Un hombre para un destino - Vi Keeland - E-Book
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Un hombre para un destino E-Book

Vi Keeland

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Beschreibung

  "Todo empezó con un vestido…" Cuando entré en aquella tienda de segunda mano, allí estaba: el vestido perfecto, con plumas y… una misteriosa nota de un tal Reed Eastwood. Parecía el hombre más romántico del mundo, pero nada más lejos de la realidad. Es arrogante y cínico, y ahora, además, es mi jefe. Necesito descubrir la verdad tras esa preciosa nota y nada me detendrá. Un relato sobre segundas oportunidades best seller del Wall Street Journal

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Seitenzahl: 414

Veröffentlichungsjahr: 2020

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UN HOMBRE PARA UN DESTINO

Vi Keeland y Penelope Ward

Traducción de Isabel Fuentes García

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Epílogo

Agradecimientos

Sobre las autoras

Página de créditos

Un hombre para un destino

V.1: Septiembre, 2020

Título original: Hate Notes

© Vi Keeland y Penelope Ward, 2018

© de la traducción, Isabel Fuentes García, 2020

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

Los derechos morales de las autoras han sido reconocidos.

Diseño de cubierta: Lorado | Mat Hanley | iStock

Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-26-4

THEMA: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Un hombre para un destino

«Todo empezó con un vestido…»

Cuando entré en aquella tienda de segundamano, allí estaba: el vestido perfecto,con plumas y… una misteriosa nota deun tal Reed Eastwood. Parecía el hombre másromántico del mundo, pero nada más lejosde la realidad. Es arrogante y cínico, y ahora,además, es mi jefe. Necesito descubrir la verdadtras esa preciosa nota y nada me detendrá.

Un relato sobre segundas oportunidadesbest seller del Wall Street Journal

«Keeland y Ward se unen para escribir una novela contemporánea dulce y divertida… Perfecta para evadirse.»

Publishers Weekly

«Un hombre para un destino es una lectura divertida, apasionada y emotiva; una historia de amor a fuego lento.»

Harlequin Junkie

Para Kimberly, por encontrarel hogar adecuado para Reed y Charlotte

Capítulo 1

Charlotte

Hace un año, no me habrían pillado ni muerta en un sitio así. A ver, aclaremos una cosa: no soy una esnob. De pequeña, mi madre y yo pasábamos horas en busca de conjuntos en tiendas de segunda mano. Y eso era cuando se conocían como tiendas solidarias y se encontraban, en su mayoría, en barrios de gente trabajadora. Hoy en día, la ropa de segunda mano recibe el nombre de vintage y se vende en el Upper East Side por una pequeña fortuna.

Vamos, que lo de «ligeramente usado» no era ninguna novedad para mí, ni siquiera antes de la gentrificación de Brooklyn.

No, que fuera de segunda mano no me importaba. El problema de los vestidos de novia usados son las historias que me imaginaba que tenían.

«¿Qué hacen aquí?». 

Saqué un Vera Wang con escote corazón, corpiño cruzado y falda de tul en cascada del perchero. «Expectativas propias de cuentos de hadas. Divorciados al cabo de seis meses». Un delicado vestido con encaje de corte sirena diseñado por Monique Lhuillier. «El novio murió en un terrible accidente de coche». La novia que nunca llegó al altar debió de donarlo, destrozada, a la iglesia para su mercadillo anual de segunda mano. Y una compradora astuta lo encontró, lo compró por una ganga y recuperó su inversión con creces al revenderlo.

Todos los vestidos de segunda mano tienen una historia y la mía se incluía en la categoría «Resultó que era una rata que me engañaba». Suspiré y volví al mostrador, donde dos mujeres discutían en ruso.

—Es de la colección del año que viene, ¿sí? —preguntó la mujer más alta, que tenía unas cejas pintadas desiguales y extrañas.

Traté de no mirarlas, pero fui incapaz.

—Sí, es de la colección de primavera de Marchesa. 

Habían estado hojeando los catálogos, aunque veinte minutos antes, al entrar, les había dicho que el vestido era de una colección que todavía no estaba a la venta. Supongo que querían hacerse una idea de los precios originales del diseñador.

—No creo que lo encuentren ahí. Mi suegra… —me corregí al momento—… Mi exsuegra está emparentada con uno de los diseñadores, o algo así.

Las mujeres me observaron un instante y retomaron su discusión.

«Vale».

—Supongo que necesitan más tiempo —murmuré. 

Hacia el fondo de la tienda, encontré una sección llamada «echo a medida». Sonreí. A la madre de Todd le habría dado un infarto si la hubiera llevado a una tienda con carteles llenos de faltas de ortografía. Ya se había quedado atónita cuando fuimos a ver vestidos de novia a una tienda en la que no le sirvieron una copa de champán mientras yo me probaba los vestidos. Dios, el estilo de vida de la jet set me había nublado el juicio y había estado a punto de convertirme en una de esas zorras estiradas.

Deslicé las yemas de los dedos por los vestidos a medida con un suspiro. Probablemente, las historias de esas prendas serían más interesantes. Novias eclécticas, con un espíritu demasiado libre para sus novios o futuros maridos aburridos. Mujeres fuertes que se enfrentaban a todo, que participaban en manifestaciones políticas, que sabían lo que querían.

Me detuve frente a un vestido blanco de corte en A, bordado con rosas de color rojo sangre. El corpiño también tenía detalles bordados en rojo. «Dejó a su novio banquero por su vecino, un artista francés, y se puso este vestido para casarse con Pierre».

Estas mujeres no necesitaban vestidos de diseño, porque sabían exactamente lo que querían y no les asustaba pedirlo. Seguían el dictado de su corazón. Sí, me daban envidia. Antes, yo era una de ellas.

En el fondo, era una chica echa a medida, así, con la falta ortográfica. ¿Cuándo había perdido mi independencia y me había vuelto una conformista? No había tenido los redaños de admitir lo que sentía ante la madre de Todd y, por ello, había terminado con aquel vestido de novia elegante y aburrido entre las manos. 

Al llegar al último vestido de la sección, tuve que tomarme un momento.

«¡Plumas!».

Nunca había visto unas tan hermosas. El vestido no era blanco, sino de un rosa pálido. Era el vestido perfecto. Justo el que habría escogido si hubiera elegido uno echo a medida. No era un vestido cualquiera, era el vestido. Sin tirantes, con una ligera curva en el escote, del que brotaban plumas más pequeñas y discretas. Un bordado en encaje precioso cubría el corpiño y la falda era divina, ceñida en la zona de los muslos y con vuelo a partir de las rodillas, hasta el dobladillo. Y la parte inferior era un crescendo de plumas. Este vestido cantaba. Era mágico.

Una de las mujeres del mostrador se fijó en que lo observaba.

—¿Puedo probármelo?

Asintió y me acompañó al vestidor de la parte de atrás.

Me desnudé y me puse el vestido con mucho cuidado. Por desgracia, el vestido de mis sueños era demasiado pequeño para mí. Aquel era el resultado de utilizar la comida como una vía de escape emocional.

Me limité a no subir la cremallera y a admirar mi reflejo en el espejo. Así. Así no tenía el aspecto de una mujer de veintisiete años que acababa de romper con su prometido porque este le ponía los cuernos. No parecía alguien que se veía obligada a vender su vestido de novia para dejar de comer ramen dos veces al día.

Aquel vestido me hacía sentir como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. No quería quitármelo, pero empezaba a sudar, y no podía estropearlo.

Antes de desvestirme, contemplé por última vez la imagen del espejo y me presenté a la persona imaginaria que admiraba a mi nuevo yo.

Permanecí de pie con los brazos en jarra, llena de confianza, y me dije: «Hola, soy Charlotte Darling». Rompí a reír porque sonaba como una presentadora de televisión. 

Después de quitarme el vestido, reparé en algo de color azul en el interior. Era un trozo de papel, prendido al forro.

«Algo prestado, algo azul, algo viejo y algo nuevo». Ese era el dicho, ¿no? ¿O era al revés?

Se me ocurrió que quizá aquello fuera ese «algo azul».

Me acerqué el vestido para leer la nota. En el papel estaba grabado «De la oficina de Reed Eastwood». Acaricié las letras mientras la leía.

Para Allison:

«Ella dijo: “Perdóname por ser una soñadora”, y él le tomó la mano y respondió: “Perdóname por no estar aquí antes para soñar contigo”». (J. Iron Word)

Gracias por hacer todos mis sueños realidad. 

Te quiere, 

Reed

El corazón me latía con fuerza. Aquello era probablemente lo más romántico que había leído jamás. Ni siquiera podía imaginar cómo había terminado aquel vestido allí. ¿Cómo era posible que una mujer en su sano juicio renunciara a un sentimiento tan poderoso? Si antes ya me parecía que el vestido era perfecto, ahora simplemente lo era todo para mí.

Reed Eastwood la había amado. «Ay, no». Esperaba que Allison no hubiera muerto. Porque un hombre capaz de escribir algo así no deja de querer a la mujer a la que le ha declarado su amor.

La dependienta me llamó desde el otro lado de la cortina.

—¿Todo bien?

Corrí la cortina y la miré.

—Sí, sí. Es que me he enamorado de este vestido, la verdad. ¿Sabe ya cuánto podría pagarme por el Marchesa?

Negó con la cabeza.

—No damos dinero. Solo vales para otros vestidos.

«Mierda».

El dinero me hacía falta de verdad.

Señalé el vestido de plumas.

—¿Cuánto costaría este?

—Podríamos intercambiarlo por el Marchesa.

Resultaba tentador. Aquel vestido era como un tótem para mí, sentía que las palabras de la nota las podría haber escrito mi prometido perfecto. No quería imaginarme la historia del vestido. Quería vivirla, crear mi propia historia con él. Quizá no en aquel momento, pero algún día, en el futuro. Quería un hombre que me valorase, que quisiera compartir mis sueños y que me amase incondicionalmente. Quería un hombre que me escribiese una nota como aquella.

Ese vestido tenía que estar en mi armario para recordarme cada día que el amor verdadero existía.

Así que las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera cambiar de opinión.

—Me lo quedo.

Capítulo 2

Charlotte

Dos meses más tarde

Tenía que dar un buen repaso a mi currículum. Después de navegar durante dos horas en busca de ofertas de trabajo, comprendí que debía exagerar un poco mis habilidades.

El empleo temporal de mierda que acababa de terminar hoy podía convertirse en experiencia en administración. Al menos, quedaría bien sobre el papel. Abrí el documento Word de mi lamentable currículum y añadí el puesto: «Asistente jurídica».

Rath y Asociados. El nombre le iba de perlas. David Rath, el abogado para el cual acababa de trabajar durante un mes, era una mezcla de rata y de hombre. Después de teclear las fechas y la dirección, me recliné en la silla y pensé en qué más podía añadir en el apartado de experiencia. ¿Qué más había aprendido con ese imbécil?

«Veamos». Me llevé el dedo índice a la barbilla. «¿Qué he hecho durante toda la semana para la rata?». Mmm. Ayer aparté sus babosas manos de mi trasero mientras amenazaba con denunciarlo al Gremio de Abogados. Sí, eso debería aparecer en el currículum. Tecleé:

Acostumbrada a trabajar en un entorno con presión y a la multitarea.

El martes, la rata me enseñó a cambiar la fecha del sello para que Hacienda pensara que su cheque atrasado del pago de los impuestos no había llegado a tiempo y, así, evitar el recargo. «Genial». También podía utilizarlo.

Me encanta trabajar en proyectos con entregas contrarreloj.

La semana pasada, me envío a La Perla para comprar dos regalos, algo bonito para el cumpleaños de su mujer y algo sexy para una «amiga especial». Es posible que también cayera algo para mí. Dios sabe que ahora mismo no puedo permitirme un tanga de treinta y ocho dólares.

Excelente ética laboral y comprometida con los proyectos de especial importancia.

Tras añadir unas cuantas habilidades más envueltas en retórica empresarial —todo mentira—, envié el currículum a una docena de agencias de trabajo temporal y me recompensé con una copa de vino llena hasta arriba.

Qué vida más emocionante, la mía. «Soy una soltera de veintisiete años en Nueva York que va en chándal y camiseta un viernes por la noche, y apenas son las ocho de la tarde». Pero no tenía ganas de salir. Ni de gastarme los dieciséis dólares que costaría cada martini en los elegantes bares donde hombres como Todd visten trajes carísimos para ocultar que son unos depredadores. Así que, en lugar de eso, abrí Facebook y decidí curiosear las páginas de aquellos que sí tenían vidas o que, al menos, se dedicaban a exhibirlas en redes sociales. 

Mi muro estaba lleno de las típicas fotos de un viernes por la noche: las sonrisas de la hora feliz, platos de comida y los bebés que algunas de mis amigas ya habían tenido. Navegué sin cesar durante un buen rato, mientras disfrutaba de la copa de vino… hasta que llegué a una fotografía que me congeló el dedo índice. Todd acababa de compartir una foto con una chica a la que agarraba del brazo, una chica que se parecía mucho a mí. Podría haber pasado por mi hermana. Era rubia, con los ojos grandes y azules, piel clara, labios carnosos y tenía esa estúpida mirada de adoración con la que yo también había mirado a Todd. Por el atuendo que llevaban, parecía que fueran a una boda. Luego leí el pie de la fotografía:

Todd Roth y Madeline Elgin anuncian su compromiso.

«¿Su compromiso?». Nuestro compromiso había terminado hacía setenta y siete días. No es que los contara, pero ¿ya le había propuesto matrimonio a otra mujer? Joder, si ni siquiera era la mujer con la que lo había pillado engañándome.

Debía de tratarse de un error. La mano me temblaba a causa de la furia mientras utilizaba el ratón para ir al perfil de Todd. Pero, por supuesto, no era un error. Había docenas de mensajes de personas que le daban la enhorabuena, e incluso había respondido a unos cuantos. También había colgado una fotografía de sus manos entrelazadas, donde se veía a la perfección el anillo de compromiso que su nueva prometida lucía. «Joder, pero si es mi anillo de compromiso», pensé. Mi ex, haciendo gala de su enorme clase como ser humano, ni siquiera se había molestado en cambiarlo después de que se lo arrojara a la cara mientras todavía se estaba subiendo la bragueta. Estoy segura de que ni siquiera se había dignado a cambiar el colchón en el que dormíamos, antes de que me mudara a su apartamento, hacía dos años. De hecho, lo más probable es que Madeline ya fuera una compradora de la cadena de almacenes Roth; que ocupara mi antigua mesa en la oficina y desempeñara las tareas de mi puesto de trabajo, el que había dejado para no tener que ver su cara de mentiroso cada puñetero día de mi vida.

Me sentí… No estoy segura de cómo me sentía. Enferma. Derrotada. Herida. Reemplazable.

Lo curioso es que no estaba celosa porque el hombre al que creía haber amado hubiera pasado página. Tan solo me resultaba terriblemente duro que me hubiera sustituido por otra, así de fácil. Aquello confirmaba que nuestra relación no había sido en absoluto especial. Después de que rompiera con él, Todd juró que me reconquistaría. Me dijo que era el amor de su vida y que nada le impediría demostrarme que estábamos hechos el uno para el otro. Dejé de recibir flores y regalos al cabo de dos semanas. Se acabaron las llamadas a la tercera. Ahora sabía por qué: había encontrado al amor de su vida, otra vez.

Para mi sorpresa, ni siquiera derramé una lágrima. Únicamente me sentía triste, muy triste. Todd no solo me había robado mi vida, mi apartamento, mi trabajo y mi dignidad; también se había llevado con él algo en lo que siempre había creído: el amor verdadero.

Me recliné en la silla, cerré los ojos e inspiré hondo varias veces para calmarme. Luego decidí que no iba a tomarme la noticia así. «Vaya mierda». No tenía elección; debía hacer algo. Así que hice lo que cualquier chica despechada de Brooklyn haría después de descubrir que su exprometido ni siquiera esperó a que se enfriara la cama para llevar a otra mujer a su casa.

Me terminé toda la botella de vino.

* * *

Así era. Estaba borracha.

Aunque no hablase arrastrando las palabras, el hecho de estar enfundada en un vestido de novia cubierto de plumas con la cremallera bajada y bebiendo directamente de la botella era una pista. Dejé caer la cabeza hacia atrás en un gesto muy poco elegante y bebí las últimas gotas de vino antes de dejar la botella encima de la mesa con un golpe firme, tanto que el portátil dio un bote y la pantalla, que estaba en modo reposo, se encendió. La feliz pareja volvió a saludarme.

—Te va a hacer lo mismo —dije con el dedo apuntando hacia la pantalla—. ¿Sabes por qué? Porque el que engaña una vez, engaña siempre.

Las malditas plumas del vestido volvieron a hacerme cosquillas en la pierna. Ya me había pasado una media docena de veces durante la última hora, y todas y cada una de ellas pensaba que era un bicho que me subía por la pierna. Cuando volví a estirar la mano para cazarlo, rocé algo y recordé qué era. «La nota azul». 

Levanté el dobladillo, me acerqué el forro y volví a leerla.

Para Allison:

«Ella dijo: “Perdóname por ser una soñadora”, y él le tomó la mano y respondió: “Perdóname por no estar aquí antes para soñar contigo”». (J. Iron Word)

Gracias por hacer todos mis sueños realidad. 

Te quiere, 

Reed

Mi corazón exhaló un suspiro ansioso. Era tan bonito y tan romántico… ¿Qué les habría ocurrido a esos dos para que aquel vestido terminara en casa de una chica borracha, en lugar de en un armario, guardado con cariño para pasar de generación en generación? No podía resistir no ver la cara de Todd durante más tiempo y, aunque era una locura, tecleé en Facebook: Reed Eastwood.

Para mi sorpresa, solo aparecieron dos resultados en Nueva York. El primero tendría probablemente sesenta años, quizá más. Aunque el vestido era bastante sexy para una novia de su edad, me metí en su perfil. Reed Eastwood estaba casado con Madge y tenía un perro, un golden retriever llamado Clint. También tenía tres hijas y, en una fotografía, aparecía lloroso mientras acompañaba a una de ellas en el día de su boda.

Aunque una parte de mí quería entrar en el perfil de la hija de Reed para ver las fotos de su enlace y torturarme un poco más, me dirigí al perfil del segundo Reed Eastwood.

El pulso se me aceleró tanto que la borrachera desapareció de golpe cuando vi su foto de perfil en la pantalla. Este Reed Eastwood era guapo de morirse. De hecho, era tan increíblemente atractivo que pensé que alguien habría utilizado la foto de un modelo para hacer una broma o como anzuelo para un perfil falso. Sin embargo, cuando hice clic en las fotos de su muro, aquel hombre aparecía en todas ellas, y en cada una salía más guapo que en la anterior. No había muchas, pero en la última estaba junto a una mujer, se había tomado hacía ya unos años. Era una foto de compromiso: el de Reed Eastwood y Allison Baker.

Había encontrado al autor de la nota azul y al amor de su vida. 

* * *

Mi teléfono móvil bailaba como un frijol saltarín en la mesita de noche. Alargué el brazo y lo cogí justo cuando saltaba el buzón de voz. Eran las once y media. Joder. Me había quedado frita. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca más seca que el desierto. Necesitaba un vaso grande de agua, ibuprofeno, un baño y las cortinas del dormitorio echadas para bloquear esos rayos de sol despiadados que se colaban por la ventana.

Arrastré mi resaca hasta la cocina y me obligué a rehidratarme, aunque el simple hecho de beber me provocaba náuseas. Existía la posibilidad más que cierta de que el agua y los protectores estomacales viajaran de nuevo en la dirección opuesta al cabo de unos minutos. Necesitaba echarme un rato. De camino a la habitación, pasé frente al portátil, en la mesa de la cocina. Me recordó de forma desagradable la difusa noche anterior, por qué me había bebido una botella de vino entera.

«Todd está prometido».

Estaba enfadada con él porque me sentía como una mierda. Y todavía más enfadada conmigo misma por permitir que volviera a arruinar otro día de mi vida.

«Uf».

No me acordaba de nada, pero la imagen de la parejita feliz sí estaba clara y vívida en mi memoria, por supuesto. De repente, el pánico se apoderó de mí. «Ostras, espero no haber cometido alguna estupidez de la que no soy consciente». Traté de ignorar la idea, e incluso regresé a mi habitación, pero sabía que no podría descansar a causa de la incertidumbre. Me acerqué a la mesa, abrí el portátil y fui directamente a los mensajes. Suspiré de alivio al comprobar que no había escrito a Todd y, luego, me arrastré de nuevo a la cama.

Por fin, a primera hora de la tarde, volví a sentirme como un ser humano y me di una ducha. Cuando hube terminado, desconecté el teléfono del cargador y me senté a la mesa, con el pelo húmedo envuelto en una toalla y comprobé mis mensajes de texto. Había olvidado que el teléfono me había despertado hasta que vi que tenía un mensaje en el buzón de voz. Probablemente se tratase de otra empresa de trabajo temporal que quería perder el tiempo entrevistándome a pesar de no tener ninguna oferta de trabajo. Pulsé el botón para escuchar el mensaje y agarré el cepillo para peinarme el pelo mientras tanto.

Hola, señorita Darling. Soy Rebecca Shelton, de Eastwood Properties. Llamo en respuesta a su petición de visitar el ático de la torre Millenium. Hoy tenemos una jornada de puertas abiertas, a las cuatro de la tarde. El señor Eastwood estará allí, si desea visitar el piso después. ¿Alrededor de las cinco le va bien? Por favor, confírmeme por teléfono si es así. Nuestro número es… 

No escuché el número porque había dejado caer el teléfono sobre la cama. «Madre mía». Se me había olvidado por completo que había estado fisgoneando el perfil del chico de la nota azul. De repente, empecé a recordar cosas entre una densa neblina. Aquel rostro. Aquel rostro tan atractivo. ¿Cómo lo había olvidado? Recordé que había repasado sus fotografías, luego, su biografía, y que eso me había llevado a una página web, Eastwood Properties. Pero luego ya no me acordaba de nada más.

Fui a mi portátil, repasé el historial de navegación y abrí la última página que había visitado.

Eastwood Properties es una de las inmobiliarias independientes más grandes del mundo. Ofrecemos las propiedades más exclusivas y prestigiosas a compradores de alto nivel y garantizamos la mayor privacidad para ambas partes. Tanto si desea comprar un ático de lujo en Nueva York con vistas al parque, una residencia en primera línea de playa en los Hamptons, un encantador refugio en las montañas, o si su intención es adquirir su propia isla privada, sus sueños empiezan en Eastwood.

Había un enlace para la búsqueda de propiedades, así que tecleé el nombre del lugar que había mencionado la mujer en el buzón de voz: torre Millenium. Apareció el ático a la venta. Por solo doce millones de dólares, podía convertirme en la propietaria de un apartamento en la avenida Columbus, con unas vistas impresionantes a Central Park. «Le firmaré un cheque ahora mismo».

Después de babear con un vídeo y media docena de fotos, cliqué en el botón para concertar una cita y visitar la propiedad. Apareció una ventana que decía: «Para proteger la privacidad y seguridad de los propietarios, todos los interesados en adquirir una propiedad deben completar una solicitud para visitarla. Solo contactaremos con los compradores que superen el proceso de revisión de sus credenciales».

Solté un bufido. «Menudo proceso de revisión, Eastwood». Ni siquiera tenía el dinero suficiente para tomar el metro y llegar a ese apartamento tan elegante, y mucho menos comprarlo. A saber qué habría escrito en el formulario para pasar el filtro.

Cerré la página. Estaba a punto de apagar el portátil y volver a la cama cuando decidí echar otro vistazo a Don Romántico en Facebook.

Madre mía, era guapísimo.

¿Y si…?

«No debería».

Las ideas que una tiene borracha nunca acaban bien.

«No sería capaz».

Pero…

Aquella cara…

Y aquella nota…

«Tan romántica. Tan bonita…».

Además, jamás había visto el interior de un ático valorado en doce millones de dólares.

No debería haberlo hecho, de verdad.

Pero… había pasado los últimos dos años haciendo todo lo que debía hacer. ¿Y adónde me había llevado eso?

Aquí, maldita sea. A esta situación, con resaca y en el paro, sentada en un apartamento asqueroso. Quizá había llegado la hora de hacer todo lo que no debía, para variar. Agarré el teléfono y mi dedo se detuvo sobre el botón de rellamada durante unos instantes.

«A la mierda».

Nadie lo sabría. Podía ser divertido vestirme como si fuera una mujer rica y fingir que venía del Upper West Side para satisfacer mi curiosidad y conocer a aquel hombre. No había nada de malo en ello.

Al menos, no se me ocurría nada. «Pero ya sabes lo que dicen de la curiosidad y el gato…».

Llamé.

—Hola. Soy Charlotte Darling. Llamo para confirmar la cita con Reed Eastwood… 

Capítulo 3

Charlotte

—Puede dar una vuelta o quedarse aquí en el vestíbulo, lo que prefiera. El señor Eastwood todavía está con la cita anterior, pero no debería tardar.

Al parecer, hacía falta más de una persona para enseñar un ático de lujo. Por allí no solo estaba Reed Eastwood, sino también una azafata cuyo cometido era recibirme y entregarme un folleto de papel resplandeciente sobre la propiedad.

—Gracias —le dije, antes de que desapareciese.

Me quedé en el vestíbulo, sosteniendo mi bolso de color verde intenso de Kate Spade, que había encontrado en la sección de rebajas de T. J. Maxx, con la creciente sensación de que había cometido un grave error.

Debía recordarme por qué estaba allí. ¿Qué tenía que perder? Absolutamente nada. Mi vida era un desastre y, al menos, aquella visita satisfaría mi curiosidad por el autor de la nota azul; después, podría olvidarme de todo. Solo quería saber qué había sido de él, de los dos. Tras eso, seguiría con mi vida.

Treinta minutos después, seguía esperando. Oí una conversación apagada al otro lado del vestíbulo, pero aún no había visto salir a nadie.

Entonces me llegó a los oídos el sonido de unos pasos a lo largo del suelo de mármol.

El corazón se me aceleró y volvió a calmarse al ver a la azafata acompañando a una pareja de aspecto acomodado a través del vestíbulo, hacia la salida. Ni rastro de Reed Eastwood.

La mujer, que sostenía un perrito blanco, me sonrió antes de que los tres desaparecieran en el ascensor.

¿Dónde estaba?

Durante un instante, pensé que se había olvidado de mí por completo. El silencio reinaba en aquel lugar. ¿Habría una salida en la parte trasera? Aunque quizá debería haberme quedado en el vestíbulo, decidí pasear un poco y llegué hasta una enorme biblioteca.

Todo el espacio estaba forrado de paneles de manera oscura y masculina. Las estanterías abiertas cubrían todas las paredes, desde el suelo hasta el techo. A mis pies había una alfombra persa que probablemente costaba más de lo que yo ganaba en un año.

El olor de los libros era embriagador. Me acerqué a una de las estanterías y agarré el primero que me llamó la atención: Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Recordaba que me habían hablado acerca de aquel libro en el colegio, hacía mil años, pero ni por asomo me acordaba de qué iba.

—Es la primera gran novela americana, aunque depende de a quién se lo pregunte.

Mi cuerpo se estremeció al oír su voz profunda y penetrante. Era una de esas voces que te traspasan por completo.

Me llevé la mano al pecho y me volví.

—Me ha asustado.

—¿Creía que estaba sola?

Al verlo, me quedé helada por completo. Reed Eastwood era tan oscuro e intimidaba tanto como aquella habitación. Con solo una mirada suya, las rodillas empezaron a temblarme. Era incluso más alto de lo que había imaginado y llevaba lo que, sin duda, era un traje hecho a medida. De verdad. Le sentaba de muerte y envolvía su torso como un guante. También llevaba pajarita y tirantes; en cualquier otro hombre, aquello me habría parecido ridículo, pero en él, con aquellos músculos y pectorales, resultaba increíblemente sexy.

Estaba en el umbral de la biblioteca, observándome con una carpeta en la mano. Pensé que era un poco maleducado, pero lo cierto es que no tenía la menor idea de cómo debía comportarse uno en esas circunstancias. ¿No era habitual que un agente inmobiliario saludara a un cliente? ¿O que se disculpara por el retraso?

—¿Lo ha leído? —Su voz volvió a hacerme vibrar.

—¿Qué?

—El libro que tiene en la mano. Las aventuras de Huckleberry Finn.

—Oh. Vaya… Sí. Creo que sí… En la escuela, hace muchos años. 

Me estremecí cuando se acercó a mí al tiempo que me observaba con escepticismo, como si supiera que le había mentido. Me sentí inquieta. Sus ojos parecían de chocolate negro, eran de un oscuro color marrón. Y mientras me escudriñaban, los pezones se me erizaron.

—¿Por qué ha cogido ese libro en concreto?

—Por el lomo —contesté, con toda franqueza.

—¿El lomo? 

—Sí. Es negro y rojo y combina bien con el resto de la sala. Destaca… Me ha llamado la atención.

Su boca se curvó en una ligera sonrisa, casi cínica, aunque no rio. Parecía que me estuviera estudiando. Su intensidad hacía que tuviera ganas de echar a correr. Mi idea alocada había quedado en un segundo plano. No se parecía en nada al hombre que había imaginado, el que había escrito aquella dulce nota azul. 

No había venido para aquello.

—Bueno, al menos es sincera, supongo. —Ladeó la cabeza—. ¿No?

Para entonces, ya estaba sudando.

—¿Qué?

—Sincera.

Lo dijo como si me retara. 

Me aclaré la garganta.

—Sí.

Se acercó y tomó el libro de mis manos. Sus dedos rozaron los míos y el ligero contacto fue electrizante. No pude evitar comprobar si llevaba una alianza en la mano izquierda; ni rastro del anillo.

—En su época, fue un libro polémico —dijo.

—Recuérdeme por qué.

«Recuérdeme». Como si alguna vez hubiera sabido la respuesta.

Reed pasó sus largos dedos por los demás libros de la estantería sin mirarme mientras respondía.

—Es una sátira de la sociedad sureña de finales del siglo xix, pero el enfoque del autor sobre el racismo y la esclavitud se interpretó de múltiples maneras. De ahí la polémica. —Por fin me miró—. Quizá no prestó atención cuando le explicaron en el colegio de qué trataba el libro. 

Tragué saliva.

Mi primer descubrimiento acerca de Reed Eastwood fue que era un imbécil condescendiente.

Un imbécil condescendiente que tenía razón; no presté atención ese día.

Colocó el libro de nuevo en su sitio y me miró.

—¿Le gusta leer?

Cada pregunta que salía de su boca parecía un desafío.

—No. Antes… Leía novela romántica. Pero dejé de hacerlo.

Enarcó una ceja con actitud burlona.

—¿Novela romántica?

—Sí.

—Entonces, dígame, señorita Darling, ¿cómo es que alguien que no lee, aparte de alguna que otra novela romántica, se interesa por un ático que tiene una biblioteca que ocupa un cuarto de los metros cuadrados totales de la propiedad?

Solté lo primero que se me ocurrió. Cualquier cosa para evitar un silencio incómodo delante de aquel hombre.

—Creo que la biblioteca le añade carácter al apartamento. Estar rodeada de libros es muy sexy… Íntimo. No sé. Es algo que me parece sugerente.

«Dios, qué respuesta más estúpida».

Continuó observándome con mucha curiosidad, como si esperara que dijese algo más. Su mirada me incomodaba muchísimo, no solo porque estaba muy serio, sino también porque era sumamente atractivo. Tenía la raya del pelo peinada a un lado y, a diferencia del resto de su persona, no lucía perfecto. Una barba de tres días le cubría la mandíbula. Reed exudaba una energía peligrosa que contrastaba con su vestimenta, más bien formal. Algo en sus ojos me decía que no le costaría nada doblarme y darme una palmada en el trasero que sentiría durante varios días. Al menos, eso era lo que mi mente imaginaba.

Estar en aquella biblioteca, en silencio, y sometida a su potente mirada, me ponía nerviosa.

Finalmente dijo:

—¿Quiere que veamos el resto del ático?

—Sí, por favor. Para eso he venido. 

—Claro —murmuró.

Suspiré de alivio, agradecida por el cambio de sala. La biblioteca empezaba a parecerme una mazmorra.

De espaldas, Reed era igual de impresionante. Observé la curva de su trasero moviéndose dentro de sus pantalones hechos a medida y traté de ignorar las imágenes sexuales que aparecieron en mi cabeza.

Me guio hasta una cocina enorme.

—Suelos de madera y, como ve, es una cocina gourmet, diseñada para un chef y reformada hace poco. Las encimeras son de granito y la isla central, de mármol. Los electrodomésticos son Bosch, de acero inoxidable. Todo de primeras marcas. Los armarios están hechos a medida y lacados en blanco. ¿Cocina usted, señorita Darling?

Me alisé el vestido negro hiperceñido que llevaba y contesté:

—De vez en cuando, sí.

—Estupendo. Bueno, pues dé una vuelta y, si tiene alguna pregunta, no dude en hacérmela.

¿Había empezado a comportarse con normalidad? Mi pulso se relajó un poco. 

Paseé por la gran cocina. Mis tacones repiqueteaban contra el suelo. Reed apoyó su musculoso antebrazo sobre la isla central y me siguió con la mirada mientras su cuerpo permanecía inmóvil. Al parecer, la pausa en su intensidad había sido breve, porque volvía a generar ese campo eléctrico intangible. 

Me obligué a dejar de mirarlo y asentí.

—Muy bonita.

—¿Alguna pregunta?

—No.

—¿Lista para la siguiente habitación?

—Sí.

La siguiente habitación era el dormitorio principal. Estaba en penumbra, pero la gran ventana de la estancia ofrecía unas vistas espectaculares de la ciudad y compensaba la semioscuridad.

—Este es el dormitorio principal. No deje de echar un vistazo al generoso vestidor. El baño adyacente tiene ducha de vapor, bañera con jacuzzi y suelos de mármol. Y como ve, la habitación tiene las mejores vistas del apartamento.

Me tomé mi tiempo, observándolo todo en un esfuerzo desesperado por parecer una compradora seria. Me siguió de cerca, y mi cuerpo se daba cuenta. Era como si tuviera una alarma íntima que detectaba su sexualidad y no me gustaba. No era un hombre amable ni dulce. No era Reed, al menos no era el Reed con el que había fantaseado. Se suponía que mi Reed iba a darme esperanza, pero el de verdad me dejaba sin aliento, lenta e implacablemente.

En cuanto hubimos recorrido el espacio del dormitorio, me miró y dijo:

—¿Alguna pregunta o comentario?

Debía poner fin a aquello. «Di algo». 

—Creo que… Quizá sea demasiado grande para mí.

Se sentó en la cama y cruzó los brazos, con la carpeta todavía en la mano.

—Demasiado grande…

—Sí, creo que sería excesivo. Yo… Trabajo mucho. Y no tendría tiempo de disfrutar de un espacio como este.

Me miró con furia, visiblemente airado.

—Ah, ya. Las clases de surf para perros.

«¿Surf para perros?».

—¿Disculpe?

Señaló la carpeta con el índice.

—Su profesión. Rellenó su solicitud e incluyó su información personal y laboral. Parece un trabajo muy exigente: «Clases de surf para perros». ¿Cómo llega uno a tener esa profesión?

«Mierda. ¿Dónde me he metido?».

Llegados a este punto, era más fácil mentir que decir la verdad.

Empecé a balbucear tonterías:

—Como dice, es algo que requiere mucho tiempo y… compromiso. Se necesita mucha dedicación. Y mucha práctica.

—¿Y cómo se hace, exactamente?

«¿Que cómo se enseña a surfear a un perro? Ni puñetera idea».

—Pues hay que colocarse de pie en la tabla, con el perro delante, y… —No sabía cómo seguir.

—Surfear —añadió él, entre risas.

—Así es.

Reed se levantó de la cama y se acercó a mí.

—¿Y se gana bien la vida con eso?

Tragué saliva y negué con la cabeza.

—No.

Acto seguido, me preguntó, rápido como si fuera una bala:

—Entonces, ¿su familia es rica?

—No.

—Si su profesión no le permite ganar mucho dinero, ¿cómo piensa pagar un apartamento como este?

—Tengo otras maneras de…

Su mirada se volvió de hielo.

—¿De verdad? Porque, según su informe crediticio, no tiene ninguna manera de pagar un apartamento como este. De hecho, dice que prácticamente no tiene donde caerse muerta, Charlotte.

Pronunció mi nombre como si fuera una grosería, sacó un documento y lo sostuvo frente a mis ojos.

—¿De dónde ha sacado eso? —susurré, y le arrebaté la hoja—. ¿Me ha investigado?

—¿De verdad cree que voy a enseñar un apartamento de doce millones de dólares a cualquiera, sin antes comprobar si puede permitírselo? —replicó, en un tono todavía más iracundo—. No puede ser tan idiota.

La humillación se apoderó de mí.

—Comprobar la información financiera de una persona sin su consentimiento es un delito.

Me miró fijamente.

—Me dio su consentimiento cuando hizo clic en la casilla para enviar su solicitud. Me sorprende que no se diera cuenta de ello.

Relajé mi tono, una concesión defensiva.

—¿Lo sabía desde el principio?

—Por supuesto que sí —espetó en un tono despectivo—. Veamos algunas cosas más que no recuerda haber incluido en su solicitud. 

«Ay, no».

Reed abrió la carpeta.

—Ocupación: profesora de surf para perros. Aficiones e intereses: los perros y el surf. Empleo anterior: supervisora nocturna de Tus Huevos. —Dejó la carpeta a un lado (más bien la arrojó sobre la cama) y los papeles saltaron por los aires.

—¿Qué hace aquí?

Estaba prácticamente muerta de miedo. 

—Solo quería ver…

—Ver… —dijo, y apretó sus blanquísimos dientes.

—Sí, he venido a ver… —«A verte a ti»—… y no esperaba que fuese tan cruel.

Se rio con furia.

—¿Cruel? No tiene el menor respeto por el tiempo de una persona, ha mentido sobre quién es ¿y tiene la desfachatez de decir que soy cruel? Creo que debería mirarse al espejo, Charlotte Darling. Por sorprendente que resulte, parece que ese es su verdadero nombre. Por qué mintió acerca de todo lo demás y dio su nombre real es algo que no me cabe en la cabeza, aparte de que es una idiotez. Así que no, no soy cruel; porque si fuera cruel, habría llamado a mi personal de seguridad.

«¿Seguridad?».

Perdí la paciencia.

¿Cómo se atrevía? Solo había venido para verlo a él. Para asegurarme de que estaba bien, de que los dos estaban bien. Y aunque no podía admitirlo, su actitud tan desagradable desató un torrente de furia en mí.

—Vale, ¿quiere saber la verdad? Sentía curiosidad. Curiosidad por este lugar, por lo que parecía una vida totalmente opuesta a la que he vivido en los últimos tiempos. Quería cambiar. Llevo semanas desanimada y triste, así que ayer por la noche me emborraché un poco. Topé con este anuncio navegando por la red y lo encontré a usted. Quería venir a ver esto, no por maldad ni para hacerle perder el tiempo. Solo quería un poco de esperanza, creer en la posibilidad de que, algún día, las cosas mejorarán. Quizá quería fingir que no me va tan mal. Ni siquiera recuerdo haber introducido esa ridícula información, ¿vale? Solo sé que he recibido una llamada para confirmar la cita y me he lanzado a ello, pensando que quizá era cosa del destino. Que debía venir y experimentar algo especial, por una vez en mucho tiempo.

Reed no abrió la boca, así que continué hablando. 

—Y sí leo, Reed. Me daba vergüenza decirte la verdad. Sigo leyendo novela romántica, pero solo los libros que tienen escenas de sexo duro, porque llevo mucho tiempo sin follar, porque no confío en nadie lo bastante como para dejar que se acerquen a mí desde que mi prometido me engañó con otra. Así que sí, Reed. Sí que leo libros. Muchos libros. Y utilizaría esta biblioteca hasta gastarle el suelo y las estanterías, pero los libros que guardaría en ella no serían esos que le gusta enseñar a sus posibles compradores. No serían tan elegantes.

Levantó un poco la comisura de los labios.

—Y sí, también sé preparar un buen guiso, sé cocinar. Pero jamás utilizaría esa cocina, porque es demasiado. Y, en cuanto al dormitorio, eso sí que sería un sueño. Como toda esta visita, un sueño que jamás viviré. Así que si quiere, llame a seguridad. Llámeles y dígales que soy una soñadora, Eastwood. 

Salí lo más rápido que pude, pero no sin antes tropezar con la alfombra.

Capítulo 4

Charlotte

—¡Maldita sea! 

Había logrado contener las lágrimas hasta dar con unos baños en el vestíbulo de la torre Millenium. Hasta que me metí en uno de los cubículos, lo tenía todo bajo control. Sin embargo, al ver que no había papel higiénico, abrí el bolso y rebusqué un paquete de pañuelos de papel mientras seguía acuclillada sin sentarme en la taza. Me temblaban tanto las manos después del numerito en el ático que se me cayó el bolso al suelo y todo el contenido salió disparado. El teléfono golpeó el elegante mármol y la pantalla se hizo añicos. En ese momento, rompí a llorar.

Como ya no me importaban un comino los gérmenes, me senté en el retrete y lloré a lágrima viva. No era solo por lo que había sucedido en el ático. Lloraba por mi vida, quería desahogarme por todo lo que llevaba encima. Si mis emociones eran una montaña rusa, me encontraba en la parte exacta en que levantas los brazos y te dejas caer hacia abajo a cientos de kilómetros por hora. Por suerte, el baño estaba vacío, porque cuando estoy triste de verdad, tengo la mala costumbre de hablar conmigo misma.

—¿En qué demonios pensaba? ¿Surfeo para perros? Dios, soy una idiota. Al menos, podría haberme avergonzado delante de un hombre que no intimidara tanto, ¿no? Uno que no fuera alto, de pelo oscuro y un Adonis de pies a cabeza, con actitud de superioridad. Y hablando de hombres, ¿por qué narices los guapos siempre son los que se portan peor?

No esperaba ninguna respuesta, pero llegó una.

Una mujer me respondió desde el otro lado del cubículo.

—Cuando Dios hizo el molde para los hombres guapos, preguntó a una de sus ángeles qué debía añadir para que fueran más atractivos. El ángel no quería faltarle al respeto empleando una palabra malsonante, así que se limitó a decir: «Dales un buen palo». Por desgracia, Dios puso la pieza en la parte de atrás, así que ahora todos los hombres guapos nacen con un palo metido en salva sea la parte.

Solté una carcajada sin poder evitarlo junto a un resoplido lloroso.

—No hay papel higiénico en el retrete. ¿Podría pasarme un poco?

Una mano y un poco de papel aparecieron por debajo de la puerta del cubículo.

—Aquí tienes.

—Gracias.

Después de utilizar la mitad del papel para sonarme la nariz y secarme la cara y la otra mitad para limpiarme, inspiré profundamente y empecé a recoger el contenido de mi bolso del suelo.

—¿Sigue ahí? —pregunté.

—Sí, quería asegurarme de que estás bien. Te he oído llorar.

—Gracias, estoy bien.

La mujer estaba sentada en un banco delante de un espejo cuando por fin emergí de mi escondite. Debía de tener unos setenta años, llevaba un traje de lo más elegante y estaba acicalada a la perfección.

—¿Estás bien, querida? —me preguntó.

—Sí, estoy bien, gracias.

—No lo parece. ¿Por qué no me cuentas qué te ha ocurrido?

—No quiero molestarla con mis problemas.

—A veces resulta más fácil hablar con una desconocida.

«Supongo que es mejor que hablar sola».

—La verdad es que no sabría por dónde empezar. 

La mujer hizo un gesto para que me sentara a su lado en el banco.

—Empieza por el principio, querida.

Solté un bufido.

—Estaremos aquí hasta la semana que viene.

Sonrió con calidez y dijo:

—Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿Seguro? Parece estar a punto de asistir a una reunión importante o a una fiesta en su honor.

—Es una de las pocas ventajas de ser la jefa, que puedes escoger tu propio horario. Venga, ¿por qué no me cuentas lo del surf para perros? ¿Eso existe? Porque tengo un perro de aguas portugués que podría estar interesado.

* * *

—… y he salido corriendo. O sea, no culpo a ese hombre por enfadarse, es cierto que le he hecho perder el tiempo. Pero me ha hecho sentir como una idiota simplemente por tener sueños.

Llevaba más de una hora hablando con Iris, mi nueva amiga. Tal y como me había pedido, empecé por el principio. Le hablé de mi compromiso, de mi ruptura con Todd, de mi trabajo, de la nueva prometida de Todd, de la solicitud para visitar el ático que había enviado borracha perdida y de la escena consiguiente que me había llevado a llorar como una magdalena en el lavabo del edificio. Por alguna razón que no entendí, hasta le conté que era adoptada y que, algún día, quería buscar a mi madre biológica. No creo que eso tuviera nada que ver con todo lo que me había hecho sentir mal ese día, pero, aun así, compartí ese detalle, junto con mi triste y larga historia.

Cuando por fin terminé, se reclinó y comentó:

—Me recuerdas a alguien que conocí hace mucho tiempo, Charlotte.

—¿De verdad? ¿Así que no soy la única chica sin oficio ni beneficio que sufre una crisis nerviosa en este baño mientras usted trata de lavarse las manos?

Sonrió.

—Ahora te contaré yo una historia, si tienes tiempo.

—Lo único que tengo es tiempo.

Iris empezó a hablar.

—En 1950, una joven de diecisiete años se graduó en el instituto. Su sueño era ir a la universidad para estudiar Empresariales. Por aquel entonces, no era muy habitual que las mujeres estudiaran una carrera universitaria, y muy pocas se decidían por Ciencias Empresariales, una disciplina que se consideraba masculina. Una noche, poco después de graduarse, la joven conoció a un carpintero muy guapo. Él la cortejó y, en poco tiempo, la chica formaba parte de su mundo. Aceptó un trabajo como secretaria y atendía los pedidos de las familias para las que trabajaba el carpintero, y, por las tardes, ayudaba a su suegra a cuidar de la casa. Olvidó sus sueños de estudiar y los dejó de lado. El día de Navidad de 1951, el hombre le propuso matrimonio y la mujer aceptó. Pensaba que, al año siguiente, viviría el sueño americano y se convertiría en ama de casa. Pero tres días después de Navidad, reclutaron al hombre para alistarse en el Ejército, junto con algunos de sus amigos. Muchos de ellos se casaron con sus prometidas antes de partir; sin embargo, el carpintero no quiso hacer eso. Así que ella le prometió que esperaría a su regreso y que se dedicaría a trabajar todo el tiempo que él estuviera fuera en el negocio de carpintería de la familia. Cuando el soldado volvió a casa, cuatro años después, ella ya estaba lista para disfrutar de su cuento de hadas. Sin embargo, el primer día que la vio, él le contó que se había enamorado de una secretaria en la base a la que lo habían destinado y rompió su compromiso. Incluso tuvo la desfachatez de pedirle que le devolviera el anillo de pedida para dárselo a su nueva novia. 

—Vaya —comenté—. ¿He mencionado que la nueva prometida de Todd lleva mi anillo de compromiso? Ojalá nunca se lo hubiera tirado a la cara.

Iris siguió hablando:

—Ojalá no lo hubieras hecho. Esta chica de la que te hablo se negó a devolver el anillo al carpintero y le dijo que se lo quedaba como compensación por los cuatro años de vida que había perdido. Después de un par de días lamiéndose las heridas, desempolvó su dignidad y, con la frente muy alta, vendió el anillo. Utilizó el dinero para pagarse sus primeras clases en la universidad.

—Guau, bien por ella.

—Bueno, la historia no acaba ahí. La mujer terminó la carrera, pero le costaba terriblemente encontrar un trabajo. Nadie quería contratarla para llevar una empresa, porque solo tenía experiencia laboral como secretaria para el negocio de carpintería de la familia de su exprometido. Así que se dedicó a inflar un poco su currículum profesional. En lugar de decir que había sido secretaria, escribió que había sido gerente; y en vez de decir que se encargaba de mecanografiar los presupuestos y contestar el teléfono, dijo que era la encargada de calcular los precios y negociar los contratos. Gracias a su nuevo currículum, consiguió una entrevista de trabajo en una de las empresas de gestión inmobiliaria más grandes de Nueva York. 

—¿Y le dieron el trabajo?