Un milagro por navidad - Deanna Talcott - E-Book
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Un milagro por navidad E-Book

Deanna Talcott

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Beschreibung

Gracias a su prestigio y a su increíble atractivo, Jared Gillette era la fantasía de cualquier mujer. Sin embargo, Nicki Holliday, su empleada, lo veía como el miserable protagonista de Cuento de Navidad. Quizá sintiera una descarga eléctrica cada vez que Jared le lanzaba una de sus miradas sexys..., pero Nicki no tenía un céntimo y estaba furiosa porque él había hecho que la despidieran. Después había conseguido que le tomara cariño a su adorada hija. Bueno, una chica tan alegre como Nicki no pudo evitar llenar de sonrisas aquella gélida mansión. El duro Jared no tardó mucho tiempo en caer a los pies de la guapa niñera, pero haría falta un milagro para que aquel frío magnate empezara a creer en las maravillas del amor.

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Seitenzahl: 240

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 DeAnna Talcott

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Un milagro por Navidad, n.º 1729 - febrero 2015

Título original: The Nanny & Her Scrooge

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6073-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Publicidad

Capítulo 1

 

 

Dominique Holliday se metió el papel rosa en el bolsillo y, entrando con paso decidido en el ascensor, pulsó el botón del sexto piso. Aquello no tenía sentido, ningún sentido. Hasta entonces solo había recibido alabanzas por parte de su supervisora. Debía tratarse de un error. Tenía que ser un error.

Diez minutos antes había intentado hablar con Carol, su supervisora, quien la miró avergonzada, se diría que incluso incómoda, para luego volverse diciendo:

–Siento no poder hacer nada, Nicki. De veras. Mi primer error fue contratarte.

Un espasmo helado le recorrió la espalda haciendo que perdiera la calma. Permaneció en el cuarto del personal preguntándose qué podía haber hecho mal. Se había ofrecido voluntaria para trabajar horas extras… incluso trabajaba con turno partido. Debía de haber una razón.

Se le ocurrió que solo una persona con más poder que su supervisora podía haber lanzado semejante ultimátum: Jared Gillette, presidente y propietario de los almacenes Gillette. No lo había visto nunca pero las malas lenguas lo llamaban el «pequeño Napoleón» de las ventas, el tirano que gobernaba con mano de hierro. Los vendedores se echaban a temblar cuando hablaban de él, y los compradores se ponían a sudar con solo oír su nombre.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron ante los lujosos despachos de los ejecutivos, Nicki trató de serenarse recordándose a sí misma con firmeza que no tenía otra opción. Tenía que enfrentarse a él. Su estado de cuentas pedía auxilio y su casero pedía el pago del alquiler.

Las oficinas estaban vacías. Era tarde, casi las cinco de la tarde de un sábado, pero los almacenes estaban abiertos hasta las seis los fines de semana ya que estaban situados en pleno centro de la ciudad, en Winter Park.

La agitación de Nicki iba en aumento. Se sentía incómoda en aquel lugar, como si estuviera cometiendo allanamiento de morada.

La puerta del despacho de Jared Gillette se alzaba impresionante ante ella.

¿Cuánto podía tardar en arreglar el malentendido? ¿Tres minutos? ¿Cinco? Tomó aire y, dirigiéndose hacia la puerta de caoba, levantó el puño listo para presentar batalla. Dio tres golpecitos sobre la superficie satinada de la puerta.

–Adelante –se oyó una voz profunda y directa.

Nicki casi se cayó de los nervios. Se sujetó en el pomo y la sólida puerta se movió.

Agotada toda su serenidad, todavía le quedaba lo peor: penetrar en la cámara de los horrores y decir lo que tenía que decir. Rogaría, suplicaría, negociaría si no le quedaba otra; pero debía conservar aquel empleo.

Empujó la puerta con demasiada fuerza por lo que entró dando traspiés en el despacho de Jared Gillette. Vaciló, se estiró un poco el jersey y trató de hacer que sus pies se pusieran de acuerdo. Cuando levantó la vista, se encontró con los ojos más oscuros, perspicaces y profundos que hubiera visto nunca. Y, sin más, la inquisitiva mirada de Jared Gillette chocó con la de ella, y no pudo escapar. Una sensación de profunda necesidad se apoderó de su alma.

Era más joven de lo que imaginaba, unos treinta y cinco años, y bastante más guapo. Tenía el pelo brillante y negro como el ónix, la frente despejada y unos pómulos que parecían esculpidos en alabastro. Tenía una boca generosa y la nariz recta y ancha. Iba vestido de negro, impecable, con un traje milrayas, y la corbata burdeos perfectamente anudada entre las puntas tiesas del cuello blanco de la camisa. En sus muñecas brillaban unos gemelos de oro.

Nicki cerró ligeramente los ojos y se sacudió como para evitar que los inquietantes rasgos de aquel hombre se fijaran en su memoria.

–Señor Gillette… –titubeó, obligándose a mirarlo a los ojos.

–Sí –contestó bruscamente, apartando un montón de papeles–. Soy yo. ¿Y usted es…?

–Dominique Holliday. Tra-trabajo en sus almacenes… o lo hacía hasta hace una hora. –Nicki hurgó en su bolsillo buscando la carta de despido; finalmente, le extendió un trozo de papel arrugado–. He intentado hablar con mi supervisora pero dice que no puede hacer nada, así es que pensé que tal vez usted podría…

Él se quedó mirándola con el ceño fruncido. Una sensación de impotencia se apoderó de Nicki.

–Mire –le dijo ella en tono desafiante–, hace dos semanas la señorita Carol Whitman me contrató para hacer de Santa Claus porque sabía que se me daba bien trabajar con los niños, y me he volcado por completo en mi trabajo. Soy el mejor Santa Claus de la planta y no entiendo lo que ha pasado. No consigo entenderlo.

–Vaya –fue todo lo que acertó a decir él. Un elocuente silencio llenó la estancia–. Así es que es usted.

–¿Me despidió usted? –preguntó Nicki, elevando su voz con incredibilidad. Pero, usted ni siquiera me conoce.

–Señorita… –dijo descaradamente–, como se llame.

–Nicki. Nicki Holliday –repitió.

–Sí. Bien, los requisitos que pedimos para nuestros Santa Claus son muy estrictos y obviamente usted no parece cumplirlos.

–¿Qué quiere decir? –protestó casi llorando–. He hecho bien mi trabajo. Estoy alegre, feliz. Soy el Santa Claus que mejor canta el «ho, ho, ho» de todos.

Y según decía estas palabras estaba segura de ver cómo temblaban las comisuras de los labios de él.

–Se lo aseguro. Puede preguntárselo a cualquiera. Déjeme demostrárselo aquí, ahora…

Jared levantó una mano y la detuvo.

–No, por favor, no lo haga –replicó él, cortante–. Es tarde y este no ha sido precisamente un día muy alegre.

Nicki lo miró a la cara fijamente.

–¿Bromea? Puede estar seguro de que el haber sido despedida también me ha arruinado el espíritu navideño.

–Señorita… Holliday –y de pronto soltó un resoplido, como si el significado de su apellido lo golpeara–. Los almacenes Gillette son los más grandes en el sur de Indiana. Nuestros clientes esperan de nosotros ciertas cosas…

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo un Santa Claus y no una Santa Claus.

¿La había despedido porque era una mujer? Nicki empezó a temblar porque ante eso no podía hacer nada.

–He hecho todo lo posible para mostrar un Santa Claus creíble a sus clientes y a sus niños –imploró–. Ninguno de ellos considera que me falte nada para ser Santa Claus. Ningún niño ha sospechado nunca.

Jared Gillette se rio entre dientes clavando su oscura mirada sobre ella.

–Señorita Holliday, mírese. Puede que sus ojos brillen y que, con un poco de maquillaje, consiga una nariz roja como una cereza, pero lo que realmente dudo es que su barriga se contonee como un tazón lleno de flan.

–Relleno –respondió–, montones de relleno.

Le pareció ver una chispa de diversión en los ojos de él. Y de pronto su actitud cambió.

–No –dijo con firmeza, tomando la carta que estaba leyendo cuando ella lo interrumpió–. Los Santa Claus son siempre alegres abuelitos con la piel arrugada y las cejas pobladas. No son mujeres jóvenes que tienen que simular su aspecto con relleno y bajar el tono de su voz para que sea más grave.

–Si tan solo me diera usted la oportunidad de…

–No hay nada más que discutir. Punto. Ser una Santa Claus en los almacenes Gillette es totalmente imposible, así es que olvídelo. Estoy seguro de que no necesita que la acompañe a la salida ya que no necesitó a nadie para entrar aquí.

A Nicki le ardían las mejillas y las manos le temblaban.

–No puede despedirme solo porque soy una mujer, –acertó a decir finalmente.

Jared Gillette irguió la cabeza con ferocidad. Sus ojos oscuros destellaban y sus rasgos se tensaron.

–¡Y un cuerno que no puedo!

Nicki tomó aire.

–Y ahora, fuera de mi despacho.

Creía que iba a morir allí mismo; que iba a perder el conocimiento ante la despiadada mirada de Jared Gillette. Y entonces se le ocurrió. ¿Qué podía perder?

–Yo… de verdad que no era mi intención importunarlo –dijo, cruzando los dedos que estaban tensos a su espalda. No podía rendirse; no en ese punto–. De veras es muy importante para mí conservar este trabajo, señor Gillette, y estoy segura de que si comprobara mis referencias… se convencería –y no dijo nada más.

Jared Gillette volvió a tomar asiento. Durante un momento Nicki no estaba segura de si la estaba fulminando con la mirada o si estaba considerando la propuesta. Entonces, el hombre bajó su atenta mirada hacia las temblorosas manos de la joven.

«¡Maldita sea! ¿Por qué tenía que darse cuenta? ¿No podía dejarla consumirse de agonía sin lanzarle una de esas miradas?»

Se sintió invadida por la frustración y sintió que sus párpados le quemaban y la visión se le hacía borrosa.

–De acuerdo. Mire –dijo lleno de exasperación, haciendo a un lado de golpe los papeles que estaba mirando–. Si quiere, puede ser un duende. Tiene más o menos la misma estatura.

–Yo… –titubeó, consciente de que le estaba haciendo una concesión–. No, tiene que ser de Santa Claus.

El hombre se recostó, consternado porque aquella joven tuviera la audacia de seguir insistiendo.

–Eso es imposible. A estas alturas, ya está claro que lo de Santa Claus es un asunto de género. Si quiere volver en Pascua a lo mejor puede ser usted un conejo…

–Pero quedan cuatro meses para eso –protestó Nicki, dando un paso hacia él–. Y estoy haciéndolo lo mejor que puedo para resultar creíble y auténtico como Santa Claus. Los padres me quieren y los niños se agolpan a mi alrededor. No ha habido una sola queja, ni una, y si tan solo se parara a mirarme para ver cómo me llevo con los pequeños…

–Señorita Holliday. No tengo tiempo para eso. O un duende o nada.

Las fuerzas abandonaban a Nicki, haciendo que su mente se adormilara incapaz de hilar cualquier argumento lógico. Cerró los ojos, imaginando el dilema en el que estaba metida, y al abrirlos alcanzó a ver a Jared Gillette. Aquel hombre no tenía corazón. Ni una mirada de bondad; era el señor Scrooge de Cuento de Navidad en persona.

–No lo haré. No puedo ser un duende.

–Como quiera. No la necesitamos. Venga a la oficina por su cheque. Y si cambia de opinión, entonces…

–No –lo interrumpió Nicki–. No resulta fácil.

–Señorita Holliday. No me importa si resulta fácil o no. Usted elige, haga lo que quiera. Y ahora, si no desea nada más, salga de mi despacho y cierre la puerta. Tengo trabajo que hacer.

Nicki lo miró un momento, luego se giró y se marchó.

 

 

En general, había sido un día interesante, reflexionaba Jared, mientras cerraba el expediente de Nicki Holliday. La mañana no había empezado particularmente bien. Un empleado nuevo había sacado un carro lleno de ejemplares de la muñeca más solicitada en la historia de las ventas navideñas y por poco causó una revolución en la sección de juguetería. Después, un cliente había sufrido una reacción alérgica a un producto en la sección de perfumería y el servicio de primeros auxilios se lo había llevado en camilla por la entrada principal. Aparte de los tres niños que se habían perdido, un enfermo de Alzheimer que vagaba por los almacenes y los tres ladrones que habían pillado in fraganti.

Además, estaba lo de Nicki Holliday… la joven que había logrado pasar por Santa Claus con bastante buen resultado, a juzgar por lo que decía su expediente.

Tenía que admitir que sus ojos centelleaban. De hecho, tenía los ojos más azules y fascinantes que había visto en su vida. Podía imaginarse a un joven inclinándose sobre ella para confiarle sus más íntimos y profundos deseos.

Si los ojos eran las ventanas del alma, su mirada solo le había mostrado confianza ciega. La había mirado a los ojos por un momento y casi había olvidado quién era él y qué intenciones tenía. Le había costado un triunfo recordarse a sí mismo, y a ella, que, ante todo, él tenía un trabajo que hacer.

Nicki Holliday era una mujer hermosa. Tenía hoyuelos en las mejillas. Y el pelo, brillante, con reflejos color entre nuez moscada, canela y jengibre, que le recordaban, de hecho, el popurrí de Navidad que se vendía en la sección de «hogar en vacaciones» de sus almacenes. Curioso. Le había llevado a la memoria las cosas más extrañas. Cosas agradables.

Se preguntó vagamente si la peluca y la barba de Santa Claus podían cubrir su cabello corto y alborotado, o avejentar su rostro de piel tersa como el albaricoque. Probablemente no. Poseía una cualidad que la hacía parecer etérea, algo que la hacía brillar a través de la ropa y el maquillaje.

Pero, ¿qué importaba? No había manera de que una mujer, cualquier mujer, pudiera hacer el papel de Santa Claus en sus almacenes.

Algunas cosas simplemente no podían ser de otra forma. Santa Claus era un hombre, no una joven. Con una gran barriga y no una talla treinta y seis. Vestía un traje rojo, llevaba una barba blanca y no tenía que disimular la voz para engañar a nadie. Esto era lo que los clientes esperaban. Eran cualidades conocidas y se suponía que los clientes iban a recibir aquello que esperaban.

Y él, Jared Gillette, no iba a ir en contra de la tradición. Santa Claus era un héroe legendario al que adoraban grandes y pequeños. Jared rehusó tomarse licencias creativas de cualquier tipo en un tema de semejantes proporciones.

Y aun así, había experimentado cierto pesar ante la decepción de Nicki. Si solo era por el trabajo… Sacudió la cabeza, con la determinación de creer que había tomado la decisión correcta, a pesar de que el expediente revelaba que el trabajo de la joven con padres y niños había sido todo un éxito. Pero algunas cosas, simplemente, no podían ser.

Echó un vistazo al reloj y se dio cuenta de que todos se habían marchado a casa y él cerraría los almacenes otra vez. Solo estaban él y el personal de seguridad. Como siempre.

Caminó hacia la ventana mientras se ponía el abrigo. No había prácticamente coches en la calle. Había comenzado a nevar de nuevo y la temperatura había descendido considerablemente, a juzgar por el hielo que se había formado en la ventana. Tomó su maletín y se dirigió hacia el ascensor calculando que tendría el tiempo suficiente para correr hasta casa y cambiarse.

En la primera planta se encontró con Joe, el viejo guarda de seguridad, que lo saludaba con la cabeza mientras mantenía abierta la puerta de los almacenes vacíos y apenas iluminados.

–Trabajando hasta tarde otra vez, ¿eh, jefe?

–Es Navidad –explicó Jared innecesariamente.

–Lo sé, lo sé. Es la época del año de más trabajo.

Joe sujetó la puerta abierta con su hombro. Parándose en la acera, Jared se subió el cuello para resguardarse del frío. No había dado ni veinte pasos en dirección a la rampa del garaje cuando la vio, a Nicki Holliday, que esperaba el autobús de espaldas al viento. Parecía temblar protegida solo por una ligera chaqueta de verano.

Por un momento pensó en bajar la cabeza y seguir caminando. Pero entonces ella alzó la vista y lo vio. Sus miradas se cruzaron sin rehuirse. El paso enérgico de Jared se suavizó imperceptiblemente. Se sintió conmovido viéndola allí parada, sola, con la nieve cuajándose en su pelo.

–¿Señorita Holliday? ¿Todavía está aquí?

Ella bajó la cabeza y se encogió de hombros.

–Supongo que estuve demasiado tiempo en su despacho y perdí el autobús.

El hombre se retiró un poco la manga del abrigo para mirar la hora.

–El autobús de las siete no pasará hasta dentro de unos cuarenta minutos, si es que pasa. Los fines de semana nunca se sabe.

–Bueno –a Nicki le castañeteaban los dientes–, gracias por el consuelo. Ya se me ocurrirá algo.

Jared siguió caminando, pero lo pensó mejor y volvió hacia ella.

–Escuche, ¿por qué no me deja que la lleve a su casa?

–No se preocupe. Estoy bien.

–¿Bien? ¡Pero si está prácticamente azul!

El viento soplaba, haciendo que la fina chaqueta de seda de Nicki se pegara a su cuerpo.

–No, de verdad que estoy bien –trató de sonreír–. Soy Santa Claus. He llamado al Polo Norte y me han asegurado que de un momento a otro un trineo pasará a buscarme. Tomaré un poco de leche y unas galletas en la cafetería que hay al final de la calle y esperaré. Si llega tarde será porque mi reno Donder estará de nuevo haciendo de las suyas. Lo hace a menudo.

Jared no respondió. Tan solo la miraba, preguntándose vagamente si tendría algún lugar al que ir. Quizá era una chiflada.

–Ho, ho, ho –bromeó ella débilmente–, entonces me deslizará mi trineo sobre la nieve.

Con una repentina e inexplicable impaciencia, Jared ni hizo caso a las palabras de la joven y dirigió la mirada hacia la calle. Todos los comercios estaban cerrados y la cafetería a la que se había referido ella estaba a dos manzanas de allí.

–Mire. Es de noche, hace frío y está medio congelada. Si empieza a contarme que vive en el Polo Norte pensaré que está delirando.

Ella se rió.

–De acuerdo. Le aseguro que no estoy delirando, y que no vivo en el Polo Norte. Lo que acaba de ver es un ejemplo de por qué atraigo a los niños. Quería mostrárselo ya que tenía toda su atención.

Se refería al trabajo que había perdido poco antes. Jared frunció los labios y decidió no hacer caso a la indirecta.

–Señorita Holliday, insisto en que me deje llevarla a casa.

–No, estoy bien.

–¿Se da usted cuenta de que estoy intentando hacerle un favor? Tal vez me sienta un poco culpable de que haya perdido usted su autobús.

Dejó de temblar y lo miró con aquellos ojos azul claro como si le sorprendiera que él hubiera admitido algún tipo de culpabilidad.

–¿Por qué? ¿Por no respetar mi contrato?

El hombre no respondió.

–Vamos –le ordenó–, mi coche está justo a la entrada del garaje.

Nicki permaneció en el mismo sitio.

Jared se dio la vuelta y la miró, arqueando las cejas y esperando una explicación.

–No quiero que tenga que desviarse de su camino –dijo.

Se quedó sorprendido ante la total ausencia de malicia en el tono de su voz. Se lo había imaginado, suponía incluso que se lo merecía. La chica permanecía sin moverse, con una mirada de tristeza y desamparo, el pelo revuelto y las mejillas agrietadas por el viento, y sus miradas se encontraron. Y aun en ese momento no había un ápice de recriminación en su cara.

Aquella joven, efímera como la nieve, le producía cierto desasosiego. Se había adueñado de su instinto de protección, haciéndole desear arroparla con un cálido abrigo y darle un buen tazón de chocolate caliente. Incluso con ese frío, prefería quedarse con ella en aquella oscura calle que dejarla sola.

–No me desvía en absoluto –dijo con ternura, consciente de que el viento se llevaba sus palabras.

Dudó un momento, luego alzó la voz.

–O viene conmigo o me quedaré aquí con usted hasta estar seguro de que sube al autobús –dijo con una actitud dictatorial.

–Pero si no viene, la espera será larga.

–Venga –dijo metiéndose las manos en los bolsillos y sacando las llaves del coche–. Vámonos.

Y sin pretender poner alguna otra objeción, Nicki bajó la cabeza y lo siguió.

Su coche, modelo Lincoln, no distaba más de quince metros. Desbloqueó las puertas y encendió el motor antes de llegar a la rampa del garaje. ¡Qué gran invento era el mando a distancia! Nicki ya había entrado un poco en calor y recuperado algo de color en los labios.

–Gracias –dijo humildemente, mientras le sujetaba la puerta para que entrase.

–No se trata de cortesía –espetó él–. Probablemente tiene los dedos demasiado congelados para abrir la puerta.

Nicki se deslizó en el asiento del copiloto y probó que lo que él decía era verdad tratando, torpemente, de abrocharse el cinturón de seguridad. Ayudándola a desembarazarse de él, Jared colocó el cierre correctamente y se lo dio para que lo intentara de nuevo. Las yemas de los dedos de ambos se rozaron y una chispa recorrió su brazo.

Sobresaltados, se retiraron uno del otro.

Jared se enderezó y, sin dejar de mirarla, apoyó el codo en la parte superior de la puerta del coche.

–Señorita Holliday, ¿podría usted decirme algo? ¿Por qué no puede usted conformarse con ser un duende y facilitar así las cosas? Sé lo que está intentando hacer. De verdad. Y no va a funcionar. Se lo prometo. No funcionará. Trato con personas como usted todos los días y, ¿sabe algo?, yo soy el duende malvado que se los merienda a todos y luego escupe los restos.

Capítulo 2

 

 

El comentario de Jared la había indignado, pero esperó a que él se sentara para contestar.

–No estoy intentando nada –dijo–. Y llámeme Nicki. Dejémonos de formalismos. Ya no trabajo para usted. Se acabó. No trabajaría para usted ni aunque fuera el último hombre sobre la faz de la tierra.

La miró arqueando una ceja, con una expresión de dureza en los labios, mientras metía la llave en el contacto.

–Mira. ¿Necesitas trabajo o no? –gruñó.

–Desde luego que lo necesito. Todo el mundo necesita un trabajo. ¿Cómo pagar si no las facturas, la hipoteca, las letras del coche y la comida?

El hombre inspiró profundamente pero con dificultad asustando a Nicki. Esta puso la mano en el tirador de la puerta dudando si salir huyendo.

–Y si es así, ¿por qué no te tragas tu orgullo y aceptas el trabajo que te ofrezco?

Lo miró de refilón, midiendo su reacción.

–Porque no me gustan esas odiosas mallas verdes ni ese estúpido sombrero con cascabeles –respondió en una burla–. Me sentiría como una idiota con esa pinta.

Jared se apoyó en el respaldo y reconsideró sus palabras. Entonces se echó a reír en voz alta. El sonido de la risa inundó el coche, reconfortando de forma inesperada a Nicki.

Se llevó una mano a la cara, como si el hecho de bromear fuera insoportable para él.

–¿Y no te sientes como una idiota vistiendo un traje de terciopelo rojo de Santa Claus, con una barba pegada a tu cara y cantando «ho, ho, ho»? –le preguntó finalmente.

La tenía allí al lado y lo paradójico de la situación hizo que ella se removiese incómoda.

–De acuerdo, admito que en aquel momento pensé que merecía la pena.

–¿Qué merecía la pena?

–El trabajo. El dinero –explicó cansinamente, hundiéndose en el suave asiento–. Mi coche se estropeó el mes pasado y me va a costar una fortuna repararlo.

–Por eso tenías problemas para volver a casa esta tarde.

–Me las he arreglado para tomar el autobús todos los días pero esta tarde me entretuve demasiado en su despacho y perdí el de las cinco. Y como no tenía a nadie a quien llamar… –Nicki dejó este último comentario en el aire; no quería admitir que no podía permitirse un taxi ni que, efectivamente, no tenía a nadie a quien llamar para que fuera a buscarla.

–¿Entonces lo del duende…? –comenzó a decir Jared.

–Olvídelo. Ya he hablado con la supervisora sobre eso. Normalmente son adolescentes y, de todas formas, en este momento hay demasiados.

–Entiendo.

Nicki se frotó los brazos y se encogió de hombros.

–No, no lo entiende.

Jared se volvió y la miró con dureza como desafiándola a contradecirle.

Se mordisqueaba el labio inferior mientras trataba de no temblar delante de él. Lo último que deseaba era que pensara que le daba miedo. No le daría el gusto. No señor.

–Necesitaba un trabajo en el que pudiera ganar dinero en poco tiempo. Un buen Santa Claus puede ganar bastante dinero, pero los duendes no son más que ayudantillos que no ganan mucho, igual que los vendedores, así es que ni hablar –se metió las manos bajo las axilas tratando en vano de calentárselas.

El hombre guardaba silencio. Nicki lo estudió brevemente con la plena conciencia de que parte de su fachada de hombre de negocios duro se había derrumbado. Pensó que tras ese intimidatorio comportamiento se escondía un hombre de carne y hueso.

Y como si tuviera vida propia, su mano atravesó la distancia que los separaba para posarse, como disculpándose, sobre la manga de él.

–Comprendo por qué le gusta que Santa Claus sea un abuelito –dijo suavemente–. Pero tal y como le comenté antes yo necesitaba dinero para poder arreglar mi coche y, además, estoy pensando en mudarme. Todo eso cuesta dinero. Así de simple. No estoy intentando ir en contra del sistema ni causarle problemas ni tampoco discutir.

La miró en silencio y después bajó la vista hacia sus dedos que aun descansaban oprimiéndole ligeramente el antebrazo. Sin separarse de ella, puso lentamente el coche en marcha.

–¿Y por qué no me lo dijiste esta tarde?

Conscientemente, Nicki retiró su mano pero el tacto del cachemir tentaba sus dedos y el latir moderado de los músculos del brazo de Jared la hizo sentirse invadida por la excitación. Posó los brazos sobre el regazo.

–No me dio oportunidad.

La boca de él volvió a tensarse y metió la marcha.

–No me has dicho adónde vamos.

–A Tammany Hills. Mi casa es una de las primeras.

Un nuevo escalofrío recorrió a Nicki, y trató de repelerlo. Se puso rígida y cruzó los brazos pensando que no quería explicar por qué, después de seis meses, todavía tenía en su armario la ropa de Florida, un coche averiado y su economía era un caos. Su madre había estado tan enferma que, cuando finalmente se decidió a llamarla, todo lo que Nicki pudo hacer por ella fue cuidarla e ignorar las consecuencias que la repentina mudanza pudiera tener. Había perdido montones de dinero y tenido muchos gastos.

–Tammany es un bonito lugar –comentó Jared incorporándose a la autovía con dirección este-oeste.

Nicki se encogió de hombros y miró distraídamente por la ventana. Había momentos como aquel en que, al vislumbrar un árbol de navidad en el salón de un hogar, se sentía como una huerfanita. Había oído decir que el primer año siempre era el peor.

–Mmm. Caro. Y el alquiler subirá en un par de meses. En realidad, era la casa de mi madre.

–Nicki…

Quitó la vista de la ventana y se volvió para mirarlo. Con la única luz del salpicadero, sus rasgos no parecían tan imponentes. Dirigió la mirada a los labios y, por un momento, pensó cómo sería besarlo. Cuando antes la había tocado por accidente…

–Respecto a lo de hoy –continuó él, desconociendo que acababa de interrumpir los pensamientos caprichosos de la joven–, entiendo que estabas interesada en un trabajo temporal únicamente. O quizá un trabajo de media jornada. Si lo que quieres es un trabajo de verdad, podría conseguirte algo.

Inmediatamente se enderezó en su asiento. Lo último que quería era caridad. Especialmente de alguien que la había despedido apenas dos horas antes.

–Oh, no. No pido limosna. No tiene por qué ser amable conmigo solo porque esta sea una situación un tanto extraña.

–¿Amable? –la palabra se deslizó con aspereza por su boca–. Nicki, a ver si lo entiendes, no soy popular por mi amabilidad. Ni siquiera cuando se trata de un negocio especial.

–Bueno, lo pensaré… pero… –y se volvió a mirar por la ventana de nuevo.

Estaba triste. Y sabía que no era por lo de su trabajo, ni por su madre ni por todo lo demás. Quizá era el hecho de que la ilusión se perdiera. Tal vez estaba triste porque se encontraba dentro de un coche con un hombre que no comprendía el significado de la Navidad.