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Beschreibung

El sheriff Fletcher Harris no tenía la menor idea de cómo aquella niña había ido a parar a la parada del autobús, sola y perdida, llevando como única pista su nombre en la camisa. Pero decidió protegerla. Y solo conocía a una persona que tuviera el corazón tan grande como para ayudarlo: la mujer a la que había amado... y dejado marchar. Aquella preciosa niña era un recordatorio muy doloroso de todo lo que Amanda Harris había perdido. Además, la pequeña Shelby tenía el poder de sacar a la superficie un lado desconocido y tierno de Fletcher, algo a lo que Amanda casi no podía resistirse. ¿Sería esa niña la ayuda que necesitaban para dejar atrás el pasado y seguir los dictados del corazón?

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Cara Colter

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un envío especial, n.º 1323 - agosto 2015

Título original: What Child is This?

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7208-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

A Fletcher Harris no le gustaba la primavera; especialmente, el mes de mayo. Y no le gustaba por varios motivos. Por una parte, indicaba que se acercaba el verano y todavía no tenían aire acondicionado en ninguno de los coches patrulla de Windy Hollow. En el presupuesto del año no se incluía modernizar los vehículos. Y por lo que sabía, tampoco en el del año siguiente.

El siguiente fin de semana, su abuela, que acababa de cumplir ochenta y un años, quería plantar más flores en su jardín. Quería poner en la entrada unas cuantas de temporada, entre las que florecían durante todo el año. También quería poner nuevas macetas y tardaría un buen rato en encontrarles la situación adecuada.

En el jardín trasero, quería plantar guisantes, zanahorias, judías, patatas y remolachas. También quería reparar las vallas, los caminos del huerto y quizá dar una mano de pintura a las contraventanas.

Y no admitiría jamás que ya no tenía energía suficiente para afrontar dichas tareas ella sola.

En la primavera, los hombres jóvenes se volvían atrevidos, conducían a demasiada velocidad y bebían mucho alcohol. Era la época en la que los hombres solían competir del modo más primitivo posible: ser el más fuerte, el más rápido y el más duro.

También era en primavera cuando las chicas se ponían faldas más cortas, enseñaban sus ombligos y se arriesgaban más. En primavera, las muchachas caían bajo el hechizo de los músculos de los hombres y de sus sonrisas maliciosas y descaradas.

No, definitivamente a Fletcher no le gustaba la primavera. Le daba igual que los ríos se deshelaran y la línea de nieve subiera más y más en las Montañas Bitterroot. A él no le gustaban las flores ni los campos verdes. Conforme el invierno se iba y los días se hacían más largos, y la temperatura más alta, su espíritu se volvía, inexplicablemente, cada vez más sombrío. Y eso no era de buen agüero para los gamberros.

Aquel día era un veintiuno de mayo increíblemente caluroso para la zona norte de Montana. Estaba metido en la camioneta de su primo Brian. Los asientos eran negros, así como el volante y el resto de cosas del interior, que estaba diseñado para atraer los rayos del sol.

Fletcher había aparcado a la sombra de un enorme arce, pero dicha sombra se había movido, así que el coche debía estar ardiendo. Si fuera un perro, la Sociedad Protectora de Animales lo habría rescatado ya, pensó mientras miraba con tristeza hacia la nieve que todavía cubría los picos de las Montañas Bitterroot.

Había pedido prestada aquella camioneta para vigilar una casa. Windy Hollow no tenía un coche específico para tal fin, porque sería absurdo.

En pocos días, todos lo conocerían y lo saludarían alegremente, por mucho que quisiera mantenerlo oculto.

Su primo vivía en Belleview, treinta millas al norte, y había estado encantado de cambiar, por unos días, su vieja Ford por el vehículo personal de Fletcher, un Pathfinder plateado del año 99.

Pero a pesar del calor, la camioneta era perfecta. Tenía polvo, alguna abolladura que otra y era discreta. No destacaba de los otros vehículos aparcados a lo largo del arcén de aquel barrio obrero, habitado por pintores, albañiles y carpinteros. Y su vestimenta también era la adecuada: una camisa lisa y unos vaqueros viejos. Por supuesto, sabía cómo vestían los carpinteros. Su padre había sido uno y él mismo había tallado madera en la escuela.

Antes de conocer a Amanda.

Frunció el ceño. Se había prometido no pensar en ella aquel día. A pesar de que cada vez se hablaba más de que la relación entre ella y el doctor iba adelante. Los rumores ya se habían extendido por toda la ciudad.

Ese era el problema de vigilar una casa. Tenías demasiado tiempo para pensar.

Así que si estaban distribuyendo droga en el número mil cincuenta y siete de Church Street, esperaba descubrirlo en seguida. Aunque, por otra parte, era consciente de que el chivatazo anónimo podía haber sido una travesura de alguna novia enfadada.

Hasta entonces, Fletcher no había visto especial movimiento en la casa. De todos modos, había ciertas señales que podían indicar algo. El jardín y la casa estaban muy descuidados. En la entrada, había periódicos de días pasados. La ventana principal estaba cegada con maderas. En lugar de césped, el jardín estaba lleno de malas hierbas. La valla, sin embargo, tenía mejor aspecto. Había sido reparada recientemente, haciéndola más alta. De vez en cuando, y a través de las ranuras de las ventanas cegadas, veía a un perro, un Rottweiler, ladrando inquieto.

Había indicios, pero no los suficientes para obtener una orden de detención de los habitantes de la casa.

Notó la vibración del móvil en su bolsillo. Había quitado el volumen para hacer el menor ruido posible. Cualquiera que le viera sabría que un verdadero carpintero no podía estar a media mañana sentado dentro de una camioneta hablando por un móvil.

Le había dicho a Jenny que solo le llamara en caso de emergencia. Aunque era consciente de que su interpretación de lo que era una emergencia era distinta de la de él. Para Jenny emergencia tenía varios significados. Por ejemplo, que el conejo de Herbert Solenberg se hubiera escapado otra vez o que alguien hubiera puesto el sujetador de Leila Evanshaw en otra cuerda. Una vez más.

Así que Fletcher no contestó la llamada.

Pero tres minutos después, el móvil comenzó a vibrar de nuevo. Era como tener una mosca en el bolsillo. Podía tirar por la ventana el aparato o dejar que le siguiera torturando, por si fuera poco con el calor. Luego se dio cuenta de que ese tipo de pensamientos se debían a la locura que le entraba en primavera y finalmente sacó el móvil del bolsillo y contestó.

—Policía de Windy Hollow —dijo, bajándose la gorra de béisbol hasta los ojos.

Por la alegría de la voz de Jenny, parecía que la tienda de licores no había sido robada, ni que nadie estaba amenazando con lanzarse al vacío desde el último piso del Hotel Wilton, que, con sus tres plantas, era el edificio más alto de la localidad.

—¿Qué quieres, Jenny? —dijo, nervioso.

Por el espejo retrovisor vio que se acercaba un coche. El perro ladró amenazadoramente y él trató de hundirse lo más posible en su asiento.

—Hola, Fletcher —lo saludó la mujer.

Ir directa al grano no era una de las habilidades de Jenny.

Pero, ¿cómo iba a enfadarse con ella? Sería como enfadarse con su abuela, que también consideraría de mala educación no saludar a la otra persona adecuadamente.

Por el espejo retrovisor, vio que salían dos hombres jóvenes del coche. Miraron a su alrededor sin demasiado interés y subieron las escaleras. De nuevo, volvieron a mirar a su alrededor. La puerta de la casa se abrió un poco. Cuando finalmente la abrieron del todo desde dentro, entraron.

—¿Fletcher?

—Hola, Jenny —contestó, consultando su reloj.

—¿Estás disfrutando de este maravilloso día?

—No especialmente.

—¡Qué pena!

Le empezó a hablar de las flores de su jardín mientras él seguía con la vista fija en el espejo lateral.

Cuando los dos jóvenes salieron otra vez, Fletcher consultó el reloj. Treinta segundos. El que conducía tiró algo entre risas a su compañero antes de subirse al coche y ponerse en marcha.

Pasaron a su lado y Fletcher trató de ver bien a los ocupantes del coche, pero no reconoció a ninguno de ellos. Aunque sí apuntó el número de la matrícula.

—Jenny, envía un mensaje a los chicos para que sigan a un Nova verde. Es un modelo antiguo, quizá del ochenta y tres u ochenta y cuatro —le leyó la matrícula—. Van dos hombres. Los dos rubios y de poco más de veinte años. Uno tiene una gorra roja. Que les paren con cualquier excusa. Límite de velocidad, por falta de luces, cualquier cosa, y que busquen droga.

Jenny lanzó una exclamación, indignada por las cosas que se hacían en su propia ciudad. Se seguía extrañando de que ocurrieran cosas así incluso después de los años que llevaba trabajando para el departamento de policía. Había trabajado con ellos treinta años, veinte más que Fletch, y él sospechaba que se jubilaría antes que ella.

Jenny retuvo la llamada mientras avisaba por radio. Fletcher esperó molesto, tamborileando los dedos sobre el volante.

—¿Es todo, jefe?

—Sí. Pero me has llamado tú —le recordó Fletcher—. ¿Alguna emergencia?

—Tienes un paquete en la estación de autobuses.

Fletcher contuvo un suspiro.

—Iré a por él cuando termine con esto.

—Thelma acaba de llamar y dice que tienes que recogerlo cuanto antes. Es perecedero.

Fletcher notó que una gota de sudor le corría por la nuca.

—Yo no he pedido nada perecedero. ¿Y tú?

—No, pero quizá te lo ha mandado un amigo —la mujer se quedó pensativa unos segundos—. ¡Imagínate! ¡Una langosta viva! ¿No sería estupendo?

Fletcher no entendía cómo la mente de Jenny había relacionado la palabra perecedero con una langosta viva, pero eso le hizo entender por qué nunca encontraba nada en los archivos sin su ayuda.

A esas alturas, Jenny tenía que saber perfectamente que él no tenía amigos, pero era una optimista incurable. Además de una entusiasta de la primavera. Dentro de unos días, tendría el despacho lleno de jarrones con lilas. Él no creía que un despacho de policía fuera el lugar más adecuado para poner flores, pero sus protestas caían siempre en oídos sordos.

Dejó escapar un suspiro y miró de nuevo por el espejo lateral. Un chaval rubio y despeinado, con un gran tatuaje en el antebrazo, salió de la casa. Llevaba una camiseta con un dibujo de una hoja de marihuana e iba con el Rottweiler, sujeto con una correa. Este ladró a pleno pulmón y el chico miró hacia la camioneta unos segundos más de lo que a Fletch le hubiera gustado. Era hora de marcharse.

Después de que le vieran, ya no le servía la camioneta negra. Pensó en volver afeitado y con gafas de sol. Pero, ¿a quién le pediría el coche?

Miró una vez más por el espejo para grabar la cara del chico en su mente y encendió el motor. Poco después, salió a la carretera.

Notó el viento sobre la cara y, a pesar de que el aire era demasiado caliente, le resultó más agradable que la quietud de la hora anterior.

La estación de autobuses estaba a tres minutos, pero en Windy Hollow, ¿qué lugar no estaba a tres minutos?

Era un edificio cuadrado, ubicado bajo las ramas de un arce gigante que había sido plantado en el pasado, cuando el valle ya era golpeado por el viento.

Fletch salió de la camioneta y se estiró. Thelma Theobald lo miraba con deseo desde la ventanilla y él dejó de hacer estiramientos antes de tiempo.

Thelma era una de esas mujeres a las que les encantaban los policías. Fletcher se preguntó si le habría hecho ir a propósito.

¿Perecedero? Esperaba que fuera un recipiente de helado Häagen-Dazs, por ejemplo.

Con el calor que hacía, le sería mucho más difícil resistirse al helado que a Thelma, a la que, por otra parte, llevaba años resistiéndose.

Puso el gesto más duro, frío y calculador que pudo, esperando que eso la detuviera, y abrió la puerta. Notó con agrado el aire acondicionado, pero no dejó que se le reflejara en la cara.

—Hola, Fletch —su voz era como el sirope, y en honor a la primavera, llevaba una camisa que no le tapaba del todo la cintura.

Él asintió. Thelma era una chica guapa, siempre lo había sido. Pero las chicas guapas le habían arruinado la vida. Y no solo una vez. De hecho, quizá se la habían arruinado para siempre.

—¿Tienes algo para mí?

Thelma asintió, mirándolo con una expresión traviesa y señaló algo que estaba a su espalda.

Fletcher se dio la vuelta, pero no vio nada. Una máquina de caramelos, un tablón de anuncios y una niña sentada en un banco.

Estaba a punto de volverse otra vez hacia Thelma, cuando se fijó en la niña. Parecía tener cinco o seis años nada más. Llevaba puesto un vestido vaquero gastado y se había recogido el cabello en una divertida coleta sobre la cabeza.

—Creo que no deberías hacerla esperar más tiempo —dijo Thelma en voz baja—. La pobre lleva aquí ya un buen rato.

Fletcher miró asombrado a Thelma.

—¿Un rato? ¿Y a qué está esperando?

Entonces le tocó el turno a Thelma de asombrarse.

—A ti. Lleva tu nombre escrito sobre el vestido.

Se volvió despacio y le dio tiempo a ver que la niña lo estaba mirando, a pesar de que ella bajó la vista al darse cuenta de que él iba a girarse. A Fletcher le dio tiempo a ver que tenía los ojos azules. Un azul que le recordó al agua de un estanque donde solía ir a nadar hacía tiempo. Un azul tan profundo y limpio que podía perderse en él.

Pero hacía mucho tiempo que ya no iba a ese estanque. Después de que su vida se arruinara, no había vuelto.

Finalmente, se fijó en el papel que llevaba sobre el vestido, sujeto con un gran imperdible.

Para Fletcher Harris. Windy Hollow.

Tenía un montón de preguntas para Thelma. ¿En qué autocar había llegado? ¿Desde dónde? ¿A qué hora? ¿Quién la había llevado? ¿Dónde estaba su billete?

Pero Fletcher vio en aquellos enormes ojos dolor y miedo y las huellas de haber llorado ensuciaban su carita dulce y redonda. El labio inferior le temblaba sin parar.

Fue hacia la niña y se agachó a su lado.

—Hola, bonita.

La niña lo miró y luego apartó rápidamente la vista.

Eso indicó a Fletcher que no había puesto el tono de voz adecuado.

—Soy policía —insistió—. Puedes hablar conmigo.

La niña le lanzó una mirada rápida y escéptica. Evidentemente, sabía cómo era el aspecto de un policía y él no lo parecía.

Iba sin afeitar y llevaba una gorra sobre el cabello rizado, una camisa manchada y unos vaqueros viejos. Indumentaria que se había puesto para pasar desapercibido por la mañana para vigilar aquella casa.

Sacó su cartera del bolsillo y le enseñó el carnet de identidad.

—¿Lo ves? Soy policía. Si quieres, se lo puedes preguntar a Thelma, la chica que hay en la ventanilla.

Miró a Thelma seriamente. No era momento de jugar.

Thelma lo entendió y asintió vigorosamente.

—Es verdad, pequeña. Fletcher Harris es el sheriff de Windy Hollow.

La pequeña siguió sin decir nada.

—No pasa nada malo, pero me gustaría hacerte algunas preguntas.

—¿Quieres decir que no la esperabas, Fletch? —preguntó Thelma—. ¡Caramba! Pensé que sería tu sobrina o algo así. Tu hermano tiene hijos, ¿no?

—Mi hermana. Pero no, esta no es mi sobrina.

Como si aquello hubiera significado para ella un rechazo personal, la niña soltó una lagrimita que le rodó por la mejilla y quedó suspendida de su barbilla.

—Oye, cielo, no pasa nada. Debe ser una confusión. No es culpa tuya.

Como eso no llamó la atención de la niña, Fletcher le acarició un hombro, sintiéndose como un oso torpe tratando de agarrar una jarra de cerveza.

La pequeña dio un suspiro y se levantó del banco, arrojándose contra su pecho. Fletcher, que estuvo a punto de caerse, se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Notó las lágrimas que le mojaban la camisa y la fuerza de las pequeñas manos que le agarraban el cuello.

Entonces, muy despacio, la abrazó y la apretó contra sí. Como no estaba muy cómodo agachado, se puso en pie, levantando a la niña consigo.

No pesaba nada. Mientras lloraba en silencio, la respiración de la pequeña, así como el movimiento del pecho, le recordó a un pajarillo que se hubiera caído del nido.

Fue hacia la ventanilla.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Desde que llamé a la comisaría esta mañana —respondió Thelma.

—¿Le dijiste a Jenny que era una niña?

—¡Por el amor de Dios, Fletcher! Creí que la esperabas. Fue una broma cuando dije que tenías un paquete perecedero.

Fletcher contuvo su impaciencia. Una niña abandonada allí durante horas… tratando de hallar respuestas. Podía notar el temblor de la pequeña contra sí. No era momento de mostrar su rabia a Thelma, porque podía asustar a la niña.

—Mira, voy a llevarla allí enfrente y voy a comprarle una hamburguesa. Tú llama a Jenny y dile que necesito saber en qué ciudad se subió la niña y quién la dejó. Necesito también hablar con el conductor del autocar para averiguar al lado de quién se sentó y con quién habló.

Thelma asintió.

—Creo que yo misma podré averiguar quién era el conductor.

—Bien, hazlo. Y llámanos a Jenny o a mí tan pronto como tengas algo.

La pequeña había dejado de llorar y le estaba escuchando con el máximo interés. Fletcher la sentó de nuevo y la niña se limpió los ojos con una manga del vestido.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

Silencio.

—¿Tienes hambre?

La pequeña asintió solemnemente y, cuando él le ofreció la mano, la niña se la agarró con fuerza.

—No me extraña que me pareciera pariente tuya. Mírale los ojos.

Fletcher miró a Thelma con un gesto de desagrado. Luego se dio la vuelta y cruzó la calle con la niña. Entraron en el café Windy Hollow Diner.

Pidió dos hamburguesas, una de ellas con patatas, y un batido. Luego observó a la niña e ignoró a Francine, que los miraba con curiosidad.

—Tengo una sobrina. Tiene siete años. ¿Cuántos tienes tú? —le preguntó Fletcher, que intentaba elegir las preguntas adecuadas para que la niña se tranquilizara.

Ella lo miró solemnemente y levantó cuatro dedos. Después de unos segundos, incluyó el pulgar.

—¿Tienes cinco años?

La niña asintió.

—Mi sobrina se llama Sarah. ¿Y tú? —continuó.

La niña no dijo nada.

—¿Está bueno el batido?

La niña asintió vigorosamente.

—¿Quieres otro?

El mismo gesto.

Fletcher intentó todos los trucos para conseguir algo de la niña. Pero fue inútil. Por supuesto, no había estudiado nada de cómo interrogar a niños de cinco años.

Después de que la pequeña terminara de comer, lo miró mientras él seguía hablando. De pronto, a la niña se le cerraron los ojos y, sin avisar, su cuerpo se quedó flojo y cayó al suelo.

Fletcher la recogió, de nuevo muy nervioso al verla tan frágil. ¿Se habría desmayado? ¿Estaría enferma?

La niña se acurrucó en sus brazos y se le escapó un gemido. Fletcher vio las ojeras y la palidez de su rostro. No estaba enferma. Solo cansada.

¿Y qué iba a hacer él? «Señora Gauthier», pensó. Fue a la camioneta y, al abrir el asiento del pasajero, notó el calor que hacía dentro. No así la niña, que ni siquiera se despertó. La dejó en el asiento y se sentó al volante.

Pero, de repente, se dio cuenta de que no podía llevar a la niña a la señora Gauthier. Allí había demasiado ruido. Normalmente su casa estaba llena de niños que no habían llevado una vida fácil. Además, la señora Gauthier tenía ya demasiado trabajo y, a pesar de ser muy competente, no podría ofrecerle la ternura que la pequeña necesitaba.

Arrancó el motor y decidió dónde iba a llevarla, aunque no sabía muy bien por qué.

¿Por qué llevarla allí?

A aquella casa grande sobre la colina, sin duda ya cubierta de flores en aquella época del año.

Ella abriría la puerta, toda guapa. ¿Y si olía un poco de su aroma? A limón y a rayos de sol.

No la había visto, excepto de lejos, desde hacía varios años. Y eso era difícil en una ciudad de aquel tamaño. Pero él era consciente de sus debilidades y sabía que el aroma de Amanda sería suficiente para terminar con él.

Todavía era guapa, incluso de lejos. Alta y esbelta, con su indomable pelo rojo, que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su modo de caminar era lo primero que le había llamado la atención. Amanda Cooper, la hija del médico, era toda una mujer.

¡Caramba! ¿Habían pasado ya catorce años o quizá quince? Ambos habían estudiado en el mismo instituto.

Ella nunca se volvió a casar. No, ella en ese momento era el vivo ejemplo de la mujer independiente. Trabajaba de profesora en la universidad, conducía un coche moderno de color rojo y siempre llevaba trajes de color pastel, cuyas faldas nunca eran demasiado cortas. También le gustaba llevar joyas caras.

Había remodelado Flanders, había fundado el club de desayuno para el instituto y había iniciado un programa de literatura.

Y solo alguien que la conociera bien podría ver la tristeza que había en sus enormes ojos verdes.

Pero se hablaba de que salía con el doctor. Quizá eso le devolviera el brillo a sus ojos.

Fletcher sintió que se le encogía el estómago solo de pensarlo.

Sabía que era una locura llevar a la pequeña allí, a casa de Amanda Harris, a la mujer que había estado con él cuando la primavera había perdido su magia.

Para siempre.

Pero también sabía que no podía llevar a la niña a ningún otro lugar.

Así que decidió llevarla a casa de la mujer con la que no hablaba desde hacía cuatro años. A la casa de su ex mujer.

Después de detener la camioneta frente a la casa, sacó a la niña. Pero entonces se sintió perdido. Era evidente que Amanda había rehecho su vida. Mientras él se había escondido, destrozado, en una pequeña casa, río abajo, ella había salido adelante.

Fletcher había tenido la ilusión de que significara algo el hecho de que ella no hubiera recuperado su nombre de soltera. Pero en ese momento se daba cuenta de que se estaba engañando.

Mientras él se había detenido, ella había seguido viviendo.

De repente, se le ocurrió que quizá había ido allí solo por lo del rumor de la relación entre ella y el doctor.

Nunca se había aproximado tanto a su casa, a pesar de que toda la ciudad había hablado sobre su remodelación. A pesar de que había sido la portada de una revista de decoración.

Era una casa preciosa. La imagen que había salido en la revista no le hacía justicia. Tenía dos plantas, era de madera que habían pintado de blanco y las contraventanas eran de color verde. Estaba rodeada por un porche al que se accedía por unas escaleras anchas, también pintadas de verde. Tenía por todas partes macetas con flores.