Un matrimonio en herencia - Cara Colter - E-Book
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Un matrimonio en herencia E-Book

Cara Colter

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Beschreibung

En cuanto vio la cara de alegría con la que la recibía su vecinito, Corrie Parsons supo que se había metido en buen lío... Había ido a Miracle Harbor a reclamar el rancho que había heredado y a hacer de él su nuevo hogar. El problema era que para conseguirlo... tenía que casarse. Era una pena que el atractivo padre de aquel niño quisiera sus tierras y no a ella... Sin embargo, no era eso lo que decía la cautivadora mirada de Matt Donahue. Estaba claro que aquel hombre deseaba ser amado tanto como ella y era obvio que sería un marido perfecto, lo único que hacía falta era que él se diera cuenta.

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Seitenzahl: 157

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Cara Colter

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un matrimonio en herencia, n.º 1270- noviembre 2019

Título original: Wed by a Will

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-637-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

15 de febrero

 

 

Con una sensación de pánico, Corrine Parsons se dio cuenta de que estaba a punto de llorar. Mirando a las dos mujeres que nunca antes había visto, pero cuyos rostros eran el mismo que ella veía cada mañana frente al espejo, intentó controlar las emociones que la embargaban.

Trillizas. Eran trillizas.

Daba igual que no supiera exactamente qué emoción sentía, que no pudiera identificarla exactamente. ¿Era tristeza o alegría? ¿Sorpresa o miedo?

Fuera cual fuera la emoción, conocía la primera regla. Y la primera regla era no llorar. Nunca.

Había aprendido aquello cuando, a los seis años, la llevaron a la primera casa de acogida porque su tía Ella estaba enferma. Aterrorizada y sola, su único consuelo fue el cachorro que escondió bajo el porche. Le daba de comer cuando nadie la veía, lo cuidaba, lo mimaba y jugaba con él.

Y entonces la descubrieron. Las reglas de la casa: nada de animales. Nunca, por mucho que llorase. Corrine intentó hacer entender a sus padres de acogida lo importante que era para ella… pero no valió de nada.

La verdad, a nadie le importaban sus sentimientos. Una verdad que aprendió de la forma más dura posible.

Como cuando le hicieron escribir mil veces «No robarás», cuando ella no había robado nada. O como cuando una de las hijas de la familia se puso una chaqueta roja que era su más preciada posesión, sin pedirle permiso. «Después de todo lo que hemos hecho por ti, deberías dejársela sin protestar».

Desde los seis a los diecisiete años fue de una casa de acogida a otra. Siete casas diferentes habían convertido en hielo las lágrimas de Corrine Parsons. Un hielo que veía cada mañana cuando se miraba al espejo. Incluso aquel día. Diez años después de haber abandonado la última casa que nunca fue suya.

Pero aquel día, en un hermoso despacho decorado con alfombras persas y muebles de diseño, rodeada de extraños, era como si alguien estuviera apuntando un lanzallamas directamente a su corazón. Unas lágrimas calientes y vergonzantes amenazaban con asomar a sus ojos. Unas lágrimas que le costaba trabajo controlar.

Y todo porque dos de las personas que tenía enfrente eran exactamente igual que ella.

Sus hermanas. Sus hermanas trillizas.

¿No había soñado algo así cuando era una niña, cuando iba de una casa a otra con sus ropas guardadas en una bolsa de plástico? ¿No había pasado noche tras noche sin pegar ojo en una cama extraña, soñando con algo parecido?

Soñaba con una familia imaginaria, con un árbol de Navidad repleto de regalos, una cama con un colchón que no tuviera forro de plástico, sábanas suaves en lugar de ásperas… el amor de una madre. Un padre alto y guapo que la tomaba en brazos, unas hermanas con las que jugar a las muñecas y compartir secretos.

Soñaba que alguien la quería.

Aquellas chicas se parecían mucho a ella y eran sus hermanas, desde luego. Pero eso no significaba nada. No significa que fueran a quererla, que fueran a preocuparse por ella. Llevar la misma sangre no garantizaba un amor incondicional.

Sin embargo, cuando se atrevió a mirar directamente a Abby y Brittany, vio un brillo en sus ojos. Era como si no se dieran cuenta de que se había puesto su ropa más vieja, como un desafío para acudir a aquella llamada en la oficina del abogado.

En los ojos de sus hermanas había un brillo de ternura.

Una mirada de bienvenida.

Deseaba tanto creerlo… Pero le daba pánico. Llevaba unos vaqueros rotos por la rodilla y empezó a jugar con las hebras, intentando controlarse.

Como a lo lejos, escuchaba la voz del abogado hablando sobre un extraño que les había dejado una increíble herencia. Abby recibió una casa, Brittany, un negocio de pastelería. Otro hombre entró y salió del despacho, pero Corrine apenas se dio cuenta.

Entonces escuchó su nombre. Y su regalo: cinco acres de terreno y una cabaña. Sus hermanas parecían muy felices, pero ella esperaba el golpe, la trampa. La desilusión. Siempre la había.

Y allí estaba. Había una condición para que pudieran obtener esa herencia, tenían que quedarse en Miracle Harbor, un pueblo que Corrine no había visto jamás, durante un año.

Y tenían que casarse.

Casarse. Sí, claro. Ella, que había conseguido dominar el arte de dejar helado a un hombre con una sola mirada.

Pero si vivía allí durante un año podría estar con ellas. Con sus hermanas.

¿Y si no se gustaban? ¿Y si no podían soportarse? Aunque fueran como tres gotas de agua, no se conocían en absoluto.

Entonces, Abby alargó la mano para tomar la suya, como si quisiera darle ánimos. Como si supiera que tenía miedo.

Y cuando Corrine miró los ojos de su hermana, decidió que viviría en Miracle Harbor durante un año, por mucho miedo que tuviera.

No inmediatamente, claro. Tenía obligaciones. Pero sí en cuanto pudiera hacerlo.

Asustada y emocionada al mismo tiempo, admitió que no podía dejar de aceptar aquel regalo, el mejor de todos: la esperanza y la ternura que veía en los ojos de sus hermanas.

Capítulo 1

 

 

 

 

Tres meses más tarde…

 

 

Corrine se metió las manos en los bolsillos del pantalón vaquero y estudió la pequeña y sólida cabaña de madera, bajo las ramas de un arce gigante.

Era suya.

Le daba igual que el porche estuviera desvencijado, que hubiese musgo en las tejas, que no pudiera verse el interior porque las ventanas estaban cubiertas de polvo o que necesitase múltiples reparaciones.

Corrine dejó escapar un suspiro de felicidad. Nunca había tenido nada suyo.

Excepto su viejo jeep, claro.

Siempre había vivido de alquiler en Minneapolis, incluso después del éxito con su libro de cuentos Brandy. Brandy era una creación suya, una niña huérfana llena de vida que se enfrentaba con el mundo y salía victoriosa.

¿Por qué no se había comprado una casa?

Quizá porque creer que podría pasarle algo bueno en la vida, comprometerse con algo que tuviera un futuro, sería como tentar al destino.

Incluso que le gustase tanto aquella cabaña la preocupaba.

Nada en su historia le permitía creer que las cosas buenas pueden durar.

—Según mi hermana, este sitio no es gran cosa —murmuró para sí misma.

Brittany se había quedado helada al ver la cabaña, el deteriorado establo, las cercas rotas rodeando un pedazo de tierra que nadie había cuidado en mucho tiempo.

«Puedes venir a vivir con Mitch y conmigo», le había propuesto su hermana.

«Pero si estáis recién casados», protestó ella. Brittany y su marido, que se habían casado una semana antes, estaban muy enamorados. Y Corrine no quería tener tan cerca la evidencia de que los sueños pueden hacerse realidad, de que los milagros existen.

Pero sus dos hermanas eran la prueba viviente de que la vida puede dar un giro de ciento ochenta grados, a juzgar por la felicidad que habían encontrado desde que llegaron a Miracle Harbor.

Y eso le daba pavor.

«No llorar nunca», era su primera regla. Pero la segunda estaba igualmente grabada en su corazón a sangre y fuego: «Nunca te hagas ilusiones». Hacerse ilusiones era lo más peligroso de todo.

Sus hermanas se habían ofrecido a ayudarla para arreglar la casa. Y Corrine se quedó asombrada al comprobar que las tres compartían un miedo atroz a las arañas. Seguramente, compartían muchas cosas más. Pero no quería soñar, no quería tener esperanzas. Por eso rechazó su ofrecimiento.

Pero no solo porque no quería deberle nada a nadie, ni porque se sentía rara al ver cómo sus hermanas parecían entusiasmadas con ella sin conocerla siquiera.

No quería ayuda porque arreglar aquella cabaña era algo que deseaba hacer sola. Así le parecería más suya. Así nadie podría quitársela.

Había muchísimo trabajo por hacer. Debía arreglar el porche, reparar el tejado del viejo establo, limpiar el jardín de la entrada…

Suspirando, Corrine empujó la puerta, que crujió sobre los viejos goznes. Seguramente habría tantas arañas dentro como fuera.

El interior era muy simple. Había un salón grande que hacía las veces de cuarto de estar y cocina. En una de las paredes, armarios necesitados de una buena capa de pintura, una repisa que necesitaba ser reemplazada y un fregadero de loza lleno de moho. Afortunadamente, los electrodomésticos eran completamente nuevos.

A través de un hueco sin puerta se llegaba al dormitorio y al moderno cuarto de baño, que debía haber sido construido mucho después que la cabaña, ya que esta tenía ochenta o noventa años. Dichosamente, el baño estaba muy limpio.

Una estufa de leña en medio del cuarto de estar servía como división entre este y la cocina. Las ventanas eran grandes, de modo que cuando las limpiase el sol inundaría la casa. Y cuando todo estuviera limpio, podría sentarse y contemplar sus posesiones.

Un rayo de sol había conseguido traspasar la suciedad de años y bailaba en el suelo. Corrine apartó el polvo con la zapatilla y vio que era de madera. Habría que pulirlo, pero era un suelo precioso.

Perdida en sus pensamientos, imaginando la casa con alegres cortinas de colores, un sofá blanco y flores en la cocina, no lo oyó entrar.

—¿Hay alguien aquí?

Ella se volvió, sobresaltada. Estaba lejos del pueblo y nadie podría ayudarla si le ocurría algo.

Estaba a punto de salir corriendo cuando recordó que esperaba el camión de la mudanza con sus escasos muebles.

Pero cuando miró hacia la puerta y vio la silueta del hombre estuvo segura de que no era el de la mudanza. Sin embargo, no le daba miedo.

Sombrero texano, camiseta blanca, pantalones vaqueros, botas y unos hombros anchísimos. La postura del hombre, sus pies firmemente plantados en el suelo y la barbilla levantada le daban un aire de seguridad.

Corrine no sabía que había vaqueros en Oregón. Por supuesto, no sabía mucho sobre Oregón, excepto que el clima era más benigno que el de Minnesota.

—Perdone, no quería asustarla.

—No me ha asustado —replicó ella, a la defensiva.

Pero la voz masculina ya había penetrado esas defensas. Era una voz ronca, suave, varonil. Una voz que inspiraba tranquilidad.

Tenía unos hermosos ojos castaños, unos ojos sinceros. Corrine conocía a la gente mirándola a los ojos. Algo que aprendió de niña.

El extraño tenía los pómulos altos y la nariz… alguna vez debió ser recta, pero parecía partida de un golpe. Curiosamente, ese defecto lo hacía más atractivo. La nariz rota proclamaba que aquel era un hombre en un mundo de hombres y que había pagado el precio por ello.

Tenía una boca preciosa. Sus ojos de artista apreciaron los labios firmes y masculinos.

Pero cuando dio un paso hacia ella con la mano extendida, Corrine dio un paso atrás.

Por alguna razón, sabía que no debía aceptar esa mano. Que esa mano podía ser lo más peligroso de todo.

Sin tocarla, sabía exactamente cómo era: fuerte, dura, cálida. El roce de esa mano la invitaría a meterse en un mundo donde la gente no estaba sola.

Y, de repente, sintió el deseo de tocarlo. Un anhelo desconocido que despertaba nuevos miedos.

—¿Qué quiere? —preguntó, con voz de hielo.

La reacción del hombre fue un breve parpadeo de sorpresa. Pero se recuperó enseguida.

—Soy Matt Donahue, su vecino —se presentó. Si esperaba que le diera las gracias por ir a verla, iba a llevarse una desilusión. Corrine no dijo nada, simplemente se cruzó de brazos—. La verdad es que estaba interesado en comprar este terreno, pero parece que alguien lo ha comprado antes que yo.

Ah, de modo que no estaba allí para darle la bienvenida, pensó ella. Sorpresa, sorpresa.

—No quiero vender.

Acababa de heredar aquel terreno y ya lo sentía como suyo. Era su sitio, el sitio donde podría descansar. Pero la visita de aquel hombre la hacía ver, de nuevo y como siempre, que todo es muy frágil.

—Aún no le he hecho una oferta.

—No se moleste en hacerla.

Corrine no pensaba decirle que, en cualquier caso, no podía vender las tierras. Y quizá no podría hacerlo nunca.

¿Cómo había olvidado aquel pequeño detalle mientras planeaba cortinas y alfombras en el suelo de madera?

¿Cómo había olvidado que mientras su corazón le decía que aquella casa era suya para siempre, el documento legal decía algo muy diferente?

Necesitaba un marido.

Por un momento, mientras miraba a aquel vaquero alto y guapo, Corrine sintió un anhelo extraño, como un cosquilleo en el estómago.

Y deseó absurdamente ser otra persona, alguien como Abby, suave y amable, o espontánea y sexy como Brittany.

A pesar de su frío recibimiento, el hombre no se movía de donde estaba. Con aquellos ojos suaves, miró su mano para comprobar si llevaba alianza. Corrine hizo lo mismo.

No llevaba alianza ni anillo alguno. Cualquier adorno habría parecido absurdo en unas manos tan grandes y masculinas.

De repente, deseó no haberse puesto los vaqueros viejos y la camiseta rota. De repente, deseó haber dejado que Brittany le arreglase el pelo… Pero le daba rabia desear esas cosas. No debía desear nada. Y menos preocuparse por lo que pensara un extraño.

Por guapo que fuera.

En ese momento, oyeron el ruido de un vehículo por el camino.

—¿Está esperando a alguien?

—A los de la mudanza.

—Ah, muy bien. La dejo entonces.

—Adiós.

No le había preguntado su nombre. Y ella no pensaba decírselo. No quería parecerle ni remotamente simpática al guapo vecino que tenía los ojos puestos en sus tierras.

Y en sus labios, por cierto.

Sintió un estremecimiento al percatarse de la admiración que había en los ojos castaños. Pero el hombre se tocó el sombrero como gesto de despedida y salió al porche.

—Parece que ha llegado su ganado.

¿Su qué?

Corrine salió al porche y vio un viejo camión de transporte acercándose a la cabaña.

—Yo no tengo ganado.

Matt Donahue la miró por encima del hombro. A la luz del sol parecía más alto, más fuerte… más impresionante.

El pelo oscuro, que se rizaba un poco en las puntas, asomaba por debajo del sombrero. Y la camiseta de manga corta dejaba ver unos bíceps de hierro, una piel bronceada, unos antebrazos tan masculinos…

Avergonzada, Corrine levantó la cabeza y lo miró a los ojos. No eran simplemente castaños, sino del color de la tierra mojada. Con puntitos dorados.

Y, tan cerca, podía ver un dolor en aquellos ojos que podría compararse con el suyo.

En ese momento, el camión paraba frente al porche. Era incluso más viejo que su jeep, con la parte trasera hecha de tablas.

Su vecino bajó los escalones con la facilidad de un hombre acostumbrado a poner los pies en el sitio exacto y se acercó al conductor, que había bajado la ventanilla.

—¿Corrine Parsons?

Donahue la miró, esperando confirmación, y Corrine asintió con la cabeza. En realidad, se alegraba de que estuviera allí. No le gustaba nada la expresión del camionero, con sus dientes amarillos y su cara de asco.

Su vecino se había percatado de que estaba nerviosa… o quizá tampoco a él le gustaba el recién llegado porque se volvió hacia el camionero y contestó por ella.

—Aquí es.

Nadie la había protegido nunca y no le gustó que aquel gesto la hiciera sentir un calorcito por dentro.

En ese momento, del camión salió un sonido chirriante. Era como una enorme tiza arañando una pizarra, mezclado con el sonido de una sierra mecánica cortando troncos.

—Soy Werner Grimes —dijo el camionero—. Y le traigo un pollino de los de órdago.

—Creí que no tenía ganado —murmuró su vecino.

—Y no lo tengo. Ni siquiera estoy segura de saber lo que es un pollino.

—¿Van a echarme una mano o no? —les espetó Grimes.

—La señorita dice que el pollino no es suyo.

—Pues este papel dice que lo es. Comprado y pagado.

Mientras los hombres discutían, Corrine se subió a la parte trasera del camión apoyándose en las tablas… y entonces vio dos tristes ojos de color chocolate. El animal movía las orejas, como si estuviera preguntándose qué hacía allí.

—Un burrito —murmuró, acariciando la nariz de terciopelo.

—¡Apártese de ahí! —le gritó el camionero—. Ese animal podría arrancarle la mano de un mordisco.

Ella miró al animal, sorprendida.

—Mire, aquí debe haber un error… —empezó a decir Donahue.

—No hay ningún error. Aquí dice Corrine Parsons, ¿no? Pues ya está. Voy a colocar la rampa.

—Ella no quiere un burro y yo tampoco. Tengo un montón de yeguas en mis tierras y no voy a permitir que ese animal las monte.

—Pues ponga una cerca —le espetó Grimes—. Este burro está más excitado que…

Su vecino hizo un gesto con la mano para que el camionero no les diera más detalles.

—¿Cuánto quiere por llevárselo?

Corrine se quedó sorprendida al ver que sacaba la cartera. Al fin y al cabo, el burrito era suyo y ella debía decidir si quería quedarse con él o no.

—He tardado tres horas en llegar hasta aquí…

—Dígame una cantidad —le cortó Donahue.

—¿Doscientos cincuenta?

—Venga…

—Vale, ciento cincuenta dólares. Ni uno menos.

—Le doy cincuenta dólares por llevárselo de aquí.

Era un burro malvado, se dijo Corrine. El propio camionero le había advertido que podría arrancarle la mano de un mordisco. Pero tenía la nariz de terciopelo y la miraba con esos ojitos…

—Espere un momento. Me quedo con él.

—¿Que se queda con quién? —preguntó su vecino.

Como allí solo estaban Donahue y el camionero, el «quién» estaba fuera de lugar. Pero mejor no meterse en una discusión sobre gramática.

—Con el burro.

Matt Donahue se acercó a ella en dos zancadas.

—¿Usted sabe lo que vale mi yeguada?

—Ni idea.

—Una sola de mis yeguas vale más que estas tierras suyas.