Un caracol en mi armario - Toni Acosta - E-Book

Un caracol en mi armario E-Book

Toni Acosta

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Beschreibung

Eva tiene once años, se siente muy sola en el colegio y no sabe cómo vestirse. Su madre, Candela, divorciada, intenta llegar a todo, pero siempre lo hace tarde y derrapando, y no entiende por qué su hija no tiene amigas y está triste. Ella también está triste. Juana, la abuela, no para de hablar y de dar consejos por wasap. Un día, Eva le cuenta a su madre un secreto. A partir de ahí, todo se descontrola. Esta historia va de cuidarse y de dejarse cuidar, de perdonarse y perdonar. De mujeres valientes que lloran, ríen y bailan para no hacerse pis. Divertida, entrañable, irónica y emotiva; la primera novela de Toni Acosta habla sobre el amor de las madres, la amistad, la soledad, la culpa, el duelo por las rupturas y la fuerza de la familia.

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Seitenzahl: 281

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollins.com

 

Un caracol en mi armario

© 2025, Antonia del Carmen Acosta León

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresa-mente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

Arte de cubierta: CalderónSTUDIO®

 

Ilustración de cubierta: Julia Martos Acosta

 

ISBN: 9788410641587

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Dedicatoria

Prefacio

1. La madre es Candelaria

2. Candelaria va a terapia

3. La niña es Eva

4. La abuela es Juana

5. Eva y el caracol

6. Candelaria a solas

7. La madre en la librería

8. La niña en el cole

9. Candelaria conoce a Cordelia

10. La madre, la hija y la abuela en el coche

11. Candelaria y Juana en la ferretería

12. La madre y la hija hablan

13. Cordelia’s Bitches

14. Candelaria al día siguiente

15. Las hermanas Costa

16. Jorge, Eva y Candelaria en el coche

17. Candelaria y Celia en los Goya

18. La madre justiciera

19. Construir el terrario

La pesadilla

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A mi madre, Chana, la leona madre, siempre.

Te quiero, mamucha.

Te quiero con toda mi vida.

Prefacio

 

 

 

 

 

Este relato está basado en una historia real.

He cambiado nombres, lugares y tiempos.

1 La madre es Candelaria

 

 

 

 

 

-Hola, holaaaaaaa.

Llevo un bolso pequeño cruzado donde solo guardo el móvil, la cartera y los clínex. Un bolso grande con revistas, neceser, cargador del móvil, dos libros de bolsillo, la tablet, frutos secos, una manzana, una naranja, cosas varias. También cargo dos bolsas del súper. Me hago pis. Voy soltando como buenamente puedo el lastre, cruzando las piernas para que esta incontinencia mía no gane, esa incontinencia que se relaja al llegar a casa. Viene Amy, ladra, trepa por mis piernas, rebusca en las bolsas…

—Espera, espera que me hago pis.

Sigue ladrando.

—Para —grito—. Para.

Nunca para. Me da risa. Me meto en el baño, el que está justo a la entrada de la casa. He logrado quitarme el plumas, el bolso pequeño aún cuelga de mi cuello, Amy olfatea mis bragas.

—Que pares, Amy, por favor.

Salgo del baño.

—Hola, holaaaaaaaa.

El segundo «hola» siempre alargado, como una cancioncilla.

Camino hacia el salón, son las tres de la tarde y me acuerdo. Recuerdo. «Ay, no están». A veces se me olvida. Me quedo parada en el salón, inmóvil. La luz inunda la estancia, no hay cortinas, él nunca quiso poner cortinas. Tengo que comprarlas. Una vecina un día me confesó que desde su casa se veía nuestro salón, de noche, si teníamos la luz encendida y no habíamos bajado aún las persianas.

De repente empiezo a ver pasar a todos los que vivimos en la casa, sé que estoy quieta y que Amy se ha calmado. Veo que Jorge se hace mayor, entra y sale del plano, como jugando al escondite, su pelo corto, su pelo ahora más largo, una novia, ¿un bebé? ¿Jorge y su novia han tenido un bebé? ¿Soy abuela? ¿Ya? ¿Tan pronto? También entra y sale Eva, siempre sonriente, siempre con la camiseta naranja de la jirafa, el pantalón corto azul marino desgastado y las deportivas viejas y rotas del Decathlon. Se hace mayor y va vestida igual. Está guapa, pero lleva la coleta baja. Trago saliva. No pasa de la garganta. Me siento como cuando me tocaba comulgar en el cole de monjas. La hostia se te quedaba pegada al paladar, al cielo de la boca —qué nombre más bonito «el cielo de la boca»—. Tragarme la hostia. Qué difícil era. Cuánta culpa. Nos convencían de que era el cuerpo de Cristo y yo trataba a la hostia así, como un cuerpo herido y sangrante. No podíamos masticarla. Yo esperaba, pacientemente, o no, a que la hostia se fuese despegando del paladar, era tremendamente angustioso, nunca sabía cuándo tragarla y tragarla me dolía. En qué mente se fabrica esta religión, a nadie le pareció raro, morboso o simplemente asqueroso explicar a infantes de ocho años que hay que comerse el cuerpo de Cristo, que está en la cruz, pero que luego resucita y después hay que beberse su sangre, que en esta ceremonia primero es vino y se transforma en sangre durante la consagración. Vino. Me tortura la religión. Las pesadillas. La confesión. Yo en misa siempre pedía lo mismo: «Por favor, no quiero vomitar mañana por la mañana el desayuno». El regusto de la hostia, que me recordaba siempre al papel que envolvía los turrones en la feria, se quedaba en la boca horas más tarde. ¿Pero de qué están hechas las hostias, mamá? Eso no se pregunta, mi niña. Y lo que no se pregunta, no existe. Así crecí yo. Con una cabeza llena de preguntas que no se preguntaban. Y si no se preguntaban, ahí se quedaban, sin responder. Lo que no se nombra no existe y si no existe, te lo inventas y así cada una se inventa su propia verdad. Pero esa verdad, muchas veces, no es la realidad.

Sigo de pie paralizada en el salón blanco.

El tiempo pasa para los demás, para los que me rodean, no para mí y no sé, en realidad, el tiempo que pasa. Hasta que miro el reloj. Son las cinco menos cuarto. Tengo tiempo aún de recogerles en el cole. Ah, no. No me tocan. Otra vez me traiciona la memoria. Cojo el móvil y escribo el mensaje: «Carmen, tú conoces a una psicóloga, ¿verdad?». Carmen responde al instante: «Sí, aquí va su número, se llama Pilar. No tienes que explicarme nada». Agradeceré siempre a la vida las amigas que me ha puesto en el camino. Es hora de ir a terapia.

2 Candelaria va a terapia

 

 

 

 

 

Es un día soleado de febrero. Hace frío, seguro, pero yo no lo siento. Siento el sol. La luz. Mis piernas avanzan por la calle Fuencarral, se deslizan dentro de mis vaqueros azul marino, joder, estos vaqueros me quedaban ajustados y ahora me bailan. O yo bailo dentro de ellos. No me gusta adelgazar tanto, cuando adelgazo tanto no puedo pensar en otra cosa que no sea coger peso. Me paro delante del portal. Chequeo la dirección que he apuntado en un pósit de color amarillo. Dudo. ¿Llamo al telefonillo o no? Llamo. Me duele el pecho. Me duele fuerte. El portal se abre sin que nadie, al otro lado, pregunte quién soy. Mejor. No sabría muy bien qué decir, «ser o no ser». Atravieso un patio interior precioso con plantas altas de un verde intenso. Parece mentira que pueda existir un oasis así en medio del ruidoso Madrid.

Llamo a la puerta y aparece delante de mí Pilar. Bajita, gordita, con gafas redondas, pelo corto y rizado y un mechón azul intenso. No me lo estoy inventando, en su melena rizada tipo peluca de payaso esta mujer se ha teñido un mechón azul. Me gusta ella. Me gusta el toque punky que le da el azul.

—Hola, soy Candelaria —acierto a decir. Candelaria sí soy, pienso para mí, el nombre lo conservo.

—Bienvenida, mujer valiente, sígueme.

La sigo. ¿Me ha llamado mujer valiente? Me doy cuenta de que esto no es una consulta, es su casa y la habitación a la que me conduce, su despacho. Hay estanterías llenas de muñecas antiguas. Qué mal rollo, por favor. Pienso que me he equivocado. ¿De verdad ella es la psicóloga? O me habré colado en otra casa. No sé.

—Siéntate —me dice.

Obedezco y me siento.

—Te he puesto un vaso de agua.

Estoy como anestesiada, no tomo calmantes ni ansiolíticos, pero a mí la pena me anestesia, me deja completamente zumbada.

La silla en la que me he sentado es de mimbre, parece una silla de un programa de entrevistas de los años noventa en Marbella, con una presentadora con sonrisa perfecta, inamovible y blanqueada preguntando a la entrevistada por su mayor desgracia sin que se le altere el cardado del pelo ni la expresión de su cara. Se me clavan las varillas de la silla, atraviesan el vaquero y marcan la piel de mis muslos y de mi culo. La silla me duele. En realidad, el cuerpo me duele.

—Tienes que engordar —me suelta.

Yo digo:

—¿Cómo?

—Que tienes que engordar, puedo ver tus rodillas huesudas a través de tus pantalones, y cuando una persona está tan flaca, no piensa bien.

—Ya… —respondo—. Es que no es fácil, la comida se me queda atascada en la garganta y no baja.

—Dime: ¿a qué vienes?

Y yo empiezo a llorar. No estaba preparado esto. Me sorprendo a mí misma llorando ante una desconocida. Lloro fuerte. Lloro con muchas lágrimas. Se me moja el pantalón, ese que me quedaba ajustado y ya no. Intento decir a qué vengo. No me sale. Lloro como una niña, hipando. Lloro como cuando vomitaba el desayuno cada mañana. Lloro. Lloro.

—No puedo decirlo —le suplico—. Ya te lo conté en el mensaje.

Pilar no tiene WhatsApp, le dejas un mensaje en el contestador, como cuando no teníamos móviles, y luego ella te devuelve la llamada.

—Ahora tienes que decírmelo a mí. Aquí. Ahora.

Miro disimuladamente mi reloj. Han pasado veinte minutos y yo solo lloro. Voy a pagarle setenta eurazos a esta mujer por sentarme frente a ella y llorar. Pensándolo bien, es un buen oficio por explorar; imagino los anuncios: «Escuchadora de llantos ajenos», «Ven a mi casa y llora, sin explicaciones; tú llora, que yo te escucho», «Escuchadora de llantos. No enjuicio. Escucho llantos con amabilidad y sonrisa». Pero no, Pilar es psicóloga y ella quiere escuchar a qué he venido. Se me cierra la garganta, creo que seré muda a partir de hoy, creo que si no logro pronunciar las cuatro palabras trágicas, ya no podré volver a hablar ni a escribir, y ya no seré. De repente, acierto a decir:

—Me voy a separar. —Aflojo. Respiro—. Bueno, me he separado, creo. Estoy en ello.

Ya está. Lo he dicho. Sigo llorando. Pero mejor. El llanto es más calmado. El llanto afloja. Y pienso por primera vez en todo este proceso que voy a sanar. Sí. Voy a sanar.

3 La niña es Eva

 

 

 

 

 

Soy Eva, tengo once años, estoy en mi habitación pisando la alfombra verde que yo elegí en Ikea. Llevo puesta mi camiseta naranja de la jirafa, el pantalón azul marino desgastado y las deportivas negras rotas del Decathlon. No sé vestirme de otra manera. Oigo la puerta de la casa abrirse en la planta de abajo:

—Hola, holaaaaaaaa.

El segundo «hola» alargado, como una cancioncilla. Es mi madre.

—Mamiiiiiiiiii, ¡sube! —digo.

Oigo que Amy ladra, que mi madre entra en el baño que está a la entrada de la casa, deshaciéndose de su bolso grande y las bolsas que trae del súper.

—Que pares, Amy, por favor —la oigo decir.

Seguro que Amy le está oliendo las bragas.

—Estoy arriba, mami.

—Voy, voooooooy. Amy, no seas pesada, por favor.

Mi madre siempre entra en nuestra casa haciéndose pis, nunca la he visto entrar tranquila a darnos un beso o tomarse un vaso de agua, entra haciendo un bailecito absurdo y diciendo que su vejiga se relaja cuando entra en casa. No sé muy bien lo que significa esto, pero sí sé que se hace pis.

Por fin llega a mi cuarto.

—¿Y tu hermano? —me pregunta.

—No sé, creo que hoy se quedaba en el cole haciendo guitarra —le digo.

—¿Qué haces? —me dice mientras recoge mis calcetines del suelo y se sienta al borde de mi cama, sacándose con esfuerzo sus botas camperas para liberar sus deditos de los pies y moverlos alegremente.

—No sé —le respondo.

—Dices mucho «no sé».

—No sé, mami, miraba mi ropa, mi armario. Creo que no tengo un estilo.

Mi madre me mira con ternura, yo sé que ella me quiere infinito, pero también sé que no sabe lo que me pasa. Mi madre me abraza, me escucha, pero no sabe. Al nombrar la palabra «estilo» abre mucho los ojos. Sé que odia mi camiseta de la jirafa, más bien odia que me la ponga todos los días. Que la busque en el tendedero para ver si ya está seca cada vez que hay que vestirse «de calle».

—Te la voy a esconder —me amenazó un día, uno de esos días en que su paciencia se agota—. Eva, tienes mucha ropa, yo trabajo para comprarte ropa bonita, ¿no te gusta ninguna otra camiseta?

—Pero a mí la camiseta de la jirafa me hace sentir bien.

—¿Qué quiere decir que no tienes un estilo?

—No sé —le digo.

—Buscamos un estilo para ti. Podemos mirar Instagram, actrices que te guste cómo van vestidas o cantantes. Podemos buscar inspiración y fotografiar los looks. ¿Qué te parece?

—No sé —contesto.

A mi madre la desespero. Sobre todo cuando contesto «no sé» casi sin pensar. Pero mi madre tapa y no me enseña esa desesperación. Sale de mi habitación y baja a la cocina para hacerse una manzanilla. Está cansada. Eso sí lo sé.

Es difícil saber por qué están cansados los padres. Se supone que ir a trabajar es más fácil que estudiar cosas que no te gustan, pero es verdad que ella, además de trabajar, va a la compra, paga las facturas, avisa al fontanero cuando se atasca la bañera, lee los mails que llegan del colegio, va a las tutorías, nos lleva a extraescolares y a los cumples de los compis del cole los fines de semana, prepara los disfraces, organiza la comida, prepara los desayunos, el pack lunch, cose el uniforme cuando se me rompe, va a por cartulinas si tengo que hacer un trabajo, lava el chándal y hasta lo seca con el secador de pelo el día que se me ha quedado olvidado en la mochila, me seca el pelo por las noches con el mismo secador, escribe las notas a mis profesores, me pasa la liendrera cuando tengo piojos, compra la comida de Amy cuando se acaba y los palitos para limpiarle los dientes, también la lleva al veterinario a ponerle sus vacunas y a nosotros al médico cuando tenemos fiebre… Buah, mi madre hace un montón de cosas. Mi madre solo se olvida de las cosas que son para ella, se olvida siempre de comprar su perfume y entra derrapando en mi cuarto para echarse mi colonia de bebé.

—Mejor oler a bebé que a fritanga, ¿no crees? —dice riéndose.

Y se olvida siempre de comprar su máscara de pestañas, que así llama ella al rímel. Me encanta mirar a mi madre mientras se maquilla. Ella dice que no sabe, que ojalá la maquillara Cordelia, que yo no sé quién es esa mujer. Al llegar a las pestañas sé que dirá «ya la he liado», porque el rímel está gastado y lo que queda lo reparte como puede y lo convierte en pegotes negros que luego barre con un cepillo de dientes viejo que usa para esto y para peinar sus cejas pobladas y que la mayoría de las veces se le quedan muy negras, las cejas, porque primero barre y luego peina y no al revés. Pero le queda bien. Porque los pegotes resaltan sus ojos grandes y verdes y nunca tapan su mirada alegre. Mi madre es guapa. Y mi madre tiene un estilo.

—Oye, mami —le digo—, hay un caracol en mi armario.

—¿Qué? —grita desde la escalera.

—Que hay un caracol en mi armario —repito.

Mi madre aparece otra vez en la puerta de mi habitación.

—¿Qué dices, Eva?

Le explico a mi madre que hace un rato he encontrado un caracol en el césped del patio de atrás, es césped de plástico, así que me dio pena y lo cogí, entonces se escondió, lo dejé en mi armario y ahora no lo encuentro.

—Quizá puedo ponerle hierba para que coma y agua para que beba y hacerle una mantita con un recorte de tela de los tuyos, mami.

Mi madre me mira con una cara rarísima y resopla. A las madres hay que pedirles las cosas cuando están cansadas. Así la convencí de traer a Amy. Ella nunca había tenido perro, creo que mi abuela no la dejaba. Pero ahora quiere tanto a Amy que a veces se confunde de nombre y la llama Eva a ella y Amy a mí. Creo que mi madre piensa que me he inventado lo del caracol, pero no discute. Mira un poco a su alrededor y, como no lo ve, se marcha escaleras abajo hacia la cocina.

—Luego hablamos de tu estilo, mi amor —me dice.

Me quedo de pie en medio de la habitación. Mi armario está abierto de par en par y no me gusta mi ropa. Es como ropa de niña y yo ya no soy una niña. A ver si aparece de nuevo el caracol. Por nada del mundo quisiera pisarlo.

4 La abuela es Juana

 

 

 

 

 

-Holaaaaa, ¿hola?

Entro en casa de mi hija mayor, es viernes por la tarde, abro con mi propia llave. En realidad, lo hago por si ella está dormida o cansada o tirada en el sofá viendo una serie, pero cuando abro la puerta de su casa grito fuerte, claro, para que sepa que he llegado.

—Ay, mami, no te esperaba esta tarde —me dice ella—. Eva y Jorge no están. Están con su padre este fin de semana.

Me dice desde el sofá, tirada la pobre. Mi hija hoy parece un trapo. Pero no se lo digo.

—No importa, mi niña, no importa. Cariño, no se puede andar con todas estas bolsas esparcidas por el suelo. Nada, nada, yo las recojo. Y el bolso ponlo siempre encima de una silla, por favor, o de una mesa, que se va el dinero si lo dejas en el suelo, se va el dinero.

Pienso que no está bien, mi hija no está bien, aunque ella diga que sí lo está. Lleva ya dos años divorciada, pero no está bien.

—Tú sabes que yo vengo con gusto, total, ¿qué voy a hacer yo un viernes por la tarde? Pues venir aquí a verte, a ver cómo está la casa, a traerte la ropita que me llevé para lavar a mano…

—¿Pero te llevaste ropa para lavar a mano? —me dice medio adormilada desde el sofá.

—Sí, me la llevé, ¿a que no te has dado ni cuenta? No te levantes, ¿eh? No te levantes, que tú estarás cansada. Ya sabes que a mí me encanta ayudarte y que yo no me siento nunca. Setenta y cuatro años tengo y no me siento. Me da hasta risa, porque a veces, cuando ya por fin me voy a meter en la cama, pienso: «Madre mía, si yo hoy no me he sentado». Pero así estoy de bien. Que el otro día me probé el vestido de la boda de tu prima que, qué sé yo…, ya llevará quince años casada, por si acaso me invitan a la comunión de su hijo, el mediano, que ya va a hacer la comunión, cómo pasa el tiempo. Y el vestido me sirve. ME SIRVE. Te diría que me queda hasta más holgado ahora. No te levantes, ¿eh? De verdad. Te voy a repasar un poquito el baño, este de la entrada, por si invitas a alguien el fin de semana. ¿Vas a invitar a alguien? Bueno, no me lo tienes que contar. No te levantes, ¿eh? Pero ¿dónde está el estropajo verde? El que usamos para el baño. ¡Ay! Lo encontré. Pues dónde iba a estar, en su sitio. Pues con el vestido puesto pensé: «¿Cómo te vas a poner en la comunión del hijo el vestido que llevaste a la boda de la madre?». Yo sola muerta de la risa. Y tu padre también. Tu padre que se ha ido a echar la lotería, qué esclavitud poner siempre los mismos números, claro, como digo yo, como un día se te olviden, salen, ese día salen esos números. No, no. Antes era él que se escapaba a poner la lotería cada semana. Ahora soy yo la que le insiste cada semana. «Que no se te olvide poner los números, niño. ¿Ya pusiste los números, niño?». Así hasta que los pone. ¡Mira! Te has dejado aquí unos pendientes encima del lavabo. Preciosos, qué bonitos son. Ahora te los subo a tu habitación. Si quieres, ¿eh? Que no quiero yo molestar. Claro, los niños con el padre. ¿Se fueron contentos? Qué rabia no haber llegado un poco antes para verlos, pero como no quería molestarte, he venido más tarde. Ya está, fíjate tú con qué poquito se queda el baño flamante. Fla-man-te. Qué bueno es este líquido del Mercadona para los baños. Y barato. No te preocupes que en cuanto llegue tu padre, yo me voy. Nos vamos los dos. ¿Qué ponen hoy en la tele? Ni sé. Yo no veo la tele. Bueno, el deporte sí, tu padre me tiene puesto el deporte las veinticuatro horas. No las veinticuatro horas del día, sino que el canal se llama así, veinticuatro horas de deporte, o deporte veinticuatro horas, siempre lo cambio, jajajaja. Venga fútbol, tenis, hasta hockey. Hockey estábamos viendo el otro día. Que yo le dije: «Niño, es que yo no conozco a nadie». A nadie del hockey, ¿me entiendes? A mí me gusta decir los nombres cuando salen los jugadores, ¿sabes? Cuando salen en la tele, cuando los enfocan se dice, ¿no? Y tampoco me sé las reglas del hockey, palo p’arriba, palo p’abajo, mira, un susto, cada dos por tres parece que uno le va a dar con el palo en la boca a otro y se va a quedar sin dientes. ¿Te acuerdas cuando tú te partiste el diente? Qué pena… Por Dios, qué pena… ¡Ay! Tienes el lavavajillas lleno, pero ¿estos platos están limpios? Te lo vacío. Total, ¿qué me cuesta a mí? Si yo no me siento. Yo nunca me siento. Tú no te levantes, ¿eh? Esta bandeja grande no sé dónde ponerla. No, pero no te levantes. La dejo aquí y tú la guardas luego. ¿Qué? ¿Estás viendo una serie? Ay, a mí ahora me gustan las series turcas. Sí. Hasta a tu padre le ha gustado Café con aroma de mujer. Qué guapo ese hombre, ¿eh? Hasta tu padre dice que es guapo. Ya está. Todo ordenado. ¿Tienes algo que planchar? Porque yo ya no me siento, total, ¿para qué? Si tu padre está a punto de llegar, si me siento luego me cuesta más levantarme. Yo me pongo a tu lado callada planchando lo que quieras que te planche.

—Vale, mami —me dice mi hija—, no me levanto porque me duele un poco la cabeza, y de verdad no hace falta que planches. Este finde solo tengo que escribir un par de artículos, y planchar me gusta. Solo que ahora no. Ahora no quiero.

—Que yo no quiero que planches tú —le digo—, jajajaja. Tú quédate sentada que yo me pongo en aquella esquina. ¿Te importa cambiarte de sofá? Que así pongo aquí la ropa que voy planchando. ¿La serie esta de qué va? Ay, mira, sale ese actor que me gusta tanto, que trabaja tanto. Está en todas las series y está en todas las películas. Seguro que es bajito, ¿verdad? Yo creo que los actores siempre parecen más altos en la tele de lo que son en la vida.

Me doy cuenta de que mi hija se ha dormido. Pobre, trabaja mucho y no le gusta estar sola los viernes por la tarde, aunque no lo diga, yo lo sé. No le gusta. Por eso vengo yo a hacerle compañía. Le mando un guasap a mi marido: «Niño, no llames a la puerta, que la niña se ha dormido».

«Entro con mi llave. No te preocupes», me responde él. Mi marido también tiene llaves de la casa de mi hija.

5 Eva y el caracol

 

 

 

 

 

Lo encontré.

—Lo encontréééééééééé, lo tengo, mamiiiiiii.

Corro escaleras abajo, me doy cuenta por primera vez de que en mi casa hay escaleras de caracol. Estaban aquí cuando mis padres, embarazados de Jorge, compraron la casa, y cada uno de nosotros nos hemos caído alguna vez por estas escaleras. Son muy resbaladizas, las escaleras de caracol tienen truco, hay que pisar el lado más ancho. Jorge siempre las baja muy atropelladamente, a saltos y haciendo mucho ruido.

—Se me pone el corazón en la garganta —le dice mami.

Hoy yo bajo las escaleras como Jorge.

—Lo tengo, tengo el caracol. No mires mi cuarto, mami, porfa, yo lo ordeno luego. Es que he tenido que sacar toda la ropa para encontrarlo —le digo—. ¿Tienes una caja de cerillas grandes, mami, las que usas para encender tus velas?

—Sí, enfrente de la lavadora están.

Me la encuentro en la cocina, con las gafotas negras puestas, leyendo en su móvil, sentada en el suelo en su colchoneta de yoga, con Amy espatarrada y boca arriba a su lado para que le rasque la barriguita y tomando infusión de manzanilla con limón; huele a limón. Me encanta el olor a limón. A cualquier hora del día puedes encontrar a mi madre en medio del salón haciendo estiramientos en el mat de yoga. Y sus tazas con la infusión de manzanilla pueden aparecer en cualquier lugar. Toma infusiones recorriendo la casa y las olvida recorriendo la casa también: encima del radiador, en una estantería, encima de los libros que se amontonan por las esquinas, hasta en el coche. Cuando faltan tazas en el mueble de la cocina, hay que ir a buscarlas al coche. Infusiones y café.

—¿Pero el caracol está andando?

—No, mamucha, está dentro de la concha. ¿Se llama concha la espiral esa que arrastra como si fuese una casa? La concha de este caracol es preciosa.

—Pues, fíjate, estaba leyendo aquí sobre los caracoles, mañana yo tengo la presentación de las cremas de Cordelia, que son de baba de caracol. Es muy mágica esta casualidad.

—Voy a hacerle una casita como la cajita del corderito en El Principito. Pero la dejaré dentro del armario, ¿te parece, mami?, para que Amy no la encuentre, que igual se lo quiere comer.

—No lo dudes, mi amor, hay un montón de recetas de caracoles.

—Puaj, ¿qué dices, mami?

—Sí, sí, sobre todo en Italia, Francia y España hay tradición de comerlos. Hay caracoles al vino, caracoles en salsa de mantequilla y ajo, caracoles en caldo de jamón ibérico y pimentón, hasta caracoles fritos con ajo y cebolla.

—Yo no los quiero probar, qué va.

—Ya, ya. No te preocupes. A mí me dan asquito.

«Uno come siempre lo que come su madre», es una frase que dice la mía. Claro, si no te gusta algo, no lo cocinas, si no lo cocinas, no lo prueban tus hijos. Yo a veces flipo con las cosas que come la gente, rabo de toro, oreja, criadillas. Por eso yo no he probado nunca los caracoles, porque a mi madre le dan «asquito» y hoy me alegro, porque tengo un caracol especial que es mío. De todas formas, esto lo llama mi abuela comer con los ojos. Te da asco la comida y no la pruebas.

Hay un tema en esta familia con la comida y con mi madre y mi abuela. Nunca lo cuentan bien ellas, pero creo que mamá era muy lenta comiendo y no le gustaba probar cosas nuevas y vomitaba todo el rato, y esto a mi abuela le desesperaba. Ellas se ponen tensas al hablar del tema y creen que yo no me doy cuenta, pero yo soy cotilla, yo lo veo todo, lo escucho todo.

Mientras mi madre ojea su móvil, toma su infusión y rasca a Amy tumbadas las dos en el mat de yoga de color azul turquesa —solo las madres pueden hacer todas estas cosas a la vez y decir que se están relajando—, yo vacío la caja de cerillas, le hago tres agujeros con el cúter que guardamos en el cajón de «herramientas del abuelo» y elijo un cachito de tela de las camisetas viejas que usamos para limpiar los cristales y pienso que mi madre me cae bien. La observo y ahora ella, aunque parezca imposible, hace la postura perro boca abajo mientras lee.

—Pero los caracoles aparecen en primavera, es muy raro esto, supongo que como ayer llovió… ¿Dónde lo encontraste?

—En el césped falso del patio de atrás, y creo que se sentía rarísimo en un césped de plástico.

Escuchamos la puerta de la calle abrirse: es Jorge. Corro hacia él con mi cajita en la mano. Mi hermano es luminoso, desgarbado y con un pelo imposible de domar. Mami intenta peinarlo cada mañana, pero él no se deja nunca, creo que incluso a ella le hace gracia que sea tan diferente a los demás chicos de su edad. Me saca cuatro años, pero como yo cumplo en noviembre y él en julio, hay meses en los que me saca cinco. Él se mueve en bici por la urba. Un día yo también me moveré en bici por la urba. Es mi mejor amigo y a él le cuento cosas que no le cuento a nadie.

Entra en la cocina como un elefante en una cacharrería, que no sé muy bien cómo entra un elefante en ningún sitio y tampoco sé si las cacharrerías existen, pero es lo que le dice mi abuela todo el rato. Suelta la mochila, la bolsa de hacer esgrima, la carpeta de los dibujos, dos libros, se quita los auriculares y los lanza sobre la mesa. ¿Cómo puede mantener el equilibrio en la bici cargando con todo esto?

—Misterios insondables de la vida —nos dice con su amplia, gigantesca, infinita sonrisa.

A mi hermano le encanta usar palabras raras, yo no le pregunto qué significan cuando las oigo, porque luego me dicen que interrumpo las conversaciones, pero por la noche, antes de dormir, las busco en el diccionario. Quiero aprender a hablar como él. Esta noche buscaré insondable. Jo, me encantaría ser como mi hermano. Cojo un boli de una de las latas recicladas de Nesquik que usa mi madre como portalápices y me la apunto en la palma de la mano izquierda. Claro, porque soy diestra. Siempre llevo la palma de la mano izquierda llena de palabras, escritas en distintos colores, emborronadas porque se van destiñendo, como tatuajes viejos o como un mapa. Mi mano izquierda parece un mapa del tesoro. Y el tesoro son las palabras que quiero aprender.

—Me he tomado mi cortado en el bar de siempre, he saludado al camarero de siempre y he estado allí en el banco que mira al palacio leyendo un rato y charlando con los viejos de la residencia, ¡qué tíos!, y he esperado para ver el atardecer —nos cuenta Jorge—. Y me he aprendido un monólogo de Shakespeare, de Hamlet, qué tío Hamlet.

—No me gusta la palabra viejos para llamar a los viejos —le dice mami.

—Es que son viejos, jajajajajaja.

Jorge se está sirviendo un vaso de agua bien fría. Cuando él habla, todos escuchamos, hasta Amy. Como es el único chico de la casa, Amy le ronronea, sí, como una gata, camina en círculos a su alrededor, muy melosa, muy sexy yo diría que le habla, es un ruidito grave lo que sale de su garganta, como un susurro o una queja o un gemido.

Gemido es la última palabra que busqué en el diccionario, pero no se la escuché a Jorge, me la dijo Eva, la otra Eva, mi mejor amiga del cole, me dijo: «No vayas a ponerte a gimotear ahora, no seas cría». Cuando busqué gimotear me salió también «gemir» y «sollozar», así que ese día aprendí tres palabras.

Y, entonces, Jorge se pone a recitar:

—To be, or not to be, that is the question: Whether ‘tis nobler in the mind to suffer. The slings and arrows of outrageous fortune. Or to take arms against a sea of troubles. And by opposing end them? To die, to sleep, no more; and by a sleep to say we end the heart-ache and the thousand natural shocks that flesh is heir to ‘tis a consummation devoutly to be wish’d. To die, to sleep; to sleep: perchance to dream, ay, there’s the rub; for in that sleep of death what dreams may come, when we have shuffled off this mortal coil, must give us pause. Y hasta ahí me he aprendido —sonríe, sonríe grande.

Mami y yo estamos paralizadas con la boca abierta. ¿Cómo puede hacer esto Jorge? ¿Cómo? Además, recita con un acento inglés un poco inventado, un poco actuado. Que nos da bastante risa.

—¿Cómo puedes hacer eso? ¿Cómo? Siempre me sorprendes. Luego me lo dices en español, lo haces genial, pero no he entendido nada —digo yo.

—¿Vosotras, qué tal? —nos pregunta.

—Yo he encontrado un caracol vivo, en el césped de plástico, lo llevé a mi cuarto y lo perdí en el armario, pero lo he vuelto a encontrar y le estoy haciendo una camita casita. Aunque él ya lleva una casa a cuestas. ¿Te lo enseño?

—¡Claro! —me dice, con su amplia, gigantesca, infinita sonrisa.

Y nos escapamos hacia mi habitación y dejamos a mami hablando sola. Esto nos pasa muchas veces, su voz es como una musiquita de fondo: