Un punto azul en el Mediterráneo - Eva Espinet - E-Book

Un punto azul en el Mediterráneo E-Book

Eva Espinet

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Beschreibung

«Aquella vida que traté de ocultar hoy resuena como un murmullo en mi interior». Un relato que combina un secreto oculto, un amor imposible y un periplo trágico entre guerras. En el Palamós (Girona) de 1995, Marina se reencuentra sesenta años después con un amor de adolescencia, Hans, un nazi que luchó en la Segunda Guerra Mundial. Una devastadora revelación pone a prueba el valor de los protagonistas en el momento más decisivo de sus vidas. Esta es una historia que desafía el poder de la memoria y la fuerza de los sentimientos. Una historia de transformación, de aprendizaje, de amores imposibles, de traiciones, de búsqueda del perdón, de héroes y heroínas que perdieron sus propias guerras, pero que lograron sobrevivir para volver a amar. Dos generaciones transitan por un tiempo entre guerras para exorcizar los fantasmas del pasado y cerrar viejas heridas. Un viaje transformador en busca de una verdad ineludible: nadie puede esconderse de sí mismo para siempre. Una relación generacional entre abuela y nieta que crece y se fortalece a medida que juntas van curando las heridas.

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Seitenzahl: 420

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Un punto azul en el Mediterráneo

© 2023 Eva Espinet Padura

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 9788418976490

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Citas

I. Un punto azul en el Mediterráneo, 1995

II. Marina

III. Hans

IV. Los largos días

V. Lo anterior a todo…

VI. El primer baile, 1935

VII. El dragón dormido

VIII. El tiempo del adiós

IX. Tiempos extraños, 1936

X. Los años salvajes

XI. Berlín, 1939

XII. Viento del este

XIII. El tren

XIV. S de apátrida

XV. El batallón de los patinadores

XVI. El plan del hambre

XVII. Chris

XVIII. El triángulo rosa

XIX. La niebla de la noche

XX. Viento de primavera

XXI. El país del silencio

XXII. La última carta

XXIII. Como la espuma del mar en el océano

 

 

 

 

 

 

A mis abuelas, Adelina y Áurea, mis dos puntos de luz

 

 

 

 

 

 

«Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad, quizá, no merezcamos existir».

JOSÉ SARAMAGO

 

 

«Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos».

JULIO CORTÁZAR, Rayuela

I Un punto azul en el Mediterráneo, 1995

 

 

 

 

 

Hasta la llegada de aquel verano, Alma había tenido el convencimiento de pertenecer a una familia como las demás. Sin saberlo, regresaba a Palamós, un pueblecito de pescadores, para postergar un presente que la atormentaba y redimir de un oscuro pasado a su familia…

 

 

Días antes, Alma había recibido una carta de su abuela Marina, cuyas palabras le habían inquietado. L’àvia, como cariñosamente la llamaba, ya en sus setenta y tantos, sentía debilidad por su nieta y, ahora más que nunca, precisaba de su cercanía. La joven también ansiaba sus cálidos abrazos, mecerse entre caricias y besos tiernos, delicados; a veces, besos de mariposa; otras, besos sonoros, espléndidos, que le provocaban la risa cuando se sentía desconsolada o con añoranza.

A las dos las unía una complicidad alimentada de largas estancias en las que Marina siempre se había ocupado de su nieta como una madre. Ella era quien la protegía, la alimentaba, le curaba las heridas, la levantaba de las caídas y la arrullaba con sus caricias. A Marina nunca le soliviantaron los arrebatos de Alma. La excusaba ante la ausencia de unas directrices maternales que habían marcado aquel carácter indolente. Ella sabía pasar por encima de eso, esperando que su nieta aprendiese a base de errores, mientras le susurraba: «Anda, quiero verte sonreír», y, si en alguna ocasión se despertaba con el ánimo bajo, exclamaba: «¡Hala, a la playa!». Por su parte, la joven Alma se reía o se conmovía con las historias que le contaba su abuela sobre su vida pasada con tanto detalle que a veces le parecía que le estaba narrando una quimera. Le divertían sus mentiras «piadosas» que, como las trampas con los naipes, Alma cazaba al vuelo.

 

 

En la mente de la joven, Palamós era como una minúscula isla en la inmensidad de un mar lento y cristalino que, al llegar el verano, se llenaba hasta la bandera de embarcaciones de lujo de todos los tamaños posibles, a las que había que limitar el paso para que no alcanzasen de un salto una orilla en la que había que esquivar pies de rana que chapoteaban alegres, brazos que lanzaban al aire pelotas morrocotudas con alias de bronceador, o muslámenes que sudaban para mover los patines acuáticos hacia el horizonte marino. Tras esa atmósfera estival se extendía un arenal de fino granito a lo largo de toda la villa, virgen en invierno y vibrante durante el estío.

Alma retornaba a ese lugar en el que saboreaba la libertad que le confiaba su abuela. Volvía al calor de aquel pueblo para reencontrar una paz perdida durante su estancia de dos años en Londres, convertida los últimos meses en una prisión sin escapatoria. Ahora, de manera perentoria, necesitaba poner un océano de por medio…

 

 

Hacia el mediodía, Alma avistó la bahía de Palamós. Conducía su Golf blanco de segunda mano, que, desde hacía dos años, había dormido en el garaje de su madre, en Barcelona. Se extasió ante una luminosidad que lo arrebataba todo. Divisó en la distancia el puerto. Junto a este, un batiburrillo de casitas blancas, arremolinadas sobre la colina, fulgía bajo la atenta mirada de un sol incandescente, anticipo de otro largo y cálido verano.

En el paseo emanaba, inconfundible y único, un aroma a mar en bonanza, a pescado recién capturado, a arena ardiente, a espuma blanca rompiendo sobre los pelados peñones y a resina de pinos; también a sofrito de paella y a calamares a la romana. Aquellos olores particulares embriagaban los sentidos más primarios de la joven y la devolvían por unos instantes a sus años más felices. Un calor pegajoso la obligó a bajar las ventanillas del coche; del exterior llegaron ráfagas de aire caliente, como salidas de un secador. Se hizo a un lado de la avenida y frenó el coche. Se observó en el espejo retrovisor: a pesar de vestir una camiseta mínima que dejaba al descubierto su delgadez, una película de humedad cubría su piel pálida como la ceniza, y en su rostro destacaban unas ojeras pronunciadas fruto del insomnio y de las peleas con Chris tras una ruptura que no esperaba. Frunció sus labios carnosos y los retocó ligeramente con un rouge. Conectó la radio. Solo la música era capaz de amansar a su fiera interior. Sonaban Los 40 Principales. «¡Bienvenida a España!», se dijo entre dientes. Las Spice Girls coreaban Wannabe, que aquel año de 1995 causaba furor entre las quinceañeras.

Alma llegaba justo el día que se celebraba laNit del Foc, una noche mágica de brujas y encantorios, con hogueras que los niños desafiaban con sus saltos; otros, los más inocentes, esquivaban las piernas de los adultos con chispeantes bengalas; y los adolescentes, más envalentonados, asustaban a las muchachas con sonoros petardos y endiabladas tracas. Los ojos de la joven chispeaban ante la posibilidad de quemar los últimos meses vividos en Londres. La idea de resurgir de esas cenizas como un ave fénix le ayudó a recobrar un mínimo de la cordura perdida.

Orquestas y bandas amenizaban calles y plazas adornadas con guirnaldas y banderines, encargadas de inaugurar las fiestas del santo patrón. En la avenida frente al arenal, una feria bulliciosa vibraba con sus atracciones de sirenas y el hit musical del verano, de Ricky Martin. Una mixtura golosa de churros y chocolate caliente, de palomitas y algodón dulce, despertaba el olfato hasta del más saciado por la gula. Locales y turistas, borrachos de sensaciones, mar de cava y sangría, pululaban de un lado a otro, a la búsqueda de bagatelas en los tenderetes iluminados con farolillos.

 

 

Alma ascendió por una de las estrechas y empinadas callejuelas del casco viejo del Pedró, con sus portalitos y portones a pie de calle, hasta dar con un largo muro por el que trepaban centenares de buganvillas sobre un tapiz de hojuelas verdes. Una intensa fragancia de rosas, árboles frutales y hierba fresca le anunció la cercanía de la casa familiar. Al final de la cima, avistó el perfil a contraluz de su abuela Marina, que, al verla, comenzó a agitar alegre sus brazos, como un guardia urbano que dirige el tráfico, hasta conducirla a la entrada de la casa. Estimulada ante aquella presencia tantas veces añorada, Alma gritó un «Àviaaa!» que agrietó la paz del barrio, en aquellas horas de siesta impuesta por el fervor de la canícula. La villa parecía dormir apaciblemente al sol.

La anciana se asomó a través de la verja, acicalada con un vaporoso vestido azul turquesa que iluminaba sus vivísimos ojos esmeralda, siempre de manga larga y hasta los pies, decía ella que «para escapar del sol rufián», y a juego con una pamela de paja de ala ancha. A sus setenta y cinco años no había perdido un ápice de esa elegancia que fluía en ella como si le viniera de cuna: mantenía su figura esbelta y delgada; conservaba ese movimiento grácil de las extremidades, como una bailarina ejecutando un minué; y mantenía su sempiterna melena larga, ahora blanca nuclear, sujeta en un gracioso moño del que caían algunos mechones ondulados que ocultaban estratégicamente sus orejas.

—Por aquí… ¡Vigila las gitanillas! Filla, ¡cuidado, que me las matas!

La anciana, con mirada severa, agitaba las manos y negaba con la cabeza.

A Alma le sorprendió ese giro inesperado de humor de su abuela: nunca le había preocupado cómo ella entraba o salía con el coche.

La joven frenó en seco al entrar en el aparcamiento, repleto de viejos trastos, y salió del coche trotando para abrazar a la anciana.

—¡Cariño, filla meva, qué alegría! —La achuchó entre sus brazos.

Alma observó en ella que alguna preocupación le estaba pasando factura. La vio desmejorada, le faltaba el aliento… Alma correspondió a su abrazo con la misma intensidad y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—¡Àvia, creía que nunca iba a llegar!

Aspiró una bocanada de las emanaciones que desprendía el jardín, de cítricos, de rosas salvajes y de un césped recién regado. Setos como altos vigías protegían, a modo de muros, aquel pequeño paraíso cuidado al detalle y en el que solo se escuchaba el canto de las chicharras que rogaban la llegada de agua bendita. Había llegado a casa. Ese, y no otro, era su hogar; excitada, se cercioró de ello mientras caminaba del brazo de su abuela hacia el porche de la casa.

La joven se dejó caer en el balancín que dibujaba flores con una paleta multicolor. A pesar de la calima que flotaba en el ambiente, se sentaron una arrimada a la otra, como si no quisieran perder el contacto recuperado. En la mesita de rafia y cristal frente al balancín, Marina había dispuesto una jarra y dos vasos enormes de limonada con hielo y canela que Alma apuró en segundos, y volvió a servirse otro vaso.

La abuela se aferró a una mano de su nieta, la acarició con la mirada puesta en ella, como si observase cada detalle de su piel blanca como el papel, rozando con sus dedos las uñas pintadas de negro. Alma reparó en su zozobra.

—No imaginas, filla meva, cuánto te he echado de menos. Este invierno ha sido muy largo —dijo la anciana como si le pesaran las palabras.

Una bruma se posó en su mirada.

—¿Estás bien, àvia?

—¿Y ese anillo en la ceja? —Lo señaló con el índice.

—Es un aro, àvia, un piercing. Lo más en Londres. Tengo otro en el ombligo, ¿quieres verlo?

—No, no, si us plau, me duele solo de pensarlo…

—A mí me mola, es sexy. —Rio.

Alma sacó un pitillo de un paquete de Marlboro casi aplastado de llevarlo en el bolsillo trasero de los shorts, y lo encendió con su Zippo.

—¿Sexi algo que duele?

—¡Que no duele, àvia!

—A mi edad cuesta entender estas modas. —Suspiró—. Por cierto, veo que continúas con el vicio de fumar. —Arrugó el entrecejo.

—Estas son las cosas que me recuerdan que ya estoy en casa. —Alma le guiñó un ojo con sorna mientras sorbía la limonada—. Àvia, no he venido para que te ocupes de mí. A estas alturas, sé cuidarme sola. En cambio, tú sí que me preocupas… Tu última carta me inquietó.

—¡Bah! Tonterías… Olvídate de esta vieja que ya no está para muchos trotes…

Observó cómo su abuela desviaba la mirada.

—Sabes que a mí no me engañas, te noto nerviosa y estás pálida… ¿Ha pasado algo?

—Cosas de vieja. —Chasqueó con la lengua—. Hace unos días me pareció ver por el carrer Mayor a un hombre que pensé… En fin, que ya había muerto… Fue como ver a un fantasma.

—¿Lo saludaste?

—No, no, ¡por Dios! —Hizo aspavientos—. Él no me vio y mejor así… Días después me encontré con mi amiga Julia y me dijo que corría el rumor de que el alemán había regresado a Palamós.

—¿El alemán?

—Olvídalo, filla… Cosas del pasado que todavía duelen…

Un denso silencio se posó entre ambas. Distraída, Alma comenzó a pensar en las cosas que quería revivir con su abuela: ayudarle a completar sus colecciones de mil y un objetos; jugar a encendidas partidas al siete y medio o a la escoba, en las que su abuela siempre ganaba todos los garbanzos a base de trampas veniales que ella aceptaba divertida; perderse con ella por los campos de trigo y olivares; recorrer en bicicleta los polvorientos caminos, con sus zanjas bañadas de amapolas, y recoger el fruto maduro de las zarzamoras, para más tarde preparar un bizcocho. ¡Y cómo no! Deseaba volver a disfrutar del goce de los encuentros casuales con esos conocidos y viejos amigos que veía, año tras año, en las mismas tabernas marineras, ocultas entre las callejas del casco viejo, donde resucitar la alegría de las noches entre sangría y cubatas, hasta que la madrugada se abriese en la playa con baños bautismales.

—¿Vamos a Cal Pep? —propuso Alma—. Me muero por comer unas gambas de Palamós. ¡Cómo las echaba de menos cada vez que me zampaba un grasiento fish and chips inglés! —Arrugó la nariz.

 

 

Cuando Alma y su abuela llegaron a la taberna, el propietario y cocinero, Pep, les dio la bienvenida con un guiño a Alma y ofreciendo su brazo a Marina para conducirla hasta su rincón favorito. La taberna era conocida entre los locales por su marisco recién capturado.

—¡Ya están aquí mis chicas! ¡Bienvenidas! Como siempre, la mejor mesa de la terraza frente a la playa.

Marina sonrió satisfecha. Desde aquel lugar las dos se convertían en espectadoras privilegiadas de todo lo que acontecía en la bahía. El paseo era un ir y venir de turistas y de locales que buscaban una mesa libre para comer. A unos metros, en el viejo malecón, varias mujeres zurcían los remiendos de las redes que se extendían como un delicado manto sobre la arena, junto a los llauts de los marineros varados hasta la próxima salida.

—Pep, lo tenemos claro: unas gambas de Palamós, sonsos fritos, navajas «a la sartén», acompañado de pa amb tomaquet; y de segundo un arròs caldós. ¡Ah! Y vino blanco de la casa bien frío, que no falte… Àvia, ¿te parece bien?

La anciana cogió la servilleta de hilo blanco y se la colocó sobre el regazo. Observaba todo sumida en un silencio que, de nuevo, llamó la atención de su nieta. Le sorprendió la actitud de su abuela, en posición de alerta, como si esperase que algo fuese a ocurrir.

A pesar de su bajo estado de ánimo, la llegada de Alma era una ocasión especial para la anciana, pues durante los meses de estío eran pocos los miembros de la familia que se dejaban ver por el pueblo. Cada vez con más ímpetu, Marina gozaba de la soledad y daba la impresión de no echar en falta a los hijos, quienes con toda probabilidad la concebían más como una carga que como una compañía placentera. Las nueras, más de paripéssociales donde exhibirse y aparentar, coreaban que aquella sentencia de l’avi Albert, «la familia lo es todo», que obligó durante décadas a todos sus miembros a reunirse cada domingo en la casa del patriarca, había perdido su significado. L’avi llevaba dos años criando malvas. A nadie se le escapaba que, tras la herencia, comenzaron a aflorar los agravios y las envidias, y ese bochornoso comportamiento «fraternal»transmutó en indiferencia, sostenido por falsos hilos de hipocresía.

—Cariño, cuéntame, ¿cómo te ha ido por Londres? ¿Es tan extravagante como dicen?

—¡Es guay! —respondió Alma. Encendió un pitillo y aspiró una bocanada de humo—. Aunque no soporto ese calabobos que cae durante días. Por lo demás, no me quejo: he terminado el posgrado de Literatura Inglesa, y el curro en el café me da para vivir. Sí, Londres mola…

—Entonces, ¿volverás a marcharte? —preguntó cabizbaja.

—Todavía no lo sé. —Alma reprimió el llanto con un trago de vino mientras su vista se perdía en la playa—. Acabo de romper una relación… ¡Mierda!

Los labios de la anciana se apretaron en una línea de desaprobación. Detestaba a la gente malhablada, y su nieta, cuando se mostraba contrariada, no se reprimía. Al ver aquellas lágrimas que luchaban por no derramarse, se abstuvo de mentarlo. Posó la mano sobre la de su nieta.

—Anda, brindemos.

Las copas chocaron entre sí.

—Sí, eso, bebamos y olvidemos tiempos pasados —asintió Alma frunciendo los labios.

Las dos se concentraron en los platos que se iban acumulando en la mesa.

—Filla meva, ¿has hablado con tu madre? —preguntó Marina reconduciendo la conversación—. ¿Sabe que estás aquí?

—Ni me la nombres… Paso. —Alma apuró la copa.

—¿Ya estáis otra vez a la greña?

—Le pedí que me viniese a recoger al aeropuerto. Le insistí en que quería hablar con ella y que pasásemos unos días juntas. Hace meses que no la veo… Pues ni por esas. No se dignó a buscar un hueco en su apretada agenda. Finalmente, tuve que cruzar Barcelona, tan solo para recoger el coche…

Alma se sirvió otra copa de vino.

—Ya conoces a tu madre —comentó Marina—. Es un desastre, incapaz de preocuparse por alguien que no sea ella. Estará con sus cosas, sus bolos o como se llamen esas giras teatrales que la llevan de aquí para allá… No se lo tengas en cuenta, filla meva.

—Necesito explicarle por qué he vuelto —dijo Alma.

Marina masticaba como una ratita el arroz, como si con cada bocado rumiase un pensamiento. No le quitaba ojo a su nieta, intentando entender sus sentimientos. No pasaba por alto que Alma siempre había llevado mal la ausencia de su madre. Durante su infancia, ella había sido testigo de cómo su nieta detestaba, amaba y odiaba a su madre a partes iguales porque tenía la convicción de ser invisible para ella.

—No olvides, filla, que es una actriz de los pies a la cabeza y la superan sus propias batallas…

Desde niña, Alma había aborrecido esas separaciones que se prolongaban durante meses, aunque su madre siempre volviese con una maleta cargada de regalos y de mimos antes de regresar a sus bolos por los teatros de España. Aquella niña solo ansiaba tiempo con ella para acunarse entre sus brazos, para que le cantase mientras la bañaba o le releyese mil veces Laratita presumida; para que le dijese, en definitiva, cuán valiosa era para ella. Ahora, la joven empezaba a comprender que, quizá, a su madre no la habían enseñado a querer. En cuanto a su padre, «mejor ni nombrarlo», apuntaba siempre con un rictus de amargura. Apenas lo recordaba, pues se fue de casa cuando Alma cumplió cinco años y nunca regresó. La herida de esa separación también dolía. Probablemente, como le confesó un día su abuela, ese rollizo bebé llegó a sus vidas sin avisar, cuando ninguno de los dos progenitores tenía especial inclinación por criar a una niña, aunque hubiesen cumplido con el ritual del matrimonio (aún no entendía Alma con qué fin).

—Sí, nunca cambiará —susurró.

—Ya… Pero sabes que a pesar de todo te quiere con locura…

—Si eso es así, todavía no me lo ha demostrado —le reprochó Alma.

—Pues aquí me tienes, estimada. —Se ofreció con una sonrisa cómplice.

—Nada cambia, ¿eh, àvia? Menos mal que siempre puedo contar contigo. —Alzó de nuevo la copa—. ¡Por nosotras!

Alma percibió que la carga de preocupaciones que arrastraba, como una mochila a sus espaldas, se había aligerado. Ahora quien realmente le importaba era su abuela.

Marina detuvo el tenedor ante su boca. Una nube oscureció sus ojos, como si el sol hubiera dado paso a una amenazante tormenta. Tenía puestos los cinco sentidos en una pareja mayor de rubios nórdicos que se aproximaba en dirección a ella. El hombre frenó en seco, incapaz de dar un paso, y observó sin pestañear a Marina; a su sonrisa, franca y abierta, le acompañó una ligera sacudida.

La mano de la anciana tembló y la copa que sostenía rodó sobre el mantel, derramó el vino y cayó al suelo.

—Filla, no em trobo bé… Anem, si us plau —balbuceó mientras sus manos trémulas trataban de secar el mantel con la servilleta—. ¡Vámonos!

—Deixa, àvia…

Marina se levantó de la mesa, trastabilló y salió con paso agitado de la terraza ante el asombro de Pep, que llegaba en ese instante empujando un carrito de tartas y petit fours.

—Àvia, ¿adónde vas? ¿Qué pasa? —Alzó la voz, a sabiendas de que sus palabras no la alcanzarían.

La joven desvió la vista hacia aquel hombre de aspecto ario que, ruborizado, fruncía sus espesas cejas blancas y hundía sus hombros. Cabizbajo, con las manos en los bolsillos del pantalón, reanudó con paso corto su camino por el paseo marítimo.

Alma observó expectante sin comprender el significado de ese instante.

—Lo siento, Pep —se excusó—. Tomaremos el postre otro día, mi abuela se ha indispuesto…

II Marina

 

 

 

 

 

Pálida, aturdida, la anciana avanzó por las travesías con paso agitado y agarraba el bolso con la fuerza impresa en unos nudillos emblanquecidos, como si temiera que se lo fueran a robar. Un chal le cubría los hombros a pesar del calor reinante. Con las prisas, su coqueto moño se había desmadejado y algunas greñas le caían sobre la frente, pero no estaba por la labor de retocárselo, como siempre hacía, casi como un tic; necesitaba verse impecable para los demás. Alma la seguía unos pasos por detrás, inquieta por aquella inesperada reacción. Presentía que su abuela terminaría por encerrarse en su dormitorio. Se lo había visto hacer en más de una ocasión: cuando un suceso la disgustaba, entonces optaba por quedarse en la cama y permanecía aislada durante varios días, como si la oscuridad la pudiera resguardar de una realidad fatal de la que huía, como si la protección del lecho fuese capaz de alejarla de aquello que más la hacía sufrir…

 

 

Tal como había imaginado Alma, la anciana se enclaustró en su habitación. La joven se dirigió a la cocina y preparó un vaso de leche templada con miel. Ante el rechazo de su abuela, que tenía la puerta cerrada a cal y canto, abandonó la bandeja junto a la entrada, como siempre hacía…

Alma deshizo las maletas. Se sentó un momento al pie del lecho y advirtió que la estancia se conservaba intacta, tal como la dejó el día que se marchó a Londres para iniciar una nueva vida. La cama conservaba la misma colcha a rayas verdes y grises, a juego con los cojines y la cortina del balcón que daba al jardín. El escritorio juvenil estaba quizá más ordenado, presidido por la Olivetti con la que se había sacado el bachillerato y la carrera de Filología Inglesa, y las estanterías tenían los mismos cuentos que habían alimentado sus sueños infantiles, la colección de Los Cinco de Enid Blyton y los libros de texto que había estudiado a lo largo de los años, mezclados con peluches, collares y marcos con fotos de la familia, de sus padres cuando eran novios y de una Alma quinceañera en una excursión con el colegio. Las paredes cubiertas con carteles de Kurt Cobain, Orbital y K. D. Lang mostraban su gusto ecléctico por la música de los noventa…

Por mucho que le daba vueltas, la joven no llegaba a entender lo ocurrido en la taberna. Todo había pasado como una exhalación, sin tiempo para digerir la escena. Una cosa tenía clara: ver a ese hombre había perturbado a su abuela, hasta el punto de salir en volandas del local como si huyera de un espectro.

Aturdida por el vino y el bochorno, abrió el balcón. No corría una gota de aire, aunque la estancia se impregnó de una intensa fragancia a rosas que la embriagó. Se recostó sobre la colcha, cerró los ojos y se quedó dormida. Primero su abuela y después Chris invadieron su sueño agitado creando un enmarañado ovillo de pensamientos inconexos, temerosos, apasionados y amargos… Su abuela huyendo por callejones sin salida, el anciano tras ella… Chris rozándole los labios con los suyos… Lo que siente la sacude como un barco a la deriva. Las manos de Chris caminan sobre su piel sin apenas rozarla. Siente sus ojos gitanos, diabólicos, que la penetran a través de la oscuridad. Se van las palabras, se queda sin voz, sin aliento. Repite en un susurro su nombre. Chris la atrapa, la estrecha entre sus piernas. Recoge su vibración, su rocío resbaladizo, sus temblores, sus jadeos al unísono, su risa, su sonrisa. Desfallecen…

Alma se despertó jadeando, empapada, sofocada, pensando en la posibilidad de que su abuela pudiese haber escuchado el resultado de ese sueño húmedo que le sabía enteramente a Chris. Se asomó al balcón tratando de aliviar sus sentidos embotados, sin éxito. El calor era sofocante. Optó por una ducha que tratase de aplacar las emociones exaltadas. Bajo un agua helada, lloró hasta el agotamiento; aquel fue un llanto doloroso, de abandono, de soledad, hasta que no tuvo más remedio que serenarse. Su abuela la necesitaba. Era consciente de que algo no iba bien.

Unos ruidos que llegaban del exterior la pusieron sobre aviso. Su abuela trasteaba en el garaje. Cuando llegó, la encontró arrodillada en el suelo, revolviendo el contenido de varias cajas y de un baúl polvoriento. Tenía en sus manos unas viejas fotografías que observaba con atención. Se las acercó al rostro como si fuese a besarlas y, entonces, profirió un lamento agudo que parecía brotar de lo más hondo de su ser. Sus manos se sacudieron y empezó a romper aquellas imágenes con una rabia desatada, insólita en ella. Totalmente derrumbada, aterida, su expresión endurecida se perdía entre los pedazos dispersos por el suelo…

—Àvia!Què fas?!

—Deixa’m, si us plau!

Su abuela se le reveló más envejecida e indefensa que nunca, totalmente abatida, con el peso de los años achicando sus hombros y el fatal descubrimiento encorvando su espalda. El paso de un tiempo lacerante impreso en esas viejas fotografías, como si su abuela estuviese desenterrando con sus propias manos un sarcófago que aprisionaba su memoria. Alma intentó estrecharla entre sus brazos, pero fue como toparse con una pared. Su abuela permaneció arrodillada, rígida y ocultándose el rostro con las manos.

—¡¿Por qué?! —gemía desconsolada.

La joven se sentó en el pavimento junto a la anciana, cuyo cuerpo, hecho ahora un ovillo sobre el cemento, temblaba convulso.

—Sss… —La rodeó con los brazos, acunándola como a un bebé.

Marina se dejó arrullar derrotada, volcando su peso sobre el cuerpo de su nieta. Su sollozo se volvió incontenible. Alma nunca la había visto llorar con el peso de tanto desasosiego. Y del llanto pasó a un silencio dañino, con el rostro demudado, los labios apretados, la respiración entrecortada…

—Ya, ya… Sss —repetía Alma con un hilo de voz mientras le acariciaba la frente y los cabellos—. Tranquila, àvia, ya está, ya…

En uno de los fragmentos esparcidos por el asfalto, Alma reconoció a un joven larguirucho y rubio, de belleza asilvestrada, sentado sobre una roca mientras posaba seductor ante la cámara. No tenía duda de quién era, aunque hubiesen pasado ¿cincuenta?, ¿sesenta años?

Marina, poco a poco, fue mitigando la pena mientras se enjugaba con un pañuelo de hilo las lágrimas y el sudor.

—Gracias, cariño… Perdóname, son estos malditos nervios —susurró entre hipidos.

—No pasa nada —masculló—. Va, venga, te preparo una limonada y, si quieres, te ayudo con los sellos. Te sentirás mejor. Este condenado calor nos está afectando. —Bufó mientras observaba el cielo amarillo, casi blanco, abrasador, que asomaba desde el jardín.

—Mejor un Marie Brizard —musitó Marina.

—¡Ole, esta es mi abuela! —dijo Alma con guasa.

Alma la levantó del suelo, no sin esfuerzo, y la acompañó a la galería, el refugio para las tardes de sol calcinante, tras un balcón con arcos de medio punto que se abría al jardín; del techo colgaban persianas venecianas que cobijaban el salón y la biblioteca de la luz radiante y la canícula. Cuando se sentó en el sofá, Marina dejó escapar un largo suspiro y sonrió como un corderito degollado.

La joven se dirigió a la cocina, que se abría al jardín a través de un gran ventanal. Preparó un café en el fogón de leña y, mientras lo dejaba templar, fue a la alacena, ubicada en una pequeña estancia que hacía la función de despensa, donde su abuela guardaba objetos del ajuar doméstico y provisiones suficientes para alimentar a una familia durante un mes. El aparador de cristal mostraba una amplia diversidad de licores, vinos, cavas y botellas a granel sin etiquetar. Extrajo una botella de anís Marie Brizard y se lo sirvió a su abuela en una pequeña copa de balón. Seguidamente, en la misma despensa, abrió un arcón congelador donde se conservaba a muy baja temperatura un sinfín de piezas de carne, pescado y verduras, como si estuviera esperando la llegada de una celebración familiar, y rellenó una coctelera con los hielos para el café.

Mientras se aseguraba de que cerraba herméticamente el congelador, Alma percibió una dolorosa punzada en el pecho. Resopló y se sentó un minuto en la mesa central de la cocina para recobrar el aliento. Su rostro tenía el color de la ceniza. Nunca había visto a su abuela reaccionar con tanta desazón. Le dolía su enorme tristeza, la dureza de su mirada. La joven se dirigió a la pila de mármol para refrescarse y se apoyó en ella con las dos manos. Respiró hondo, tratando de serenarse, antes de salir de nuevo al encuentro de la anciana.

 

 

Cuando Alma llegó a la galería, en el segundo piso, encontró a la anciana sentada frente a la mesa de cristal que se extendía a lo largo de uno de los sofás de tres plazas. Sobre ella había un balde lleno de agua en el que flotaban retazos de viejos sobres con sus franqueos, timbres y matasellos de otros tiempos. Marina estaba despegando con dedos temblorosos los sellos del papel y los iba colocando, uno a uno, con sumo cuidado sobre una toalla que cubría parte de la mesa, a fin de que se fueran secando. Siempre que algún acontecimiento la perturbaba, echaba mano de sus colecciones. Como ella solía decir, «la distraían de sus desvelos».

—Aquí te traigo el anís… Mano de santo…

—Gracias, cariño. —Bebió un trago largo.

—¿Te sientes mejor? —Sonrió ante el gesto de satisfacción de su abuela.

—Mejor…

Alma se sentó junto a ella en uno de los mullidos sofás de color grana, como el vino, situados estratégicamente frente a las arcadas de la galería, desde donde se podía contemplar el atardecer sobre la bahía de Palamós. El rostro de su abuela, atento a aquella tarea minuciosa, dibujaba un gesto áspero, ausente. A falta de saber cómo expresar sus emociones, Marina se mostraba distante. En eso abuela y nieta se parecían como dos gotas de agua, así que la joven podía entender esa necesidad de alejarse para no herir a nadie. A veces su abuela parecía viajar tan lejos que ella no sabía cómo hacerla retornar de ese lugar donde se ocultaba.

A pesar de la presencia de su nieta, la anciana mantenía su mutis, aseverando con el ceño su expresión errática y apretando la mandíbula, concentrada en los sellos: monumentos, gente célebre, paisajes, estadistas, la figura de un príncipe heredero, el rostro de Franco de todos los colores, secándose al sol…

Su rostro contrariado y sus manos temblorosas, hurgando respuestas entre los timbres, le transmitían a Alma una gran inquietud.

—¿Qué tiene que hacer ese hombre en Palamós? —murmuró Marina, con un hilo de voz que apenas llegó a oídos de la joven.

Alma trató de recuperar mentalmente la escena de la que había sido testigo, intentando dar respuesta a esas dudas, aunque le costaba precisar cada detalle: «A ver si lo entiendo: mi abuela desvía su mirada hacia aquel anciano… Él la mira a los ojos, primero con una emoción que no puede reprimir, y le sonríe abiertamente; segundos después, con resignación, tras advertir que ella no le corresponde de la misma manera; y, finalmente, con temor. ¿O era vergüenza lo que observé en el anciano? Y ella huye de él como si fuera el mismo demonio… Todo es muy confuso…».

La joven hizo el gesto de aproximarse a su abuela, pero ella se giró hacia el lado contrario, con la clara intención de esquivar su mirada. Se comportaba como una niña a la que hubiesen regañado por una travesura. Alma no soportaba ese mutismo absurdo.

—Àvia… Me tienes en ascuas. —Deslizó con delicadeza la mano sobre el brazo anciano cubierto por la manga de gasa.

Marina dio la callada por respuesta.

—No tienes buena cara —comentó Alma, tratando de escoger bien las palabras para no molestarla—. Te fuiste de Cal Pep como si hubieras visto un fantasma y lo que has hecho con esas fotografías… No es de recibo, àvia…

Marina negó con la cabeza sin quitar la vista de los sellos.

—Bueno, àvia, ya me lo contarás cuando quieras, aunque no te librarás tan fácilmente de mí. —Le sonrió intentando quitar hierro al asunto—. Sabes que puedo ser muy persistente.

—Sí. ¡Eres de plomo derretido! —corrigió Marina con desdén.

—¡Vale, okey,capito! —Aquel comentario irritó a Alma, que dio la vuelta a la mesa y se enfrentó a su abuela—: Si quieres, no me lo cuentes, estás en tu derecho. Ahora bien, yo nunca te había visto reaccionar así. Vas a acabar enferma y eso no me gusta…

Marina se secó las manos con una esquina de la toalla, apartó el barreño, se mesó el moño y la miró resolutiva.

—Hans —dijo con cara larga y las mejillas encendidas—. ¿Es eso lo que te intriga?

—No. Me preocupas tú —musitó entre dientes, dolida—. ¿Quién es? ¿El alemán del que hablabas?

—Sí —murmuró—. Pero de eso hace muchos años…

Su mirada se extravió, esta vez entre los libros de la biblioteca situada en uno de los lados de la galería. Cogió de la mesa un abanico y comenzó a agitarlo con afectación en torno al cuello, el pecho y la nuca, mientras con la otra mano se mesaba el cabello que se alborotaba con aquella corriente improvisada.

—Pensaba que había muerto —suspiró Marina.

—¡Ay, àvia!

Atravesó la sala un silencio tan espeso que casi se podía batir. Alma observó cómo a su abuela le temblaba el pulso al tomar una lupa para estudiar los sellos, empeñada en no seguir con esa charla que tanto la incomodaba. Con esa vuelta al oficio del coleccionista parecía dar por terminada la conversación entre ambas.

Después de saborear el último trago de café helado, Alma volvió a la carga.

—Es el chico de las fotos, ¿verdad? —La buscó con la mirada.

—Sí —masculló Marina, y relamió la última gota de anís—. Al verlo, después de tanto tiempo, se me pasaron muchas cosas por la cabeza… Tampoco sé explicar lo que me ocurrió en el garaje… Supongo que fue la rabia acumulada durante tantos años…

—¿Erais amigos? —la interrogó Alma con tiento, tratando de no estropear el momento con una observación inadecuada.

—Fue más que un amigo…

—¿Estás hablando de un amor?—dijo abriendo los ojos como platos mientras encendía un cigarrillo—. ¡Vaya, àvia! ¡Flipo!

Alma había crecido con la convicción de que su abuela había sido mujer de un solo hombre, por supuesto, de l’avi Albert.

—Es agua pasada…

—Entonces, ¿sucedió tras perder a l’avi?

Alma no daba crédito. Aspiró el humo del tabaco con ímpetu.

Marina permanecía con la vista ausente entre los franqueos que flotaban en el barreño.

—Te repito: aquello ocurrió hace siglos, antes incluso de que estallara la guerra. Éramos unos chiquillos…

Alma exhaló agitada otra bocanada de humo. Que se revelara de pronto esa noticia, mantenida en secreto durante décadas, le parecía todo un hallazgo. ¡Esa mujer, su abuela, había vivido una historia de amor con otro hombre que no era su abuelo! Además, se trataba de un alemán, en aquella época… «¿En qué momento sucedió?, ¿qué ocurrió?», Alma hervía de curiosidad. ¡Su abuela guardaba un secreto!

—¿Por qué nunca se ha hablado de esto en la familia? —musitó.

—Porque nadie lo sabe.

—¡¿Qué me estás diciendo?!

La joven siempre había notado que en aquella casa flotaban palabras nunca mencionadas, como esas motas de polvo casi invisibles proyectadas por un rayo de luz…

La anciana seguía aturdida, sin saber muy bien cómo salir del atolladero.

—Alma, si us plau, por favor, tráeme un vaso de agua y abre alguna de las ventanas de la galería. Estoy un poco mareada… Entre este bochorno y tú, que eres más terca que una mula, creo que me va a dar un soponcio…

La obedeció. Cuanto antes recobrase su abuela el ánimo, antes le contaría por qué la presencia de ese hombre, ya anciano, la afectaba tanto.

 

 

Alma regresó a la galería en tres zancadas, cargando con las manos una jarra de agua helada y rodajas de limón. Sirvió un vaso a su abuela y se dirigió a abrir las ventanas de par en par. Entró el sonido agudo de las chicharras acompañado de una tenue corriente de aire caliente, como si alguien, de nuevo, hubiera activado un secador de pelo. Aquella tarde, un sol impenitente no daba tregua, ni siquiera con el paso de las horas. Se sentó junto a su abuela. Las dos, al unísono, apuraron las bebidas.

—Mmm. ¡Lista! ¡Cuenta, àvia! —manifestó una Alma que se frotaba las manos—. ¡Esta historia promete!

—Está bien, pero no me interrumpas. Me duele revivir unos hechos que creí olvidados…

III Hans

 

 

 

 

 

Una mañana de junio de 1935, Palamós se despertó bañada por un sol poderoso que llenó de energía a la joven Marina, estimulada ante un sábado que se presentaba distinto a todos los demás. Con su vestido marinero, los brazos desnudos al viento y un escote con grandes solapas y una lazada, coqueteaba con su feminidad. Su cabello rubio, rizado, se mecía al viento mientras saboreaba a grandes bocados una manzana. Acompañaba a su padre, Conrado, un hombre espigado debidamente vestido con un elegante traje gris claro de botonadura cruzada y pajarita, como el propietario que era de una fábrica en expansión. No era habitual que Marina visitase el lugar de trabajo de su progenitor, pero su padre la había convencido para que ampliase sus estudios de alemán junto a otros jóvenes empleados de las oficinas, bajo la tutela de Dieter Lutz; aquel era el primer día de clase. Marina agarró el brazo de su padre tratando de alcanzar sus pasos enérgicos en el corto paseo desde el centro del pueblo hasta la fábrica.

Asomó tras un sendero un imponente edificio de dos plantas rodeado por un alto muro que se extendía más de un centenar de metros por cada lado, cerrando en bloque todo un recinto fabril. En la entrada se podía leer en hierro forjado MANUFACTURAS DE CORCHO ESTRAGUÉS & RITTER. Allí los esperaba con puntualidad británica el socio alemán de Conrado, Klaus Ritter, y su hijo Hans, un universitario de dieciocho años, ambos recién llegados de Berlín. Hans y Marina se observaron y apartaron la mirada incómodos. Azorada, Marina ocultó los restos de la fruta entre las manos, que enlazó tras la espalda.

El señor Ritter afiló su mirada azul bajo unas cejas pobladas tan grises como su cabello, y su rostro anguloso se suavizó; avanzó hacia su socio catalán, le estrechó la mano con firmeza y seguidamente cogió por el hombro a su hijo:

—Hans, te presento a Conrado Estragués, nuestro sociocatalán. Un hombre respetado en Palamós, experto en la manufactura de tapones de corcho para las botellas del champagne que tanto le gusta a tu madre. Él se ha ofrecido a ser tu mentor.

—Mi padre me ha hablado mucho de usted. —Hans saludó a Conrado con un apretón de manos.

—Yo también me alegro de conocerle, joven.

Conrado sonrió mientras mesaba su mostacho canoso, que se expandía a lo ancho de aquel rostro soleado y bonachón, y se unía a unas anchas patillas que se dibujaban, frondosas, hasta alcanzar la perilla.

Klaus Ritter fijó la mirada en Marina y sonrió complacido.

—Y esta bella señorita es la dulce Marina, la hija de Conrado.

Hans, con un evidente sonrojo, se dirigió a la joven levantando levemente el sombrero. Sonrió con su mirada inmensamente azul y su tez blanca como la leche.

—Es un placer conocerla, fräulein Marina —murmuró con la intención de que solo ella le escuchase, al tiempo que le tomaba la mano para rozarla con sus labios—. Mi padre no me había comentado que el señor Estragués tuviese una hija tan hermosa…

Marina se ruborizó y, en un acto de tímida coquetería, se recogió un mechón de pelo rubio que jugaba con su tez aterciopelada.

—Y esta es la fábrica. —Señaló Klaus solemne, extendiendo los brazos como si quisiera abrazar el muro—.¡Bienvenido, hijo!

Para el señor Ritter aquel era un momento de gran trascendencia: iba a mostrar a su primogénito una de sus industrias más florecientes de Europa y, lo más importante, cómo llevar aquel próspero negocio.

Los cuatro entraron en el interior del recinto, donde se abría, a cielo abierto, un patio central tan extenso como el resto del complejo industrial y que todos llamaban «la plaza». A las ocho de la mañana, la actividad era febril. Una decena de obreros seleccionaba la mercancía recién llegada desde el puerto, mientras el material más pesado circulaba en vagonetas sobre unos raíles por las múltiples zonas de la instalación. Tres alcornoques y una palmera datilera mitigaban, con su sombra, la canícula. Conrado y Klaus presidían la comitiva y, rezagados, les seguían Hans y una Marina todavía sofocada por aquel encuentro. Hans no podía disimular cómo el sudor perlaba su rostro, y en su pulcra camisa, bajo el traje de lino crudo, comenzó a hacer acto de presencia la huella húmeda de ese bochorno inusitado.

Marina observaba con una sonrisa disimulada cómo aquel joven alemán agitaba angustiado su sombrero de paja toquilla, mientras su padre, inalterable a la calima, se prestaba a hacer de guía. En un lado del terreno, un grupo de mujeres colocaba de manera ordenada decenas de tapones de corcho sobre una tela extendida, con el propósito de su secado.

—Observe allí. En el centro de la plaza se halla el hervidor, cuyo cometido es el de escaldar la materia prima recién llegada del puerto. En esa otra esquina, el pozo abastece de agua subterránea, si hay sequía o se produce un incendio. Verá que este patio separa dos naves, la fabril de los obreros, y las oficinas de la dirección y administración.

Hans seguía como podía las explicaciones del socio catalán, que se defendía en alemán. Marina le sonrió en silencio.

Los cuatro cruzaron con paso decidido el patio central.

—¿Y ese edificio, señor Estragués? —preguntó curioso el joven.

—Es Cal Rovira, un edificio residencial destinado a los temporeros que llegan de otras zonas del territorio como refuerzo en la campaña de verano. Los dos pisos se conectan con la nave de producción por esa pasarela. Esta gente vive y trabaja durante varios meses en la fábrica. Para todos resulta más cómodo.

A cada paso que daban, hombres y mujeres se retiraban el pañuelo, ceñido con cuatro nudos, o un sencillo sombrero de paja de ala que les cubría la cabeza, y se inclinaban en señal de respeto. Pañuelo en mano, se enjugaban el sudor que resbalaba por sus rostros polvorientos.

Sin duda, para los del pueblo, aquel joven extranjero y la hija del amo resultaban una pareja pintoresca. Los dos sobresalían en altura por encima de la mayoría de los paisanos. El muchacho era el clásico ario rubio, espigado, de mirada azul y piel blanca como el papel que en verano se enrojecería como una gamba asada; la joven poseía un rostro cautivador, siempre protegido por una amplia pamela. Los obreros de la fábrica cruzaban las miradas con las suyas sin disimulo mientras cuchicheaban.

—Mira, mira, los hijos de los patronos… Dios los cría y ellos se juntan…

Entraron en la nave de la factoría. Marina advirtió que el señor Ritter se movía como pez en el agua, precediendo la comitiva con pomposidad, y su hijo Hans solo era capaz de abrir la boca, como signo de admiración ante aquella superficie fabulosa sustentada por pilares de piedra y vigas de acero. En la cubierta, las claraboyas provocaban una asombrosa luz cenital sobre el espacio. Decenas de obreros iban y venían transportando mercancías; otros seccionaban láminas de corcho sin pulir en sofisticadas máquinas o elaboraban papel con las prensas más perfeccionadas del momento.

—Me siento especialmente satisfecho de esta maquinaria que adquirí en Fráncfort. Es el no va más de la industria corchera en esta región —presumió el señor Ritter.

Marina y Hans se aproximaron curiosos a una fila de jóvenes que trabajaban con grandes placas de corcho. La joven avanzó para explicarle en un murmullo lo que estaban haciendo:

—En esta fábrica es tan importante la habilidad de los hombres como la de las mujeres. A estas muchachas las llaman las rebajadoras, porque transforman esas panasen rebanadas, y a estas otras, las cuadradoras, pues modelan las rebanadas, que después lanzan a través de ese agujero al sótano, donde se escogen las mejores piezas…

—Es usted muy lista, fräulein Marina —le susurró Hans al oído, aun habiendo entendido a medias la explicación de la muchacha.

Conrado, vigilante, se acercó a los jóvenes y tomó de nuevo el control de la conversación:

—A pesar de su juventud, Marina conoce muy bien la fábrica… Déjeme que le cuente, joven, algunas cosas que usted encontrará de vital importancia: con la ayuda de esas garlopas, las planchas se humedecen para elaborar los tapones. —Señaló a un grupo de jóvenes obreras que solo levantaban la cabeza de su faena para saludar a los amos de la fábrica y su prole—. Ellas eligen las mejores piezas y discriminan aquellas con defectos. Este es un oficio de responsabilidad, porque son ellas las que garantizan la calidad del producto: un descuido puede comprometer la relación comercial con un cliente.

Un corpulento y altivo Klaus, siempre dispuesto a decir la última palabra, continuó la exposición.

—La incorporación de las mujeres en la fábrica nos ha resultado muy ventajosa; con ellas hemos disminuido, de manera sustancial, el precio de los productos. Cobran menos que los hombres y eso es así —carraspeó y aclaró con cierta petulancia— porque los hombres realizan el trabajo más duro y peligroso.

Marina dio un respingo. Ciertamente, se sentía obligada por su edad a tolerar la presencia autoritaria del señor Ritter, pero no le agradaba su manera de dirigirse a los trabajadores, e incluso a su padre, el auténtico amo y señor de la fábrica, el gran conocedor de todos sus entresijos. Sin su padre, con toda seguridad el señor Ritter estaría perdido…

Los cuatro bajaron al sótano, donde dos hornos despedían un calor abrasador que lo fundía todo. A unos metros se hallaban los molinos que trituraban el material defectuoso, con el que se confeccionaba lana de corcho, destinada a fabricar jergones y salacots, que aislaban del clima extremo a los soldados.

—El Ejército alemán nos los compra para las milicias consignadas en nuestras colonias africanas —subrayó Klaus Ritter con afectación.

Al finalizar el recorrido, cruzaron de nuevo el patio hasta la nave central, donde se hallaban las oficinas. Se trataba de una extensión de unos quinientos metros cuadrados con salas y despachos separados por cristaleras y distribuidos en dos plantas abiertas. Medio centenar de hombres con trajes claros, y algunas mujeres con vestidos y delantal blanco, se volcaban en tareas administrativas, de archivo o de información, y en gestiones financieras y gerenciales. Marina y Hans seguían los pasos de Conrado, que caminaba con determinación por los diversos pasillos, a menudo dirigiendo una mirada, una sonrisa o un saludo a los que levantaban la cabeza de sus quehaceres o se cruzaban en su camino.

Conrado abrió la puerta y, con una mano, invitó a entrar a los jóvenes en un amplio espacio decorado con un rico mobiliario e iluminado por una espléndida luz natural que atravesaba un ventanal extendido de pared a pared. Hans y Marina se quedaron embelesados con la extraordinaria panorámica de la bahía, bañada por un Mediterráneo brillante y en calma.

—Este será su despacho, Hans —anunció Conrado.

—¡Caramba! —dijo Marina—. ¡Esto sí que es un señor despacho!

Hans se acomodó en el robusto asiento de piel, delante de una señorial mesa de oficina. La acarició con su mano sintiendo el tacto de la madera noble de caoba. Flexionó los brazos y enlazó las manos tras la nunca mientras estiraba las piernas. Suspiró. Era más de lo que podía soñar un chico de su edad, por muy rica y poderosa que fuera su familia. Se levantó, hizo el ademán de estirar el traje y miró serio a los dos socios de la fábrica.

—Señor Estragués, padre, gracias por esta oportunidad que ambos me brindan. Espero poderles corresponder con buenos resultados.

Los dos socios sonrieron complacidos.

—Marina, ya es hora de que vayas a clase —señaló Conrado—. Te esperan en la sala de reuniones. Y, con respecto a usted, Hans, comenzaremos por estudiar las cifras de negocio de este año…

—Está bien, padre, pero invite a Hans al casino. —Marina se sonrojó—. Esta tarde hay baile.

 

 

La anciana hizo una pausa y respiró hondo. La cadencia de Aquellos ojos verdes,