Un soplo de felicidad - Gayle Kaye - E-Book

Un soplo de felicidad E-Book

Gayle Kaye

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Beschreibung

Julia 1026 Cuando Hallie Cates regresó a su pueblo natal, conoció a Cam Osborne, un apuesto sheriff que personificaba todos sus sueños. Él era todo lo que se podía desear en un hombre, pero Cam había jurado no comprometerse con ninguna mujer. Hallie intentó mantenerse alejada del atractivo agente, sin embargo le fue imposible no sucumbir a sus encantos. Cam estaba muy satisfecho con su vida de soltero… hasta que se topó con la guapa profesora. Hallie era la clase de mujer que cualquier hombre querría como esposa. El único problema era que él no quería casarse…

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Seitenzahl: 187

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Gayle Kaye

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un soplo de felicidad, JULIA 1026 - septiembre 2023

Título original: Sheriff takes a bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801348

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HALLIE, te necesito. Ven, por favor.

Hallie Cates no había oído nunca un temblor como aquél en la voz de Granny Pearl. Su abuela siempre había sabido cuidar de sí misma. Algo no iba bien.

Hallie dejó las galletas que acababa de sacar del horno y se cambió el teléfono de lado.

—Granny Pearl, ¿qué ocurre? ¿Te encuentras bien?

—No, estoy muy lejos de encontrarme bien. Incluso puede que no llegue a encontrarme bien nunca más.

En el tono de voz, Hallie apreció el coraje que siempre había caracterizado a su abuela. La vieja mujer, de setenta y nueve años de edad, vivía sola, escondida en el pequeño pueblo de Greens Hollow, Arkansas, pero aquél era su hogar y se oponía terminantemente a abandonarlo.

—No te llamaría si no fuese importante, Hallie.

—Sabes que puedes llamarme cuando quieras, abuela. Ahora cálmate y dime qué ha pasado.

—Ese… horrible bribón me ha arrestado. Me ha encerrado y no me deja marcharme a casa. Tengo que dar de comer a George y a Myrtle.

La voz de Granny tembló de nuevo. Hallie sabía que a su abuela no le agradaría estar lejos de sus dos queridísimas cabras, pero sospechaba que los animales sobrevivirían. Era su abuela la que le preocupaba.

—¿Arrestado? Debe de haber un error, Granny.

¿Quién arrestaría a una indefensa viejecita? ¿Cuál podría haber sido su delito? ¿Imprudencia al cruzar la calle en un pueblo en el que sólo se veían cuatro coches durante las veinticuatro horas del día?

—Me ha encerrado y ha guardado la llave. Estoy segura de que su intención es darme sólo pan y agua para la cena. Eso, si me da de cenar, claro está.

La voz de Granny sonaba vigorosa. Estaba muy enfadada. Para Hallie, aquélla era una buena señal. Cuando a Granny Pearl la sacaban de sus casillas, la tierra temblaba a su alrededor.

—Pásame al sheriff Potts, abuela —Hallie lo aclararía todo.

—El sheriff Potts ya no está. Lo enterramos hace seis meses. Ahora hay un tipo nuevo, y además no es de por aquí.

Hallie lamentó oír lo sucedido a Virgil Potts. Lo recordaba de los veranos que había ido a Greens Hollow para estar con su abuela.

—Entonces déjame hablar con quien lo haya sustituido. Estoy segura de que se habrá producido una confusión —oyó cómo su abuela le pasaba el auricular al nuevo sheriff.

—¿Diga?

Hallie oyó una voz profundamente masculina.

—¿Sheriff? —dijo con frialdad—. ¿Qué se supone que ha hecho mi abuela?

El sheriff Cam Osborne pudo apreciar la tensión en la voz de Hallie Cates al otro lado del teléfono. No pudo evitar preguntarse si aquella mujer se parecería a la leona que era su abuela, y qué diría la nieta de Forth Worth si supiera que Granny Pearl le había hincado los dientes en el brazo derecho en un momento de descuido.

—Se le ha acusado de un par de cosas. La más seria es haber estado vendiendo licor destilado ilegalmente a medio condado.

—¿Licor destilado ilegalmente? Pero, ¿por qué iba…? Granny Pearl nunca… sheriff, debe haber un error.

—Creame, señorita Cates, no hay ningún error. Las pruebas son claras.

—Pero, ¿cómo puede pensar que una dulce y dócil ancianita sea capaz quebrantar la ley? Granny no es…

—Ni dulce ni dócil —interrumpió el sheriff. La mujer había tenido suerte de que no la esposara a aquella silla en la que estaba sentada.

—Bueno, puede que a Granny le guste armar un poco de jaleo a veces —admitió Hallie Cates—. Pero es honesta y honrada, se lo aseguro.

—Tendrá la oportunidad de hacer oír su opinión en el juicio —dijo él—, pero de momento…

Cam tuvo que retirarse el teléfono del oído.

—Pero, ¿qué clase de energúmeno vil es usted, que mete entre rejas a una pobre anciana y le da de comer sólo pan y agua?

—¡Mándalo al infierno, Hallie! —gritó Granny, quien se había puesto de pie amenazando al sheriff con los puños en alto.

No le costaría mucho encerrar a las dos mujeres en una celda durante un año o dos. ¿Qué le había hecho pensar que el trabajo de sheriff en un pequeño pueblo era preferible a las vicisitudes de la policía de Chicago? Seguramente estaba loco.

Pero no, no lo estaba. Era el mundo el que no tenía sentido. Ni allí ni en ningún otro sitio. Y él sólo pensaba en escapar.

A Cam no le hacía gracia la reputación que adquiriría por haber encerrado a una persona de setenta y nueve años, y además mujer. Pero la ley era la ley. Y Cam la seguía a pie juntillas. Allí y en Chicago.

—¿Y bien, sheriff?

Cam ordenó a Pearl que se sentara. Luego, volvió a centrar su atención en la voz que había al otro lado del hilo telefónico.

—El menú de esta noche es filete con verdura, y galletas de postre. Y le sugiero que no crea todo lo que le dice su dulce abuelita, señorita Cates.

Era lo único que Cam podía decir por el momento. No sabía qué demonios iba a hacer con Pearl Cates. Ni con su nieta, quien sin duda aparecería en escena muy pronto, llena de rabia e indignación, para salvar a Pearl del despiadado sheriff del pueblo.

 

 

Hallie odiaba conducir por las tortuosas carreteras comarcales que conducían a Greens Hollow. Y por la noche era terrible, pues se volvían muy peligrosas. Pero aquel sheriff maleducado y falto de sentimientos no le había dejado otra alternativa que posponer sus planes y viajar presurosa hacia el pequeño pueblo. A menos que quisiera que Granny pasara la noche sola en la cárcel, a merced de aquel hombre, cuya misericordia, sospechaba Hallie, brillaría por su ausencia.

Había metido precipitadamente algo de ropa en una maleta, había envuelto en un paquete las galletas que había preparado, dispuesta a llevárselas a Granny, y se había dirigido rápidamente hacia la autopista.

La escuela cerraba durante el verano, y Hallie había trazado un cuidadoso plan para las vacaciones, en el que no había incluido rescatar a su abuela de la cárcel.

Se había propuesto aprender a jugar al tenis, leer unos cuantos libros que tenía reservados para las somnolientas tardes estivales, y quizá tomar clases de ruso, de tibetano o de cualquier otra lengua que le apeteciera.

Pero Granny Pearl la necesitaba.

Eran las diez en punto cuando Hallie aparcó delante de la oficina del sheriff. Era un pequeño edificio de piedra que llevaba allí alrededor de medio siglo. Las luces del interior estaban encendidas, lo que significaba que Cam Osborne no se había marchado aún y dejado a la pobre anciana sola y desvalida.

Hallie cerró la portezuela de su pequeño coche, decidida a sacar a Granny de aquel lugar. Si su abuela se fuera a vivir con ella a Fort Worth le haría la vida más fácil, pensó mientras se dirigía a la entrada.

—¿Que hago trampa? ¡Yo no hago esas cosas, señor sheriff! Es usted el que está equivocado.

—Y tampoco vende licor destilado ilegalmente, supongo.

Hallie reconoció aquella voz como la del hombre con quien había hablado horas antes por teléfono.

Una partida de damas estaba en proceso por entre las rejas de la celda. Granny iba perdiendo.

—La he visto mover esa ficha, Pearl, y no se va a salir con la suya —respondió el sheriff.

—¡Pruébelo, Cam Osborne!

Hallie reprimió una sonrisa ante la réplica de Granny y se preguntó si aquel tipo se echaría atrás. No parecía la clase de hombre que se arredrara fácilmente.

—El juego ha terminado, Granny —dijo el sheriff al tiempo que cerraba el tablero y salían disparadas todas las fichas.

Granny estaba a punto de atacar de nuevo cuando divisó a Hallie por encima de los anchos hombros de Cam.

—¡Hallie! Gracias a Dios que has venido. Este tipo no tiene nada de caballero.

—Ni usted de señora, Pearl Cates.

Ignorando las quejas de Granny, el hombre se dio media vuelta hacia Hallie y le extendió la mano.

—Sheriff Cam Osborne —dijo.

Hallie se quedó mirando la mano de aquel hombre, debatiéndose entre estrecharla o no. Era grande y sensual.

—¿Sheriff? —dijo en tono frío.

Los ojos de Cam Osborne eran de un seductor color castaño. Su mandíbula era fuerte y ligeramente arrogante, y tenía una sonrisa tentadora.

—Quiero irme de aquí, Hallie. Dile a este tipo que me deje salir.

—Eso es lo que intento hacer, Granny —dijo Hallie—. Te he traído tus galletas favoritas.

El rostro de la anciana se iluminó con una sonrisa.

—Dámelas ahora —dijo—. La cena que me han dado no podría alimentar ni a una palomita. Estoy hambrienta.

—Las tengo en el coche. Iré a por ellas —respondió Hallie.

Cuando regresó, con el plato de galletas envuelto en papel de aluminio, el sheriff se acercó a ella y dijo:

—Tengo que echarles un vistazo antes de que se las dé usted a la… prisionera.

Hallie entornó los ojos.

—Vamos, sheriff, ¿cree que he metido una lima en una de estas galletitas de chocolate?

—Cuando hay una Cates implicada, nunca se puede estar seguro.

Hallie alargó el plato y esperó indignada mientras el sheriff retiraba con cautela el papel de aluminio.

—No parece que contengan nada extraño —comentó. Luego tomó una galleta del plato y se la llevó a la boca.

—Bueno —exclamó Hallie—, si no ha encontrado nada peligroso, ¿puedo dárselas ya a mi abuela?

—Por supuesto —contestó él.

Qué descaro de hombre. Sospechar de ella y de su abuela. Y encerrar a aquella pobre alma como si se tratara de una… vil criminal.

—Hallie, realmente haces las mejores galletas del mundo —apuntó Granny al tiempo que tomaba un puñado como si nunca más fuera a comer.

La pobre seguramente pensaría que tampoco volvería a ver la luz del día. Aquella era una situación que Hallie iba a intentar remediar rápidamente.

—Perdona, Granny Pearl. Tengo algunas cosas que hablar con el sheriff.

—¡Ve enseguida! —dijo Granny mientras arrebataba el plato de galletas de las manos de su nieta.

Aún quedaba lo peor. Hallie había conseguido tranquilizar a su abuela con aquel plato de galletas. Pero ahora tendría que vérselas con el raciocinio de aquel hombre, si es que tenía alguno.

Se acercó al escritorio y se sentó en la silla que había al lado. Estaba muy nerviosa, hasta el punto de que le temblaban las piernas. Nunca se había visto en una situación semejante.

Supuso que la rabia no ayudaría en nada, aunque tenía bastante en su interior. El halago tampoco la llevaría a ninguna parte. Así que optó por el razonamiento.

—Sheriff… creo que podremos resolver este asunto si hablamos como dos personas maduras e inteligentes —dijo con una sonrisa.

—Batiendo así las pestañas no conseguirá absolutamente nada, señorita Cates —dijo Cam con cierta superioridad—. Ni tampoco esbozando esa radiante sonrisa, aunque admito que es muy agradable.

—Pero, ¿cómo puede ser tan arrogante? No estoy batiendo las pestañas. Y mi sonrisa es sólo un intento de amabilidad. Obviamente es algo que usted no reconocería aunque le mordiera en el trasero.

Cam sonrió ante aquellas palabras, y Hallie se removió incómoda en el asiento. Demonios, la atmósfera de aquella oficina era sofocante. Deseaba abrir la ventana y quitarse algo de ropa, pero sólo llevaba puestos una camiseta y unos vaqueros.

—Exijo saber qué pruebas tiene contra mi abuela —dijo crispada.

—Ánimo, Hallie… —apremió Granny desde la celda.

—Ahora no, Granny Pearl. El sheriff y yo estamos hablando de… las pruebas.

—Pero, Hallie…

Hallie hizo caso omiso del tono de advertencia en la voz de Granny Pearl. Se dio cuenta de que había cometido un error cuando vio la sonrisa de suficiencia en los labios de Cam, quien se retrepó en la silla con porte seguro.

—¿Pruebas, señorita Cates? —preguntó dejándola completamente abatida.

Hallie sintió que un hilillo de sudor le caía por el escote. Tenía la inequívoca sensación de encontrarse en manos de aquel hombre. ¿Era eso lo que Granny Pearl había intentado decirle? ¿Era aquella ancianita culpable después de todo?

No, Hallie no podía creerlo.

Cam abrió el cajón inferior del escritorio y extrajo de su interior una especie de envase.

—Aquí tiene las pruebas, señorita Cates —dijo.

Aunque el tarro estaba dentro de una bolsa de plástico, Hallie pudo oler su contenido.

El sheriff sonrió. La mujer que estaba sentada al otro lado del escritorio se sonrojó, y él la encontró maravillosa. Sintió deseos de tocarla.

Los mechones de su largo cabello pelirrojo le rozaban los hombros en forma de suaves bucles. Su olor le recordaba a los manzanos en flor. Dios santo, parecía un tonto sentimental. Quizá llevaba demasiado tiempo lejos de las duras calles de la gran ciudad, y se estaba volviendo un poco sensiblero.

Aquél no había sido su plan cuando decidió dejar atrás el pasado. Necesitaba mantener la dureza que había adquirido en las calles de Chicago. O, mejor dicho, la dureza con la que había nacido. Sería irónico que se dejara intimidar ahora por una mujer alta y de piernas largas, por muy maravillosa que fuera.

Sin embargo, el rostro de Hallie Cates le decía que era ella la que se sentía vulnerable en aquel momento.

Se removía intranquila en la silla y no apartaba de él su hermosa mirada.

—Estoy segura de que tiene que haber alguna explicación razonable que exima a Granny de los cargos que usted le imputa —argumentó con más fuerza que convicción.

Cam lo lamentó por ella. Dirigió la mirada hacia Pearl, que se paseaba en la celda mordiéndose las uñas. Su única esperanza era que acabara de mordérselas todas antes de que a la buena señora se le ocurriera clavárselas en la cara. Era una mujer malvada. Lo supo cuando le mordió en el brazo. En aquel momento se acarició la zona afectada, que le serviría de recordatorio para no pelearse nunca más con aquella mujer.

Hallie se dio cuenta del gesto y le miró la herida, que se encontraba justo debajo de la manga.

—¿Qué le ha pasado en el brazo? —le preguntó con una mezcla de curiosidad y recelo—. Parecen… marcas de dientes.

—Y son todas mías —repuso Granny con orgullo desde la celda—. ¿Cuántas mujeres de setenta años pueden hacer lo mismo?

—Usted tiene setenta y nueve años, Pearl, y no setenta —le recordó Cam. Quería ver sonreír de nuevo a Hallie, que se había puesto muy seria ante la aseveración de Granny.

—Siento mucho… lo del mordisco —dijo la disgustada nieta—. No puedo imaginarme… lo que la llevó a hacer algo así.

—Olvídelo —contestó él—. La ancianita se ha llevado lo mejor de mí. No es algo que suceda a menudo.

Aquellas palabras sonaban a advertencia. Era un hombre duro, hasta la última fibra de su bien construido cuerpo. Hallie se preguntó qué estaría haciendo un hombre como él en aquel pueblo. Nadie se instalaba allí, a menos que hubiera nacido y se hubiera criado en aquellas montañas. Era un lugar solitario, lleno de rumores, chismes y habladurías. Hallie acababa de llegar y ya estaba deseando regresar a Forth Worth. Pero no sería posible hasta que se aclarase el asunto de Granny Pearl.

Quizá intentaría de nuevo convencer a la anciana de que se fuera a vivir con ella a Texas. Granny era bastante tozuda al respecto, pero Hallie odiaba la idea de verla sola en aquel pequeño pueblo, lejos de médicos y hospitales. La clínica más cercana estaba a más de quince kilómetros. Granny tenía coche, pero no era una conductora muy buena. Lo usaba solamente para ir a hacer las compras al mercado.

—Deja ya de parlotear con ese individuo y céntrate en sacarme de aquí —espetó Granny a Hallie desde los barrotes.

Hallie miró a Cam y le pareció divisar en sus labios una sonrisita, pero no estaba segura de ello. ¿Se había librado de algún puntapié de la vieja señora? ¿O quería irse a casa? En aquel momento le llegó el pensamiento de que quizá tenía una mujer esperándolo en casa, por no decir un puñado de pequeñuelos.

Pero aquel hombre no parecía tener aspecto de marido hogareño. Su actitud no era la de alguien amante del ambiente familiar.

Hallie no tenía tiempo de seguir imaginando aspectos de la vida de Cam. Éste la observaba con curiosidad y ella no quería que se diera cuenta de que estaba pensando en él. Granny era la única razón por la que estaba en Greens Hollow. Y haría bien en recordarlo.

—Con respecto a mi abuela —dijo—, le pido que la deje en libertad. Es muy mayor y no debería pasar la noche en la cárcel.

—No es tan fácil, señorita Cates. Su abuela ha sido acusada de cometer un delito. Tendrá que haber un juicio…

—Un… juicio —por supuesto. Aquello aclararía todo aquel lío—. ¿Cuándo? —preguntó con cautela.

—De aquí a cinco semanas, en la capital del condado.

—¡Cinco semanas! ¿No pensará dejarla encerrada hasta entonces? Quiero decir que se podrá negociar una fianza o algo por el estilo.

Hallie no entendía mucho de leyes, pero conocía la existencia de algo llamado «derechos».

—Créame, no querría tener a esa mujer entre rejas más de lo necesario —dijo él. Se reclinó en la silla de su escritorio y observó a Granny Pearl por encima del hombro de Hallie—. Haremos una cosa —dijo incorporándose de nuevo—, podría dejarla bajo su custodia hasta entonces…

—Por supuesto —contestó Hallie sin dudar y se levantó de la silla como si todo estuviera ya decidido.

—No tan deprisa, señorita Cates.

—Le he dicho que estoy de acuerdo.

Cam sonrió.

—Iba a añadir… siempre y cuando usted acepte la total responsabilidad de los actos de su abuela, la vigile para que actúe con rectitud y no abandone el condado.

—Sheriff, todo esto es ridículo —argumentó Hallie con un suspiro—. Mi abuela no es ninguna delincuente. Por supuesto que acatará la ley.

—De acuerdo —contestó Cam—. Y cuide de que no salga de cacería.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Hallie enarcando las cejas.

—Significa, querida Hallie, que va a estar muy ocupada con su díscola abuela —contestó él mientras señalaba con un dedo a Granny.

En aquel momento la anciana tenía un aspecto angelical.

—Vamos, sheriff, abra la celda para que pueda llevarme a mi abuela a casa.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

GRANNY parloteó durante todo el camino de regreso a la cabaña, sin dar a Hallie la mínima oportunidad de que le hiciera la gran pregunta: ¿culpable o inocente? Por su parte, Hallie no estaba muy segura de querer una respuesta aquella noche. Estaba cansada a causa del largo viaje, un tanto nerviosa por haber tenido que lidiar con Cam Osborne y con Granny, y lo único que deseaba era tumbarse en la cama para invitados de su abuela, hacerse un ovillo entre las sábanas de lino y abandonarse al dulce sueño.

Podía esperar uno o dos días antes de enfrentarse a la verdad, si Granny consideraba oportuno revelársela, y buscar asesoramiento legal.

Se imaginaba a la diminuta anciana en el juicio, peleándose con el juez, con el apuesto hombretón que la había arrestado, y con el mundo en general. No era una visión muy agradable y Hallie esperaba no tener que enfrentarse a ella.

George y Myrtle se acercaron a la verja para recibirlas cuando Hallie aparcó el coche junto a la casa. En aquel momento comprendió por qué Granny estaba tan orgullosa de aquellos animales. Eran muy lindos, con sus pequeñas caritas negras, sus grandes ojos llenos de curiosidad y su acogedora actitud de bienvenida.

—Oh, mis pequeños están hambrientos —dijo Granny.

Podían alimentarse perfectamente de la hierba que tenían en el patio trasero de la casa, pero Granny insistía en darles siempre una ración extra de comida, como pan hecho de maíz o lo que quiera que hubiese preparado para la cena.

La anciana salió del coche y se precipitó hacia la puerta trasera de la casa. Mientras Hallie intentaba sacar el equipaje del maletero, Granny regresó con dos latas llenas de las exquisitas galletas de miel que ella misma hacía. Las tripas de Hallie se quejaron, y por un momento tuvo envidia de las cabras. Lo que daría por un par de aquellas galletas…

—Espero que guardes una o dos para la persona que te ha sacado de la cárcel —advirtió mientras llevaba el equipaje a la casa.

—Oh, Hallie, seguro que estás pensando que soy una vieja estúpida —dijo Granny al tiempo que dejaba las latas en el suelo e instaba a las cabras a que comieran con modales—. Debes de estar hambrienta después de ese largo viaje. Vamos a la cocina.

Eran casi las once, pero Granny sacó todo lo que quedaba en el frigorífico y lo esparció encima de la mesa.