Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
El soltero más codiciado de Londres, el Conde Chantcliffe, se encuentra inmerso en una competencia por lograr las atenciones de una belleza llamada Elaine Dale, quien no acepta directamente la propuesta matrimonial del Conde, pidiéndole como prueba de su amor, los muebles que a ella le gustaría tener en su nuevo hogar. El Tratado de Paz, firmando con Napoleón Bonaparte tiene apenas dos meses de existencia, pero el Conde decide ir a Francia a adquirir lo que Elaine deseaba. Como se encontró en un Castillo de las afueras de París a una hermosa muchacha, todavía amenazada por los revolucionarios sedientos de sangre, como se la llevó con él y como se encontraron de pronto, en el Palacio de las Tullerías, es relatado en esta emocionante novela de Barbara Cartland. Originalmente publicada bajo el Título de: -Un Caballero en ParísporHARLEQUIN IBERICA S.A. -El Caballero y la DoncellaporHarmex S.A. de C.V
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2014
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
EL CONDE de Charncliffe, que conducía su carruaje con su acostumbrada habilidad, a través de las calles llenas de gente, se dio cuenta de que todos le miraban.
Eso no era de sorprender.
Sus cuatro caballos, exactamente iguales, eran de color negro azabache y su faetón, que hacía poco le había sido entregado por los constructores, era amarillo.
Él se enorgullecía siempre de ser diferente a sus contemporáneos. Pero sabía que al cabo de unos meses, numerosos jóvenes aristócratas, que lo imitaban en todo, conducirían faetones del mismo color.
Lo copiarían, como copiaban la forma en que se ponía sus corbatas. Obligaban a sus sastres a imitar el corte de sus sacos, y a sus ayudas de cámara a sacar el mismo brillo a sus botas altas. El Conde cuidaba extremadamente su aspecto. Eso, añadido a su atractivo físico, capturaba el corazón de cuanta mujer conocía.
A él, le gustaba que le consideraran un libertino y un donjuán. Aunque con frecuencia pensaba cínicamente que la mayor parte de las veces, él era el seducido y no le permitían ser el seductor. Ahora, por primera vez en su vida, estaba cortejando, en lugar de ser él el cortejado.
Había heredado el título y grandes posesiones a lo que, sus parientes solían decir, era una infortunadamente temprana edad. Desde entonces le habían suplicado, lo habían coaccionado y lo habían presionado para que se casara.
Charn, la Mansión Familiar, era el más fino ejemplo de la influencia italiana en la Arquitectura de la Reina Isabel I.
Sus materiales de construcción procedían de muchos lugares diferentes y al Conde le gustaba hablar a sus invitados de ello.
−La madera viene de nuestros propios terrenos− solía decir−, los ladrillos de los hornos locales; la pizarra de Gales; los cristales de España y la piedra de una cantera situada cerca de Bath.
No tenía que añadir que tanto los maestros de obra como los talladores habían sido llevados de Italia y que ellos se habían encargado de decorar el interior de las habitaciones de Charn.
La colección de cuadros que había, una de las mejores del país, comprendía obras de los más grandes artistas de cada época. Todo ello formaba un fondo adecuado para el Conde, que parecía salido de un cuento de hadas y representaba el tipo de héroe con el que sueñan todas las jóvenes.
No tardó en dejar el tráfico atrás, para salir a la tranquilidad de los caminos que conducían hacia el Norte. Pensó que era una lástima que no tuviera que ir más lejos.
Elaine Dale, que por fin había atrapado su esquivo corazón, estaba hospedada en la casa de su abuelo.
La casa estaba a sólo diez millas del centro de Londres, que para el Conde y sus amigos, por supuesto, era la Calle St. James.
Elaine era la hija de Lord William Dale.
Su padre, por ser el hijo menor del Duque de Avondale, ocupaba una posición baja en la jerarquía familiar. Recibía muy poco dinero y, en consecuencia, siempre estaba endeudado.
Su hermano mayor, como heredero del Ducado, disponía de todo lo que podía extraerse de los cofres familiares. Los miembros más jóvenes de la familia tenían que vivir con lo que sobraba, que era bastante poco.
Desde luego, era tradicional entre los aristócratas que eso sucediera y Lord William se quejaba continuamente de que no tenía dinero y de que la vida le había tratado de una forma muy injusta. Pero nadie le hacía caso.
Eso sucedió hasta que se dio cuenta de que tenía un tesoro de valor incalculable en su hija Elaine.
Decir que Elaine Dale era hermosa, era subestimar sus atractivos. Cuando, ahorrando y sacrificándose, Lord y Lady William Dale la llevaron a Londres para la temporada social, su presencia en el mundo social causó un gran impacto. Su madre era irlandesa, lo que explicaba el azul de sus ojos, y en la familia Dale hubo un antepasado escandinavo, que era el responsable del tono dorado pálido de su pelo.
Era mayor que las debutantes comunes.
Había estado de luto un año, lo que había pospuesto su presentación en el Palacio de Buckingham. Por lo tanto, tenía una gran seguridad en sí misma y una extraordinaria gracia natural.
Su voz era musical y aunque su educación era limitada , era lo bastante inteligente como para atraer la atención de todos los hombres que conocía.
En los clubes de St. James , no existía otro tema de conversación desde que ella había hecho su aparición.
Era la moda que los jóvenes aristócratas prefirieran a las mujeres casadas, con más experiencia, que a las debutantes, no sólo porque les resultaban aburridas sino, tenían miedo de que por algún pequeño descuido de su parte tuvieran que casarse con una de ellas.
Elaine era la excepción a todas las reglas y había sido declarada como una de las “Incomparables” a la semana de su llegada a Londres. Había sido perseguida por un gran número de los aristócratas solteros que hasta entonces habían defendido a capa y espada su libertad. El Conde, al principio, se había mostrado indiferente a todo lo que oía decir sobre Elaine.
Fue sólo por casualidad que la vio cuando asistía a un Baile con su conquista del momento, una fascinante Embajadora.
En comparación con los ojos relampagueantes, los labios provocativos y las insinuaciones eróticas de la Embajadora, Elaine parecía como una gota de agua fresca en el calor del desierto.
El Conde y la joven fueron presentados y sucumbió como lo habían hecho todos sus amigos.
Lo que le sorprendió fue que Elaine le trató con bastante frialdad. Casi hubiera podido llamarse indiferencia.
El Conde estaba acostumbrado a que todas las mujeres a quien era presentado por primera vez, lo miraran arrobadas y a partir de ese momento realizaran grandes esfuerzos por conquistarlo.
Elaine le saludó y continuó su conversación con el Caballero que estaba junto a ella.
El Conde la invitó a bailar.
Ella no pareció comprender que aquel era un raro privilegio que él concedía sólo de vez en cuando, a las bellezas más excepcionales. Le dijo, sin el menor asomo de tristeza, que su carnet estaba ya lleno.
El Conde se sintió intrigado y, si era franco consigo mismo, un poco resentido.
¿Cómo era posible que aquella muchachita, que él sabía muy bien venia del campo y cuyo padre no tenía ni un centavo, se mostrara tan arrogante?
Lo habría confundido aún más, si se hubiese dado cuenta que ella trataba a todos los hombres que se mostraban interesados en ella, exactamente de la misma forma.
Parecía increíble que alguien tan joven como ella actuara como una estrella que hubiera caído del cielo para inquietar a los mortales. Debido a que su conducta le desconcertó, el Conde había ido en busca de Lord William. Era miembro del club White's, aunque pocas veces tenía dinero suficiente para ir a Londres.
El Conde le encontró bebiendo en el salón de juegos, aunque no podía sentarse a jugar porque no tenía dinero para hacerlo.
−Acabo de tener el placer de conocer a su hija− dijo el Conde−.
−Bonita, ¿Verdad?− comentó Lord William.
−Creo que una palabra más apropiada sería hermosa− contestó el Conde−. Sin embargo, yo nunca le había oído a usted hablar de ella.
−¿Qué sentido tenía, cuando ella estaba todavía estudiando en casa?
Bebió media copa de champán antes de continuar:
−Lo único que puedo decirle, Charncliffe, es que las hijas cuestan mucho dinero. ¡Y los vestidos no duran tanto como un caballo!
−Eso es verdad− reconoció el Conde.
Le hubiera hecho otra pregunta, pero comprendió que Lord William había bebido demás. Era evidente que, dado que el champán era gratis, pensaba pedir más.
−Lo que le he dicho a la muchacha que tiene que hacer, Charncliffe− dijo con voz pastosa−, es casarse. ¡Cuanto antes mejor, por lo que a mí se refiere!
−¿Anda usted mal de dinero?− preguntó el Conde con simpatía, aunque sabía de antemano la respuesta.
−Los acreedores me abruman sin cesar− dijo Lord William con aire sombrío−. ¡Malditos sean! ¡Siempre patean al hombre que ven tirado!
Como si, a pesar del estado de ofuscación en que se encontraba su cerebro, se hubiera dado cuenta de con quién estaba hablando, añadió:
−¡Si quiere casarse con Elaine, Charncliffe, cuente con mi bendición!
El Conde pensó que aquello estaba yendo demasiado lejos, así que se alejó de allí.
Comprendió, al hacerlo, que Lord William estaba deseoso de encontrar un yerno rico. Y, como él mismo había dicho, cuanto antes, mejor.
Debido a que la situación le divertía, el Conde observó a la señorita Dale.
Supuso que ella manejaría a sus admiradores, enfrentándolos entre ellos, hasta que encontrara por fin un hombre lo bastante rico como para quedar satisfecha ella misma y su padre.
Sabía que si ése era el caso, no habría mejor candidato para ser el primero en cruzar la línea de meta que él mismo.
Las historias que corrían sobre su riqueza no eran exageradas. Era dueño de Charn, con sus cinco mil acres de buena tierra de Oxfordshire.
Tenía también la casa más grande y más elegante de la Plaza Berkeley.
Poseía, además, una casa en Newmarket, donde entrenaba a sus caballos de carreras, y otra en Epsom, a la que estaba adjunta una amplia finca con excelentes tierras de cultivo.
Debido a que no bailó con Elaine Dale esa noche y a que la Embajadora era una mujer muy persistente, él no volvió a pensar en ella, hasta que la oyó mencionar en su club.
Pensó que la forma en que la estaban alabando era ridícula. Esa noche se encontró sentado junto a ella durante una cena en la casa Devonshire.
Le sorprendió que hubiera sido colocada en la era casi siempre considerada como una posición de jerarquía. Recordó, sin embargo, que Lord William había sido siempre un amigo muy especial de la Duquesa.
−¿Disfrutó la otra noche del baile en la casa de los Beauchamps?− le preguntó.
El Conde pensó, al hablar con Elaine, que realmente era preciosa. Habría sido difícil explicar a alguien que no la hubiera visto la forma en que parecía destacar entre las otras mujeres presentes.
Casi todas eran bellezas reconocidas y, sin embargo, aquella jovencita brillaba con un resplandor que hacía que todos los hombres presentes se volvieran a mirarla.
El Conde, mientras esperaba una respuesta a su pregunta, supuso que le expresaría cuánto lamentaba no haber podido bailar con él.
Para su asombro, sin embargo, ella contestó:
−¿Estuvo usted allí?
Por un momento pensó que no había oído bien.
Le parecía imposible que él, el soltero más codiciado de toda la Sociedad Inglesa, no fuera recordado por una simple chiquilla que acababa de llegar del campo.
−No sólo estuve allí -dijo él con severidad−, sino que le pedí que bailara conmigo.
−¿De verdad?− preguntó ella con tono ligero−. Me temo que tuve que rechazar tantas invitaciones, que me resulta difícil recordarlas.
Debido a que aquello constituía un reto que no podía resistir, el Conde se dedicó a tratar de impresionar a la señorita Dale. Sin embargo, se dio cuenta de que no era una tarea fácil.
Ella le escuchó y rió con sus chistes. Fue, le pareció a él, muy agradable.
Pero al terminar la cena se dio cuenta de que no había en los ojos de la muchacha la expresión de admiración que él esperaba. Además, no usó ninguno de los trucos femeninos, que él conocía tan bien, para seguir atrayendo su atención.
Ciertamente no había necesidad de que ella lo hiciera; de cualquier modo, era lo que él esperaba y lo que estaba haciendo la Dama sentada a su otro lado.
Una semana después, el Conde entró en el Club White's. Cuando apareció uno de sus amigos, le preguntó:
−¿Ya has visto las apuestas, Darrill? Vas segundo, después de Hampton.
−¿De qué estás hablando?− preguntó el Conde.
−Pensé que ya te habrías enterado. Están haciendo apuestas sobre si serás tú o Hampton quien ganará la Copa de Oro, que es, desde luego, la Incomparable Elaine.
−No sé de qué diablos están hablando−, exclamó el Conde.
−Es muy simple− dijo su amigo−. Han sacado el Libro de Apuestas y todos hemos apostado algo. Unos dicen que será Hampton quien logre poner el anillo de bodas en el dedo de Elaine Dale, antes de que junio termine, y otros, que eso sólo lo podrás hacer tú.
El Conde se dio la vuelta y se dirigió hacia donde se guardaba el famoso Libro de Apuestas de White's.
Pasó las páginas y encontró los nombres de varios de sus amigos y las cantidades que habían apostado.
Efectivamente, el Conde estaba en segundo lugar, y con los labios apretados de furia, decidió que eso era un insulto.
Él era mucho más rico que Hampton y, por esa razón, cualquier mujer le consideraría más atractivo.
Sin embargo, él comprendía que el Marqués de Hampton era importante, porque era hijo y heredero del Duque de Wheathampton. Era, de cualquier modo, un joven bastante feo, con una tendencia notable a beber demasiado y a volverse agresivo cuando las copas se le subían a la cabeza.
Al mismo tiempo, tenía cierto éxito con el sexo débil.
No sólo por el atractivo de su título, sino porque era un hombre abrumador, que perseguía de forma incansable a cuanta mujer bella le interesaba.
"¡Si eso es lo que a ella le gusta, que se quede con él!", pensó el Conde.
Sin embargo, cuando comprendió que algunos de sus amigos más íntimos, que él siempre había estado seguro de que le admiraban, habían apostado por el éxito de Hampton, se sintió muy molesto.
Fue a visitar a Elaine Dale esa tarde.
En la pequeña y modesta casa que Lord William había alquilado durante la Temporada Social, le pareció todavía más encantadora de lo que él recordaba.
Ella le saludó con evidente sorpresa.
El Conde tuvo la extraña sensación de que le había olvidado. Era evidente que jamás le había cruzado por el pensamiento que él querría verla.
−¿Viene a visitarme a mí, o a Papá?− preguntó ella.
Parecía tan ingenua, que el Conde pensó que realmente no se daba cuenta de que había ido a visitarla a ella. Ni consideró que fuera descortés por parte suya colocarle en la misma categoría de edad de su Padre.
El se dedicó simplemente a ser agradable y ella se ruborizó un poco ante los cumplidos de él.
Cuando el Conde se levantó para marcharse, ella no le preguntó cuándo se volverían a ver.
Al descender la escalinata, hacia donde estaba esperando su faetón, el Conde tuvo la sensación de que ella no volvería a pensar en él, una vez que se hubiera marchado.
Todo era tan diferente a cuanto le había sucedido antes, que el Conde decidió apoderarse del corazón de Elaine Dale.
Que Hampton le derrotara le resultaba inimaginable. Empezó a cortejarla con flores y con un ardor que habría asombrado a otras Damas, que le conocían.
Su Secretario, que trabajaba en la casa de la Plaza Berkeley, era testigo de la gran cantidad de cartas y notas que el Conde recibía todos los días.
La mayoría eran de mujeres casadas, sin escrúpulos morales.
Siempre parecía haber un mozo de librea diferente en la puerta, entregando al lacayo de turno una cartita que olía a gardenias o jazmines. Ahora era el Conde quien escribía las cartas de amor y los Mozos de su casa, los que las llevaban a la Casita de Islington.
−Ahora sí que le ha pegado el amor con fuerza a Su Señoría -dijo uno de ellos.
−¡No le culpo! -contestó el otro muchacho de la caballeriza-. Es tan hermosa que hace que todas las demás mujeres, parezcan feas.
Los dos muchachos se habían echado a reír. Si el Conde hubiera podido oírlos, se habría puesto furioso.
Tres semanas después de su primer encuentro, el Conde comprendió que había llegado el momento en que debía expresar con más decisión sus intenciones a Elaine.
Se rumoreaba en White's que Hampton , ya le había propuesto matrimonio de rodillas, y que Elaine había contestado que necesitaba tiempo para pensarlo.
"¡Ya ha llegado la hora de ver realmente quién es el mejor!", pensó el Conde.
Él se había mostrado muy atento con ella, pero comprendía muy bien , que la reputación que tenía, podía hacer pensar a Elaine , que sus intenciones no eran serias.
Como se trataba de ofrecerle un anillo matrimonial, ella podía pensar que él se iba a abstener de hacerlo en el último momento. Debido a que los miembros del White's pensaba que eso era lo que iba a suceder, las apuestas en favor de Hampton habían aumentado de manera considerable y él había quedado atrás. Después de dar vueltas en su cama la mayor parte de la noche, el Conde tomó una decisión.
En realidad, no tenía deseos de casarse, ya que consideraba que su libertad era algo precioso.
Sin embargo, se daba cuenta de que era su deber tener un heredero, o tal vez, dos o tres.
Era muy poco probable que encontrara una mujer más hermosa, ni más adecuada para ser su esposa, que Elaine.
Su sangre era tan noble como la suya y no había otra mujer, en toda la Alta Sociedad inglesa, que pudiera lucir mejor las joyas de su familia que ella.
Ya podía imaginarla luciendo la enorme diadema de diamantes de la familia.
Y a él siempre le había gustado mucho el juego de zafiros en el que las piedras, intensamente azules, eran más finas que las pertenecientes a la Reina.
Debido a que tenía mucha experiencia en cuestión de ropa femenina, el Conde se daba cuenta de que aunque Elaine estaba siempre exquisita, no tenía muchos vestidos.
Se ponía una y otra vez el mismo vestido con diferentes accesorios que le hacían parecer diferente a quienes eran menos observadores que él.
Pero, sin importar lo que llevara puesto, era imposible que alguien, al conocerla, no mirara con admiración su cara ovalada, sus ojos azules y la perfecta línea de sus labios.
El Conde decidió que quería besarla.
Aunque ya le besaba la mano, sabía que todavía no podía intentar nada más íntimo.
Eso sólo le sería permitido después de que hubiera puesto su corazón a los pies de ella y le hubiera pedido que fuera su esposa. "¡Caramba, tengo que conseguirlo!", se dijo a sí mismo.
La visitaría al día siguiente y le propondría matrimonio.
Se enteró, sin embargo, de que Elaine había salido de Londres de forma inesperada. Le dijeron que su abuelo, el Duque de Avondale, quería verla.
Por un momento, el Conde se sintió irritado.
Entonces comprendió que si le pedía que fuera su esposa en el campo, resultaría más romántico. La salita de la casa de Islington era bastante deprimente, por lo tanto, ordenó que su nuevo tiro de caballos fuera enganchado a su faetón, para ir en éste a la Casa Avondale.
Pensó, mientras conducía su faetón amarillo, que el corazón de cualquier muchacha latiría un poco más de prisa al verle.
Sus enamoradas le habían dicho que parecía Apolo conduciendo el sol a través del cielo. Añadían que, como el dios griego, él hacía desaparecer la oscuridad de la noche.
Era un cumplido que había oído con tanta frecuencia que empezaba a creerlo.
Aunque Elaine tal vez no había oído hablar de Apolo, sería imposible, pensó él, que no se sintiera llena de admiración al verle. El Conde no era, en realidad, un hombre muy vanidoso; pero tenía una idea muy clara de su propia valía.
Hubiera sido tonto, y no lo era, si no se hubiera dado cuenta de que no había nadie en toda la Aristocracia inglesa que llevara las riendas mejor que él.
Sabía muy bien que podía vencer a cualquiera de sus contemporáneos, tanto conduciendo un vehículo como montando un caballo. Tardó poco más de una hora en llegar a las puertas de la casa Avondale.
No era una mansión particularmente atractiva. Comparada con Charn, su estilo Arquitectónico era más pobre y su posición había sido mal elegida.
De todas formas, pensó el Conde con cierto cinismo, un Duque es siempre un Duque.
Cabía la posibilidad, aunque parecía bastante improbable, de que la importancia del título inclinara la balanza en favor de Hampton.
Recordó la horrorosa cara de Hampton y su cuerpo regordete. La comparación entre ellos era absurda.
El Conde había tomado la precaución de enviar a un mozo a primera hora de la mañana con una nota en la que comunicaba a Elaine que iba a ir a visitarla.
Cuando se detuvo frente a la puerta principal, estaba seguro de que ella lo estaría esperando ansiosamente.
Dos lacayos bastante mal vestidos extendieron una gastada alfombra roja en la escalinata.
El palafrenero del Conde había saltado del asiento posterior, para sujetar los caballos.
El Conde soltó las riendas lentamente y, sin prisa, se bajó del faetón. Un anciano mayordomo le hizo una reverencia cuando llegó a la puerta principal.
El Conde entregó a un lacayo su sombrero y sus guantes. Pensó que el amplio vestíbulo era un poco sombrío. Eso se debía, tal vez, a que los cuadros que colgaban en las paredes necesitaban una buena limpieza.
Siguió al mayordomo, que lo condujo a un amplio salón con un claro exceso de muebles. Para su sorpresa, no había nadie. Él pensaba que Elaine estaría esperándole en él.
Recordó en cuántos salones del mismo tipo había entrado en el pasado. La Dama a la que iba a visitar estaba siempre de pie en el extremo más lejano.
Casi siempre se encontraba de pie junto a un jarrón de flores, vestida con su modelo más elegante.
Al cerrarse la puerta, sus ojos parecían llenar su cara. Entonces era sólo cuestión de segundos que corriera hasta él para arrojarse a sus brazos.
Ella decía atropelladamente:
−¡Yo esperaba que vinieras, pero... oh, Darrill, tenía tanto miedo de que se te hubiera olvidado!
−¿Cómo piensas que podía haber sucedido tal cosa− contestaba él.
−¡Te amo, Darrill, te amo!
Las palabras eran pronunciadas en un murmullo bajo y apasionado.
Sus labios esperaban los suyos y el cuerpo cálido y ansioso, cuyo corazón él sabía , latía con desesperación, se oprimía contra el suyo. Todo era tan familiar que siempre le hacía pensar que estaba en un escenario interpretando un papel que se sabía ya a la perfección.
Para su sorpresa, sin embargo, Elaine no lo estaba esperando. Él pensó un poco cínicamente que era más lista de lo que pensaba. Cinco minutos más tarde, entró en la habitación.
Era tiempo suficiente, pensó el Conde, para que él estuviera impaciente por verla, pero no suficiente para que se hubiera irritado por la demora.
Estaba preciosa; nadie podía negar eso, con un vestido que ya le había visto la semana anterior.
Entonces lo llevaba adornado con cintas azules, que habían sido cambiadas ahora por otras rosas.
Su pelo estaba peinado a la última moda, pero de una forma tan hábil, que parecía natural.
En el brazo, como si viniera del jardín, llevaba una gran cesta llena de rosas.
Se detuvo en la puerta y le dijo:
−Siento mucho haberle hecho esperar. Aunque tuvo usted la gentileza de comunicarme que iba a venir, no le esperaba tan temprano. El Conde pensó que hablaba con toda naturalidad. Al mismo tiempo, no era tan ingenuo como para creer que ella estaba realmente en el Jardín, cortando las flores.
Elaine dejó la cesta en una silla y después se acercó a la chimenea. Debido a que hacía demasiado calor para encender el fuego, el Conde vio que la chimenea había sido decorada con plantas y que los capullos que brotaban de ellas eran rosas, como las cintas del vestido de Elaine.
−¡Estás muy hermosa!− dijo él en voz baja.
Ella no se ruborizó, pero bajó la mirada con timidez. Se le ocurrió al Conde que era, de nuevo, exactamente lo que debía haber hecho.
Le dio la impresión de que era un acto ensayado y no una reacción espontánea.
Entonces se dijo a sí mismo, que estaba siendo innecesariamente criticón y que no había nada que él odiara más que una muchachita tonta, torpe e insegura de sí misma.
−¡Ha sido muy amable por su parte venir hasta aquí para verme!− estaba diciendo Elaine con suavidad.
−No queda muy lejos -contestó el Conde−, y mis caballos nuevos han hecho el recorrido con mucha rapidez. He pensado que tal vez le guste verlos.
−Sí, desde luego.
Comprendió, por la forma en que lo dijo, que no estaba realmente interesada.
Él hubiera querido decirle que Hampton era un inútil cuando se trataba de conducir un vehículo y que era un caballista de segunda categoría, que sólo usaba caballos muy mansos.
Se dijo a sí mismo que ése no era el momento más apropiado para estar pensando en Hampton, sino en sus propios intereses.
−He venido, Elaine− dijo el Conde en voz profunda− porque tengo algo que decirle.
Ella levantó los ojos azules hacia él y preguntó con ingenuidad:
−¿De qué se trata? ¿No podía esperar que yo volviera a Londres?
−¡No, no podía esperar!− dijo el Conde con firmeza−. Y, en realidad, he pensado que el campo, que estoy seguro, debe gustarle tanto como a mí, es el lugar más idóneo.
Se le ocurrió, al decir eso, que no tenía idea siquiera, de si a ella le gustaba el campo o no.
Sólo se habían visto en Londres y no habían hablado sobre ese tema.
Entonces olvidó todo, excepto que los ojos de ella buscaban la cara de él y que sus labios, ligeramente entreabiertos, eran muy bellos. Quería besarla y estaba seguro de que él sería el primer hombre que lo hiciera.
−Lo que he venido a pedirte, Elaine− dijo− es que te cases conmigo.
Las palabras salieron de sus labios espontáneamente y, pensó él, no con la elocuencia que hubiera querido.
Los ojos de Elaine se agrandaron, mientras decía con un tono de genuina sorpresa:
−No tenía la menor idea de que usted tenía esas pretensiones respecto a... mí.
−Pero así es.
La rodeó con su brazo al decir eso. Para su asombro, ella levantó las manos, como para detenerlo.
−Por favor− suplicó Elaine−, ¡por favor, no debe usted besarme!