Un día se sabrá - Monica Rehn - E-Book

Un día se sabrá E-Book

Monica Rehn

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Beschreibung

Una niña muere quemada en un campamento de verano, mientras los monitores responsables, David Bergman y Jonathan Sandberg, se encuentran bañándose en el lago, borrachos.    Después de esta tragedia Jonathan nunca logró superar su culpabilidad. Por ello decidió aislarse del mundo y terminó desapareciendo sin dejar rastro.   Diez años después, la vida de David ha dado un giro dramático. Su esposa lo ha abandonado, el bufete de abogados donde estaba a punto de convertirse en socio ha cerrado, le han estafado y acumula una deuda imposible de pagar.    Cuando el padre de su viejo amigo lo busca y le ofrece la inesperada tarea de encontrar a Jonathan por una suma considerable de dinero, David no puede permitirse el lujo de decir que no.   Comienza a investigar y descubre secretos cada vez más oscuros y terribles en la familia Sandberg. Entonces ocurre un brutal asesinato. David está demasiado involucrado en la historia, y ahora teme ser la próxima víctima del asesino.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Un día se sabrá

Monica Rehn

Traducción: Julieta Brizzi

“Un debut incomparable que te quita el aliento una y otra vez”.

—Agneta Norrgard, prestigiosa crítica literaria sueca.

Título original: Moratorium

Edición original: Modernista Group ABDerechos de traducción gestionados por Sebes & Bisseling Literary Agency Scandinavia en colaboración con Nordik Literary Agency

© 2019 Monica Rehn

© 2019 Modernista Group AB

© 2022 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2022 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-51-0

Índice de contenidos
Portadilla
Citas elogiosas
Legales
Prólogo
Campamento de Boy Scouts, 1996
PARTE I
20 de mayo de 2016
23 de mayo de 2016
18 de enero de 1997
23 de mayo de 2016
23 de mayo de 2016
25 de mayo de 1998
24 de mayo de 2016
24 de mayo de 2016
31 de diciembre de 1999
28 de mayo de 2016
30 de mayo de 2016
8 de diciembre de 2001
30 de mayo de 2016
31 de mayo de 2016
28 de noviembre de 2003
31 de mayo de 2016
1 de junio de 2016
8 de julio de 2005
2 de junio de 2016
2 de junio de 2016
22 de junio de 2006
3 de junio de 2016
3 de junio de 2016
22 de junio de 2006
4 de junio de 2016
4 de junio de 2016
25 de julio de 2006
5 de junio de 2016
5 de junio de 2016
26 de julio de 2006
PARTE II
6 de junio de 2016
6 de junio de 2016
6 de junio de 2016
6 de junio de 2016
6 de junio de 2016
7 de junio de 2016
7 de junio de 2016
7 de junio de 2016
7 de junio de 2016
7 de junio de 2016
8 de junio de 2016
8 junio de 2016
9 de junio de 2016
9 de junio de 2016
10 de junio de 2016
10 de junio de 2016
10 de junio de 2016
10 de junio de 2016
10 de junio de 2016
11 de junio de 2016
11 de junio de 2016
11 de junio de 2016
11 de junio de 2016
12 de junio 2016
12 de junio de 2016
12 de junio de 2016
13 de junio de 2016
15 de junio de 2016
16 de junio de 2016
23 de junio de 2016
14 de julio de 2016
2 de noviembre de 2016
20 de noviembre de 2016
24 de diciembre de 2016
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado esta novela...
Monica Rehn
Manifiesto Motus

Prólogo

Ella fue el origen de mi enfado. Su pasividad constituyó el germen de la ardiente ira que rotaba a mi alrededor. La furia que poco a poco me ahuecaba por dentro. Me ha transformado en una cáscara.

El sentimiento de vacío, mi tiempo de espera, ha durado mucho. He encontrado la nada. En un terreno limítrofe entre lo que ocurrió y lo que ocurrirá, o lo que debe ocurrir. Han puesto a prueba mi resistencia. He comprobado que mi talento para soportar el dolor es aún más fuerte. Sé que cuando pase a mi nuevo estado y abandone mi tiempo de espera, se llenará mi vacío interior.

Pero primero se debe eliminar lo viejo para darle lugar a lo nuevo. Fue él quien me lo enseñó. Dijo que era una especie de ley natural. La primera vez que lo mencionó yo aún no era adulta, tenía trece o catorce años. En ese momento no entendía lo que quería decir, pero luego se volvió claro como el agua. Necesito hacer en la realidad lo que ya he hecho en mis fantasías.

Campamento de Boy Scouts, 1996

Jonathan

Grises y sucios nubarrones flotaban por el cielo y abrían paso al sol de la mañana. Brillaban gotas de agua sobre el césped que crecía a lo largo del camino asfaltado. El aparcamiento no era más que una superficie plana y llena de charcos donde aún perduraba la lluvia del aguacero nocturno sobre el terreno fangoso.

Jonathan repasaba la lista de nombres. Conocía bien a seis de los niños. Había dos hermanos que eran nuevos. La pequeña recién llegada, Klara, había salido del coche muy segura y se reunió con los demás niños. Sus trenzas se movían mientras saltaba con ambos pies por encima de las profundas huellas de los neumáticos. Lucía una camiseta descolorida de los Boy Scouts que colgaba de sus delgados hombros. La misma prenda que, según contaba con orgullo, le había regalado su tía, quien los llevó hasta allí a ella y a su hermano Peter. Entre los matorrales de zarzamoras y con la cabeza gacha, Peter espiaba a los otros niños por debajo de su flequillo. Jonathan trataba de hacer señas al niño, pero él solo le daba la espalda y encogía los hombros.

Jonathan lanzó un hondo suspiro y se dirigió hacia él.

—Hola, Peter. Me llamo Jonathan Sandberg y ese es David Bergman. —Señaló a David, que estaba sacando la mochila del maletero del Saab 99, comprado recientemente para celebrar sus dieciocho años. El óxido había carcomido gran parte de los guardabarros y del tubo de escape, hasta llegar a la pintura verde aguacate.

El niño se acercó con la cabeza baja y toqueteando un cuchillo que tenía en el cinturón.

—Somos los monitores del campamento —continuó Jonathan—. Vas a poder aprender muchas cosas emocionantes. Ven, vamos con los demás. —Puso una mano sobre el brazo de Peter. El niño se quedó inmóvil ante el contacto, dio un paso atrás y lo miró sombríamente antes de volver a bajar la mirada.

—¡Atención, patrulla exploradora! —gritó David. Se puso en cuclillas y miró a los niños que se acercaban en círculo alrededor de él. Dentro de una semana terminarían las vacaciones de verano y comenzarían cuarto o quinto curso. Desplegó el mapa y señaló dónde se encontraban: en el aparcamiento del camino que iba entre Nynäshamn y Torö. Su dedo índice siguió la línea punteada que atravesaba el bosque y se detuvo donde se extendía el lago Fjätter con su silueta de reloj de arena—. Aquí se encuentra la cabaña, que es adonde vamos. Dejaremos el equipaje y luego iremos a juntar leña para hacer la cena de esta noche. Podéis aprender a talar y a usar el hacha.

La cabaña era como un segundo hogar para David y Jonathan. Conocían cada metro cuadrado del terreno alrededor del lago y eran capaces de pasarse horas sentados en las losas de roca con sus prismáticos para observar a los halcones. La noche anterior habían llevado hasta allí agua potable en bidones y habían enterrado una caja de hojalata con ocho insignias de tela en forma de cuchillo. Por la mañana les darían un mapa a los niños para iniciar la búsqueda del tesoro. Durante la primavera habían aprendido a labrar y a manejar el cuchillo. Todos eran expertos, excepto los hermanos recién llegados.

—¡Peter, ven a mirar el mapa! —gritó Jonathan al niño que aún estaba de pie rompiendo el tallo de una hierba.

—Hay que caminar un poco. Jonathan y… —David señaló al pequeño Erik, que se paró y sonrió tanto que enseñó sus dientes delanteros—. Tomad la delantera y mostrad el camino; yo me quedaré el último para que nadie se retrase —continuó, y se puso de pie—. Recoged las mochilas y preparaos. —Se acercó a Jonathan y le dijo en voz baja—: ¿Qué vamos a hacer con el nuevo?

—Esto no va a funcionar —dijo Jonathan—. ¿Llevo al muchacho a casa? Las ancianas de los servicios sociales no pueden decidir a quién debemos llevar con nosotros.

—Maldito Hans Åke —dijo David, y echó una mirada al muchacho.

Jonathan suspiró. Unos días antes, los había llamado Hans Åke Karlsson y les había dicho que llevaran a los hermanos. Estaba claro que su suegra, que trabajaba en los servicios sociales de Nynäshamn, había recurrido a él para que llevara a los niños recién llegados. Jonathan supo instintivamente que sería un problema, pero no se atrevió a cuestionar al director de la junta de Boy Scouts.

—¿Nos vamos? —gritó Lisa.

—Enseguida —respondió Jonathan, y le hizo un gesto para que esperara con los demás niños. Luego miró a David a los ojos—. El niño ni siquiera sabe nadar y nunca ha estado en los Boy Scouts. Mierda. ¿Llamamos a Hans Åke?

—No nos ha dado el móvil.

—Maldición.

—Podemos intentarlo. Ve antes tú. —David se volvió y gritó alegremente—: ¿Listos?

—¡Siempre listos! —gritaron los niños a coro. Se colgaron las mochilas y se pusieron en fila.

Jonathan comenzó a abrirse paso entre los altos pastizales en dirección al bosque. Cuando miró sobre el hombro vio que Peter se movía lentamente por el aparcamiento lleno de fango.

Jonathan sintió un agradable frescor cuando caminó bajo las copas de los árboles. Se enrolló las mangas de la camiseta y buscó el repelente de mosquitos en su bolsillo delantero. Se puso líquido en las manos, alrededor del cuello y en las mejillas y la frente. Erik estiró la mano y tomó el repelente, repitió el procedimiento y luego le arrojó el frasco a Lisa.

Jonathan respiró el aroma acre que asociaba con la libertad. Los Boy Scouts eran lo suyo. Se libraba de su hermano, que estaba más interesado en jugar al hockey y en ir detrás de las chicas. Se libraba de las quejas de su padre acerca de todo lo que debería hacerse en casa. Su hermano gemelo, Fredrik, siempre desaparecía en cuanto el viejo decía que necesitaba ayuda para limpiar el barco, cortar el césped, pintar la casa y lo que fuera que siguiera en su interminable lista. Todas las cosas de las que la mimada hermana menor, Louise, lograba escaparse por ser la favorita de papá. Y se libraba de su madre, que permitía a Fredrik faltar a la escuela a pesar de que no estuviera enfermo. Su hermano tenía varias faltas de asistencia todos los meses no porque enfermara, sino porque era un holgazán. Jonathan casi no podía recordar un solo día que hubiese faltado a la escuela, excepto la vez que fue con la clase de quinto grado de Svandammsskolan de excursión a Lövhagen. Fue con otros niños a escalar una montaña. Cuando iba a bajar, resbaló, se hizo una herida en la espalda y puso un pie en una grieta para sostenerse. Se fracturó la pierna en dos sitios y tuvo que andar con muletas durante varios meses. Cuando Fredrik tuvo que hacer por tercera vez el examen teórico para obtener el carnet de conducir, su madre le pidió que hiciera la prueba por él.

—Debes pensar en tu hermano, para él no es tan fácil como para ti —le dijo una noche de primavera, sentada a su lado en el borde de la cama—. Debes mostrar un poco de compasión por tu hermano, nadie se dará cuenta de nada.

Tras recorrer los primeros kilómetros, Jonathan se detuvo y se giró para ver si toda la pandilla lo seguía. Los niños saltaban las raíces de los árboles, imitaban el canto de las palomas del bosque y se reían con alegría. David subió el pulgar y señaló al niño nuevo, que iba delante de él. Jonathan, como respuesta, sonrió con esfuerzo, se volvió y continuó caminando con la mirada en la espalda de Erik. El sudor hacía que la ropa que llevaba pareciera un pañuelo de papel mojado. Se frotó la frente con las mangas de la camiseta para espantar algunas moscas obstinadas.

El camino se dividía. Erik se detuvo, miró perdido a Jonathan y luego el mapa. David y los demás niños se dieron cuenta y se reunieron alrededor de Erik.

—Hacía allí —dijo el niño después de un momento, señalando decidido, con el brazo en alto, hacia el camino que descendía a lo largo de la costa. Los demás corrieron detrás de él y pronto se perdieron de vista.

—Creo que todo irá bien con el chico —dijo David, y sonrió triunfalmente a Jonathan.

Sin responder, Jonathan se volvió y continuó caminando por el sendero. Mientras tanto, el sol se abría paso entre los árboles e iluminaba los helechos que había en la pendiente. Un poco más lejos vislumbró la pequeña cabaña de Boy Scouts en el promontorio. La fachada se había ennegrecido y en la parte que daba al norte las uniones de la madera se habían vuelto verdes.

Se quitó la mochila con un movimiento rápido y la apoyó en uno de los troncos que había alrededor de la fogata, frente a la playa. Se oía el crujido de las cañas en el viento.

—¿Cuándo nos bañaremos? —preguntó Lisa entrecerrando los ojos por el sol.

—Yo quiero pescar —dijo Erik. Sus mejillas pecosas se sonrojaron.

—Tranquilo, llegaremos a hacerlo todo.

Jonathan se dirigió hacia la cabaña, que se encontraba al norte del bosque, a unos veinte metros de la fogata. Sacó unas llaves del bolsillo delantero y subió las escaleras. Abrió el candado, levantó el travesaño de la puerta exterior y abrió. La oscuridad emanaba un olor a cerrado. Continuó hasta la parte trasera, quitó la cubierta de la ventana y regresó al interior de la casa. Había una alfombra sucia extendida descuidadamente sobre el suelo de tablones, y a lo largo de la habitación se encontraban las austeras literas. Tres en cada sector, en total nueve. Un espacio demasiado pequeño. Había colchones que estaban encajados entre las literas y la pared de la chimenea, pero él pensaba montar su tienda de campaña frente a la casa y dormir allí; le tocaba a David quedarse de guardia.

Se oyeron pasos en la escalera; Jonathan vio al niño nuevo parado en el umbral de la puerta, con la mochila en la mano.

—Tienes suerte. Eres el primero para elegir cama.

—¿Vamos a encender fuego ahí? —Peter señaló la destartalada chimenea de hierro.

—Un poco más tarde, antes de acostarnos.

El niño buscó en su mochila un saco de dormir. En algunas partes sobresalía la pelusa sintética de pequeñas rasgaduras en la tela.

En el recibidor, Jonathan cogió un taburete que estaba debajo de la fila de perchas para los abrigos. Salió y abrió la trampilla del desván. Un olor agrio y pegajoso le penetró por las fosas nasales. Tomó el hacha que había allí arriba y se la dio con la empuñadura por delante.

—Toma.

Peter sujetó el hacha con ambas manos y la arrojó al suelo con un ruido sordo.

—Allí va la sierra —continuó Jonathan. Bajó una bolsa de plástico y volvió a cerrar la trampilla. El niño lo siguió, interesado, con la mirada cuando se sentó en el taburete y miró dentro de la bolsa.

—Esto lo puedes guardar. —Le dio al niño una botella de gasolina—. Tal vez necesitemos combustible extra cuando hagamos fuego esta noche. —Y señaló el lugar de la fogata junto al lago. Pero el niño lo miraba sin entender—. Por si no logramos que las brasas ardan. Para un verdadero Boy Scout es hacer trampa, pero ha llovido durante varias semanas.

Peter colocó la botella en el estante, junto a varias filas de conservas de pastas y salchichas, mostaza y kétchup, una bolsa con cajas de cerillas, sal y especias.

—Ahora iremos afuera con los demás. —Jonathan levantó el hacha y la sierra del suelo. Parpadeó cuando salió de la sombría cabaña. El lago brillaba, y en el otro lado el bosque se extendía como un muro de oscuridad.

David estaba en la playa, un poco más lejos, con los brazos en el agua. Levantó una mano y gritó.

—Ven —le dijo Jonathan corriendo hacia los demás. Peter iba detrás, pero se detuvo inmediatamente cuando vio un crustáceo negro.

—Se pondrá muy rojo cuando lo hierva. —David sostenía un cangrejo que se sacudía.

—No me quiero bañar —dijo Klara haciendo una mueca, y se llevó las manos delante de la boca.

—Los cangrejos viven debajo de las rocas y no pueden hacerle daño a nadie. ¿Quieres verlo? —David lanzó el cangrejo a Jonathan y se arrojó al agua.

Los niños chapoteaban entre fuertes chillidos. Todos menos Peter.

—¿Quieres bañarte? —le preguntó Jonathan al niño, que estaba inclinado sobre una roca y con cuidado ponía el cangrejo en el agua.

Peter negó con la cabeza.

—¿Y si me baño contigo?

El niño, con la cabeza baja, escarbaba en la tierra con un pie.

—¿Le tienes miedo al cangrejo?

Peter miró hacia arriba.

—No, no quiero —dijo, y toqueteó el cuchillo en el cinturón.

—¿Qué me dices entonces si hacemos algo con eso? La prueba del cuchillo, como decimos los Boy Scouts.

El niño movió la cabeza negando y cerró la boca. Una insinuación de alegría brilló en sus ojos.

—Daremos una vuelta por la playa. Más lejos hay sauces, y tienen una buena madera para tallar.

Rodeados por la oscuridad, se sentaron alrededor de la fogata. Los niños habían pinchado malvaviscos en largas varas de madera y los chamuscaban en las brasas. A pesar de todo, el día había resultado como esperaban. Sin contratiempos, excepto que Klara resbaló con el cuchillo y se hizo un corte en el dedo índice. La herida fue profunda, salió mucha sangre y Lisa lloró cuando la vio. La propia Klara casi ni inmutó, sin más que un sollozo, y permitió que Jonathan le vendara la herida. Así y todo, pasó la prueba y tanto ella como su hermano recibirían al día siguiente su certificado para el uso del cuchillo. Peter había estado la mayor parte del tiempo con Jonathan y ni siquiera había pronunciado palabra, pero sin protestar, había arrastrado ramas pesadas por el bosque y talló un silbato que, según dijo, le regalaría a su mamá.

Lisa y Klara se sentaron juntas, cubiertas por un saco de dormir que caía sobre sus hombros. Explotaban en ataques de risa cuando Erik bostezaba cada tanto emitiendo diferentes sonidos.

—Esta es la última ronda de malvaviscos, luego a lavarse los dientes y a la cama —dijo Jonathan mientras repartía las últimas bolas de azúcar.

La cabaña estaba a oscuras y helada. Jonathan cogió una cerilla y encendió la lámpara de queroseno que estaba en la pared. Luego continuó llenando la cesta con la leña que estaba apilada a un lado. Cuando volvió a entrar, colocó tres leños en la chimenea, encendió algunos palitos secos y dejó que la llama creciera para después colocarlos dentro. La habitación se llenó de un humo gris. Pronto cerró la compuerta. Encontró una linterna en el bolsillo del pantalón, alumbró los estantes del vestíbulo y constató que el lugar donde solía haber periódicos viejos estaba vacío. Sacó una tela de plástico. El humo voló por la habitación cuando lo abanicó, pero finalmente encendió.

Peter entró y se sentó en la cama reservada para él.

—Puedes usar tus ropas como almohada —dijo Jonathan mirando al niño, que intentaba bajar la cremallera del saco de dormir. El tirador se atascó después de un corto trayecto. Jonathan alumbró con la linterna y comprobó que ni la violencia ni la suavidad darían resultado con la cremallera rota—. Puedes meterte dentro del saco.

Peter metió los pies en el saco y comenzó a introducir las piernas, pero se detuvo cuando llegó a las rodillas.

Jonathan oyó un sollozo y se puso en cuclillas frente al borde de la cama.

De un tirón, Peter se arrancó el saco y lo pateó hacia el extremo de la cama.

—No hay problema, hará mucho calor aquí dentro. —Jonathan se levantó con la mirada fija en el niño, que se acurrucó en el colchón y le dio la espalda. Le temblaban los hombros. Jonathan se quedó inmóvil un momento sin saber si debía consolarlo. Extendió el brazo, pero se detuvo a mitad de camino.

Los demás niños estaban lavándose los dientes junto a la playa. David estaba sentado en la escalera, hurgando en su mochila. Algo pareció brillar cuando cogió una botella de vodka, desenroscó la tapa y la inclinó para beber.

Jonathan negó con la cabeza.

—¿No hemos hablado de eso?

—Es solo para calentarme. —David sonrió y rápidamente volvió a llenarse la boca.

—No les enseñes la botella a los niños. Si Hans Åke se entera de esto… —Jonathan lo miró un buen rato—. ¡Que durmáis bien! —les dijo a los niños, que entraron corriendo a la cabaña entre risas y gritos. La luna comenzaba a salir entre las copas de los árboles del otro lado del lago. El fuerte canto de la gavia ártica le provocó un escalofrío. Sintió la mano de David en la espalda.

—Iré a acostarme un rato con ellos y regresaré cuando estén dormidos. ¿Quieres? —David le pasó la botella.

Jonathan la cogió por el cuello. Cuando la puerta se cerró, le dio varios sorbos. Sintió un agradable ardor en la boca. El alcohol se expandió por su cuerpo como fuegos artificiales. Bebió un poco más, hizo una mueca y se acercó a la fogata. Puso algunos leños gruesos sobre las llamas y se sentó.

Observó hipnotizado cómo las llamas subían como lenguas amarillas hacia el cielo nocturno. Pero pronto los pensamientos se alejaron y se lanzó como un robot autómata sobre la botella que estaba a sus pies. La primera vez que bebió alcohol estaba en séptimo curso y fue justo en ese lugar. David le había robado una botella de aguardiente a su padrastro. Estaban solos en la cabaña y tenían permiso para pasar la noche allí. Cuando David regresó a la escuela después del fin de semana, tenía un ojo morado. Después de eso, era Jonathan quien siempre llevaba algo de la bodega de sus padres. Recordaba cómo la bebida le anestesió completamente la mandíbula, pero el efecto... ¡Ah! Con el primer trago se enamoró inmediatamente.

Sin apartar la mirada de las llamas, volvió a inclinar la botella.

La puerta exterior crujió; Jonathan se volvió y vio a David, que caminaba hacia él. Se desperezó y bostezó para luego tumbarse a su lado.

—Estaban cansados —dijo. Levantó la botella, bebió un sorbo y la sostuvo. En el brillo del fuego, Jonathan vio que habían consumido la mitad. Sentía la frente y las mejillas tensas por el calor.

Se sentaron en silencio mientras oían el crujido y los chasquidos.

Después de un momento, Jonathan se quitó la camiseta y los pantalones. David también comenzó a quitarse la ropa. Jonathan dio unos pocos pasos hacia la playa tambaleándose. El aire estaba frío. Miró hacia la enorme luna de agosto, que había llegado a lo más alto del bosque y brillaba en el terciopelo negro del cielo.

Observó a su amigo y sonrió. David tenía los antebrazos bronceados un poco más allá de los codos. También el rostro y la nuca. Sus pies estaban blancos como la tiza, sus hombros y su torso parecían fluorescentes a la luz de la luna. La escasa pigmentación de su piel mantenía a Jonathan siempre blanco; la única reacción que el sol lograba provocar en él era un espectro de diferentes matices rosados.

Chapotearon. El agua estaba hermosa y cálida, más que el aire saturado por el frío. Jonathan se zambulló, y se estremeció cuando el agua le entró en los oídos.

—Nademos hasta el otro lado —le dijo David cuando salió a la superficie.

Jonathan echó un vistazo a la cabaña. No salía humo por la chimenea. La madera húmeda debía de haberse apagado. Todo estaba en silencio excepto el crepitar de la fogata.

—Duermen como troncos —continuó David—. Vamos.

Jonathan negó con la cabeza.

—Vamos, no tardaremos más que un minuto.

Jonathan miró hacia la playa del otro lado. No eran más que sesenta metros.

—Cobarde —continuó David, y se rio. Se apartó el cabello oscuro de la frente—. Vamos, debilucho.

—¡Cállate! De acuerdo, al otro lado y volvemos. El primero gana. —Con todas sus fuerzas, comenzó a arrastrarse por el suelo a cuatro patas, pero el licor había disminuido la fuerza de sus músculos, estaba en otro mundo, tragó agua y comenzó a toser.

David pasó primero, Jonathan sentía las olas que creaban las patadas de su amigo. Cada brazada era un esfuerzo, pero por pura voluntad se impulsó hacia el otro lado.

Con un aullido, David se afirmó y subió a la roca. Borracho, rio y colocó los brazos en un gesto de victoria. Jonathan nadó hacia la playa y apoyó los pies en el fondo. El agua le llegaba hasta la cintura. Escupió y se puso las manos en las caderas. Volvió a escupir y sintió que las náuseas le cerraban la garganta. El beodo parloteo de David le causaba remolinos en la cabeza. ¿No podía simplemente callarse?

Como si hubiera oído los pensamientos de Jonathan, David guardó silencio. Bajó lentamente los brazos y se levantó, estiró la cabeza hacia delante y fijó la mirada en el otro lado del lago.

—¡Qué coño es eso! —dijo.

Un grito de pánico resonó por el lago espejado. Jonathan se volvió y vio fuego delante de la cabaña. Le llevó varios segundos comprender que era un niño en llamas. David saltó de la roca y se arrojó al agua.

Jonathan se quedó paralizado, el alarido lo apuñaló, se quedó mirando la antorcha que se movía en la oscuridad al otro lado del lago.

David se había alejado un poco. En ese momento, como una detonación tardía, la adrenalina recorrió de manera explosiva las venas de Jonathan hasta llegarle a la cabeza. La parálisis desapareció y se arrojó al agua.

“Concéntrate”, pensó. “No pierdas tiempo”. Las palmas de sus manos presionaban la masa de agua. Se concentró en la respiración, en girar la cabeza hacia la izquierda, respirar, cuatro brazadas, respirar, cuatro brazadas. Comenzó a nadar a braza para ver dónde estaba David, cuando de pronto vio la silueta de su cuerpo salir a la superficie. La puerta de la cabaña estaba abierta y se veían brillar las llamas de color anaranjado dentro de la habitación.

Jonathan se acercó a la playa y nadó rápido el último tramo. El niño que ardía logró arrojarse al lago y apagar su ropa en llamas. Se oyó un gemido débil cuando David puso las manos bajo las axilas del niño y llevó su cuerpo flojo hacia la orilla del agua. Por un instante Jonathan se quedó allí. Bajo el brillo de las brasas vio la piel blanca de los brazos del niño. Un grito lo hizo volver en sí. Junto a la tienda vislumbró las siluetas de varios niños. Uno de ellos estaba a cuatro patas y tosía.

Las plantas de sus pies golpeaban con fuerza en las rocas de la montaña mientras se apresuraba a llegar a la fogata. A través de la puerta abierta vio que las llamas furiosas subían desde la alfombra colocada frente a la chimenea. Corrió hacia el vestíbulo, se inclinó y gritó con las manos ahuecadas a cada lado.

—Debéis salir todos, ¡fuera!

El olor era agrio y el humo se le atascaba en los pulmones.

En el crepitar del fuego se oyó el débil gemido de alguien que lloraba.

—¡Ya voy!

Se apresuró a cruzar la puerta y respiró hondo varias veces antes de entrar otra vez, cayó de rodillas y gateó por el suelo. El llanto provenía de una de las literas superiores del lado izquierdo. El fuego se había extendido desde la alfombra hasta el colchón y la cama inferior del otro lado. Las mochilas y la ropa de la cama de abajo estaban ardiendo, y un instante después las llamas se extendieron. Sería cuestión de segundos que la pila de colchones de gomaespuma encajados entre las cabeceras y la pared comenzara a arder.

Se levantó y puso un pie en el escalón, se aferró del poste que unía las dos secciones de camas y trepó. El humo rodaba bajo el techo. El calor le quemaba el rostro, le escocían y picaban los ojos. Palmeó colérico sobre el colchón. ¿Se había equivocado? ¿Entendió mal de dónde venía el llanto de la niña? Quería gritar, pero pensó que debía ahorrar oxígeno. A través del humo vio un movimiento junto a la cabecera de la cama. Estiró el brazo y sujetó una muñeca. La niña estaba boca abajo. Deslizó hacia él el cuerpo y tiró de las piernas sobre el borde hasta que la parte superior del cuerpo llegó al extremo de la cama. Lagrimeaba, parpadeaba con los ojos entrecerrados. Al final tuvo que cerrarlos. El fuego chirriaba y crepitaba. Sentía un enjambre de aguijones ardientes en la espalda y en la parte trasera de la pierna. En solo segundos el calor había aumentado varios cientos de grados. Los pulmones le ardían. Apretó los labios y se armó de valor para no respirar el humo. Le daba la impresión de que la habitación se mecía, las náuseas le presionaban desde el estómago y le corrían por la garganta. Las fuerzas comenzaban a abandonarlo. “¡Concéntrate!”, gritó su voz interior. Sujetó con decisión la cintura de la niña, afirmó el cuerpo sobre el borde de la cama y dio un paso hacia el suelo. Se quemó el pie descalzo. Se sacudió de dolor y tropezó, pero logró mantener el equilibrio. Sosteniendo con fuerza a la niña, avanzó en cuclillas hacia la puerta y salió.

El aire helado le llenó los pulmones. Las piernas le temblaban cuando corrió hacia la tienda y con cuidado recostó a la niña en el suelo. Era Lisa. Gimiendo, la pequeña se acurrucó a un lado y tosió con breves convulsiones.

David llegó corriendo desde el lago, siguió adelante y se metió directamente en la casa.

Jonathan tropezó y corrió detrás de él, pero se detuvo en la escalera. El calor lo golpeó. Un humo grueso y negro serpenteaba a través de la puerta. Dudó y retrocedió algunos pasos. Volaban torbellinos de cenizas en el aire y le llenaban la boca de un horrible gusto aceitoso.

—¡David! —quiso gritar, pero su voz era un ronco susurro. David salió de pronto, tosiendo violentamente. Jonathan lo sujetó fuerte por los hombros y lo alejó—. ¡No se puede entrar ahora! —le gritó, sin saber si lo había oído.

Jonathan se volvió. Lisa aún estaba en el suelo, alguien se había sentado junto a ella y la acariciaba mecánicamente en la espalda. Detrás de la tienda, vislumbró a los otros niños.

—¡Deben de haber salido todos! —gritó al oído de David para superar el rugido del fuego.

Sin haberlo oído, su amigo corrió otra vez a la casa. Jonathan trotó detrás de él tosiendo.

El fuego se escapó de pronto por el hueco de la puerta, tocó el tejado y lanzó largas llamas anaranjadas hacia el cielo. El calor los empujó. Retrocedieron. David perdió el equilibrio y cayó. Rápidamente Jonathan pudo sujetarlo, lo levantó y lo empujó hacia delante.

Las llamas se reflejaban en los ojos húmedos de David. Nuevamente intentó entrar en la cabaña. Jonathan le rodeó la cintura con los brazos, lo empujó al suelo y se arrojó sobre él. David movía la cabeza de lado a lado, protestando, mientras intentaba liberarse.

—¿Quién se ha quemado —gritó Jonathan. Se sentó a horcajadas sobre David y le sujetó las muñecas contra el suelo.

—El niño nuevo. —Hizo una mueca de disgusto—. Suéltame.

Jonathan lo soltó y se levantó. Observó cómo su amigo se incorporaba y se frotaba los ojos entreabiertos con los nudillos.

Jonathan levantó la mirada, corrió hacia la silueta que estaba junto a la orilla del lago y cayó de rodillas. Bajo la luz de la luna vio restos del cabello quemado y las ropas carbonizadas. En el cuello, los brazos y la frente, la piel colgaba en jirones. Con cuidado, levantó a Peter, lo mojó y hundió su cuerpo en el agua. Retrocedió unos pasos hacia la orilla. Con el niño sobre el regazo, se sentó sobre el lecho. Poco a poco fue llenando el cuenco de su mano con agua y la fue echando sobre el cuero cabelludo y las mejillas chamuscadas del niño.

—No quería encenderse… salpiqué con la gasolina… y explotó —murmuró Peter entre jadeos.

Jonathan cerró los ojos con fuerza, el pecho se le convulsionó en un espasmo.

—Falta un niño —dijo la voz de David detrás de su espalda. El estridente llanto de los niños se oía por encima de los jadeos de Peter.

PARTE I

20 de mayo de 2016

David

A pesar de que ya se habían encontrado varias veces para ese entonces, la presencia de Ernst Carlander provocó una sobrecarga de adrenalina que hizo que a David le zumbara la cabeza.

David Bergman acababa de entrar en el vestíbulo de la cooperativa de padres El Elefante y se colocó los patucos azules de plástico sobre los zapatos. No podía ver a Ernst, pero se oía su voz cerca del ropero. Evidentemente, estaba en el pasillo de al lado y hablaba sin parar con Ulrika, la directora.

A David le dieron ganas de regresar al coche y esperar a que Ernst saliera de la escuela. La alternativa era sobreponerse a la resistencia y con rostro impasible entrar para recoger a sus hijos, Harry y Sigge.

Ya habían pasado diez minutos del horario de cierre. Era viernes. Había estado una hora atrapado en un atasco para recorrer el kilómetro y medio desde Södermalm hasta la escuela preescolar de Nacka. Lo inundaban el cansancio y la impotencia. Se quedó sentado en el banco. Incapaz de tomar una decisión.

El tono de voz de Ulrika sonaba más gruñón que de costumbre, y estaba hablando de algún incidente que había ocurrido durante el día. David escuchó con mucha atención para saber si se trataba de alguno de sus hijos.

Ernst siguió cuando ella guardó silencio:

—La verdad es que no puedo darte ningún consejo sobre los niños, pero por supuesto que estoy de acuerdo en que su conducta puede indicar algún problema que debe ser tratado. —A pesar de que Ernst bajó la voz, David entendió cada palabra.

“Malditos psicólogos, cuidad de vuestros propios hijos antes de dar vuestros putos consejos”, pensó, y sintió que no podía escuchar una palabra más de esa pretenciosa charla. Con renovada decisión, se levantó, se arregló el nudo de la corbata y entró.

—Hola —dijo Ernst con su mejor sonrisa de redentor. En los brazos llevaba a su hija Irmeline. Era una copia de él. Los mismos ojos pequeños y cara redonda, la misma constitución física rígida y la misma forma flemática de moverse.

—Harry y Sigurd están en la sala de descanso.

—Sigge —dijo David, y continuó.

Sus hijos estaban sentados en una gruesa colchoneta roja, cerca de la pedagoga Emma. Ella leía un libro en voz alta. Harry la miró y luego miró el libro. Emma le hizo una seña para que esperara. Eran las reglas, adoptadas democráticamente en la reunión de la cooperativa del año anterior, y las habían elevado de categoría al reunirlas bajo el título de Guías pedagógicas. Los padres debían esperar cuando los niños estaban en medio de alguna tarea. Debían dejarlos terminar lo que estaban haciendo para enseñarles a tolerar la frustración y a no querer satisfacer inmediatamente sus necesidades.

David se quedó junto a la pared; miró los dibujos de cefalópodos y dinosaurios, o puede que fueran caballos. También habría podido ir al ropero a recoger los abrigos y las mochilas que la madre de los ñiños y futura exesposa suya había preparado con las pertenencias que llevarían consigo a su apartamento de la calle Kocksgatan. Pero no quería volver a salir sin antes saber con seguridad que Ernst se había marchado de la escuela.

Se sobresaltó cuando alguien lo tocó en el hombro y se volvió.

—Hanna y yo daremos una cena esta noche. Viene la familia Robertson. Tú y los niños estáis invitados, desde luego —dijo Ernst, y continuó en un tono más bajo—: Es mejor para los niños que vean que somos amigos. No necesitamos crearles más trauma del necesario. ¿No crees?

David lo observó y sintió cómo su frente se ponía tensa. Tenía tan cerca el rostro de Ernst que podía ver los gruesos poros y un entramado rojo de vasos sanguíneos que se extendía como un sinuoso bordado desde las fosas nasales hasta las mejillas. ¿De verdad Ernst creía que aceptaría la propuesta?

Cada día de supervivencia, desde que Hanna le anunció que iba a dejarlo por Ernst, había sido como nadar en el fondo de un mar negro, con los pulmones colapsados, intentando alcanzar la luz a miles de metros en la superficie. Entrelazó las manos detrás de la espalda y bajó la mirada para evitar ver el horrible hocico de Ernst. ¿Qué le había visto Hanna a este hombre? Un viejo, diecisiete años mayor queella, que tenía treinta y ocho. Un hombre con tres matrimonios destruidos en su haber y el doble de hijos. Excepto la hija más pequeña, afortunadamente los demás se habían ido. David temblaba ante la idea de que un día Hanna le dijera que estaba embarazada del séptimo vástago de Ernst. En un taciturno intento por distraerse, se mordió las mejillas, como si el dolor físico pudiera aturdir las sensaciones que lo devastaban por dentro.

—Tenemos otros planes —dijo David brevemente, y fue a buscar a los niños—. Chicos, debemos irnos ya. —Un gusto metálico le llenaba la boca.

Estaba listo para que Emma lo sermoneara, con argumentos que eran una copia exacta de las tonterías de Ernst. Pero ella dijo en voz baja que podían terminar de leerlo el lunes y cerró el libro. Sigge se dejó coger en brazos por David y Harry salió antes que él de la sala. Al contrario de lo que solía ocurrir, Emma no lo siguió para contarle lo que habían hecho los niños durante el día, sino que se quedó sentada con el libro en las rodillas. Con el rabillo del ojo vio que Ernst se acercaba a ella y escuchó el parloteo sobre alguna observación de algún puto problema para el que, desde luego, él tenía la solución.

Los niños se subieron a la parte trasera del Ford Focus marrón de David y se sentaron en sus sillitas. David ayudó a Sigge con el cinturón de seguridad y, sin siquiera preguntar, puso su película favorita en la tableta. Por una de las ventanillas vio a Ernst y Irmeline bajando las escaleras del edificio y se apresuró a sentarse en el asiento del conductor. Arrancó y se alejó de allí a una velocidad que definitivamente rompía la siguiente regla: Cómo conducir en el aparcamiento de la cooperativa.

—El cinturón, papá —le dijo Harry cuando se disparó la señal intermitente. El cinturón se resistió varias veces, hasta que logró ponérselo y la alarma cesó.

Avanzó por las calles del barrio residencial de cuidados jardines y coches de último modelo en la calzada. Recordó cómo Hanna y él habían dicho que se sentían afortunados de vivir en ese vecindario tan tranquilo y organizado. Sigge y Harry tendrían un buen comienzo en la vida, y estaban eufóricos cuando encontraron sitio en El Elefante, a solo unas calles de su chalet adosado, la casa que consideraban un palacio comparado con el estrecho apartamento de tres habitaciones de Hornsgatan, en Estocolmo, donde vivían cuando nació Harry.

David se acercaba a la última casa de la calle e intentó no mirar, pero la presencia del Toyota Prius blanco de Hanna lo hizo disminuir la velocidad. Miró sobre su hombro, los niños ya estaban abstraídos en la película. Observó la ventana de la vivienda con la esperanza de poder verla. Un par de faros brillaron en el espejo retrovisor. Seguramente era Ernst, que pasaba justo por el badén de la carretera con el letrero: “¡Aquí conducimos despacio!”. David pisó el acelerador y el coche dio un brinco. Treinta metros más adelante tuvo que detenerse en el semáforo. Vio por el espejo retrovisor cuando el Volvo color grafito de Ernst giraba hacia la casa y aparcaba junto al Toyota.

La maldita casa a la que se mudó Hanna en Navidad. La maldita casa de Ernst, donde ahora vivían juntos. Cuando la casa se puso en venta hace dos años, Hanna y David estuvieron viéndola. Era el sueño pornográfico de todas las revistas de diseño interior de Hanna. La bodega, con espacio para cientos de botellas, las instalaciones de spa con sauna, la salida cubierta directa a la parte trasera del jardín, donde estaba la piscina y la cocina exterior. Encontrarían la financiación. Los bancos les habían dado el compromiso de préstamo y su agente inmobiliario tasó su casa adosada en una buena suma, mucho mayor de la que esperaban. Siguieron la licitación con ansiedad. Mentalmente ya se habían mudado y discutían sobre cómo colocar los sofás en la sala de estar. Desde el principio hubo cinco interesados. Cuando aún eran dos, presentaron una propuesta sorpresiva con la que esperaban espantar a los demás. La pelea duró varios días, pero al final David y Hanna cerraron el trato.

A la mañana del día siguiente tenían tiempo para redactar el contrato de compra. En el momento en que estaban aparcando en el garaje subterráneo del Nacka Forum, donde estaba la oficina de la inmobiliaria, los llamó el agente y les dijo que había aparecido un nuevo cliente que había ofertado medio millón más que ellos.

El umbral de dolor había pasado hacía ya varios cientos de miles de coronas. Hanna rogó y suplicó, pensó que él era cobarde. Era una inversión para la familia y su futuro, le dijo ella. Se podía intentar algo más. Ambos tenían buenos empleos. Él trabajaba como abogado y no pasaría mucho tiempo hasta que le ofrecieran ser socio del bufete. Ella era concejal en las oficinas del Gobierno, con experiencia en el Ministerio de Finanzas, lo que les ofrecía todas las posibilidades para avanzar. Y si decidía cambiar a directora financiera en el mundo de los negocios, podría duplicar su salario de un plumazo. Los precios de las casas, con toda seguridad, continuarían subiendo.

Pero él se había decidido, dijo que también debían vivir, poder permitirse algún viaje y tener un margen de dinero. En medio de las protestas de Hanna, llamó al agente y dijo que ellos se retiraban.

—¡Maldito controlador! —gritó ella antes de dar un portazo al coche y correr hacia las puertas de cristal del centro comercial.

Él se quedó sentado en el desolado garaje, no la siguió, no hizo lo que debería haber hecho. En lugar de eso, arrancó el motor y se fue. Por equivocación, giró a la derecha, el coche salió del aparcamiento y tomó un desvío que atravesaba el vecindario. Cuando pasó frente al Nacka Forum, la vio junto a la parada del autobús. No se detuvo, siguió conduciendo y fingió no haberla visto, pero notó que ella sí que lo había visto a él.

Y como si no fuese suficiente que le hubiera arrebatado la casa de sus sueños, Ernst también le quitó a Hanna.

—¿Papá? —dijo Harry desde el asiento trasero.

Canturreando, David condujo por carril izquierdo de la autopista hacia Estocolmo.

—Papá, ¿podemos ir mañana al Parque de Juegos de Andy?

—¡Sí! —gritó Sigge—. Por favor, papá.

—Veremos —respondió David. Era el último lugar donde quería pasar un sábado. Estar allí hablando de nada con padres desconocidos o, aún peor, sufrir cuando apareciera algún antiguo vecino y mencionara algo relacionado con su separación de Hanna.

—Mamá y Ernst siempre nos llevan al parque. Todo el tiempo —dijo Harry.

Aferró el volante tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.

—Veremos —repitió, y miró el rostro de sus hijos en el espejo retrovisor. Una vez más los había defraudado.

Nubes negras sobrevolaban Kaffebacken y ocultaban en la niebla el complejo de casas amarillas de Henriksdalsberget. Una lluvia liviana caía sobre el coche. El limpiaparabrisas churriaba cuando pasaba sobre el cristal. Ese ruido le hacía daño a David en los oídos. Se movía impaciente en el asiento e intentaba desplazar de su mente las imágenes de las manos de Ernst sobre el cuerpo de Hanna.

Todo era culpa de esa maldita casa. Se convirtió en un ariete que aplastó su matrimonio y provocó grietas tan profundas que nunca iban a repararse.

Al final todo se derrumbó en un montón de escombros.

Medio año después de que Ernst se mudara a la casa de los sueños de David y Hanna, ella comenzó a comportarse de manera extraña, o mejor dicho, diferente. De pronto se volvió urgente ir a recoger a los niños por la tarde, y a pesar de la prisa podía quedarse en la escuela una hora completa antes de regresar a casa. Antes de eso habían tenido discusiones sobre quién de ellos iría a buscar a los niños. En ese momento David no pensó en la causa, y tampoco reaccionó cuando ella se cortó el pelo y cambió de peinado, comenzó a hacer ejercicio varias veces a la semana y además dirigía los entrenamientos. Hanna parecía estar en paz con la vida y a él le gustaba su nuevo “yo” feliz. No pronunciaba una palabra sobre sus mezquinos colegas, los políticos exigentes o su jefe y sus constantes quejas, todo lo que antes había sido tema de charla frecuente cuando se sentaban a la mesa por la noche. Pero finalmente comprendió que no se quedaba horas en El Elefante por Harry y Sigge.

23 de mayo de 2016

Louise

Un fuerte viento hizo volar la gruesa chaqueta de Louise Sandberg cuando salió a la acera de Bjurholmsplan. Dio un paso atrás, hacia la puerta, le dio la espalda al viento y encendió el segundo cigarrillo de la mañana. La calle estaba solitaria y vacía excepto por un coche aparcado con un reluciente aviso amarillo de infracción en el parabrisas.

Como de costumbre, se había levantado a las cinco. Se movió de puntillas por el apartamento para no despertar a Paula, que dormía en el sofá de la sala con el gato sobre el estómago. Louise había creído que Paula se iría de su casa para siempre cuando el otoño anterior la llevó al apartamento de estudiante de Östersund. Había llenado una furgoneta con lo que le había comprado en Mio y en IKEA para que su hija tuviera un buen comienzo en la vida de adulta. Seis semanas después de comenzado el semestre de la carrera de Sociología, Paula ya había abandonado. Terminar en alguna administración social claramente no era lo suyo. Y era en esos lugares donde terminaban muchos después de tres años y medio de estudios, con un salario miserable, y Paula lo había comprendido casi inmediatamente una vez comenzado el curso. Louise había intentado hacérselo entender antes de que se matriculara No iba a poder mantenerse con el nivel de vida al que estaba acostumbrada. Le había propuesto estudiar Economía para que luego pudiese trabajar en su compañía. Paula se rio de esa idea aduciendo que su madre solo se preocupaba por el dinero y por cosas superficiales.

Ella decía tener mayores ambiciones en la vida. Pero durante los ocho meses que pasaron desde que volvió a casa, la realización de sus sueños no logró adquirir una expresión más fuerte que dormir hasta medio día, estar con amigos, recorrer los sitios populares de Stureplan y Södermalm, comprar ropa de marcas exclusivas y desparramar platos y prendas de vestir por todo el apartamento. Paula vendió más baratos los muebles y electrodomésticos que Louise le había comprado para el piso de dos habitaciones de Östersund al chico que le alquiló el apartamento. Cuando su madre lo supo, ella ya se había gastado hasta la última corona en el bar.

Cada vez que Louise le mostraba anuncios de apartamentos en alquiler, Paula miraba para otro lado y bostezaba.

—Los hijos adultos deben entender las condiciones para poder volver a casa de sus padres —le había dicho a Paula, que estaba de pie en el vestíbulo con una maleta en el suelo y un cachorro de gato en los brazos—. Cocinar y mantener el orden lo hacemos entre las dos, y no tengo por qué hablarte en todo el día. —Esas eran las condiciones y Paula había prometido respetarlas. Si no, que la partiera un rayo.

Después de dos semanas, Paula había retrocedido a los catorce años. Durante el tiempo que su hija estuvo fuera, Louise había tomado posesión de su habitación y la había amueblado con una cama nueva y amplia. Pintó su antiguo dormitorio y lo transformó en cuarto de trabajo, Paula, a su vez, tuvo que mudarse al cuarto que antes había sido su oficina. Justo antes de que regresara su hija, Louise había pedido presupuestos para transformar un espacio sin ventanas en armario, pero el proyecto quedó en la nada. A pesar de que tenía su propia habitación, Paula se empecinaba en dormir en el sofá nuevo de la sala.

Louise caminaba hacia la estación de metro de Skanstull con paso enérgico. Se oía el gorjeo de las aves entre los árboles y los arbustos que rodeaban Götlandsgatan. A medida que bajaba la escalera de piedra de Götgatan, el canto alado fue reemplazado por el bullicio del tráfico.

Cuando el tren llegó a la estación, Louise se apretujó en uno de los vagones atestados de gente y se quedó de pie entre los asientos. En Medborgarplatsen quedó libre un sitio y se tiró sobre él. Un hombre calvo de unos cincuenta años apartó la vista de su teléfono móvil y la miró. Louise volvió la cabeza, clavó los ojos en el reflejo de las ventanas, encontró el rostro del hombre en el cristal y dirigió su mirada impasible hacia un panel publicitario. El calor imperaba en el vagón lleno, el aire era pesado, y se estremeció con la desagradable idea de que el oxígeno que respiraba había estado dentro de los pulmones de las personas que la rodeaban. Quizá tendría que haberse puesto una mascarilla como las que usaban los japoneses. La alternativa era dejar de amontonarse con desconocidos. Empezar a montar en bicicleta, caminar o recorrer en coche los pocos kilómetros hasta la oficina. Después de cinco estaciones, llegó a su destino. Con paso resuelto, subió la escalera mecánica y salió por las puertas de la fachada azul de Konserthuset. A esa hora del día la actividad en Hötorget era febril. Gritos histéricos se mezclaban con risas estruendosas. Los vendedores montaban los puestos de venta. De los camiones se descargaban cajas y cajas de frutas y verduras, flores y setas. El mercado de la plaza funcionaba todo el año, todos los días de la semana. El trayecto desde allí por Sergelgången hasta el tercer edificio de Hötorget era lo bastante largo como para que ella fumara un cigarrillo entero antes de comenzar su jornada laboral.

Furtivamente, detrás de un hombre inmenso, Louise observó su imagen en el espejo del ascensor. La combinación de la tenue iluminación con el cristal ahumado era perfecta para quien no quisiera reconocer las inevitables huellas de la edad. Acababa de cumplir treinta y cinco. Comenzaban a formarse gruesas arrugas en su rostro y alguna que otra odiosa cana se extendía por su cabellera negra. Cada mañana libraba una larga batalla frente al espejo del baño. La cacería de las canas con una pinza. Se aplicaba capas de correctores y otros productos sobre bases y cremas antiage. Y por encima un maquillaje que, a pesar del elaborado procedimiento de poner todo en su lugar con una serie de diferentes pinceles, quedaba sorprendentemente natural. En una mañana buena, estaba lista para enfrentarse al mundo después de media hora; otros días podía llevarle tres cuartos de hora.

Bajó en el décimo piso, pasó la tarjeta y marcó el código. La alarma estaba apagada; Agneta debía de estar en su puesto. La mayor parte de los veintidós empleados de la oficina principal solían presentarse a partir de las ocho, pero su asistente llegaba antes. Continuó hasta su despacho, ubicado al final del pasillo.

Dejó su chaqueta sobre el apoyabrazos del sofá blanco y abrió su bolso de cuero de color nuez.

—Un periodista del Kvällsbladet llamó hace un rato y quiere una entrevista —dijo Agneta colocando una taza de café sobre el escritorio con formas redondeadas—. Le dije que estaba ocupada.

—¿Ha dicho de qué se trataba?

—No.

—La próxima vez, ten la amabilidad de preguntar. ¿No lo he mencionado antes? —“Cientos de veces”, pensó.

Agneta se volvió. Tenía manchas rojas en el cuello. “No seas tan sensible”, quiso decirle Louise, pero se quedó callada. Agneta permaneció de pie, inmóvil. Louise entendió que se lo había tomado muy a pecho, pero era obvio que no tenía intención de herirla. Su asistente debía comprenderlo.

—¿Qué quiere hacer con el evento de esta noche?

—Joder, me había olvidado completamente —dijo Louise, y tamborileó con los dedos sobre el pulido escritorio. Estaba invitada a participar en una mesa redonda sobre liderazgo femenino en el mundo del comercio que se realizaría en el Centro de Conferencias Waterfront—. Envíame por correo la hora y los detalles.

Volvió sus pensamientos hacia el periodista que quería verla. Era bueno para los negocios hacer entrevistas. Propaganda gratis y, además, la mejor manera de construir una imagen. Louise era un apreciado objeto de reportajes. Los artículos hablaban sobre su talento único para el liderazgo como directora ejecutiva y propietaria de Tillis. Representaba el éxito de haber construido una compañía desde cero. Había comenzado con una boutique en Farsta Centrum y entonces dirigía una cadena de franquicias, cuarenta y una tiendas en total. Presente en casi todas las grandes ciudades de Suecia y en la región metropolitana de Estocolmo, Tillis también estaba en diez centros comerciales.

El camino a la cima había comenzado con lo que, en un principio, fue un pasatiempo para una aburrida ama de casa de las afueras. Su marido de ese momento, Stein Tillis, nunca había tenido en cuenta que la actividad sería rentable. Estaba satisfecho con que su joven esposa no se sintiera deprimida y predispuesto a contribuir con dinero para que ella desarrollara su supuesto pasatiempo, de tal manera que él pudiera dedicarse libremente a sus infidelidades. Mientras tanto, Louise demostró tener un alma emprendedora e intuición para las tendencias y la moda. Después de tres años había abierto más de cinco tiendas, y cuando sus negocios se pusieron en marcha, ella y su hija abandonaron la casa de Trollbäcken y se mudaron a un apartamento en Kungsholmen. Cuando envió los papeles del divorcio, llamó a la amante de su marido y le comunicó que podía quedarse con aquel imbécil. Volvió a usar su apellido de soltera, Sandberg, pero mantuvo Tillis para la cadena de tiendas. El nombre funcionaba, y le daba una cierta satisfacción saber que Stein siempre recordaría cómo subestimó su talento. En los últimos trece años, Louise se había dedicado completamente a su imperio en expansión y, con la ayuda de niñeras, sus propios padres y profesores particulares, había dado a su hija una excelente educación.

Louise se paró junto a la ventana y miró hacia el tramo de la calle Seavägen que se veía entre los edificios de Hötorget. Alguien llamó a la puerta con decisión, y se estremeció. Julia Charles entró y cerró la puerta. Su rostro estaba tenso y parpadeaba nerviosa. Tenía el pelo oscuro recogido en una cola de caballo. Los pantalones ajustados y la blusa le quedaban perfectos. Julia llevaba un año trabajando en Tillis como encargada de compras. Se la había arrebatado a su mayor competidor cuando fue enviada a Shanghái como responsable de producción para tejidos y ropa interior. Le había costado conseguirla. Su salario era un mucho más alto que el de cualquier otro empleado, pero valía cada corona. Julia hablaba seis lenguas y tenía una impresionante red de contactos en Asia. También llevaba un control férreo sobre los proveedores y supervisaba que los envíos llegaran a tiempo y con la calidad adecuada de telas y confección. Su incorporación fue un paso determinante para que Louise pudiera llevar su compañía al siguiente nivel. Contratando a los mejores profesionales, podría concentrarse en dirigir Tillis. Así fue como el consultor de administración había mencionado su recomendación en el informe de veintitrés páginas que le había costado más de trescientas mil coronas.

Julia le entregó un papel.

“Dimisión”, se leía en el título.

—¿Qué quieres decir con esto?

—Hoy es mi último día. Le he devuelto mi portátil y mi móvil a Agneta —dijo Julia con su acento estadounidense.

—Espera. Hay que notificarla con dos meses de antelación. —Louise se esforzaba por amortiguar la sensación de quemazón en la garganta.

—Ya he dimitido.

Louise intentó interpretar su mirada. Ocurría algo que no estaba entendiendo. A veces podía darse cuenta de la envidia que despertaba su éxito. La gente no sabía que su lucha y sus éxitos eran una forma de tomarse revancha. Cuando se quedó embarazada a los quince años, el mundo a su alrededor descartó sus posibilidades de tener suerte en la vida. Pero el recelo y las miradas condescendientes la habían estimulado. Y tuvo éxito. Pero entonces sentía la desagradable sensación de que esto era el comienzo de una catástrofe que echaría a perder todo lo que había logrado.

Louise se levantó de la silla, que se deslizó a la deriva. Rodeó el escritorio y se acercó a Julia.

—Ya he dimitido —repitió Julia, dio media vuelta y salió de la oficina.

Louise se quedó mirando su delgada figura mientras desaparecía a lo largo del pasillo. Su tacones resonaban huecos contra el suelo de madera. Cuando ya no se oyeron, apoyó la palma de la mano contra la pared, se inclinó hacia delante y se pellizcó con los dedos el puente de la nariz.

Nueve años antes de la desaparición

18 de enero de 1997

Jonathan

Livianos copos de nieve se arremolinaban sobre Nynäshamn. El caserón de madera de tres pisos reinaba en lo alto de la colina. La mansión estaba rodeada de robles y caminos de grava. Los cristales de nieve se disolvían cuando llegaban al suelo cubierto de hojas de roble del año anterior. En la pendiente escarpada se dejaban ver las ramas desnudas de los rosales a través de la tierra congelada. Un sendero con escalones de granito labrado avanzaba en zigzag hasta las verjas vigiladas por cámaras de seguridad junto al camino que iba hacia la calle de Hamnvik. Jonathan estaba acostado en la cama deshecha de su habitación en el último piso. Tenía una carta en la mano. Una vez más leyó la resolución para finalizar la investigación. Había llegado hacía dos semanas, y David había recibido un mensaje similar. Jonathan debería sentirse aliviado por quedar libre de sospecha de haber causado la muerte de Klara. Pero aún sentía una opresión en el pecho y deseaba haber sido él mismo quien hubiera muerto devorado por las llamas en la cabaña de Boy Scouts, y no una niña de nueve años. El hermano de Klara, Peter, se había recuperado. Las quemaduras no llegaron a poner en peligro su vida, pero pasó varias semanas en el hospital.

Después del recibir la resolución, Jonathan buscó a la madre de los niños y le preguntó si podía ver a Peter, pero ella dijo que su hijo ya había sufrido lo suficiente, que necesitaba tranquilidad y calma para intentar olvidar lo que David y Jonathan habían hecho. Finalmente, después de varias llamadas telefónicas, la mujer ofreció encontrarse ella misma con Jonathan. Una semana antes había llamado por la noche, tarde; parecía estar resfriada cuando dijo con voz congestionada que podía ir a su casa al día siguiente, antes del mediodía, mientras Peter estaba en el colegio.

Jonathan pidió prestado el coche a su madre y condujo hasta allí, al vecindario donde, según maliciosas habladurías, casi todos vivían del subsidio social. Cuando llegó, se hizo evidente que el BMW blanco y nuevo de su madre no pertenecía a aquel lugar. A pesar de que había varios espacios libres para aparcar, se alejó de allí y dejó el automóvil junto a la carretera, a buena distancia del complejo de casas de siete pisos donde vivían Peter y su madre.