Un contrato de seducción - Janice Maynard - E-Book
SONDERANGEBOT

Un contrato de seducción E-Book

Janice Maynard

0,0
2,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Por el bien del legado familiar, tenía que sellar un acuerdo matrimonial. Con una esperanza de vida de seis meses, Jonathan Tarleton debía asegurar el negocio familiar con un matrimonio de conveniencia. Había persuadido a su guapa y eficiente secretaria, Lisette Stanhope, para que fuera su esposa, convencido de que su proposición no tenía nada que ver con el deseo de hacerla suya. Pero su compromiso iba a tener que superar una prueba de fuego…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 214

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Janice Maynard

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un contrato de seducción, n.º 177 - mayo 2020

Título original: A Contract Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-424-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Tumor. Incurable. Cáncer.

Jonathan Tarleton apretaba con fuerza el volante y miraba sin ver por el parabrisas. El tráfico en la carretera 526 de circunvalación de Charleston era ligero a aquella hora del día. Aun así, no debería estar conduciendo. Seguía impactado y lo único que quería era llegar a casa. Como un animal herido en busca de su guarida, necesitaba esconderse y asumir lo inimaginable.

Por suerte, su hermana acababa de casarse y vivía con su marido, el mejor amigo de Jonathan. Si se hubiera dado de bruces con Mazie en la enorme casa de la playa, se habría dado cuenta al instante de que le pasaba algo. Los hermanos estaban muy apegados.

En circunstancias normales, ni Jonathan ni Mazie seguirían viviendo en la casa en la que se habían criado, pero su padre era viejo y estaba solo. Muchos de sus amigos se habían ido a vivir a residencias en las que estaban acompañados y atendidos, pero Gerald Tarleton se aferraba a aquella fortaleza que era su casa en una isla barrera.

Jonathan entró en el garaje y apoyó la frente en las manos. Se sentía débil, asustado y furioso. ¿Cómo demonios iba a sacar aquello adelante? Era el único que se ocupaba de la compañía familiar de transportes. Aunque el nombre de su padre todavía figuraba en el membrete, Jonathan era el único que se encargaba de aquel imperio.

Su hermano gemelo debería estar allí para ayudar, pero no se sabía nada del paradero de Hartley. Después de robar varios millones de dólares a la compañía, su padre lo había desheredado y apartado de sus vidas.

Su traición le había afectado mucho. Era un dolor interno que le reconcomía de la misma manera que la enfermedad. Su padre y él eran los únicos que sabían lo que había pasado. No habían querido entristecer a Mazie ni alterar la opinión que tenía de su hermano.

Con mano temblorosa, Jonathan apagó el motor, y en cuanto el aire acondicionado dejó de funcionar la humedad empezó a filtrarse en el coche. Los veranos en Carolina del Sur eran muy calurosos.

Recogió sus cosas y subió a la casa. Por razones de seguridad, los Tarleton tenían allí dos despachos con la tecnología más puntera, además de los que tenían en la sede de la compañía. No solo era una forma de garantizar la privacidad, también de que Jonathan mantuviera informado a su padre. No se sentía cómodo en aquella situación, y tenía un apartamento en la ciudad al que se escapaba de vez en cuando.

Para un hombre de treinta y un años, casi treinta y dos, su vida social era prácticamente nula. De vez en cuando salía con alguna mujer, pero pocas de ellas comprendían sus exigencias. Dirigir el impresionante imperio familiar era para él todo un privilegio y también una maldición. Ni siquiera recordaba la última vez que se había sentido unido a una mujer, ya fuera emocional o físicamente.

Pero hacía aquellos sacrificios con agrado. Estaba orgulloso de lo que los Tarleton habían logrado allí en Charleston y quería ver su ciudad prosperar.

Se detuvo unos segundos en el salón para contemplar el océano. El sol de junio se reflejaba en sus aguas y la vista desde aquellos enormes ventanales siempre le había parecido espectacular. Hasta aquel día. En ese momento, la inmensidad del mar parecía estar burlándose de él. Los seres humanos no eran más que pequeñas partículas del universo infinito.

Los viejos clichés eran ciertos. Afrontar la mortalidad de uno mismo lo alteraba todo. El tiempo, ese recurso que siempre había considerado una materia prima inagotable, era de pronto más preciado que cualquier cosa atesorada en la cámara acorazada de un banco.

¿Cuánto tiempo le quedaba? Los médicos le habían dicho que seis meses, tal vez un poco más, tal vez un poco menos. ¿Cómo iba a contárselo a su hermana? ¿Y a su padre? ¿Qué pasaría con la empresa familiar? Mazie tenía sus propios intereses, su propia vida. Ella sería la única dueña del negocio, una vez que Jonathan y Gerald desaparecieran. Teniendo en cuenta que nunca había demostrado el más mínimo interés por participar en la gestión de Tarleton Shipping, tal vez acabara vendiendo el negocio. Eso supondría el final de una era, pero quizá fuera lo mejor.

La idea le resultaba dolorosa. Hasta ese día no se había dado cuenta de lo vinculado que estaba emocionalmente a la compañía. No era solo un trabajo para él. Era un símbolo del lugar que ocupaba su familia en la historia de Charleston.

Momentos más tarde encontró a Gerald Tarleton dormitando en un sillón del cuarto de estar y no quiso despertarlo. Se sentía devastado y fuera de control. Además, le dolía mucho la cabeza.

Aquellos dolores habían comenzado hacía un año. Al principio, eran esporádicos, pero poco a poco se fueron incrementando. Un médico le había llegado a decir que eran por el estrés, otro los había calificado de migrañas.

Había seguido una docena de tratamientos sin conseguir mejorar. Ese día, su médico le había dado un puñado de píldoras y la receta para conseguir más. Podía tomarse una, meterse en la cama y dormir hasta que aquel dolor punzante desapareciera.

Pero eso no resolvería los grandes problemas.

La idea de dejarse llevar por el efecto de los medicamentos era muy tentadora. No quería soportar un minuto más de aquel día tan horrible. Pero se dirigió a la cocina, tomó un vaso de agua y se tomó un par de pastillas de acetaminofén.

Tenía responsabilidades, responsabilidades que no le llevaban a ninguna parte. Lo único que había cambiado era el tiempo que le quedaba.

Jonathan siempre había crecido trabajando bajo presión. La descarga de adrenalina por conseguir lo imposible le hacía esforzarse al máximo. Esa cualidad lo ayudaría a soportar los siguientes meses.

Acababa de tomar su primera decisión después del diagnóstico: mantendría en secreto la noticia por el momento. No había razón para entristecer a su familia y amigos.

Lo primero que tenía que hacer era trazar un plan. Una serie de ideas empezaron a formarse en su cabeza, cada una más absurda que la anterior. Tenía que haber una respuesta. No podía permitir que cuando llegara el ocaso final, todo se fuera a la ruina.

Necesitaba tiempo para asimilar aquella espada de Damocles que colgaba sobre su cabeza. Ni su dinero ni su poder ni su influencia podían salvarle de aquello.

 

 

Lisette Stanhope introdujo el código de la alarma, esperó a que la verja se abriera y avanzó lentamente con su coche por la propiedad de los Tarleton. A pesar de que llevaba seis años trabajando para Jonathan Tarleton, no dejaba de maravillarle aquella casa.

Los Tarleton llevaban décadas viviendo en la punta de una pequeña isla barrera al norte de la ciudad. En sus seis hectáreas se levantaban la casa principal y varias construcciones repartidas a su alrededor.

Una imponente verja de hierro protegía el enclave. El acceso desde el mar era imposible por el enorme muro de ladrillo que se había levantado en la arena. Aunque la playa era pública, impedía que se pudiera acceder a la propiedad de los Tarleton tanto para evitar curiosos como por motivos de seguridad. Los huracanes y la erosión hacían que el mantenimiento del muro fuera muy caro, pero el actual patriarca de los Tarleton era por naturaleza paranoico y desconfiado, por lo que la seguridad era una preocupación constante.

Cuando vio el coche de Jonathan aparcado, el corazón se le encogió. Normalmente no estaba en casa a esa hora del día. Tenía pensado entrar, saludar a Gerald y dejar el sobre que llevaba en el bolso en el escritorio de Jonathan.

Podría haber llevado a cabo aquel trámite en las oficinas de la sede donde trabajaba, pero prefería hacerlo en un entorno más discreto. La decisión de presentar su renuncia le producía un nudo en el estómago. Jonathan se quedaría perplejo o se pondría furioso.

Cuando leyera su carta, le pediría una explicación. Ya lo había pensado y había estado practicando su discurso: la rutina, nuevos desafíos, más tiempo para viajar… Frente al espejo, le había resultado casi convincente. Aquello le provocaba una gran desazón, teniendo en cuenta lo buenos que habían sido con ella Jonathan y su familia.

La madre de Lisette había sufrido una apoplejía cuando estaba estudiando su postgrado. Durante casi siete años, Lisette había tenido dos empleos y se las había arreglado para traer comida a la mesa y pagar un sueldo a las mujeres que le ayudaban a cuidar de su madre.

Su vida había cambiado completamente seis años atrás, cuando había sido contratada por Tarleton Shipping. El buen sueldo y el paquete de beneficios habían aliviado sus problemas económicos, y le habían permitido pasar tiempo de calidad con su madre.

Después de que su madre tuviera una segunda apoplejía y muriera en otoño, Jonathan había insistido para que se tomara su tiempo en pasar el duelo y arreglar los asuntos de su madre. Pocos jefes en el mundo empresarial eran tan generosos.

Ahora, Lisette estaba a punto de pagarle aquel detalle tan considerado abandonándolo a él y a su compañía. Seguramente no se lo esperaba, pero era su única opción.

Quería casarse, tener hijos y llevar una vida normal. Seguir fantaseando con su jefe no iba a ayudarla a hacer realidad aquellos sueños. Necesitaba empezar de cero, tener la oportunidad de conocer a otro hombre y olvidarse de Jonathan de una vez por todas. Su vida amorosa llevaba tanto tiempo arrinconada que no sabía por dónde empezar, pero no le cabía duda de que tenía que pasar página.

El corazón le retumbaba en el pecho. No quería tener que enfrentarse a él. La culpabilidad y otros sentimientos podían echar a perder su plan.

Tras introducir el código y abrir la puerta, entró en la casa. Todo estaba en silencio. Tal vez Jonathan no estaba allí después de todo, tal vez algún amigo lo había recogido o estaba con Mazie y J.B.

No le sorprendió encontrarse a Gerald Tarleton dormitando en su butaca favorita. Lisette pasó de puntillas con cuidado para no despertarlo. Si Jonathan no estaba, podría entrar y salir sin tener que ver a nadie.

En los pisos superiores estaban las habitaciones de la familia. Al fondo de la planta principal, mirando hacia el camino de acceso, había dos despachos tan bien equipados como los que tenían en el centro de la ciudad. El más pequeño era el de Lisette. Había empezado a trabajar para Tarleton Shipping en contabilidad y rápidamente había ido subiendo en el organigrama hasta convertirse en la secretaria de Jonathan, un puesto que llevaban ocupando los tres últimos años. Su misión era hacer todo lo posible para que su vida fuera más fácil.

Y se le daba bien, muy bien.

De un vistazo confirmó que no había nadie en ninguno de los dos despachos. Estando allí, sus dudas aumentaron. Buscó en su bolso el sobre arrugado y lo sacó. La puerta entre los despachos estaba abierta.

La noche anterior había redactado y corregido varias veces la carta. Le parecía una cobardía presentar su renuncia por carta. Jonathan se merecía oír de sus labios su decisión, pero temía que le hiciera cambiar de decisión.

Le sudaban las manos. Una vez dejara la carta, no habría vuelta atrás. Justo cuando se dirigía hacia su escritorio para dejar la carta, se oyó una profunda voz masculina a sus espaldas.

–Lisette, ¿qué estás haciendo?

Sobresaltada, se dio la vuelta y se las arregló para ocultar el sobre en el bolsillo de la falda.

–Jonathan, me has asustado. No esperaba encontrarte aquí.

–Vivo aquí –le recordó, ladeando la cabeza y sonriendo.

–Sí, claro –replicó secándose el sudor de las manos en las caderas–. Como no habías ido a la oficina, pensé que podría encontrarte en casa. Ya sabes, por si me necesitas –mintió.

Jonathan no parecía prestar atención a lo que decía. Estaba pálido y parecía tenso, distraído.

–Jonathan, ¿te pasa algo?

Era imposible que supiera lo que tenía en mente.

–No está siendo un buen día –respondió mirándola fijamente.

–Lo siento. ¿Puedo hacer algo?

Tal vez el destino le había salvado de elegir un mal momento. No tenía el aspecto de que se fuera a tomar bien su resignación.

–No lo sé –respondió lentamente, como si estuviera algo confuso.

Su comportamiento empezaba a preocuparla. El Jonathan que conocía era rápido e ingenioso, un jefe brillante que dirigía con mano de hierro una compañía gigantesca sin dejar de ser escrupulosamente justo.

–¿Qué está pasando? –preguntó sin poder evitar tocarle el brazo–. ¿Hemos perdido el acuerdo con Porter?

–No –contestó él, y revolvió entre los papeles de su mesa–. Te mandé unos correos electrónicos anoche. ¿Por qué no te ocupas de eso? Luego tengo que dictarte unas cartas.

Se llevó la mano a la cabeza e hizo un gesto de dolor. Cada vez estaba más pálido.

Lisette sabía que sufría dolores de cabeza. Trabajaban codo con codo y sabía que aquellos dolores llevaban acompañándolo varios meses ya.

–¿Has tomado algo?

–Sí, pero todavía no me ha hecho efecto.

–¿Por qué no subes y te acuestas un rato? Desvía tu móvil a este teléfono. Te avisaré si surge algo urgente.

A pesar de que no parecía estar en su mejor momento, Jonathan Tarleton era guapo y carismático. Transmitía la sensación de tenerlo todo bajo control. Era sorprendente e inquietante verlo tan vulnerable.

–Una hora, no más. Pondré la alarma del teléfono.

 

 

Jonathan subió la escalera lentamente mientras asumía la realidad. La situación no iba a mejorar. Podía buscar otra opinión, pero ¿para qué? Ya había visitado a muchos médicos y había sido en las últimas pruebas cuando había conocido el diagnóstico definitivo.

Al llegar a su dormitorio maldijo para sus adentros, asumiendo que tenía que tomar las pastillas. Tenía que pensar con claridad y, en aquel momento, la cabeza le retumbaba como un tambor.

Se tumbó en la cama y se quedó muy quieto a la espera de que la medicación hiciera su efecto. Le tranquilizaba saber que Lisette estaba abajo. Aunque no se durmió, dejó que su cabeza divagara. Poco a poco su cuerpo se fue relajando. El estrés era un asesino silencioso.

Pensar en Lisette le resultaba reconfortante a la vez que le excitaba. Hacía tiempo que formaba parte de su vida. Su código ético le impedía dejarse llevar por la atracción que sentía por ella. Eran compañeros de trabajo, nada más. En algunas ocasiones lo había lamentado, pero ahora se alegraba. Necesitaba tener cerca a alguien que pudiera ser objetivo con lo que estaba por venir.

Lisette tenía un carácter afable. Su capacidad y habilidad para resolver cualquier situación le había ganado desde el principio. Le confiaba todo, desde negociaciones de alto nivel hasta datos financieros.

Para algunos hombres podía pasar desapercibida. Su melena morena y su personalidad eran discretas. Tenía una figura muy femenina, pero no se vestía para impresionar. Su parte más sexy era su cerebro. Siempre le estaba desafiando, lo que le obligaba a estar al quite. Podía afirmar que era tan capaz como él, aunque lo suficientemente prudente como para no excederse en sus funciones, algo que a Jonathan no le habría importado que hiciera.

Sabía que podía encontrar trabajo en cualquier otra compañía del país o del extranjero, y por eso le tenía asignado un buen sueldo, para demostrarle lo mucho que la apreciaba. También le había dado más responsabilidades a la vista de su lealtad hacia Tarleton Shipping.

La tensión de sus músculos fue cediendo gradualmente. El dolor de cabeza era ya una molestia más que una tortura. Según se fue encontrando mejor, una idea surgió en su cabeza.

¿Y si convencía a Lisette para que lo sustituyera los días en que no se sintiera bien? Nunca sabía de un día para otro cómo iba a estar. Si delegaba en Lisette la toma de decisiones, podría relajarse mentalmente.

Incluso algo mejor, ¿y si le pedía que se encargara de Tarleton Shipping hasta la siguiente generación? Tenía cabeza y don de gentes, y se sentía implicada con la compañía. Además, así podría posponer el anuncio a su familia. La perspectiva de causar dolor a las personas que amaba le atormentaba. ¿Cómo iba a darles una noticia como aquella? Podría matar a su padre. Mazie y J.B. estaban teniendo problemas de fertilidad y no quería preocuparles.

El médico le había dicho que tal vez viviera algo más de seis meses. La clave estaba en comer bien y descansar mucho. Jonathan estaba dispuesto a luchar, pero las probabilidades no jugaban a su favor. Si curarse estaba descartado, lo único a lo que podía aspirar era a contar con el tiempo suficiente para asegurar su legado y el futuro de la compañía. Cuanto más pensaba en los próximos meses, más convencido estaba de que Lisette era la clave de todo.

Se levantó y se pasó las manos por el pelo. Después de lavarse la cara con agua fría, se quedó mirando su reflejo en el espejo. Había sufrido golpes muy duros en su vida, pero aquel era el peor. Sopesó las consecuencias de contarle a Lisette su secreto. No podía soportar que sintiera lástima o compasión por él.

Tenía que poner reglas y dejar que fuera ella la que decidiera si quería tomar parte en todo aquello. Si decía que no, ya vería cómo se las arreglaría.

Cuando bajó la escalera, habían transcurrido dos horas. Los dos despachos estaban vacíos. Se encontró a Lisette sentada en una otomana, charlando con su padre. Siempre procuraba pasar un rato con el viejo y hacerle sentir especial.

Gerald Tarleton había sido padre a una edad madura. Ese era el motivo por el que Jonathan, a sus treinta y un años, cargaba con la responsabilidad de dirigir una compañía tan grande.

Entró en la habitación y se quedó contemplándolos.

–¿Qué, hijo, has estado durmiendo la siesta? Creía que eso solo lo hacía yo.

Jonathan le revolvió el pelo a su padre y se sentó en el reposabrazos del sofá.

–Tenía un dolor de cabeza terrible, pero ya estoy mejor.

–¿De verdad? –preguntó Lisette, preocupada.

–De verdad –asintió–. Papá, vas a tener que disculparnos. Lisette y yo tenemos que revisar unos asuntos antes de que se vaya a casa.

–Por supuesto. Además, quiero asegurarme de que la cocinera tiene preparada la comida. A las seis vienen los chicos a jugar al póquer.

Los que Gerald llamaba chicos eran de su edad. Jonathan se alegraba de ver que su padre volvía a relacionarse. Tanto Mazie como Jonathan lo habían estado animando para que saliera más de la casa. Había estado muy deprimido durante el invierno, pero ya parecía recuperarse.

Lisette siguió a Jonathan hasta su despacho.

–Ya me he ocupado de todo lo que me pediste. ¿Necesitas algo más? Si no, te veré mañana en la oficina.

Jonathan se quedó mirándola fijamente. Lisette tenía todo lo que le gustaba en una mujer. Era guapa, perspicaz, divertida y sexy de una manera que para algunos hombres pasaría desapercibida. ¿Cuál era la finalidad del plan? ¿Salvar el negocio familiar o dar rienda suelta a su libido?

Estaba a punto de averiguarlo.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Jonathan tenía que aprovechar la oportunidad, pero no sabía cómo reaccionaría Lisette. Nunca se había sentido nervioso a su lado, pero era lógico que lo estuviera teniendo en cuenta que estaba a punto de darle una nueva perspectiva a su relación. Era la única persona fuera de su pequeño círculo familiar a la que podía confiar no solo sus secretos sino el futuro de su compañía y de su legado personal.

Aquella idea tan precipitada suponía una enorme carga para ella y debía exponérsela con mucho tacto. Tal vez fuera una idea estúpida.

Lisette lo miró con curiosidad.

–Necesito hablar contigo –le dijo lentamente–, pero no aquí. No se trata de trabajo, o al menos no exclusivamente.

–No entiendo –replicó confusa.

–Puedo pedirle a alguien de recursos humanos que esté presente en esta conversación, si eso te hace sentir más cómoda.

–¿Vas a echarme? –preguntó abriendo los ojos de par en par.

–No, ¿estás loca? ¿Cómo iba a echar a la mejor empleada que tengo?

–Entonces, ¿de qué se trata?

Jonathan tragó saliva.

–¿Quieres cenar conmigo? Podemos ir a algún lugar de la costa donde no nos conozcan. Quiero hablar contigo de algo importante. Aun así, no quiero aprovecharme de tu amabilidad, así que puedes decir que no.

Lisette sacudió la cabeza lentamente, con gesto precavido.

–Nos conocemos de hace mucho tiempo, Jonathan. Me parece bien ir a cenar, no necesitamos carabina. Si hay algo que quieras contarme, estoy dispuesta a escucharte.

–Gracias.

–¿Voy bien vestida? –preguntó, reparando en su falda caqui y su blusa sin mangas.

Él asintió lentamente.

–Podemos hacer un pícnic en lugar de ir a un restaurante. Así tendremos más privacidad y nadie podrá escuchar nuestra conversación.

Aunque era evidente que Lisette estaba nerviosa, no se opuso.

–Lo que prefieras. ¿Quieres que conduzca? Lo digo por las pastillas que has tomado.

–No, esta vez no. No haría nada que pudiera ponerte en peligro.

Después de despedirse de Gerald salieron de la casa. Jonathan metió un par de sillas de playa en el todoterreno. Resultaba extraño ir juntos en el coche. Por su lenguaje corporal era evidente que Lisette no acababa de entender sus intenciones.

Mientas conducía por la costa, fue dando forma a su plan. Treinta minutos más tarde llegaron a un pequeño pueblo pesquero y aparcaron junto a un quiosco de comida cerca del muelle. Pidieron dos cucuruchos de gambas y unas limonadas para llevar.

–Te imaginaba más de cerveza que de limonada.

Él se encogió de hombros.

–No puedo beber alcohol después de haber tomado la medicación para el dolor de cabeza.

–Ah, es verdad, lo siento.

Jonathan recordó un rincón de la playa que no solía estar concurrido.

Tal y como se había imaginado, había mucho espacio libre para estar a solas.

Llevó las sillas mientras que Lisette se ocupaba de la comida y las bebidas. La marea estaba baja, así que eligieron una zona cerca de una poza para instalarse.

Una suave brisa soplaba desde el mar. El agua estaba de color gris y el cielo veteado escarlata, a apenas un par de horas para la puesta de sol. Ninguno de los dos dijo nada mientras abrían las bolsas de la comida.

Jonathan se recostó con un suspiro. Llevaba toda la vida viviendo cerca de Charleston. El mar formaba parte de él, la arena, el cambio de mareas. ¿Por qué pasaba tanto tiempo encerrado trabajando?

Era la naturaleza humana, dar por sentadas las cosas. Después de todo, el mar siempre estaría ahí, pero nunca se le había pasado por la cabeza que él no.

Una sensación de angustia lo invadió. No quería morir, no era justo. Sentía que acababa de empezar a vivir, pero si el final estaba cerca, quería que Lisette protegiera su reputación y todo aquello por lo que tanto había trabajado.

Estaba comiendo a su lado, con la mirada perdida en el horizonte. ¿En qué estaba pensando?

Tenía que contarle su idea, pero ¿cómo decírselo? Le parecía ridículo. «Escucha, me queda poco tiempo de vida, pensé que deberías saberlo».

Una parte de él deseaba echar a correr por la playa y no parar. Tal vez si corría lo suficientemente rápido el ángel de la muerte no lo alcanzara. Tal vez aquello no fuera más que un mal sueño.

Lisette se echó hacia delante y dejó su vaso en la arena, asegurándose de que quedaba en vertical. Metió los desperdicios en una bolsa y cerró los ojos a la vez que se recostaba.

–Me ha gustado –dijo–. Estaría bien cenar todos los días en la playa.

–No es mala idea.

Se hizo el silencio entre ellos, pero no resultaba incómodo. El sonido de las olas fue relajándolos, borrando la tensión del día.

–Bueno, ¿y cuál es ese secreto? Cuéntamelo, Jonathan.

Sintió que el estómago se le encogía. El mentón se le tensó.

–Tengo un tumor cerebral. Es terminal.