Un carcaj lleno de flechas - Jeffrey Archer - E-Book

Un carcaj lleno de flechas E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

Esta colección de 12 cuentos cortos arrastra al lector a cada una de sus historias... ya sea «Viejo amor», la historia de dos estudiantes de grado en el Oxford de los años 30 y una rivalidad que acabará convertida en una memorable historia de amor... o bien «Rutina rota», que nos presenta a un asesor de reclamaciones de seguros y el sorprendente encuentro que vive en un tren de camino a su casa en Sevenoaks... o «El desliz de Henry», la historia de un Gran Bajá y de cómo la perfecta luna de miel acaba yéndose al traste.Del Gran Bajá a un diplomático británico en China, de una partida de backgammon a un lío de una noche, estas historias llevan al lector a un viaje a través de antiguas reliquias de familia y romances modernos, de negocios despiadados y extraños amables, de vidas que se desarrollan en los reinos del poder y otras que se liberan de lúgubres opresiones. En ellas las fortunas se crean y se despilfarran, el honor se traiciona y se redime, y el amor se pierde y se reencuentra. Esta intrincada red de cuentos demuestra una vez más que Jeffrey Archer es el absoluto maestro del arte de contar historias.-

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Jeffrey Archer

Un carcaj lleno de flechas

Translated by Raúl García Campos

Saga

Un carcaj lleno de flechas

 

Translated by Raúl García Campos

 

Original title: A Quiver Full of Arrows

 

Original language: English

 

Copyright © 1980, 2021 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726491753

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Robin y Carolyn

NOTA DEL AUTOR

De estos doce relatos, once están basados en sucesos conocidos, si bien me he tomado multitud de licencias a fin de engalanar algunos de ellos. Solo uno ha brotado única y exclusivamente de mi imaginación.

 

En el caso de Cien carreras, la idea surgió a partir de tres partidos de críquet. Los fieles del Wisden tendrán que poner todo su empeño para identificarlos.

 

Para El almuerzo me inspiré en W. Somerset Maugham.

 

J. A.

LA ESTATUILLA CHINA

La estatuilla china fue el siguiente artículo en salir a subasta. El lote 103 levantó ese tipo de murmullos que siempre anteceden a la venta de una obra maestra. La ayudante del subastador alzó la delicada figura de marfil a fin de que la apretada concurrencia pudiera admirarla mientras aquel deslizaba la vista por la sala para localizar a los postores más serios. Examiné el catálogo y leí la detallada descripción de la pieza, así como lo que se conocía de su historia.

Había sido adquirida en Ha Li Chuan en 1871 y en Sotheby’s le habían adjudicado el pintoresco calificativo de «propiedad de un caballero», el cual solía significar que algún miembro de la aristocracia se negaba a admitir que no le quedaba más remedio que vender las joyas de la familia. Me pregunté si sería ese el caso y decidí investigar un poco para averiguar cómo la estatuilla china había terminado en una sala de subastas aquella mañana de jueves más de cien años después.

—Lote número 103 —anunció el subastador—. ¿Cuánto ofrecen por esta magnífica muestra de...?

 

Sir Alexander Heathcote, además de un caballero, era un fiel amigo de la exactitud. Medía exactamente un metro y noventa centímetros, se levantaba a las siete en punto todos los días, se sentaba con su esposa para desayunar un huevo cocido tras haberlo calentado durante cuatro invariables minutos, además de dos tostadas con una cucharada de mermelada Cooper’s y una taza de té chino. A continuación, justo a las ocho y veinte, tomaba un taxi frente a su puerta, en Cadogan Gardens, y llegaba con absoluta puntualidad al Ministerio de Exteriores a las ocho y cincuenta y nueve, para después volver a casa en el preciso momento en que daban las seis.

Sir Alexander había sido de números exactos desde muy temprana edad, como correspondía al hijo único de un general. No obstante, al contrario que su padre, había optado por servir a su reina desde el servicio diplomático, un oficio en el que debía observar una serie de hábitos no menos estrictos. Así, pasó de ocupar un escritorio compartido en el Ministerio de Exteriores de Whitehall a convertirse en el tercer secretario de Calcuta, el segundo de Viena, el primero de Roma, el embajador adjunto de Washington y, por último, a asentarse como ministro en Pekín. Fue un placer para él que el señor Gladstone lo invitara a representar al Gobierno en China, pues desde hacía mucho tiempo sentía por el arte de la dinastía Ming un interés que trascendía al del mero aficionado. Este nombramiento crucial en su distinguida carrera suponía para él algo que siempre había dado por imposible: la oportunidad de contemplar en su emplazamiento original las grandes estatuas, los cuadros y los dibujos que hasta entonces solo había podido admirar a través de los libros.

Cuando llegó a Pekín, tras un viaje por mar y por tierra junto con su acompañamiento que se prolongó casi dos meses, le presentó a la emperatriz Tzu-Hsi sus cartas credenciales, además de una misiva personal de la reina Victoria para que la leyera en privado. La soberana, vestida de blanco y oro de la cabeza a los pies, recibió al nuevo embajador en la sala del trono del palacio imperial. Leyó el mensaje de la monarca británica mientras sir Alexander permanecía en posición de firmes. Sin revelarle detalle alguno del escrito al nuevo ministro, su alteza imperial se limitó a desearle la mejor de las suertes para su mandato. A continuación, combó apenas las comisuras de los labios, gesto del que sir Alexander infirió acertadamente que la audiencia había terminado. Cuando se dirigía a la salida por entre las suntuosas cámaras del palacio imperial en compañía de un mandarín ataviado con los ropajes negros y dorados propios de la corte, sir Alexander caminaba tan despacio como le era posible, fijándose en la soberbia colección de estatuas de marfil y jade que jalonaban el edificio con total naturalidad, del mismo modo que hoy las obras de Cellini y de Miguel Ángel se levantan las unas frente a las otras en Florencia.

Dado que solo desempeñaría las funciones de ministro durante tres años, sirAlexander decidió aprovechar todo el tiempo libre que la Embajada pudiera concederle para visitar a caballo las regiones circundantes y aprender más cosas sobre el país y sus gentes. A tal efecto, siempre lo acompañaba un mandarín de la corte, quien hacía tanto de intérprete como de guía.

Durante uno de estos viajes, cuando recorría las enlodadas calles de Ha Li Chuan, conformada por un puñado de cabañas y ubicada a unos ochenta kilómetros de Pekín, sirAlexander llegó por casualidad al taller de un viejo artesano. Tras separarse de sus sirvientes, el ministro descabalgó y entró en el destartalado taller de madera para admirar las delicadas obras de marfil y jade que atestaban las estanterías de arriba abajo. Las piezas, pese a su estilo moderno, habían sido moldeadas con maestría por unas manos experimentadas, de tal modo que el ministro se adentró en la cabaña con la idea de adquirir un pequeño recuerdo de la visita. Una vez que llegó al fondo del taller, se vio incapaz de moverse, temeroso de tirar algo. El edificio no había sido concebido para visitantes de casi dos metros de estatura. Así, sir Alexander permaneció inmóvil, embelesado, deleitándose con el sutil aroma a jazmín que endulzaba el aire.

Un viejo artesano salió aprisa a recibirlo, vestido con una larga túnica azul de culi y un sombrero plano de color negro; una trenza azabachada se columpiaba sobre su espalda. Tras ejecutar una pronunciada reverencia, detuvo la mirada en el gigante de Inglaterra. El ministro le devolvió el gesto mientras el mandarín le explicaba quién era sir Alexander y le comunicaba su deseo de mirar las tallas. El anciano asintió antes de que el mandarín terminara de exponer su petición. Durante más de una hora el ministro se dedicó a suspirar y reír entre dientes mientras examinaba con admiración una pieza tras otra, hasta que al cabo se acercó al anciano para elogiar su destreza. El artesano volvió a inclinar el cuerpo, en su rostro una sonrisa tímida que, aunque desprovista de dientes, rebosaba agradecimiento por los cumplidos de sir Alexander. Con un dedo orientado hacia la trastienda, invitó a los dos notables visitantes a que lo siguieran. Y así hicieron, hasta que entraron en una estancia llena de tesoros, saturada de hermosos emperadores en miniatura y de figurillas clásicas. El ministro podría haber dedicado por lo menos una semana a maravillarse ante aquel festival de marfiles. Sir Alexander y el artesano entablaron una animada conversación por medio del intérprete, de forma que pronto salieron a colación la admiración que el ministro sentía por la dinastía Ming y sus conocimientos sobre la misma. Con el rostro iluminado ahora que tenía constancia de esto, el artesano menudo se volvió hacia el mandarín y le preguntó algo al oído. El mandarín asintió y tradujo.

—Excelencia, tengo aquí una figura Ming que quizá querría ver. Una estatua que ha pertenecido a mi familia desde hace más de siete generaciones.

—Sería un honor —respondió el ministro.

—El honor es mío, excelencia. —dijo el hombrecillo, que salió embalado por la puerta del fondo, casi tropezándose con un perro callejero, en dirección a una vieja choza que había no muy lejos de la parte de atrás del taller. El ministro y el mandarín permanecieron en la trastienda, pues sir Alexander sabía que al anciano jamás se le habría pasado por la cabeza llevar a un invitado notable a su humilde casa si antes no existía una amistad de muchos años entre ellos, y aun así tendría que haber sido invitado él primero a la casa de sir Alexander. Transcurrieron unos minutos hasta que el hombrecillo vestido de azul regresó a la carrera, columpiándosele la trenza de un hombro a otro. Traía ahora algo que, por el celo con que se lo apretaba contra el pecho, debía de tener un valor incalculable. El artesano le tendió la figura al ministro para que este la estudiara. Sir Alexander se quedó boquiabierto, incapaz de contener la emoción. La estatuilla, que no mediría más de quince centímetros, representaba al emperador Kung, y se trataba acaso de la mejor muestra de la dinastía Ming que el ministro había visto. Sir Alexander estaba seguro de que la pieza había tomado forma entre las manos del insigne Pen Q, quien había gozado del respaldo del emperador, por lo que debía de datar de finales del siglo xv . La única imperfección consistía en que faltaba la peana de marfil en la que solían apoyarse las figuras de este tipo, de manera que ahora asomaba un palito de los bajos de las túnicas imperiales. No obstante, a ojos de sir Alexander, nada podía mancillar la belleza de la obra. Aunque el artesano no movió los labios, los ojos le brillaban avivados por el gozo que su invitado irradiaba mientras escrutaba el emperador de marfil.

—¿Le parece una buena estatuilla? —le preguntó el artesano con la ayuda del intérprete.

—Es magnífica —asintió el ministro—. Indiscutiblemente magnífica.

—Mis obras no valen nada a su lado —añadió el artesano con humildad.

—En absoluto, en absoluto —opuso el ministro, aunque el anciano sabía que el gran hombre solo pretendía ser amable, pues sir Alexander sostenía la estatuilla de marfil de un modo que evidenciaba el mismo aprecio que el artesano sentía por la figura.

El ministro le sonrió cuando volvió a ponerle en las manos el emperador Kung, tras lo que masculló el que quizá fuese el único comentario poco diplomático que había hecho en los treinta y cinco años que llevaba sirviendo a su reina y su país:

—Ojalá fuese mía.

SirAlexander se arrepintió de haberle dado voz a sus pensamientos en cuanto oyó al mandarín traducirlos, pues conocía muy bien la antigua tradición china según la cual, si un invitado importante solicitaba algo, el anfitrión se convertiría en alguien muy reputado entre sus iguales al desprenderse de ello.

Una mirada alicaída se asomó a los ojos del viejo artesano cuando este le cedió la pequeña escultura al ministro.

—No, no. No hablaba en serio —rehusó sir Alexander, que a su vez intentó devolverle la pieza a su propietario.

—Sería una deshonra para mi humilde casa que no aceptara el emperador, excelencia —insistió el anciano con creciente nerviosismo, a lo que el mandarín asintió gravemente.

El ministro guardó silencio por un momento.

—Soy yo quien ha deshonrado a su propia casa, señor —repuso con la mirada puesta en el mandarín, que conservaba una expresión inescrutable.

El artesano menudo hizo otra reverencia.

—Tendré que acoplarle una peana a la figura —dijo—, o de lo contrario no podrá colocarla en ninguna parte.

Se acercó a otro rincón de la estancia y abrió un arca de madera que debía de contener centenares de peanas para las estatuillas. Tras rebuscar en el interior por unos instantes, se decantó por una basa decorada con una serie de minúsculos símbolos negros en la que el ministro no se fijó demasiado y que, sin embargo, encababa a la perfección. El anciano le aseguró a sir Alexander que, aunque no conocía la historia del apoyo, este llevaba la marca de un buen artesano.

Avergonzado, el ministro aceptó el presente e intentó darle las gracias al anciano como buenamente pudo. El artesano volvió a ejecutar una reverencia pronunciada mientras sir Alexander y el inexpresivo mandarín salían del estrecho taller.

Cuando el grupo emprendió el regreso a Pekín, el mandarín se apercibió de lo desolado que se sentía el ministro y, aunque en absoluto lo tenía por costumbre, decidió hablar primero.

—Sin duda, su excelencia está al tanto —comenzó— de esa antigua costumbre china conforme a la cual cuando un desconocido ha sido generoso con uno, se le debe recompensar por su amabilidad antes de que pase un año.

Sir Alexander le sonrió en señal de agradecimiento y se quedó pensando en lo que acababa de decirle. Una vez que hubo regresado a su residencia oficial, se encaminó de inmediato hacia la nutrida biblioteca de la embajada para comprobar si alguno de los libros le permitía hacerse una idea del verdadero valor de la obra maestra. Tras mucho investigar, dio con un dibujo de una estatuilla Ming que era prácticamente igual que la que ahora tenía él, y con la ayuda del mandarín logró confirmar su verdadero coste: un número que equivalía a casi tres años de honorarios para un siervo de la Corona. El ministro discutió la cuestión con lady Heathcote, quien aconsejó a su marido con toda claridad sobre cómo debía proceder.

A la semana siguiente, el ministro hizo llegar una carta por medio de un mensajero privado a su banco, Coutts& Co., sito en el Strand londinense, para requerir que se le enviara una buena porción de sus ahorros a Pekín con toda la prontitud posible. Cuando al cabo de nueve semanas recibió los fondos, el ministro volvió a recurrir al mandarín, que escuchó sus preguntas y, siete días más tarde, pudo resolverle las dudas que le había expuesto.

El intérprete había descubierto que el artesano menudo, Yung Lee, pertenecía al antiguo y respetable linaje de Yung Shau, cuyos miembros llevaban consagrados a la artesanía los últimos quinientos años. Sir Alexander supo también que muchos de los ancestros de Yung Lee habían llegado a ver sus obras acogidas en los palacios de los príncipes manchúes. Yung Lee comenzaba a acusar el peso de los años y deseaba retirarse a las colinas que se elevaban sobre la aldea, donde habían fallecido todos sus antepasados. Su hijo estaba listo para hacerse cargo del taller y continuar con la tradición familiar. El ministro le dio las gracias al mandarín por su diligencia, aunque aún necesitaba formularle una última petición. El intérprete escuchó compadecido al embajador de Inglaterra y acto seguido regresó a palacio en busca de consejo.

Al cabo de unos días, la emperatriz autorizó la solicitud de sir Alexander.

Cuando faltaban escasos días para que transcurriera un año, el ministro, acompañado del mandarín, volvió a partir de Pekín hacia la aldea de Ha Li Chuan. Nada más llegar, sir Alexander bajó de su montura y entró en el taller que tan bien recordaba, donde encontró al anciano sentado ante su banco de trabajo, con el sombrero plano un tanto descolocado y un fragmento de marfil a medio labrar acunado amorosamente entre los dedos. Apartó la vista de la pieza y se acercó al ministro con paso indeciso, ya que no reconoció al gigantesco forastero hasta que no lo tuvo al alcance de la mano. Y, entonces sí, encorvó el cuerpo. El ministro habló por medio del mandarín.

—He regresado, señor, cuando aún no ha transcurrido un año, para saldar mi deuda.

—No había ninguna necesidad, excelencia. Es un honor para mi familia que ahora la estatuilla decore una gran embajada, y que acaso algún día pueda ser admirada en su tierra.

El ministro, al que no se le ocurría ninguna respuesta adecuada, se limitó a pedirle al anciano que lo acompañara a dar un paseo.

El artesano aceptó sin titubeos, y así los tres hombres salieron a lomos de sendos burros en dirección norte. Cabalgaron durante más de dos horas por una senda angosta y sinuosa que ascendía entre las colinas que abrigaban el taller del anciano, y cuando al cabo llegaron a la aldea de Ma Tien, salió a su encuentro otro mandarín, que se inclinó ante el ministro antes de pedirles a este y al artesano que continuaran el viaje a pie con él. Caminaron en silencio hasta la linde del pueblo y no se detuvieron hasta que llegaron a una depresión de la colina, donde las magníficas vistas del valle se extendían hasta Ha Li Chuan. En la hondonada se levantaba una casita blanca recién construida y de proporciones perfectas. Dos leones de piedra, con la lengua colgando entre los belfos, protegían la entrada principal. El artesano menudo, que no había dicho palabra desde que salieran del taller, se quedó perplejo al comprender la finalidad del paseo, y entonces el ministro se dirigió a él:

—Un pequeño y sin duda inadecuado obsequio, con la vana esperanza de pagarle con igual generosidad.

El artesano se postró de rodillas y suplicó perdón ante el mandarín, pues sabía que los artesanos tenían prohibido aceptar los regalos de los forasteros. El mandarín ayudó a levantarse al asustado hombrecillo vestido de azul y le explicó que la mismísima emperatriz había autorizado la solicitud del ministro. Una sonrisa de júbilo invadió el rostro del anciano, que se acercó despacio a la entrada de la preciosa casita, incapaz de resistirse a acariciar los leones tallados. Así, los tres viajeros dedicaron un buen rato a admirar la morada antes de emprender un silencioso y feliz regreso al taller de Ha Li Chuan. Allí se separaron, restaurado el honor de ambos, y al anochecer sir Alexander volvió contento a la embajada, satisfecho por haber actuado con la aprobación del mandarín y de lady Heathcote.

El ministro finalizó su periodo de servicio en Pekín, la emperatriz le concedió la Estrella de Plata china y una agradecida reina añadió la cruz de Caballero Comendador de la Real Orden Victoriana a su ya larga lista de condecoraciones. Después de dedicar unas semanas a despachar los últimos expedientes de China en el Ministerio de Exteriores, sir Alexander se retiró a su Yorkshire natal, el único condado inglés cuyos habitantes vivían con la esperanza de morir allí donde nacieron, una tradición muy semejante a la de los chinos.

Pasó sus últimos años en la casa de su difunto padre junto con su esposa y el pequeño emperador Ming. La estatuilla ocupaba el centro de la repisa de la chimenea que calentaba el salón, donde todos podían contemplarla.

Como cabía esperar de un fiel amigo de la exactitud, sir Alexander redactó un extenso y detallado testamento en el que daba instrucciones precisas acerca de cómo repartir la herencia que dejase, entre las que también se incluía lo que se habría de hacer con la estatuilla tras su fallecimiento. De esta manera, le legó el emperador Kung a su primogénito, con la condición de que este hiciera lo mismo, a fin de que la figura pasara siempre al primer hijo varón, o a una hija de no ser esto posible. Asimismo, estableció la norma de que ningún descendiente habría de desprenderse de la pequeña escultura, a menos que el honor de la familia estuviera en juego. Sir Alexander Heathcote feneció justo en la medianoche de su septuagésimo cumpleaños.

 

Su primogénito, el comandante James Heathcote, se encontraba sirviendo a su reina en la guerra de los bóeres cuando heredó el emperador Ming. El comandante tenía a su cargo el regimiento del duque de Wellington y, si bien el mundo de la cultura no despertaba su interés, incluso él supo ver que aquella joya de la familia no era un adorno cualquiera; por tanto, decidió dejar la estatuilla del emperador expuesta en el comedor militar de Halifax, con la intención de que también los demás oficiales disfrutaran de ella.

Cuando James Heathcote fue nombrado coronel de los duques, el emperador gobernaba orgulloso la vitrina junto con los trofeos ganados en Waterloo, en el Sebastopol de Crimea y en Madrid. Y allí se quedó la estatuilla Ming, hasta que el coronel se retiró a la casa que su padre tenía en Yorkshire, donde de nuevo el emperador pasó a hacer suya la repisa de la chimenea del salón. El coronel no tenía la menor intención de desobedecer a su progenitor, ni siquiera tras el fallecimiento de este, por lo que en sus instrucciones dejó claro que la joya de la familia debería legársele siempre al Heathcote primogénito, a menos que el honor de la familia se viera amenazado. El coronel James Heathcote, condecorado con la Cruz Militar, no murió en combate; sencillamente, una noche se quedó dormido junto a la lumbre, el Yorkshire Post aplanado en el regazo.

El primogénito del coronel, el reverendo Alexander Heathcote, presidía entonces la pequeña parroquia de Much Hadham, en Hertfordshire. Tras enterrar a su padre con honores militares, colocó el pequeño emperador Ming en la repisa de la casa parroquial. Algunos miembros de la Mothers’ Union se fijaron en la obra maestra, y hubo una o dos mujeres que incluso llegaron a comentar la delicadeza de sus formas. Pero hasta que el reverendo no fue ascendido a reverendísimo, con la subsiguiente llegada de la estatuilla al palacio obispal, el emperador no empezó a granjearse la admiración que merecía. Muchos de los que visitaban la residencia y escuchaban la historia de cómo el abuelo del obispo se hizo con la estatuilla Ming se quedaban descolocados ante lo mal que casaban la magnificente talla y la peana en la que se apoyaba. Era una historia que siempre triunfaba al final de la velada.

Dios se llevaba incluso a sus propios embajadores, pero aquella vez quiso aguardar a que el obispo Heathcote hubiera firmado un testamento en el que le dejaba la estatuilla a su hijo, pues este había decidido respetar las instrucciones exactas de su abuelo. El hijo del obispo, el capitán James Heathcote, era un oficial en activo del regimiento de su abuelo, circunstancia que llevó a la estatua Ming de regreso a la vitrina del comedor de Halifax. Durante la ausencia del emperador, el regimiento había añadido al expositor los trofeos obtenidos en Ypres, en el Marne y en Verdún. La tropa se encontraba de nuevo combatiendo contra Alemania, y puesto que el joven capitán James Heathcote fue abatido en las playas de Dunkerque, falleció intestado. Prevalecieron entonces la legislación inglesa, la voluntad de su bisabuelo, que todos conocían, y el sentido común, de tal forma que el pequeño emperador se convirtió en propiedad del hijo del capitán, de tan solo dos años.

Alex Heathcote, por desgracia, carecía del arrojo de sus esforzados ancestros, con lo que no sentía el menor deseo de servir a nadie más que así mismo. Dado que el capitán James había perecido de una forma tan trágica, la madre de Alexander comenzó a colmarlo de todos los caprichos que sus exiguos ingresos le permitían. No le sirvió de mucho, y no fue del todo culpa del joven Alex que terminara convirtiéndose, según decía su propia abuela, en un mocoso malcriado.

Cuando Alex dejó la escuela, poco antes de que acabaran expulsándolo, comprobó que era incapaz de conservar un empleo más allá de dos o tres semanas. Siempre consideraba imprescindible gastar un poco más de lo que tanto él como, en última instancia, su madre, podían permitirse. La pobre mujer, que ya no soportaba más esta vida, decidió dejarla atrás y unirse a los otros Heathcote, pero no en Yorkshire, sino en los cielos.

Llegados los revolucionarios años 60, cuando abrieron los casinos en Gran Bretaña, el joven Alex se convenció de que había descubierto cómo ganarse la vida sin tener que trabajar. Ideó un sistema para jugar a la ruleta con el que era imposible perder. Sin embargo, sí que perdió, así que perfeccionó el sistema, pero no tardó en perder aún más; y aunque incorporó algunas mejoras en su técnica, acabó teniendo que pedir prestado para cubrir las pérdidas. ¿Por qué no? En el peor de los casos, se decía a sí mismo, siempre podía empeñar el pequeño emperador Ming.

Y, en efecto, un día se vio en el peor de los casos, puesto que cada vez que pulía el sistema, sus deudas aumentaban un poco más, hasta que los casinos empezaron a presionarlo para que les pagase. Cuando al cabo, un lunes por la mañana, Alex recibió la inesperada llamada de dos caballeros que parecían determinados a recuperar las ocho mil libras que les debía a sus empleadores, y quienes dejaron caer que le propinarían una paliza si la cuestión no se resolvía antes de transcurridas dos semanas, Alex se vino abajo. A fin de cuentas, el testamento de su tatarabuelo lo indicaba con toda claridad: la estatuilla Ming se habría de vender si el honor de la familia peligraba.

Alex cogió el pequeño emperador de la repisa de la chimenea del apartamento que ocupaba en Cadogan Gardens y examinó sus delicados contornos, porque al menos tuvo la elegancia de sentir un asomo de tristeza al desprenderse de la joya de la familia. A continuación, condujo hasta Bond Street y allí entregó la obra maestra en Sotheby’s, donde dio instrucciones para que subastaran el emperador.

El director del departamento oriental, un hombre pálido y enjuto, se presentó en el mostrador de recepción para examinar la pieza con Alex, y podría decirse que su ademán no difería demasiado de la estatuilla Ming que con tanto cariño sostenía entre las manos.

—Nos llevará unos días calcular el verdadero valor de la pieza —murmuró—, pero a simple vista estoy seguro de que esta estatuilla es una de las mejores muestras del arte de Pen Q que se hayan subastado nunca en esta casa.

—Me parece bien —aceptó Alex—, siempre que puedan decirme lo que cuesta antes de catorce días.

—Ah, descuide —respondió el experto—. Para el viernes podré darle el precio de salida.

—Perfecto —convino Alex.

A lo largo de la semana se puso en contacto con todos sus acreedores, quienes, sin excepción, se mostraron dispuestos a esperar hasta conocer la tasación del experto. Llegado el viernes, Alex regresó puntualmente a Bond Street con una sonrisa de oreja a oreja. Sabía cuánto había pagado su tatarabuelo por la pequeña escultura, y no le cabía ninguna duda de que ahora debía de valer más de diez mil libras. Una suma que no solo le permitiría saldar todas sus deudas, sino que además le dejaría un poco para probar su nueva y perfeccionadísima técnica en la ruleta. Mientras subía la escalera de Sotheby’s, le dio las gracias mudamente a su tatarabuelo. Le preguntó a la recepcionista si podía hablar con el director del departamento oriental. La chica descolgó el teléfono de la línea interna y, momentos después, el experto salió a la recepción con semblante plomizo. A Alex se le cayó el alma a los pies cuando escuchó su respuesta.

—Su emperador es una pieza increíble pero, por desgracia, se trata de una falsificación. Tendrá unos doscientos o doscientos cincuenta años de antigüedad, pero me temo que no es más que una copia del original. A menudo se tallaban copias porque...

—¿Cuánto vale? —lo interrumpió un ansioso Alex.

—Setecientas libras, ochocientas como máximo.

«Bastante para comprar una pistola y un puñado de balas», pensó Alex con ironía cuando giró sobre los talones para marcharse.

—Me preguntaba, señor... —prosiguió el experto.

—Sí, sí, venda ese maldito cachivache—dijo Alex sin molestarse en volver la cabeza.

—¿Y qué desea que haga con la peana?

—¿La peana? —repitió Alex, que se giró para mirar al orientalista.

—Sí, la peana. Es una pieza excelente, del siglo xv , sin duda la obra de un genio, y no entiendo cómo...

 

—Lote número 103 —anunció el subastador—. ¿Cuánto ofrecen por esta soberbia muestra de...?

Las impresiones del experto resultaron ser acertadas. Durante la subasta que aquella mañana de jueves se celebró en Sotheby’s me hice con el pequeño emperador por setecientas veinte libras. ¿Y la peana? Fue a parar a manos de un caballero americano de célebre ascendencia por veintidós mil libras.

EL ALMUERZO

La mujer me saludó con la mano desde el fondo del atestado salón del neoyorquino hotel Saint Regis. Le devolví el gesto pero, aunque su cara me sonaba, no terminé de reconocerla. Se escurrió entre los camareros y los invitados y llegó hasta mí cuando yo aún no había tenido ocasión de preguntarle a nadie quién era. Rebusqué en ese rincón del cerebro donde se guardan los nombres, pero no hallé respuesta alguna. Enseguida comprendí que habría de recurrir al viejo truco de hacer sutiles indagaciones para que ella misma me refrescara la memoria.

—¿Cómo está, querido? —exclamó a la vez que me envolvía entre sus brazos, lo cual no me ayudó, ya que estábamos en un cóctel del Gremio Literario, un tipo de celebración en el que cualquiera puede darte un abrazo, incluidos los directores del club del Libro del mes. Su acento me reveló de inmediato que era norteamericana y, por su aspecto, debía de faltarle poco para cumplir cuarentena años, aunque, gracias a las maravillas de las técnicas de maquillaje modernas, quizá incluso los hubiera cumplido ya. Lucía un largo vestido blanco de cóctel y llevaba el cabello rubio recogido en uno de esos moños que parecen una hogaza de pan casero. En su conjunto, recordaba a una reina de ajedrez. Además, la hogaza no me ayudaba porque cabía la posibilidad de que una catarata de cabello moreno fluyera sobre sus hombros la última vez que nos vimos. Ojalá las mujeres tomaran conciencia de que cuando cambian de peinado a menudo consiguen precisamente lo que pretenden: ofrecer una imagen completamente distinta a ojos de los varones desprevenidos.

—Muy bien, gracias —le dije a la reina blanca—. ¿Y usted? —inquirí a modo de gambito inicial.

—No me puedo quejar, querido —contestó al tiempo que le robaba una copa de champán a un camarero que pasaba cerca de nosotros.

—¿Y la familia? —indagué, sin saber a ciencia cierta que la tuviera.

—Están todos bien —respondió. Tampoco este dato me resolvió nada—. ¿Y cómo se encuentra Louise? —prosiguió.

—Como una rosa —dije. De modo que conocía a mi mujer. «Aunque no necesariamente», pensé. Las norteamericanas son expertas en el arte de recordar el nombre de las esposas. No les queda otra porque en Nueva York cambia con tanta frecuencia que determinarlo supone un reto mayor que el crucigrama de The Times.

—¿Ha visitado Londres últimamente? —voceé para imponerme a la algarabía. Una pregunta arriesgada, ya que quizá la mujer nunca hubiera pisado Europa.

—Solo una vez desde que almorzamos. —Me miró extrañada—. No se acuerda de mí, ¿verdad? —dedujo mientras masticaba un canapé de salchicha.

Sonreí.

—Qué disparate, Susan —dije—. ¿Cómo iba a olvidarme de usted?

Ahora fue ella quien sonrió.

Confieso que recordé el nombre de la reina blanca en el último segundo. Aunque seguía sin tener más que un recuerdo vago de ella, lo que desde luego nunca borraría de mi memoria sería aquel almuerzo.

 

Se acababa de publicar mi primer libro, y a ambos lados del Atlántico los críticos habían sido muy generosos conmigo, mucho más desde luego que los cheques de mis editores. Mi agente no paraba de repetirme que debería dejar de escribir si lo que quería era ganar dinero. Esto suponía un dilema para mí, pues no tenía ni idea de cómo ganar dinero si no era escribiendo.

Fue más o menos entonces cuando la mujer, la cual ahora estaba ante mí y parloteaba sin reparar en mi mudez, me llamó por teléfono desde Nueva York para obsequiarme con una plétora de floridos elogios por mi novela. Un escritor siempre agradece recibir ese tipo de llamadas, aunque debo admitir que quizá no sintiera el mismo entusiasmo cuando una niña de once años me llamó a cobro revertido desde California para informarme de que había encontrado una falta de ortografía en la página cuarenta y siete, para después hacerme saber que volvería a llamarme si se topaba con otra. Sin embargo, en el caso de esta mujer, podría haberles puesto fin a sus transatlánticas alabanzas con un sencillo adiós si no hubiera mencionado su apellido. Era uno de esos apellidos que, aunque fuera de improviso, siempre servían para reservar una mesa en un restaurante de moda o un asiento en la ópera, algo que para los simples mortales como yo habría sido imposible aun con un mes de antelación. En realidad, era el apellido de su esposo el que gozaba de tal reputación, pues se trataba de uno de los productores de cine más distinguidos del mundo.

—Cuando vuelva a viajar a Londres, tiene que almorzar conmigo —dijo la voz chisporroteante que salía por el auricular.

—De eso nada —rehusé cortésmente—. Usted es quien tiene que almorzar conmigo.

—¡Qué encantadores son siempre los ingleses! —gorjeó ella.

A menudo me he preguntado cuántas veces no se llevarán un chasco las mujeres norteamericanas cuando le dicen algo así a un inglés. En cualquier caso, no todos los días lo llama a uno la esposa de un productor oscarizado.

—Le prometo que me pondré en contacto con usted cuando vuelva a Londres —dijo.

Y, en efecto, así hizo, ya que casi seis meses más tarde volvió a telefonear, esta vez desde el hotel Connaught, para hacerme saber lo mucho que deseaba que nos encontráramos.

—¿Dónde le gustaría almorzar? —le pregunté, sin caer en la cuenta hasta que ya era demasiado tarde, cuando propuso uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, de que tendría que haber sido yo quien eligiera el local. Agradecí que la mujer no pudiera ver mi semblante abatido cuando añadió con desvergonzada naturalidad:

—El lunes, a la una en punto. Yo me encargo de reservar mesa, ya me conocen.

Llegado el día en cuestión, me puse el único traje presentable que tenía, una camisa nueva que venía guardando para una ocasión especial desde Navidad y la única corbata que no parecía haber usado primero a modo de cinturón. Seguidamente, me dirigí al banco y solicité un extracto de mi cuenta. El cajero me tendió una alargada hoja de papel que se antojaba excesiva para la cantidad reflejada. Estudié los números como quien se enfrenta a una decisión financiera determinante. El balance indicaba, en color negro, que mi saldo ascendía a treinta y siete libras con sesenta y tres peniques. Extendí un cheque por valor de treinta y siete libras. A mi juicio, un caballero ha de procurar que sus cuentas sean siempre acreedoras, y me atrevería a decir que el director del banco compartiría mi postura. A continuación, me encaminé hacia Mayfair, donde se ubicaba el establecimiento convenido.

Cuando entré en el restaurante, vi que había demasiados camareros y sillas tapizadas para mi gusto. Aunque no fueran comestibles, siempre las incluían en la cuenta. Sentada a una mesa para dos en una esquina había una mujer que, aunque no pudiera pasar por joven, irradiaba elegancia. Vestía una blusa de crepé de China azul pálido y llevaba el cabello rubio recogido en un peinado que, pese a que me recordara a los años de la guerra, había vuelto a ponerse de moda. No cabía duda de que se trataba de mi admiradora transatlántica, y de hecho al verme me saludó como si nos conociéramos de toda la vida, como volvería a hacer en el cóctel del Gremio Literario años más tarde. Aunque tenía una bebida ante ella, yo no pedí aperitivo alguno, al respecto de lo cual aduje que nunca bebía antes de almorzar, si bien con mucho gusto habría añadido: «pero en cuanto su marido lleve mi novela a la gran pantalla, me saltaré esa costumbre».