidad de pequeños trozos marrones que salían de una bolsa multicolor —aunque esto Garrapata no podía apreciarlo porque no entendía de colores— que su dueño le administraba dos veces al día. El perro, ansioso, se relamía viendo caer la comida en el bol de plástico de color azul; cuando Garrapata se disponía a deglutir su comida se daba cuenta de que en el cuenco no había nada. Y así una vez y otra y otra... Garrapata se despertaba siempre tremendamente afligido, tanto que, invariablemente, iba a la cocina, en la que descansaba su bol azul y en el que siempre encontraba algún resto de los indefinidos fragmentos marrones, que lo tranquilizaban.

Manolo, el Gitano no estaba solo; dentro de un coche, un viejo Golf de cuatro puertas de color rojo muy descolorido —aunque esto, con la oscuridad que lo invadía todo, no se podía apreciar—, estaba su colega Juan Patata, que lo miraba atentamente sin atreverse a salir fuera. Tenía el pelo bastante largo y rizado, la cara delgada de pómulos muy pronunciados con una barba de varios días que no hacía más que acentuar la extrema delgadez de su rostro. Los pantalones del chándal que llevaba puestos no lo resguardaban del frío, y a la cazadora de piel que apretaba contra sus costillas le tenía tanto cariño que no quería mojarla, y por si fuera poco, a Juan Patata no le gustaba la lluvia, tampoco le gustaba el frío; por todo eso estaba dentro del coche con las manos entre las piernas viendo cómo el Gitano se mojaba. «Al fin y al cabo —pensaba—, todo el plan lo hemos parido entre la novia del Gitano, Abigail, y yo.» Secuestrar a un perro era una gran idea, le había dicho Abigail. Ella incluso lo había visto en una película, la gente de pasta está muy enrollada con sus chuchos y son capaces de pagar para recuperarlos... Interrumpieron sus pensamientos los nudillos del Gitano, que golpeaban en la ventanilla.

—¿Qué hacemos, tío?... ¿entramos?

—Tú me lo tienes que decir, colega. ¿Has visto a alguien?

—No, Titi, no. Ni ha entrao ni ha salío nadie, y ya llevo un puñao de tiempo aquí, mojándome.

—Venga, pues... muévete, vamos a buscar al cabrón de perro rico ese.

—Pero ¿estás seguro de que no hay nadie en la casa? —dijo el Gitano escondiendo la cara y mirando al suelo.

—¿Otra vez, tío?, el que tiene que estar seguro eres tú, que has vigilado la casa.

—Sí, tío... Llevo aquí desde las cinco y no ha parado de llover. No veas cómo me he puesto de agua. ¡Oye!, que m’a calao hasta los huesos.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Titi, me preocupa que estén dentro y que no hayan salido...

Manolo, el Gitano abrió la puerta trasera del coche y se dejó caer en el asiento, mojándolo todo y creando en el suelo sin alfombras del vehículo un pequeño charco de agua.

—Joder, Manolo, llevo días controlando la casa. Hoy es el mejor día para hacerlo...

—Mira que es mala suerte la mía... seguro que a ti no te ha llovido ningún día, y cuando me toca a mí la vigilancia se pone a llover a cántaros.

—Ya sabes, eso va como va... en cualquier caso, dentro no hay nadie. El marido estará por ahí, vete tú a saber, y la mujer se habrá pirado con sus amigas o se ha ido al gimnasio...

—¿Al gimnasio?

—Digo yo... Los ricos van a esos sitios... Hoy es viernes y se preparan para el fin de semana.

—¡Afu con los ricos, nene!, que viven mejor sus perros que nosotros, ¿que no?

—Que sí, Gitano, que sí. Venga... Vamos a por el perro, que me estoy poniendo nervioso y tú ya estás paranoico perdido.

—Mira que como haiga algún julai dentro...

—Tú tranqui, colega, que si nos trompezamos con alguien, le metemos un meco que lo abiamos, y listo.

—Oye, Titi, lo que yo no acabo de ver claro es cómo vamos a cobrarles la pasta sin que nos pillen.

—Joer, Gitano, macho, tú es que eres tela de borrico, ¿vale? Mira, te lo voy a explicar desde el principio... es mu fácil. Nosotros secuestramos al perro, esta noche llamamos por teléfono a la casa y les decimos que como no nos arreen dieciocho mil euros, lo matamos...

—¿Y estás seguro de que el teléfono que tenemos es el de la casa?

—Sí, tío, sí, les he guindado del buzón una factura de la Telefónica, el miércoles.

—Entonces, si no hubiera llegado la factura estos días, se nos hubiera ido el plan al barranco, ¿no? —dijo el Gitano abriendo sus ojos marrones mientras se apretaba con una mano la frente.

—Pero ¿qué tontería es esa? La cuestión es que tenemos el número y punto.

—Vale, vale, si yo nada más lo decía por si fuera sido así.

—Bueno, a lo que íbamos, les damos de plazo hasta las seis de la madrugada...

—Y si no tienen los dineros, ¿qué?

—Pues ya se los buscarán, que se lo pidan a sus colegas, que también serán ricos como ellos, y se los dejan...

—¡Ah! Sus colegas, claro, cuando tienes pasta te relacionas con gente que también la tiene, ¿que no?

—Que sí, bueno, a lo que vamos... Les decimos que nos tienen que poner la morterada en una bolsa de basura y dejárnosla en una papelera que hay al final de la calle Luis Dalmau esquina con Perpiñá, en el barrio, ya sabes. Después, que se las piren, que vuelvan al cabo de media hora y tendrán el perro enganchado a la papelera.

—Vale, y nosotros ¿cómo sabremos que no se lo han dicho a la pestañí y cuando vayamos a recoger el dinero nos pillan?

—Pues porque no iremos los dos, irá uno haciendo el disimulado y cogerá la bolsa, como si se la hubiera encontrado, y así veremos si hay policía.

—Ya... oye, ¿y a quién le tocará ir a recoger la bolsa?...

—A suertes, Gitano, lo haremos a suertes.

—¡Afu! Pues ajolá que te toque a ti.

—Que me es igual, Gitano, esta gente no se atreverá a llamar a la pasma por nada del mundo y exponerse a que les maten al chucho. Además, pase lo que pase, nosotros conocemos tela de bien el barrio y nos podemos escabullir por muchos sitios que los maderos no conocen... O sea que tranqui, colega, que esta noche seremos ricos.

Patata cogió de la guantera del coche una correa para perros, inmaculadamente nueva.

—Toma... llévate esto, por si no encontramos la suya en la casa —le dijo Juan Patata, el Titi, al Gitano, dándole la correa.

Él cogió una manta de cuadros grises y blancos que estaba en el asiento, y que Manolo, el Gitano y Abigail habían utilizado para fornicar dentro de aquel coche, que el Gitano le había vendido al Titi cuando alquiló el piso y se vio falto de fondos para pagar la fianza que le exigía el dueño del inmueble.

—Por si acaso —dijo Juan Patata enseñándole la manta.

—Por si acaso ¿qué?

—Se pone el chucho rebelde...

—Pero ¿tú no dices que te conoce y que es muy manso?...

—Vamos a ver, Gitano... Yo he estado con el perro un par de veces, aprovechando que la señora que lo saca a pasear lo deja suelto en una plaza cerca de aquí. Pero solo unos segundos, más que nada para que la gachí no me junase. El bicho es cantidad de manso, me lamía la mano... Pero ahora vamos a entrar en su casa, lo mismo se mosquea.

—Joer, tío, joer... Y la manta ¿pa qué la queremos?

—No entiendes de nada, Gitano. Es por si se pone borde. Le echamos la manta encima y entre los dos nos lo llevamos... Y vámonos ya, que me estoy poniendo de los nervios.

Juan Patata salió del coche, llevando debajo del brazo una manta que todavía olía al sexo de Abigail. Manolo, el Gitano salió del coche con una correa de perro fuertemente sujeta de su mano, tanto que los nudillos se le empezaron a poner blancos. La lluvia se cebó en él empapándolo más, si esto fuera posible, pero, curiosamente, eso no le importó. Lo cierto es que casi no tuvo conciencia de que el agua resbalaba por su piel como si no estuviera vestido. Tenía un cierto temblor en el cuerpo y, por un momento, los dientes empezaron a castañetearle, aunque no tenía frío. Estaba cagado, tenía miedo, no quería entrar en aquella casa, no podía resistir el pánico de verse dentro, de que lo pillaran. Abigail, su novia, se había dado cuenta la noche —hacía ya un mes— en la que habían estado planeándolo todo. Eso molestó mucho al Gitano; no quería quedar como un cobarde delante de ella. Esa noche se habían reunido con el Patata para planificar el secuestro, todo había quedado claro y a partir del día siguiente se pondrían a buscar su objetivo. Cuando el Titi se marchó, Abigail se metió en la cama con él y, después de un silencio bastante incómodo, en el que el Gitano ni tan siquiera se movió, se giró en su almohada, rompiendo los pensamientos difusos y bastante cobardes de Manolo Ruiz, el Gitano.

—Supongo... que tú no te jiñarás, ¿no? —le dijo mirándolo a través de las tinieblas de la oscuridad de su habitación.

—No, claro que no, ¿por qué lo dices?

—Por nada, pero no te he visto mu decidido, y yo me quiero pirar de este piso de mierda...

—Que sí, coño, que sí... Que nos compraremos un piso... si todo es comenzar... damos cuatro o cinco palos y, con una miaja de suerte, nos montamos un poco. —Cuando acabó la frase se dio cuenta de que Abigail ya dormía.

Él siguió despierto hasta muy tarde y recordó cómo se habían conocido... Ella tenía veinticinco años, él veintisiete. Eran novios desde hacía dos años, casi desde que el Gitano le había visto el culo. Él trabajaba como repartidor de frutas y verduras. Llevó a la frutería donde ella era dependienta especializada, según Abigail le había dicho, una furgoneta llena de lechugas. Ella le abrió la puerta del almacén, estaba en la calle Manso, era un antiguo colmado que llevaba muchos años cerrado y que Octavio, el jefe de Abigail, había alquilado no hacía mucho tiempo porque en la frutería, una parada con cinco números en el mercado de Sant Antoni, no le cabía nada. Ella se agachó para abrir el candado que cerraba la persiana metálica y los pantalones se le escurrieron por las piernas, dejando delante de los ojos de Manolo Ruiz unas nalgas indecentemente gordas, blancas, con granos y que un minitanga de los que llaman de hilo dental, que hacía mucho tiempo que había dejado de ser blanco para convertirse en un extraño color grisáceo, no tapaban. El Gitano se puso colorado e intentó apartar la vista sin conseguirlo. Abigail Fernández, sin inmutarse, se levantó y arrastró, con ambas manos, el pantalón hasta su posición original. Abigail era de estatura pequeña y de constitución rolliza, el pelo lo llevaba corto y su cara era redonda de labios delgados y ojos pequeños de color marrón, muy oscuros, casi negros. Para Manolo Ruiz era la octava maravilla. Y aquel primer día sudó lo indecible para no rendirse al deseo de abrazarla.

Durante los días que siguieron, el Gitano gastó varias tarjetas de prepago de su teléfono móvil en convencerla para que saliera con él un sábado, a lo que, finalmente, Abigail accedió. En realidad, lo había querido hacer desde el primer día, pero pensó que hacerse de rogar era la premisa indispensable para cualquier relación.

Manolo Ruiz la llevó a una discoteca de Cerdanyola del Vallès que olía a porros de «chocolate» mangui y, a última hora, ya de la madrugada, ponían discos de rumba flamenca de los mejores: Los Chunguitos, Rumba Tres, Los Chavis... aunque, últimamente, solían poner las canciones de los Estopa, unos vendidos que habían perdido la pureza del rumbero. A Manolo Ruiz, el Gitano no le gustaban nada los dos hermanos que componían el grupo Estopa porque los consideraba unos traidores a la rumba auténtica. La conversación de Abigail Fernández era más bien escasa y la mitad de las veces se limitaba a mirar, con ojos maliciosos e incrédulos, la cara de Manolo Ruiz cuando este decía alguna tontería. Cuando se fueron de la disco, cerca de las seis de la mañana, el Gitano, sentado en el asiento de su coche, le metió la lengua en la boca y la mano en la entrepierna. Ella se dejó hacer, incluso facilitó la maniobra de Manolo elevando la pelvis y abriendo las piernas para que este le acariciara el sexo. El Gitano, minutos después, no daba crédito a lo que le estaba pasando y se sentía el tío más afortunado del mundo, viendo cómo le abrían la cremallera del tejano y la boca de Abigail se ajustaba a su falo, mientras la claridad del día que despuntaba los dejaba como espectáculo para todos los que salían de la discoteca. Abigail, cuando se cansó de esa postura, se levantó la falda, se apartó ligeramente la braga y lo atornilló sentándose de rodillas encima de él apoyando ambas manos en el techo del coche, clavándose el volante en la espalda y desplazando, peligrosamente, con su pierna izquierda la palanca del cambio al límite de su recorrido.

Después, todo fue fácil para Manolo Ruiz excepto por la insistencia diaria y machacona de Abigail en lo del «Gitano».

—Pero... entonces, ¿tú no eres gitano?

—No.

—Y… a luego, ¿por qué te lo dicen?

—Porque soy de San Adrián, de la Mina, y allí los payos estamos mezclados con los gitanos.

—¿Y qué?

—Y eso... que cuando a la gente le dices que eres del barrio de la Mina, todo el mundo te pregunta si eres gitano.

—Ya, pero... tú no lo eres, ¿no?

—Pues no... pero ahora ya me he acostumbrado a que me llamen el Gitano, es un buen mote... La gente, si piensa que eres gitano, te respeta más. Es que los gitanos tienen sus leyes y todo ese rollo, ya sabes.

—Pues mi madre no creo que te respete más...

—¿Por qué?

—No le gustan los gitanos, dice que les dan mu mala vida a las mujeres.

—Yo eso nunca lo he escuchado.

—Pues mi madre no dice mentiras.

—Vale, pero eso serán algunos... no todos los gitanos...

—Lo que no entiendo es por qué a ti te llaman el Gitano y al Juan Patata, que también es de tu barrio, no.

—Es que a los dos no nos lo pueden llamar... A él lo llaman el Titi, pero no sé por qué... tal vez sea por su padre, que está muerto, a lo mejor a él también lo llamaban así.

—Pero lo de su padre tú no lo sabes seguro, ¿no?

—No, me lo parece pero no lo sé. Es que él tampoco lo conoció... a su padre.

Y, con alguna variación, eso era parte de la conversación que, recurrentemente, Abigail introducía en sus vidas.

Pasaron por delante de la puerta principal de la casa de madera blanca, robusta y cara. Saltaron a un pequeño jardín vallado con setos, despreciando la puerta metálica pintada de gris y ligeramente oxidada en sus márgenes por la que solía salir a pasear el perro que querían secuestrar. El agua les hacía moverse con más lentitud de lo previsto. Juan Patata caminaba delante y saltó la valla con mucha más agilidad que Manolo, el Gitano. Cayeron en un jardín en el que la tierra había sido sustituida por baldosas grandes y marrones; entre sus rendijas crecía una hierba que ahora se agachaba por la fuerza del agua, que la golpeaba con ímpetu en el suelo. Manolo Ruiz, al caer, había provocado que el agua, acumulada entre la tierra y la baldosa, saliera con fuerza hacia arriba penetrando en sus pantalones y mojándole la pierna hasta el calzoncillo.

—Me cago en todos los...

—Chiis, ni mijita —le dijo el Patata, reprimiendo su grito, mientras lo miraba a la cara tan cerca que Manolo Ruiz había notado el olor dulce de su aliento, el de las dos copitas de Anís del Mono que se había soplado el Titi antes de salir de su casa. A Juan Patata no le gustaban nada las bebidas dulces, pero era la única bebida alcohólica que tenía en su mermada despensa.

Subieron por la escalera que los llevaba a la terraza donde los habitantes de aquella casa tomaban habitualmente el aperitivo, y donde Garrapata solía pasar las tardes de calor, roncando debajo de la mesa. La puerta era de cristal. Unos enormes ventanales de cristal grueso que se desplazaban por unas guías metálicas para abrirse estaban protegidos por una persiana metálica en forma de red, en este momento sin cerrar. Juan Patata apalancó con un destornillador la puerta de vidrio, que no ofreció ninguna resistencia. Dentro de la casa, las cosas fueron, si esto era posible, mucho más sencillas. Garrapata dormía enroscado en una cesta de mimbre grande y marrón, al lado de uno de los radiadores que tenía el comedor. El Gitano y Juan Patata se iluminaban con una pequeña linterna. La habitación era muy amplia, y el haz de luz, insuficiente para abarcarlo todo. El azar hizo que el Titi iluminara la cara, arrugada y tambaleante, de Garrapata, que estaba sorprendido por aquella visita.

—Ea, tío, el chucho, métele la correa, rápido —le dijo Juan Patata al Gitano.

Este se acercó a la cara del perro, que ni se inmutó, y fijó el mosquetón en la arandela del collar; Garrapata intentó lamerle la mano, mientras Manolo Ruiz salía corriendo arrastrando al perro hacia la salida. Durante unos brevísimos segundos, creyó escuchar un ruido acompasado y monocorde en la parte de arriba y, sin saber por qué, le recordó el sonido de su cama cuando hacía el amor con Abigail. Juan salió detrás del Gitano; con su linterna y con la ayuda de un rayo que iluminó fugazmente la habitación, vislumbró, encima de la mesa, un enorme recipiente de cristal grueso tallado formando unos dibujos de muy dudoso gusto, metió la mano dentro y notó varias cosas metálicas que no era capaz de diferenciar y que dejó donde estaban. Con el ansia de salir de allí rápido, arrastró con la manta el recipiente de cristal, que cayo al suelo haciendo un considerable ruido. Juan Patata recogió la manta y la sujetó, mal doblada, debajo del brazo. Salió corriendo y alcanzó al Gitano, aterrorizado y con el corazón latiéndole desbocado por el ruido que él no sabía de dónde había venido. Bajaron por las pequeñas escaleras hasta el jardín y salieron a la calle de la urbanización abriendo la puerta de la verja, que solo estaba cerrada por dentro con una sencilla balda metálica. Corrieron dejando atrás la casa y llegaron a su coche, empapados. Metieron a Garrapata en el asiento trasero y arrancaron a toda prisa. Garrapata se sintió incómodo por la cantidad de agua que se había acumulado en su pelo e inició un convulso movimiento corporal para expulsarla. Mojó el coche y a sus ocupantes con los millones de gotas de agua que tenía adheridas a su cuerpo.

—¡Eh! Perro cabrón, para quieto, hostia, que nos mojas... —chillaron nerviosos Juan Patata y Manolo, el Gitano.

Garrapata, el perro gordo y feliz, pensó que a sus nuevos amigos les gustaba lo que había hecho y lo volvió a repetir.

DOS

Ianina le debía su nombre al capricho de su madre, que era de origen italiano. Años más tarde, descubrió que ese nombre era el diminutivo italiano de Juana, lo que, según ella, no le quitaba nada de glamour. A Ianina todo el mundo la conocía como Nina. A ella, eso, le gustaba. En este momento no lo pensaba, aunque lo escuchaba repetida y machaconamente.

—Nina, Nina, Nina, Nina, Nina, aaagggg...

El tío que tenía encima gritaba su nombre mientras notaba el sabor del orgasmo en el final de su lengua, que se esparcía, en forma de agradable picor, por toda la cavidad de su boca. Nina sonreía mirando la cara del tío mientras la cabalgaba, encajado entre sus piernas, apoyando sus codos en el colchón, con las manos agarrotadas aferrando la almohada. Cuando él se corrió dentro de sus entrañas, Nina notó el calor de su semen e imaginó su viscosidad pegajosa. Ella dejó caer su cabeza en la almohada y cerró los ojos. Él cayó apoyando su pecho de pelo negro y enmarañado en las perfectas y voluminosas tetas de Nina, que se desplazaron ligeramente hacia los lados. Él se llamaba Kamil, era polaco y hacía tres años que vivía en aquella casa. Tenía cuarenta años recién cumplidos, cinco menos que Nina, a la que ahora estaba abrazado cubriéndole la cara con su hombro y con la nariz metida en el reluciente y algo áspero pelo rubio, teñido el día anterior y que olía a Opium de Yves Saint Laurent. Nina, en ese momento, y justo cuando la polla del tío se empezaba a encoger, notó un incontenible calor que subía directamente desde donde su barriga se confundía con sus piernas, esparciéndose por todo su cuerpo, dándole un irrefrenable placer que, en su garganta, se transformó en un sonido que no llegó a ser grito. Se lo impidió un ruido concreto, preciso e indefinido, de algún objeto al caerse al suelo.

—¿Qué es eso? —le dijo a Kamil, sacando su cara, recién transformada por el placer, de debajo de él.

—Nada, nada, debe de ser el hijo de puta de Garrapata —dijo con su acento confuso, oscuro y poco agradable. Hablaba abriendo la boca y esforzándose en pronunciar las palabras, que en su boca parecían extrañas, a veces nuevas, una extraña mezcla de español y polaco.

—¿El perro?

—Sí, el perro... Garrapata.

—Qué nombre más bonito para un chucho, siempre me ha gustado, es divertido.

—Era el que tenía puesto en su collar cuando me lo vendieron.

—Pues me gusta.