UN LIBRO ESPECIAL - Silvia Adela Kohan - E-Book

UN LIBRO ESPECIAL E-Book

Silvia Adela Kohan

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Beschreibung

"Lo imprevisto es la esencia de la vida y de una novela."  Martina, una editora brillante en su carrera, vive atrapada en una paradoja emocional. Mientras se muestra segura y decidida en el trabajo, en su vida personal lucha por ganar la aprobación de su marido, un hombre que, sin que ella lo advierta al principio, la manipula para sus propios fines. ¿Qué define realmente una relación de pareja? Confundida y sin respuestas, Martina encuentra apoyo en Elisa, su mejor amiga, quien también busca un cambio radical en su vida. Pero será un misterioso manuscrito, enviado por una autora desconocida, el que sacudirá las certezas de Martina y la obligará a enfrentarse a sí misma. Página tras página, descubre que dos versiones de ella misma conviven en su interior: una que se conforma y otra que quiere volar libre. Así, empieza apuntando esa reflexión y tira de esas notas en una narración honesta y emotiva. Se sumerge en las complejidades del amor en todas sus formas: erótico, sentimental, maternal, y hasta las sombras del autoengaño, el desamor y la amistad. Como una radiografía emocional, sus reflexiones nos muestran que cada giro, por inesperado que parezca, tiene un propósito. Una novela que invita a replantearse las relaciones, los sueños y el amor en todas sus dimensiones.

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Seitenzahl: 341

Veröffentlichungsjahr: 2025

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UN LIBRO ESPECIAL

Soñar, dudar, amar

SILVIA ADELA KOHAN

Primera edición: mayo 2025

Título: UN LIBRO ESPECIAL. Soñar, dudar, amar.

Del texto: Silvia Adela Kohan, 2025

Corrección morfosintáctica y estilística: IKIBOOKS

Del diseño de la cubierta: Marta Benito

De esta edición: IKIBOOKS

IKIBOOKS

www.editorialvanir.com

Barcelona

ISBN: 979-13-87544-08-9

Depósito legal: DL B 3014-2025

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro — incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

ÍNDICE

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Ese viernes, a Martina la alegraron los truenos que sacudían el ventanal de su despacho. Si seguía lloviendo durante el fin de semana, se salvaría de ir a navegar con Alejo, su marido. Se mareaba en cuanto se alejaban de la costa.

¿Por qué no se negaba? Por su necesidad de estar con él. ¿Necesidad o deseo? Deseaba gustarle con toda su alma.

Un relámpago que atravesó la ventana lateral la alentó. ¿Todavía era una diosa para Alejo? Se dijo que la felicidad de una mujer no debía depender del interés de un hombre, pero dudaba.

En un impulso, guardó en su bolso el último manuscrito recibido. A pesar de que le pareció demasiado largo, le atrajo el título: "No me había pasado nunca". Debajo, como subtítulo: “Escribir para despertar” e incluía ejercicios prácticos para sanar a través de la escritura.También le movió la curiosidad la forma en que llegó a sus manos.Su secretaria le dijo que dos días atrás se lo había dejado una mujer de mediana edad envuelta en una cazadora con capucha que, sin identificarse, le pidió que se lo diera en mano a Martina. Es importante, le dijo, y se fue velozmente.

Mientras tanto, en la editorial, sus compañeros desconectaban los ordenadores y se alistaban para salir. Se preguntó si llevarían la vida que querían. Nunca le hablaba a Alejo de ellos ni de sus largas horas allí. Tampoco él le preguntaba. Sin embargo, era mucho lo que podía contarle. Como editora, resolvía sin titubear los problemas y había logrado romper con la presión por ser perfecta, que afligía a tantas mujeres. Ya era un referente para las jóvenes y acababa de recibir una invitación como ponente en la próxima edición del eWOMAN, un encuentro inspirador de futuras líderes.

¿Y si intentara hablarle de todo eso? Pondría esa expresión de falso interésque tanto le conocía y encontraría un pretexto para cambiar de tema. Tuvo un amago de rabia, respiró hondo y desvió su pensamiento hacia lo inmediato.

Otros seis manuscritos apilados esperaban su visto bueno, les echó una ojeada y los colocó en uno de los cajones que cerró con llave. Suspiró y miró el reloj. Alejo llegaría tarde a la casa que compartían en Sarriá y ella había quedado a cenar con su amiga Elisa. Aún le quedaba media hora. Irían a un pequeño restaurante vasco cercano a la editorial.

—¿Hoy duermes aquí? —Amparo se le acercó cariñosa por detrás, preparada para irse pitando.

— ¿Y tú? ¿Por qué tanta prisa? Te has pasado con el carmín, estás irresistible. ¿Sales con alguien nuevo?

—Digamos que muy nuevo no. Esta noche ha podido librar —dijo Amparo, refiriéndose al casado que no se separaría nunca, aunque le juraba que ella era la mujer de su vida—. Hasta el lunes, pásatelo bien.

Martina pensó que ella lo preferiría. Se quedó mirándola alejarse, fijada en la palabra “librar”: librar, liberar… Seguramente, el casado sería más libre con Amparo que con su mujer.

Como directora de una colección, tenía asignado un despacho acristalado, pero seguía ocupando su anterior cubículo revestido en madera con una estantería en la que se destacaba entre los libros un retrato de Alejo en la playa al poco tiempo de conocerlo, cuando soñaba con un amor duradero, a la vez que le fastidiaba que esos pensamientos le ocuparan tanto espacio en su mente. Dirigió hacia allí su mirada interrogante. No eran pensamientos, eran sentimientos. Junto al retrato, brillaba una piedra turquesa que le había regalado el jefe de una tribu canadiense, al que le habían publicado varios libros.

—Recurre a ella en momentos de confusión —le había dicho.

Y ahora estaba confundida. La retuvo entre sus manos y se sintió reconfortada. Sin saber el motivo, la relacionó con el manuscrito que acababa de guardar para llevarse y acarició el bolso.

Fue una de las últimas en bajar. Solo quedaba el personal de seguridad y unas pocas personas de las otras plantas que iban en el ascensor. En la tercera, entró un maquetista que solía dirigirse a ella con evidente aprobación, de modo que minimizó la autocrítica que la atacaba.

Sus compañeros le alababan su estilo, la melena castaña cortada de forma irregular y los ojos vivaces, pero en los últimos meses su marido se ocupaba más de su trabajo y menos de ella. Eso era. Se machacaba con la idea de que su atractivo había mermado.

Se encerró en el baño de la planta baja, un lujoso rectángulo confortable, y se observó en el espejo de pared. Empezó por los stilettos de tacón que estilizaban su figura, siguió por el pantalón negro de pinzas, se levantó apenas la camisa negra y se detuvo en las curvas suaves con mirada analítica. Se llevó el pelo hacia atrás con ambas manos y se observó de perfil. Trató de verse como si la mirara Alejo. Al instante, descartó la idea. Se preguntó por qué siempre anteponía la mirada de Alejo a la suya. ¿Hasta dónde iba a llegar con eso? Estoy siendo pusilánime y yo no soy así, se dijo.

Reconocía que él era un hombre encantador para los amigos, destacaba su habilidad en el quirófano para tranquilizar a sus pacientes. Era famoso por las anécdotas que inventaba. No todos los cirujanos se tomaban su trabajo tan a pecho. Ella intuía que eso alimentaba la imagen que fabricaba de sí mismo. Esa faceta de él le molestaba y, en cierto modo, la alejaba. Volvió a huir de esa sensación, se echó una nube de perfume y salió al vestíbulo.

Se acercó a la puerta giratoria y se dispuso a abrir el paraguas, pero un trueno portentoso la hizo retroceder atemorizada. Lo mismo hizo un hombre con el que casi se chocó, que también estaba a punto de salir del edificio.

—Precisamente hoy se me ocurrió coger la moto —le dijo él como si ella tuviera que saber que él tenía moto.

Al verlo de frente, notó que aparentaba unos años más que ella, tenía muy finas arrugas alrededor de los ojos y una expresión franca. Había algo refrescante en su expresión. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

Permanecieron unos pocos minutos de pie en el vestíbulo desierto que invitaba a la confidencia. No le dijo que le daban miedo los truenos por considerarlo un tópico, aunque dio por seguro que la respuesta de él no hubiera sido tópica.

La tormenta arreciaba y no tuvieron más remedio que esperar.

—Por suerte, me salvo este fin de semana de una salida en yate —le dijo, en cambio, alegremente, con la vista fija en la lluvia como en un milagro.

—A mí también me dan cierta claustrofobia los barcos.

Sí, era claustrofobia lo que le producía el yate. Se sintió comprendida y se hubiera colgado de su cuello como los niños cuando reciben un regalo. La asustó ese deseo y se desconoció a sí misma al mirar si llevaba alianza, como una súbita necesidad de saber más de él.

—¿Y en los aviones qué sientes? —le preguntó Martina.

—Me encanta viajar en avión. Sobre las nubes me siento libre. Viajo bastante. ¿Y tú?

—Viajo menos de lo que me gustaría.

—Demasiado en yate y demasiado poco en avión. Todos sentimos alguna vez que algo nos sobra y algo nos falta — Juanjo deseó seguir hablando eternamente con esa mujer que lo escuchaba con tanta atención. El raro color de sus ojos lo perturbaba.

Martina miró hacia el cielo encapotado.

—Creo que ya me voy — dijo.

—¿Te acerco a algún sitio? —le ofreció con la esperanza de sentirla más cerca y continuar la charla.

—Voy aquí al lado —dijo ella. En un impulso, le extendió la mano a modo de despedida, sin decidirse a salir. Alguna energía peculiar los retenía en ese cuadrilátero por el que no pasaba nadie. Supuso complacida que él estaría aspirando su perfume.

—Juanjo —dijo él, como si hubiera necesitado que ella supiera quién era y con la misma franqueza con la que le había soltado que había venido en moto. Mientras le retenía la mano entre las suyas más de lo normal, percibió la ligereza de sus dedos.

—Martina, encantada... —respondió ella. Hacía meses que se venía cuestionando su sensualidad y ahora él le daba a entender con su actitud que era muy atractiva. Su cuerpo la alertó.

El cielo ya no resultaba amenazante. Martina avanzó a paso rápido y durante el corto trayecto se preguntó qué habría venido a hacer ese hombre a la editorial a esa hora tardía. Pronto lo olvidó, aunque le duraron las chispas en su pecho.

Le pareció que una parte de ella misma trataba de animar a la otra, como si convivieran dos Martinas distintas en su interior, y se metió en el restaurante.

Se dijo que, para aclararse, apuntaría esa reflexión. Reaparecía tímido su deseo de escribir. Desde que había conocido a Alejo, lo tenía abandonado.

Escribiría unos minutos cada día durante 21 días sus primeras ocurrencias, sin dejarse dirigir por la mente, como recomendaba en uno de los apartados la autora del manuscrito. Decía que hacerlo era beneficioso para el alma y activaba el hábito, según la neurociencia. Al decidirlo, la sacudió un ramalazo de temor. Se lo contaría a Elisa, a ver si la ayudaba a tirar del ovillo. ¿A qué le temía?

2

Martina llegó antes que Elisa, como de costumbre. Se dirigió a la mesa del fondo y pidió un aperitivo.

Se habían conocido más de diez años atrás en un taller literario. Elisa lo abandonó instigada por su madre, que opinaba que no era rentable, aunque cada tanto lo añoraba. Al trabajar en una editorial, en Martina parecía estar vigente la meta de publicar un libro, por el momento solo coleccionaba pensamientos oscuros en una libreta.

Elisa captaba enseguida laspreocupaciones de su amiga y tenía la virtud de ayudarla a restarles importancia o a cambiar el chip. Martina se iluminó al verla entrar y la observó orgullosa, como si su estilo la realzara a ella misma. Bajo un abrigo muy corto con cuello de zorro, que se quitó con delicadeza, llevaba una camisa verde sobre una falda negra estrecha y zapatos de tacón.

Martina tenía treinta y siete; Elisa, treinta y nueve años. La cercanía de los cuarenta le pedía a Elisa emociones distintas. En ese sentido, siempre había funcionado como un acicate para Martina, más adaptable a las circunstancias a pesar de su fuerza interior. En realidad, una alentaba a la otra. Cenaban juntas al menos dos veces al mes. Elisa trabajaba en una multinacional, ganaba un salario alto, pero no estaba conforme, últimamente estaba decidida a retomar asignaturas pendientes.

—Me gustan tus stilettos —dijo Elisa.

—Tú estás glamurosa, la blusa, la falda, la cara, ¿y el ánimo?

—Según cómo se mire.

Al final, fue Elisa la que habló sin parar de sus propios problemas con Félix.

En aquellos años, Martina había conocido a Alejo, y Elisa a Félix, con el que se sentía contenta y descontenta a la vez. Martina y Elisa habían intentado que sus maridos se hicieran amigos, pero los intentos habían fracasado. Las pocas veces que los reunieron circulaba un humor bastante impostado; eran muy competitivos como para entenderse.

—¿Pedimos unas alubias de Tolosa? —propuso Martina al tiempo que sacudía su melena húmeda.

—Sí, para mí sin chorizo, o mejor unas tapas y algún pincho... Bueno, unas alubias también.

—Ya veo, hoy eres doña Elisa Quiere Todo.

—Cierto. Estoy en estado de demanda.

—Puede ser peligroso o maravilloso, depende. A todos nos falta algo y nos sobra algo —dijo Martina sin aclararle de quién provenía la idea y reparó en las burbujas que persistían en su interior.

—Qué sabia estás. Vaya... Tengo la insatisfacción a flor de piel, tengo sueños eróticos con algún compañero del curso de francés, no es un buen equipaje.

—¿Por qué no?

—Porque me quedo con los sueños.

—¿Te ha pasado algo?

—No, siento que no me pasa nada. Tengo que ocuparme de que ocurra.

—A veces las cosas ocurren sin que uno las busque —dijo Martina a la vez que recordaba súbitamente a Juanjo. ¿Las cosas ocurren? ¿Y si hubiera aceptado que la trajera en la moto? Nada hubiera ocurrido, solo eso. Ella amaba a Alejo; lo de Elisa era distinto.

—Confiar en el azar, ¿tú crees que funciona?

Martina probó el vino sin poder hablar de sus conjeturas, no sabía cómo hacerlo. Elisa esperó expectante a que el camarero le llenara la copa.

—Brindemos —agregó—. Tú estás más sexy, ¿te has cortado el pelo o qué?

—Son tus ojos, yo me veo en decadencia. No quiero llegar a ser como ellos —dijo Martina desviando su mirada hacia la pareja que ocupaba la mesa del rincón. Mientras él se masajeaba la nuca, ella se miraba las uñas como si mirara un paisaje.

—No sé si todas las mujeres se cuestionan tanto como nosotras —dijo Elisa a la vez que sonaba su móvil y lo buscaba dentro de su bolso bajo un gorro de niño, los guantes, un artilugio de su empresa para controlar ciertos medicamentos, una polvera...—. ¡Hola, guapa! Con Martina, cenando. Mañana tengo un hueco a las cuatro. ¿Te va bien? Perfecto. Es Alba, te manda un beso.

—Otro para ella. ¿Cómo está?

—Ya ves, tiene un marido gordo, aburrido y generoso que le cubre unas necesidades y le deja otras al descubierto. Ella le ríe los chistes, aunque no tengan gracia y no se come el coco.

—El asunto es qué hacer con lo que a uno le falta —dijo Martina a la vez que pensaba que a Elisa la notaba tan agobiada con su matrimonio que solo hablaba de maridos.

—A mí nada me alcanza. Cumplo ¡cuarenta! Espero que Félix se entere de que ya es hora de cambiar. No quiero el mismo perfume de Nina Ricci para este cumpleaños.

—¿Y cómo se va a enterar si tú no se lo dices?

—Perdería la gracia. Hablarlo contigo ya es un paso. ¡Uf, qué alivio!

—Y pasito a paso se alcanza la gloria, no hay como una amiga —ahora Martina se sentía jocosa. Sí, la vida era como las olas.

—Pondré en marcha un plan de acción —dijo Elisa, volviendo a llenar las copas de vino.

—Dame más datos —dijo Martina.

—Un dato: las mujeres de nuestra edad no son felices, los hombres hacen la suya, y si tienen niños ni te cuento —dijo Elisa, generalizando su propia situación, con el sonido acompasado de la lluvia que recrudecía como adecuada música de fondo.

—Conozco el tema: las mujeres se quedan con los niños y los hombres se van al tenis. Es el lamento de mis compañeras.

—¡Exactamente! Somos la generación de las que no disponen de tiempo ni para depilarse mientras ellos le dan a la pelotita. Estoy harta de hacerme cargo de mis hijos, de que Félix nunca esté cuando se lo necesita. Estoy harta de no tener ni un momento para mí, salvo esta cena y algún que otro encuentro con mis amigas. —Su plato estaba casi intacto.

—Siempre tan exagerada. A mí me gustaría tener un niño… Mira a tu alrededor y verás que no te va tan mal. Félix no es un insensible.

—Ya lo sé. Simplemente, es hombre. Alba dice que mi síntoma de malestar soy yo misma, que no lo coloque en Félix.

—Alba es práctica. Ni tú ni yo lo somos.

—Ya estoy en la mitad de la vida. Y tengo el espejo de mi suegra, no quiero acabar como ella, con un hombre que coloca en primer lugar el estofado y detrás a la abnegada cocinera que nunca dice ni pío. Necesito un cambio o me muero.

Martina le tomó la mano por encima de la mesa y Elisa dejó aflorar las lágrimas, que sorbió rápidamente ante la llegada del camarero.

—Unas alubias con jamón, las vamos a compartir —dijo Martina sopesando si, después de todo, ella era una afortunada, tenía un marido ideal y podía tomarse ese tiempo que a su amiga le faltaba. Se debatía entre una y otra Martina.

—¿Qué clase de cambio? —dijo, formulándose también para ella la pregunta.

—Quiero un año diferente.

—¿Solamente un año?

—En principio, me pongo ese plazo.

—¿Por dónde empezarás?

—Me apunté a un curso de pilates y a otro de autoconocimiento, por curiosidad. Aunque también me gustaría pasar una semana en un hotel, lejos y sola, y tener una noche de sexo sin más compromisos.

—¿Y si lo haces?

—Me da culpa.

—¿De dónde sacarías el tiempo?

—Tomaría otra asistenta —dijo Elisa mientras revolvía las alubias y tomaba un trocito de jamón de mala gana. —Sería un hotel grande y lujoso, pediría que me subieran una copa helada a la habitación y me quedaría en la terraza...

—¿Y entonces?

Aparecería un inglés guapísimo en la terraza vecina... Ya ves, el azar.

—¿Por qué inglés?

—Se me ocurre que tienen su lado femenino más desarrollado.

—Pero no olvides que también son hombres. Tengo un autor inglés entre mis autores. Si quieres, te lo presento. Es muy delgado, algo lampiño...

—Me lo imagino bien consistente —dijo Elisa esbozando una sonrisa pícara—. Es como si la vida fuera una fiesta y yo me estuviera perdiendo algo.

—¿Tú recuerdas lo que nos dijo Juanjo Millás desde el principio: “que, para escribir y para vivir, cuanto más uno se conozca, mejor”? —dijo Martina tratando de introducir el tema del manuscrito y de sus ganas de escribir. Como notó el interés de Elisa, siguió—: Decía que tomar nota de la propia vida es…

—Abrir una puerta que puede dar a un pasadizo olvidado, a un prado en su esplendor, a una montaña difícil de escalar, a una casa lejana, a un cruce de caminos. Es aquí donde he llegado, pero no necesito escribirlo para darme cuenta —dijo Elisa.

—A mí me ocurre lo contrario... Como mis dudas van en aumento, voy tomando notas en una libreta a la que bauticé “Espejo”. Ahora voy a hacer los ejercicios de un manuscrito que me acaba de enviar una autora a la que me gustaría conocer.

—A ver si acabas escribiendo una novela. También creo que fue Millás el que decía que podemos crear un personaje muy distinto a nosotros y endilgarle nuestros problemas, a ver qué hace con ellos. ¿Tomamos postre?

—Pero si apenas has probado bocado... Un helado de té verde para mí.

—Buena idea, otro para mí, y un coñac.

—Estás muy demandante —dijo Martina pensando que para ella pilates, no, pero danza sí, como si hubiera hecho el descubrimiento que debía haber hecho antes, y como siempre, inclusive sin haberle contado nada, era Elisa quien le ofrecía una salida, aunque ahora, tal como la veía, no podía compartir sus dudas con ella—. Ya me contarás tus próximos capítulos.

Enlazadas de la cintura, salieron rumbo a sus respectivos coches. Se despidieron con un reconfortante abrazo en la esquina.

Mientras seguía hasta el parquin de la editorial, fluctuaba entre la ilusión y su incertidumbre. A menudo, miraba la vida de Elisa como “más completa” que la suya. Tenía esos dos hermosos hijos y un compañero que le prestaba atención. Lo que hasta ahora había tomado como una meta hacia la felicidad, la misma Elisa acababa de desmoronárselo. Antes de coger Vía Augusta, dudó. ¿Y si se desviaba hasta la clínica y le daba una sorpresa a su marido? Lo descartó porque volver después en dos coches no tendría nada de romántico. Llegó a su casa bastante tarde, pero Alejo no estaba. La lluvia parecía amainar y eso la perturbó.

3

Juanjo estacionó la moto en el garaje del edificio en el que vivía con su mujer y sus hijos pensando en que una desconocida de la que solo sabía que odiaba los paseos en barco le había hecho olvidar por un momento la crisis que estaba atravesando. Algo perplejo, se había quedado inmerso en su perfume y con ganas de continuar escuchando esa voz ronca, que arrastraba las vocales y las eses de una manera particular. Tardó en arrancar del portal. Y aunque seguramente ese encuentro no tendría consecuencias, había funcionado como una pequeña lucecita en la oscuridad. Le había resultado fácil conversar con ella y lo habían conmovido los matices que se sucedieron en su cara en esos pocos minutos en los que los dos se sentían a salvo mientras la tormenta hacía estragos. Y ahora, otra tormenta con negros nubarrones sacudía a Juanjo, un arquitecto reconocido que había aprovechado muy bien la oleada imparable de la construcción en Barcelona. Estaba a punto de cumplir cuarenta y tres años y adoraba a sus hijos gemelos, una chica y un chico de trece años.

Unos días atrás, una llamada de Camille, su mujer, había desencadenado el conflicto. Pasada la una del mediodía, estaba cerrando un proyecto y se disponía a salir a comer con un cliente, Carlos Llanos, con el que empezaba a tener cierta confianza, cuando recibió la llamada.

—Estoy en el centro. Quiero comentarte algo. ¿Tomamos un café? —le dijo. Generalmente, se dirigía a él con cierto apremio.

—Sí. ¿Después de la comida? —Juanjo se negaba pocas veces a sus exigencias y Camille lo sabía.

—Cerca de tu estudio. En la cafetería del hotel Condes... ¿A las cuatro?

—A las cuatro.

Mientras comían, un comentario de su cliente le provocó cierta tensión.

—Mire, Juanjo, me urge tener una casa mía y crearme nuevas costumbres —dijo.

—¿Le urge?

—Tengo el futuro en blanco. Mi mujer no me acepta como soy y yo no la acepto a ella, la ruptura está servida. Así que una casa me va a dar cierta estabilidad, pase lo que pase —Carlos Llanos le habló de los vaivenes de su matrimonio. Juanjo asoció el comentario —desconocía la razón— con la llamada de Camille. Así, una charla que podía haber sido distendida y a la que él hubiera querido dedicarle su atención, se vio manchada por una especie de alerta roja.

Los pensamientos se sucedían mientras le daba ideas a Carlos de los lugares y los tipos de casas más adecuados. El comportamiento de Camille en las últimas semanas había cambiado. Hablaba poco y, si él le preguntaba las razones, respondía con evasivas. No pudo acabar los dos platos del menú. Recorrió las cuatro manzanas hasta el Condes con grandes zancadas y tratando de alejar sus sospechas de que nada bueno se traería su mujer.

Como era habitual en él, Juanjo llegó puntual a la cita. Camille siempre se retrasaba. La esperó en una de las mesas alineadas contra un muro bajo que dividía el local en dos, con la mirada puesta en el periódico abierto que no leía, e imaginó decenas de razones por las que lo había citado tan misteriosamente. Viniendo de Camille, lo más descabellado era posible. Él cedía la mayor parte de las veces, convencido de que no había otra opción, dado que las mujeres llevaban a los hombres de la nariz, una especie de ley de vida que le habían transmitido los hombres de su familia con humor y resignación.

—Lo hacen con armas más evidentes o sutiles —sentenciaba su padre.

Juanjo había conocido a Camille en París, unos quince años atrás, cuando participó en un congreso de la Sorbona con una ponencia sobre Ciudades para un futuro más sostenible, que tuvo buena repercusión y de la que ella se había burlado como de una utopía. Era azafata en ese congreso y dominaba varios idiomas. Desde entonces lo había llamado Don Utópico, por lo que él solía ponerse a la defensiva al transmitirle sus ideas. Sus vidas fueron divergiendo poco a poco, ella amaba los cócteles y, desde que había llegado a Barcelona, era asidua a los que organizaba el consulado francés y todas las empresas a las que se había vinculado como traductora u organizadora de cursos de conversación para ejecutivos.

A él lo abrumaba toda la actividad que ella desplegaba, pero echaba sus famosas cortinas de humo y acababa aceptando que una mujer tan especial y atrevida, que había aceptado integrarse de tan buen grado en un país extranjero solo por estar junto a él, debía tener una vida intensa que la estimulara, aunque no supiera muy bien cuáles eran los contenidos de esa vida. Al no tener demasiada información para sus conjeturas, se dio cuenta de que se había mantenido bastante al margen de las actividades de ella,pero había sido ella misma quien se lo impidió. Era poco adepta a contar sus andanzas. Consideraba ñoñas a las mujeres que contaban todo como adolescentes. Quince años eran muchos para saber tan poco. Recurriendo a la ironía como mecanismo de defensa —otra marca de herencia paterna— se dijo que por esa misma razón su matrimonio había durado tanto. A menudo, Juanjo se preguntaba qué había visto en él.

—Me enterneciste —le decía ella.

Y así la había conquistado aquella tarde, en un patio de la Sorbona. La había visto en cuanto llegó, fue Camille la encargada de colocarle la credencial sin mirarlo. Ambos tenían alrededor de treinta años en esa época. Horas más tarde la había distinguido en un ángulo del patio, rodeada de unas cinco o seis azafatas que la escuchaban en silencio, ella parecía la jefa, se tomaba su tiempo para hablar y ninguna la interrumpía. Había nacido en París, lo llevaba marcado en su porte erguido, en sus piernas bien torneadas, en el pelo espeso y largo. Él se quedó fijado a su magnetismo y buscó una excusa para hablarle. Lo hizo desde unos cuantos metros de distancia, como temiendo que de pronto desapareciera de su campo visual.

—Oye, ¿cuándo se cierra la exposición de la primera planta?

Todas las cabezas se giraron en su dirección y él se arrepintió de su falta de tacto, pero ella le respondió con descaro, después de una de esas pausas que con el tiempo a él le resultaron familiares y que la hacían tan seductora:

—Si quieres, tomamos algo y te lo explico. ¿De dónde eres? — respondió Camille, como si hubiera mucho por explicar, mientras se le iba acercando.

Fue precisamente esa espontaneidad lo que le atrajo a ella de él, como le dijo tiempo después:

—Me pareciste algo torpe, pero esa torpeza indicaba que no me harías daño.

Así, él supo que el amor y el daño habían estado ligados en su vida y ahora lo relacionaba sin saber bien por qué con esa sed de aventura que le empezó a reclamar tras trece años de convivencia, y que él no supo cómo saciar. De todos modos, Camille era hábil para encontrar rápidamente lo que buscaba, mientras que él no acababa nunca de saber qué buscaba —y si buscaba algo más— en el plano del amor.

En momentos oscuros como el que atravesaba, Juanjo evocaba esa escena inicial, como si rebobinar la historia desde el principio le hubiese permitido entenderla mejor. Llegó a la conclusión de que sus sospechas eran absurdas y que simplemente asistiría a una de las tantas pataletas de Camille que soportaba estoico porque pasaban pronto. Pero no fue así.

Camille llegó más temprano que en otras ocasiones. Aún después de tanto tiempo juntos, a Juanjo le gustaba verla llegar, le daba la impresión de que volaba a ras del suelo. Llevaba una capa de pana sobre una blusa floreada de varios colores, le pareció que estaba excesivamente maquillada para la hora.

Lo obligó a trasladarse a la mesa junto a la ventana y les rogó a los únicos ocupantes de una mesa de la cafetería, normalmente silenciosa, unos ingleses que exponían asuntos farmacéuticos, que bajaran la voz. Todo denotaba en ella que estaba nerviosa y Juanjo ya no pudo imaginar la razón.

—Empleados que hablan de la empresa como si fuera de su propiedad —comentó Camille con desprecio. Y sin cambiar el tono, agregó: —Me pareció que este era el lugar adecuado para decirte lo que te quiero decir.

—¿Qué quieres beber?

—Un gin tonic. ¿Crees que son ingleses o americanos? —dijo siguiendo su costumbre de convertir las conversaciones en el análisis exhaustivo de los desconocidos, una costumbre que también a sus hijos exasperaba—. Cada día me parecen más insulsos los americanos.

—Son ingleses.

—Igualmente, me dan rechazo con esas caras bobaliconas... —dijo, soltándose una trenza en la que se había recogido el pelo y peinándose con los dedos.

—¿Qué me ibas a decir? —la interrumpió Juanjo, que estaba a la expectativa.

—Que me siento un poco ahogada. Y quiero un poco de aire.

—¿Aire?

—Traduzco: necesito espacio para mí sola.

—¿Espacio o tiempo?

—Quince días alternados.

—A ver, explícate mejor.

—Pronto los chicos tienen vacaciones, ya sabes que en el Liceo Francés les dan unos días más, podrían pasarlos con tus padres y todos encantados.

—¿Y nosotros?

—Yo me iría a París y tú —dijo con cierto recelo, pero segura—, mientras tanto podrías buscarte un piso.

—¿Un piso? —Su asombro iba en aumento.

—Sí, creo que nos sentará bien a los dos tener espacios independientes para estar, para vivir... y como tú tienes la facilidad de conseguir buenos pisos...

—No entiendo. ¿Para qué un piso?

—Alternaríamos. Unos días en la misma casa y unos días en casas distintas. Una forma moderna de vivir, al fin de cuentas, ¿n’est pas?

—¿Cuánto tiempo llevas planificándolo? ¿Cuál fue el detonante? ¿Hasta dónde pretendes llegar? —Juanjo le lanzó una catarata de preguntas, aunque tenía muy claro que cuando ella recurría al “n’est pas” nada la hacía cambiar de opinión. Se agolparon más preguntas en su mente.

—No dramatices. Ni des rienda suelta a tu fantasía. No hay nada más que lo que te digo. Es necesidad de respirar mi propio aire a solas, de vez en cuando. No reacciones como un antiguo —dijo sin ofrecerle respuestas ni disyuntivas.

Juanjo no respondió. En esas ocasiones volvía a ser el niño al que su castiza madre daba órdenes que él no podía cumplir por más que lo intentara o soltaba juicios sobre él, que le resultaban ajenos, pero a su madre la convencía fácilmente de que estaba equivocada. En cambio, Camille se sentía siempre dueña de la verdad.

—¿Por qué no te interesas en saber qué pienso en lugar de juzgar? —dijo él pasados unos minutos. Rechazaba las reglas rígidas, sabía que de antiguo no tenía nada y por eso le dolieron sus palabras.

Ella esperó mirándolo de frente, un modo suyo de dejar clara su posición y, por toda respuesta, llamó al camarero para pedirle un segundo gin tonic.

—Tratas de imponer tus... —Juanjo no completó la frase.

—Ya ves. Tú también tienes reclamos. El experimento nos beneficiará a los dos.

Al pasar a su lado, los ingleses de la otra mesa le dirigieron una mirada que Juanjo captó. Sus piernas descubiertas, las manos largas, las uñas impecables, su modo felino de andar atraían no solo a los hombres, sino también a las mujeres. Era casi tan alta como él.

Tras el segundo gin tonic, Camille estaba entonada como para mostrarle la mejor de sus sonrisas y preguntarle si había venido en coche o en moto, sin esperar la respuesta. Daba a entender que el mundo seguía igual después de que ella sentara sus condiciones.

—Me voy a Naf Naf, esta tarde doy clase hasta última hora —dijo.

Juanjo no pudo simular que nada pasaba como ella lo simulaba. El planteamiento lo había sorprendido. Estaba confundido. ¿Qué pretendía? La cita en ese ambiente particular entre columnas de mármol y camareros respetuosos le daba a la situación un viso extraño. De todos modos, Camille le resultaba extraña en muchas ocasiones, algo extravagante también, como un espectáculo continuado. Le pareció notar una mirada nueva en ella.

—Hasta la noche.

Permaneció unos minutos en su sitio. Intentó suponer que, si él se mostraba inflexible en su negativa, lograría convencerla, aunque sabía que se engañaba. Volvió a su estudio tratando de encontrarle un aspecto positivo a la propuesta de Camille. No lo encontró.

Por la noche, la cena fue más tranquila de lo que Juanjo esperaba. Como una familia normal, estuvieron dialogando con los gemelos sobre un caso de acoso escolar en un instituto de Badalona que los tenía muy agitados.

—Suerte que nosotros somos dos —dijo la niña— No se atreverían a molestarnos.

—No se trata de que te apoyes en tu hermano. Tú debes aprender a cuidarte sola. Yo lo hago. Hay que saber estar con uno mismo sin estar pendiente del otro.

Juanjo reparó en lo que decía Camille como en una especie de indirecta hacia él, una justificación del pedido de esa tarde, y el malestar se instaló en su pecho. En cuanto los niños se fueron a acostar, quiso volver a hablarlo, pero la tensión fue creciendo. Acordaron aplazar las decisiones hasta las fiestas.

Él continuaba en el piso compartido, pero ya tenía organizada su mudanza. Le dolía en el alma tener que dejar la casa y a sus hijos. Le dolía en el alma que la estructura que él había creído tan firme se derrumbara de ese modo. ¿Podría confiar en alguien a partir de semejante trance?

Durante esos días, Juanjo y Camille se vieron poco, siguieron el ritmo habitual, comiendo ambos fuera de casa y cenando con los niños, más él que Camille, que se escudaba tras la televisión, una costumbre poco frecuente en ella, como para no tener que decir más de lo que había dicho.

Como habían acordado, llevó a sus hijos a pasar las vacaciones a casa de los abuelos, una de las casas más señoriales del casco antiguo de Barbastro, cercana a la Biblioteca Municipal, en la que los niños habían hecho amigos, una pandilla con la que se divertían más y mejor que en Barcelona. No solo se habían integrado a esa ciudad en la que Juanjo había pasado buena parte de su vida, sino que encontraban en su abuela a una cómplice, que había logrado con los niños lo que no había podido lograr con él.

Durante el camino de regreso, acarició la leve esperanza de que la de Camille hubiera sido una explosión pasajera. Si bien sabía que ella tenía un pasaje de avión para el día siguiente, no creía que pudiera actuar de un modo tan frío, tuviera las razones que tuviera. Reconoció, al mismo tiempo, que nunca había sido una mujer demasiado ardiente a pesar de que las apariencias así lo sugerían. Desplegaba una gran seducción, pero era reticente a las caricias e imponía el ritmo cuando hacían el amor. Sin embargo, a él lo excitaban sus movimientos naturalmente lánguidos, el gusto especial para la lencería, sus expresiones a las que él le otorgaba un sentido, fuera o no fuera real, y no necesitaba mucho más.

Lo primero que vio al abrir la puerta fueron cuatro maletas rojas preparadas en el vestidor. ¿Cuatro maletas? ¿Qué iba a hacer Camille en París? Sus padres vivían en la Camargue, era hija única, ¿una razón para justificar sus acciones temerarias a veces y sus caprichos? ¿O... quién le quedaba en París?

Esta seguidilla de preguntas se las había hecho Juanjo una y otra vez en las noches de insomnio de esos últimos días, que fueron casi todas.

Camille lo estaba esperando en el saloncito colindante a la gran sala, en la que predominaban la combinación simétrica del blanco y el negro en la chaise longue, en el conjunto de sillones a rayas, con algunos muebles de diseño, encargados a un escultor, en metal.

—Ven, Juanjo, cariño —le dijo en cuanto lo vio.

Su actitud casi mimosa lo despistó, le hizo pensar en lo ridículo de una separación. Después de todo, ¿acaso ella no se iba de viaje cada vez que lo decidía y él se ocupaba de los hijos? ¿Qué necesidad tenían de vivir en lugares distintos? La sola idea de tener que acordar fechas para irse o para volver de la casa común le creaba tal desazón que convertía en imposible esa posibilidad.

Se sentó junto a ella. Su tono y la media luz lo incitaron a enlazarla por los hombros y a darle un beso en el cuello. Ella tembló apenas, cerró los ojos, se quedó así un momento, pero inmediatamente se enderezó, le dio un beso rápido en la boca y le dijo:

—Los niños parecían muy contentos. Me llamaron hace media hora. Tu madre quería saber si habías llegado bien. Hablemos ahora, así después cenamos tranquilos.

Tras esa última frase, él perdió toda esperanza. Nuevamente, lo embargó la sensación de que ella programaba incluso lo concerniente a los afectos. ¿Lo había hecho siempre y él había estado ciego?

—Te escucho —dijo.

—Ya sé que me escuchas —dijo ella condescendiente —Pero además de escucharme, quiero que me entiendas y lo apruebes de buen talante.

Con esa respuesta, ella le dio la oportunidad de decirle lo que había rumiado: que no aceptaba el pacto. La cólera y el orgullo herido le hicieron ser contundente.

—O seguimos juntos o nos separamos, sin medias tintas —dijo sentándose en una de las banquetas tapizadas en seda negra que se alineaban en la zona más estrecha del salón, que le hicieron recordar a los bancos del colegio en los que debían aguardar antes de una reprimenda.

—No son medias tintas. Será algo beneficioso para los dos.

—¿Beneficioso?

—Saludable.

—¿Y los niños?

La asistenta los interrumpió para decirles que la cena estaba servida.

—Gracias. Puede retirarse. Vuelva después de las fiestas y atienda, por favor, al señor Juanjo, que estará solo durante una semana. Bonnes vacances —se limitó a responder Camille y de ese modo dejaba claro que tampoco ella volvería hasta esa fecha—. A los niños les resultará divertido —continuó.

En ese momento la odió. No acababa de comprender ni de aceptar que ella se tomara tan a la ligera una cuestión que para él era vital, que quisiera mover las piezas del juego como si la vida fuera un tablero y ella estableciera las reglas a su antojo. Durante esos años se había dejado llevar porque la quería y quería a sus hijos. La llamó egoísta, vacía e histérica, con una carga desacostumbrada en él.

Ninguno de los dos cenó. Impasible, ella se arregló, abrió y cerró cajones, recogió algo en el baño y llamó un taxi.

—Me marcho al hotel del aeropuerto porque mi vuelo sale muy temprano —se limitó a decir.

Cogió el equipaje, llamó a uno de los porteros para que la ayudara y, mientras esperaba el ascensor, se acercó y le dio a Juanjo un rápido beso inesperado que lo hizo sentir peor.

En ese tiempo, se había encontrado varias veces con su cliente, Carlos Llanos, el jefe de prensa de la editorial, que atravesaba una situación parecida. Acababa de separarse y entre ellos iba naciendo una amistad. A él había ido a verlo esa misma tarde, sin encontrarlo, y se había cruzado con esa chica en el vestíbulo, a la que, con seguridad, su amigo conocería un poco más.

4

Mientras esperaba a Alejo, Martina se puso a mirar fotos de varios años atrás con la intención de pescar las diferencias con las actuales, como en los entretenimientos de los dominicales: Busque las siete diferencias. Se percató de que no había fotos actuales, salvo una en la última comida familiar en casa de sus suegros, en la que se destacaban los sobrinos de Alejo y ellos eran dos puntitos lejanos en la mesa, así que se enfrascó en las de los primeros años juntos. En la mayoría, aparecía ella sola, él la sacaba desde distintos ángulos y le decía que hacerlo lo erotizaba. En unas cuantas estaba con el vestidito verde escotado estilo princesa, solía repetir las prendas que le gustaban a su médico azul, como ella lo llamaba en esa época.