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Un apasionado encuentro con Olympia Stanhope dejó al multimillonario griego Alexandros Andino aturdido. Era la mujer más abrumadora y sexy que había conocido nunca. Sin embargo, al acostarse con ella, se permitió olvidar brevemente que la familia de Olympia destruyó a la suya. Pero ya no podía alejarse de ella... ¡Olympia estaba embarazada! Tras crecer sin reglas ni afecto familiar, la rebelde y autodestructiva Olympia Stanhope quería que su hijo tuviera ambas cosas. Si para eso tenía que aceptar la proposición de matrimonio de Alex, que solo era un acuerdo de conveniencia, lo haría. Pero, aunque la mirada de Alex tenía una nota de desdén, también rebosaba un deseo devastador.
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Seitenzahl: 189
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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© 2025 Lucy King
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un cambio de rumbo , n.º 3190 - octubre 2025
Título original: Expecting the Greek’s Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370007775
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El foro económico global, que se celebraba en un resort de siete estrellas en Suiza con la asistencia de las figuras más influyentes del mundo de los negocios, las artes, el gobierno y la ciencia, llevaba tres días en marcha.
Esa tarde, Alexandros Andino había pronunciado un discurso inaugural ante un auditorio abarrotado sobre las tendencias de inversión en el cambio climático. Esa noche, en la fiesta posterior, el último evento antes de que todos se marchasen al día siguiente, Alex charlaba con media docena de personas que buscaban su perspectiva sobre el tema.
En cuanto a energías alternativas, iniciativas verdes o la rápida mejora de la rentabilidad en ese sector, había poco que él no supiera.
En ese momento, sin embargo, no sabía nada.
De hecho, no tenía nada que decir sobre nada porque acababa de ver a Olympia Stanhope coqueteando con el jeque Abdul Karim al-Umani, su cliente más importante y lucrativo, y eso era intolerable.
«Se acabó».
Había perdido la paciencia.
Cuando Olympia irrumpió en el mundo de los fondos de inversión como directora de negocios para el exclusivo banco privado propiedad de su adinerada familia anglo-griega, no le dio mucha importancia. ¿Quién tomaría en serio a una rebelde con una década de escándalos en la prensa rosa y doce semanas de rehabilitación a sus espaldas? Olympia no tenía experiencia en los mercados financieros. Según las revistas de cotilleos, que la seguían a todas partes, solo sabía cómo gastar el dinero. Nadie le haría ni caso. Zander Stanhope, que dirigía el imperio bancario y naviero Stanhope Kallis, le había dado ese puesto para quitársela de encima y la reemplazaría en una semana, estaba seguro.
Pero esa arrogante indiferencia hacia el talento de Olympia resultó ser un error.
Había sido un idiota al pensar que solo era una niña rica y consentida. Había subestimado el poder de su escandaloso atractivo y su simpatía personal. No había tomado en cuenta su asombrosa habilidad para separar el trigo de la paja, atraer a los primeros y descartar sutilmente a los segundos. En lugar de aparecer en las columnas de chismes como antes, ahora la prensa la presentaba como alguien a tener en cuenta. Una potencial figura clave en un sector en el que había entrado sin experiencia previa y que había ocupado durante apenas seis meses.
Francamente, era inconcebible.
Pero como los inversores que había conquistado hasta la fecha eran relativamente insignificantes, y él seguía convencido de que era flor de un día, Alex había contenido su irritación. Como él no era más inmune a sus encantos que cualquier otro hombre, a pesar de ser hija de una mujer a la que odiaba con toda su alma, la había evitado hasta el punto de no dirigirle la palabra.
Pero esa noche, al verla intentando cortejar al jeque multimillonario cuyo dinero él administraba, Olympia se había excedido.
Aquel era su mundo, pensó, apretando los dientes al oírla reír. Un mundo en el que no había tenido más remedio que adentrarse tras la aventura de su padre con Selene, la madre de Olympia, dos décadas atrás. Una aventura que no solo provocó la destrucción del matrimonio de sus padres y la brutal ruptura de todo vínculo con Leo, el hermano mayor de Olympia y entonces su mejor amigo, sino también, gracias a un divorcio amargo y costoso, la ruina de su familia.
Había pasado veinte años sudando sangre para convertir las cenizas de la fortuna Andino en un imperio que manejaba miles de millones de dólares, un imperio que era demasiado grande como para ser aniquilado. Olympia intentaba abrirse paso en la industria que él dominaba solo gracias a su apellido. Su presencia y el interés inmerecido que despertaba eran un insulto a sus esfuerzos y no podía permitirlo.
Tenía que ponerla en su sitio de una vez por todas.
Alex esbozó una lacónica sonrisa mientras murmuraba una disculpa a quienes lo rodeaban. Luego, apretando la mandíbula, se dirigió hacia ella.
Olympia estaba de espaldas y su larga melena oscura brillaba bajo la luz de las lámparas de araña. El escandaloso y llamativo vestido de lentejuelas plateadas se ceñía a sus curvas, reluciendo como un faro en un mar de gris, azul marino y negro.
Siempre destacando, siempre el centro de atención, pensó mientras se abría paso entre la multitud, apretando los dientes de nuevo al ver que el jeque tocaba su brazo.
De tal palo, tal astilla. Era igual que su madre: peligrosa, imprevisible y capaz de provocar un desastre.
Preparándose para no reaccionar ante el impacto de su proximidad, que había experimentado solo una vez, pero que era tan intenso como inoportuno, Alex se detuvo bruscamente cuando llegó a su lado.
–Buenas noches, Abdul Karim –dijo, ignorándola por completo mientras se inclinaba para darle una palmadita en el hombro al jeque–. Me alegro de verte. ¿Nos disculpas un momento? La señorita Stanhope y yo tenemos que hablar.
–¿Ahora mismo?
Estaba claro que al jeque no le gustaba la intrusión, pero tendría que calmar esas aguas turbulentas en otro momento.
–Me temo que no puede esperar.
Abdul Karim lo miró fijamente un momento. Y luego, tal vez notando que su tono firme desmentía la postura relajada y la sonrisa fácil, inclinó la cabeza y dio un paso atrás.
–En ese caso, por supuesto.
–El señor Andino se equivoca, no tenemos nada que hablar –dijo entonces Olympia, esbozando una sonrisa–. Ni siquiera nos conocemos, de modo que no sé qué puede ser tan urgente.
–Es un asunto importante –insistió Alex.
–Tengo un hueco en mi agenda mañana a las nueve –replicó ella, lanzándole una mirada tan gélida que podría haber congelado el Sahara–. Puedo atenderlo entonces.
–Mañana no, ahora.
–Ahora no me conviene.
–Ya le he dicho que es urgente.
–¿Puede explicar por qué?
–Lo haré. En privado.
–Por fascinante que sea esta conversación –intervino el jeque, claramente aburrido de la apenas disimulada batalla que se desarrollaba ante él–, se está haciendo tarde, y debería irme. Sin embargo, me interesaría saber tu opinión sobre el futuro de los combustibles fósiles, Alex. ¿Quizá un almuerzo la semana que viene?
–Por supuesto. Yo me encargo de organizarlo.
–Ha sido un placer conocerla, señorita Stanhope. Espero que volvamos a encontrarnos.
–Cuente con ello.
Cuando Abdul Karim desapareció, Alex juró para sí mismo que su cliente y Olympia no volverían a verse si él tenía algo que decir al respecto.
–Vamos –murmuró, tomándola del brazo.
–Suéltame ahora mismo –siseó ella, intentando soltarse–. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
Alex apretó los dientes y siguió adelante ignorando las miradas de curiosidad. A pesar de haber reforzado sus defensas para resistirse a su cautivador aroma, estar a su lado lo tenía desquiciado. La palma de su mano en contacto con el brazo de Olympia parecía arder y su pulso se había acelerado. Todo era frustrante e inaceptable. Tenía que terminar con aquello lo antes posible.
–Yo podría preguntarte lo mismo.
–No soy yo quien está montando un escándalo –replicó ella–. ¿Cómo te atreves a tocarme? Suéltame ahora mismo.
–En un momento.
–Esto es increíble –murmuró Olympia, airada.
Alex la sacó a toda prisa del salón y abrió la puerta que conducía a la escalera de incendios. El rellano, tenuemente iluminado, les brindaría la privacidad que requería esa conversación. En cuanto la puerta se cerró tras ellos, la soltó y metió las manos en los bolsillos del pantalón.
Olympia se apartó, lanzando sobre él una mirada tan feroz que podría haber arrancado la pintura del techo.
–Me has hecho quedar como una tonta delante de todo el mundo. Eres un imbécil, condescendiente y misógino… –Sus ojos oscuros brillaban de furia mientras se frotaba el brazo–. Has hecho todo lo posible por evitarme durante meses ¿y ahora tenemos que hablar? ¿En medio de una fiesta? ¿Qué es tan urgente?
Alex apretó los dientes. Tenía que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para controlar el calor que lo invadía y resistirse al impulso de bajar la mirada hacia sus agitados pechos.
–Aléjate de mis clientes, Olympia.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
–¿Cómo dices?
–Ya me has oído –dijo él con sequedad–. Llevas meses invadiendo mi territorio y lo he dejado pasar. Las oportunidades que has aprovechado hasta ahora me importan poco, pero esta noche, al acercarte a Abdul Karim, te has pasado de la raya y no voy a tolerarlo.
–¿Tu territorio? –repitió ella, levantando la barbilla en un gesto de rebeldía–. ¿Lo has dejado pasar? Tu arrogancia es impresionante.
¿Y qué si lo era? Como si alguna vez le hubiera importado.
–Este es mi mundo, no el tuyo –le espetó Alex–. Llevo veinte años en esto. Soy el mejor en el negocio, el tiburón más grande. Tú eres un pez pequeño chapoteando en aguas poco profundas. Una advenediza que se ha colado en mi sector gracias a su apellido y nada más.
–Sin embargo, me ves como una amenaza –replicó Olympia.
–No digas tonterías.
–No es una tontería. Y haces bien al preocuparte por el jeque. Puedo ser muy persuasiva cuando me lo propongo.
Alex podía imaginarlo. ¿A cuántos hombres habría enamorado con esos ojos oscuros que invitaban a la cama? ¿A cuántos más tenía en el punto de mira?
–El jeque es y siempre será mío –anunció, apartando de su mente el absurdo deseo de besarla–. Operadores con mucha más experiencia que tú han intentado robármelo y han fracasado. Estás perdiendo el tiempo.
–¿De verdad?
–No estás en tu elemento, Olympia Stanhope. Eres una ingenua.
–Y tú eres un grosero. –Olympia dio un paso hacia él y Alex tuvo que contener el impulso de retroceder–. Pero piensa lo que quieras. Puede que no lleve mucho tiempo en esto, y sé que tengo mucho que aprender, pero no voy a renunciar. De hecho, apenas he empezado. Haré lo que tenga que hacer para exprimir al máximo la oportunidad que se me ha dado. Tengo muchos planes y espero que puedas soportar un poco de sana competencia.
Negándose a reconocerse a sí mismo en lo que decía, porque identificarse con ella era lo último que la situación requería, Alex respiró hondo e intentó calmarse.
–No te conviertas en mi enemiga, Olympia.
–¿O qué?
–Te arrepentirás si lo haces.
–Amenazas vacías –dijo ella, encogiéndose de hombros.
–No lo son en absoluto. ¿Has oído hablar de Naxos Capital Assets?
–No.
–¿Lincoln Masters?
–No.
–Precisamente, porque ya no existen. Si te enfrentas conmigo, lo harás bajo tu propio riesgo. No te metas en mis asuntos o sufrirás las consecuencias.
Olympia puso los ojos en blanco.
–Qué ridiculez…
–Si sigues desafiándome, usaré todas las armas a mi disposición para conseguir lo que quiero: tu pasado, tu familia, todo lo que pueda averiguar sobre ti. Todo será válido.
–Dudo que encuentres algo que no sea de dominio público. Y no voy a dejarme intimidar –replicó ella, con un destello de desafío en sus ojos oscuros–. ¿Cuál es tu problema conmigo, Alex? Y no digas que esto no es personal. Ambos sabemos que lo es.
–No se trata de algo personal.
–Es algo personal –insistió Olympia–. No me soportas, ¿verdad? Quedó claro cuando intenté presentarme en aquella ceremonia de premios en noviembre. Te ofrecí la mano para que la estrecharas y tú me diste la espalda. Fue un desaire brutal. Tu antipatía ha sido evidente desde entonces y no lo entiendo. No nos conocemos. Antes de esta noche ni siquiera habíamos hablado, pero siempre que coincidimos en algún sitio me fulminas con la mirada. ¿Qué tienes contra mí? ¿Te he hecho daño de alguna manera? ¿Te preocupa mi reputación?
–Tu reputación es cosa tuya.
De nuevo, Olympia puso los ojos en blanco.
–Una vez te oí comentar que debería dedicarme a otra cosa, pero no entiendo ese resentimiento. Eres el mejor en el negocio y lo has sido durante años. Si quieres saber la verdad, tu preciado jeque estaba más interesado en convencerme para que cenase con él que en transferir su dinero al banco de mi familia. Y créeme si te digo que lo intenté.
–Por suerte, mis clientes son muy leales.
–Entonces, ¿por qué te importa lo que yo haga? ¿Qué he hecho para que me odies tanto?
Olympia lo miró, con la barbilla levantada, irradiando tensión y desafío. Y Alex tuvo que tragar saliva, desconcertado por sus preguntas.
Había pensado que accedería a sus exigencias, aunque fuese a regañadientes. En cambio, se lanzó al ataque y, por primera vez en muchos años, se encontró en desventaja.
El silencio en el rellano era atronador, pero la cacofonía dentro de su cabeza era ensordecedora. Olympia, evidentemente, no había hecho la conexión entre el pasado y el presente, entre su familia y la suya. ¿De verdad tendría que explicarle que no la odiaba a ella sino lo que ella representaba?
Tendría que confesar que se parecía tanto a su madre que cada vez que la veía volvía a ser el chico de diecisiete años, intentando bloquear las discusiones, las lágrimas, la destrucción de su familia. Dándose cuenta de que su vida había cambiado para siempre. Tendría que revelar cuánto le disgustaba revivir constantemente no solo el momento en que encontró a su padre tendido en el suelo de la cocina, tan solo una semana después de que se hubiera formalizado el divorcio, con la mano aún apretándose el pecho, sino también el posterior diagnóstico de cáncer terminal de su madre, consecuencia de tanto sufrimiento.
Y, por si la perspectiva de exponer esas debilidades no fuera suficientemente desagradable, también tendría que reconocer el deseo que ella, Olympia, despertaba en él; un deseo que odiaba y temía a partes iguales.
Alex también recordaba el día que se conocieron como si fuese el día anterior. En cuando sus miradas se cruzaron sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
Su sonrisa lo había cegado. La oleada de deseo había sido tan poderosa, tan absorbente, que lo dejó paralizado. Instintivamente, supo que si estrechaba la mano que le ofrecía estaría perdido. La habría tomado entre sus brazos y la habría besado como si fueran las dos últimas personas en la Tierra y la supervivencia de la raza humana dependiese de ellos.
Conmocionado por esa reacción, y horrorizado ante la idea de que la historia se repitiese una generación después, tuvo que alejarse. No tenía elección. Nunca sucumbiría a la tentación porque no podía ni imaginar el caos que provocaría.
No sería tan débil. No podía serlo.
Desde entonces, había jurado mantener las distancias y lo había hecho. Hasta ese momento, cuando estaban a un metro de distancia, mirándose a los ojos, el aire ardiendo hasta tal punto que no podía recordar qué le había preguntado.
El corazón golpeaba sus costillas como si quisiera escapar de su pecho. Su proximidad estaba robándole la razón.
A pesar de quién era y de la amenaza que representaba, quería abrazarla, empujarla contra la pared empapelada para cubrirla con su cuerpo hasta que se derritiese sobre él. Hasta que suspirase, aferrándose a sus hombros y gimiendo su nombre.
Cuando se pasó la punta de la lengua por los labios, la necesidad de besarla lo golpeó con tal fuerza que tuvo que apretar los puños para no inclinarse hacia adelante y tomar lo que quería.
–Ah, ahora lo entiendo –dijo ella entonces.
Su voz rasgó la niebla que embotaba su cerebro, haciéndole pensar en sábanas arrugadas y miembros enredados.
Alex se concentró en su rostro y descubrió que ya no lo miraba con ira y desafío sino con una desconcertante petulancia.
–¿Qué es lo que entiendes?
–Me deseas.
La sorpresa lo paralizó. No podía ser tan transparente.
–¿Cómo dices?
–Te sientes atraído por mí –dijo ella, mirándolo de un modo que cubrió su frente de un sudor helado, aunque estaba ardiendo–. No tiene sentido negarlo. La evidencia es indiscutible: tienes las pupilas dilatadas y puedo ver el pulso latiendo en tu cuello. Y no puedes apartar la vista de mi boca. Sospecho que, como me crees una «princesita mimada», tus palabras si mal no recuerdo, no quieres desearme. Me deseas contra tu voluntad y eso es lo que no puedes soportar.
Alex se quedó sin palabras. Tenía razón en todo, salvo en por qué no quería desearla, de modo que negarlo era la única opción.
–¿Has perdido la cabeza?
–Es innegable. ¿Y sabes una cosa? Creo que es ese deseo lo que está detrás de las miradas de desaprobación que me has lanzado durante estos últimos meses. No se debe solo a mi escandalosa reputación o al hecho de que mi hermano me haya dado un puesto para el que no tengo experiencia. Ese es el problema. Me deseas y no sabes cómo tratarme.
Alex negó con la cabeza, pero se estaba quedando sin argumentos.
–Eso es absurdo.
–Quizá –asintió ella con una ligera inclinación de cabeza–. Pero si no me equivoco, y estoy segura de ello, eso explica que quisieras alejarme del jeque a toda prisa.
–¿Cómo?
–Estabas celoso del jeque y lo entiendo. Es un notorio mujeriego.
El suelo pareció temblar bajo los pies de Alex. ¿Qué demonios? Él no estaba celoso. Los celos eran una emoción destructiva e inútil para la que nunca había tenido tiempo. Además, solo podría estar celoso si sintiese algo por Olympia, lo cual era absurdo.
Aunque eso explicaría la ira que sintió al verla hablando con el jeque. Y el impulso de partirle la cara al ver que tocaba su brazo.
Pero no. Solo estaba furioso con ella porque había tenido la temeridad de invadir su espacio, porque se atrevía a intentar establecer una relación profesional con su mejor cliente. Nada más.
–Esto es una locura –murmuró, pensando que debería largarse de allí mientras aún podía hacerlo, antes de que ella lo obligase a hacer algo de lo que se arrepentiría después–. Estás muy engañada. Y no eres tan irresistible como pareces creer. No todos los hombres quedan hechizados por tu sonrisa. Algunos somos inmunes a tus encantos. Solo quiero que no te metas en mis asuntos.
–Entonces, ¿si te toco no sentirás nada?
Todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
–Por supuesto.
–No te creo.
–Me da igual si me crees o no.
–Demuéstralo.
Olympia dio un paso adelante y alargó una mano para tocarlo, pero Alex se apartó bruscamente y la tomó por la muñeca.
–Para, no hagas eso.
–Te gusta mucho dar órdenes, ¿no? –lo retó ella, con un brillo de provocación en sus ojos oscuros–. ¿Estás acostumbrado a que te obedezcan?
Sí, lo estaba. ¿Y cómo demonios habían llegado a esa situación? ¿Los dos enfrascados en una batalla que ella claramente esperaba que perdiese? ¿Y cómo iba a ganar?
Tendría que darle una lección que no olvidase nunca, una lección que la haría arrepentirse de haber decidido enfrentarse con él.
–Para, Olympia –le espetó, dándole una última oportunidad para obedecer antes de tener que afrontar las consecuencias.
–Tú primero, Alex.
–Estás jugando con fuego.
–Pues quémame.
Olympia no sabía qué estaba haciendo. Veinte minutos antes intentaba controlar las manos del jeque, entreteniéndolo con el tema de las inversiones mientras se preguntaba cuánto más tendría que soportar. Por supuesto, se sentía honrada de representar al banco Stanhope en la conferencia y estaría eternamente agradecida a su hermano, Zander, por haberle dado la oportunidad de cambiar el rumbo de su desastrosa vida, pero tener que convencer a millonarios para que invirtiesen en el banco de su familia era agotador.
Llevaba seis meses en ello. Al principio, comprendió perfectamente la intención de su hermano cuando le dijo que necesitaba generar confianza y darse a conocer antes de empezar a gestionar los fondos en los que invertían sus adinerados clientes.
Tras una década generando titulares tan escandalosos como: Olympia Stanhope vuelve a organizarla en los Juegos Olímpicos, era muy consciente de que tenía mucho que demostrar. Su publicitada estancia en la clínica de rehabilitación no inspiraba confianza precisamente, pero podía usar su personalidad extrovertida y su notoriedad para conseguir nuevos clientes.
Tal había sido su determinación de triunfar en el mundo de los negocios que había superado con creces el objetivo que su hermano le había fijado para el primer año en una cuarta parte del tiempo. Había duplicado el número de inversores y estaba más que lista para dar un paso adelante y asumir el puesto de gestora de fondos que había anhelado desde que, inesperadamente, le picó el gusanillo de las finanzas.
