Un sueño dentro de otro. - José Manuel Benítez Ariza - E-Book

Un sueño dentro de otro. E-Book

José Manuel Benítez Ariza

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Beschreibung

Poe quiso ser romántico a la manera de Byron, de Shelley, de Thomas Moore, pero su genio poético lo llevó por otros derroteros. Su íntimo descreimiento del ideal romántico de la Imaginación se debió a su fascinación por la Ciencia, pero también a su conciencia de escribir desde un entorno material y moral radicalmente distinto al de sus maestros. Su tentativa de armonizar estas contradicciones dará como resultado una poética altamente original. Y esa pugna también nos concierne, porque a partir de Poe, los grandes cuestionamientos de la sensibilidad precedente no tendrán lugar cada doscientos años, sino serán asunto de cada generación. Planteado en forma de 'quest', este libro se propone establecer en qué punto de la obra de Poe puede documentarse el inicio de esa íntima discrepancia con el Romanticismo en la que encontramos el germen de la sensibilidad poética con-temporánea.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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UN SUEÑO DENTRO DE OTRO

LA POESÍA EN ARABESCODE EDGAR ALLAN POE

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

http://www.uv.es/bibjcoy

Directora

Carme Manuel

UN SUEÑO DENTRO DE OTRO

LA POESÍA EN ARABESCODE EDGAR ALLAN POE

José Manuel Benítez Ariza

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americansUniversitat de València

Un sueño dentro de otro: la poesía en arabesco de Edgar Allan Poe

© José Manuel Benítez Ariza

1ª edición de 2015

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-165-9

Imágenes de cubierta e interiores: Manuel Martín Morgado

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

 

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

A Mª Ángeles y Carmen,in our kingdom by the sea

ÍNDICE

Agradecimientos

Prólogo: Soltando lastre, por Antonio Rivero Taravillo

Prefacio: Un contemporáneo

Presentación

Capítulo I:

“Un fracaso heroico”:Poe y sus poemas “románticos” de 1827 y 1829

Capítulo II:

Hachas que afilar: Poe y la crítica

Capítulo III:

La “autobiografía confusa”:Tamerlane and Other Poems

Capítulo IV:

“Al Aaraaf” y Eureka:de la visión romántica a la cosmogonía

Epílogo/Conclusión.Después de “Al Aaraaf”: hacia una poética “simbolista”

Apéndice:Traducción de algunos poemas de Edgar Allan Poe en verso castellano

Bibliografía

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, al profesor Rafael Galán Moya, de la Universidad de Cádiz, que dirigió la tesis doctoral de la que procede este libro, y sin cuya disponibilidad, atención y estímulo, así como su palpable amistad, dicho trabajo se hubiera quedado en mero proyecto inconcluso.

A los doctores Dídac Lloréns Cubedo (UNED), Rafael Vélez Núñez (Universidad de Cádiz) y Juan Ignacio Guijarro González (Universidad de Sevilla), por cuya extrema receptividad hacia este trabajo todavía me felicito, y cuyos consejos han beneficiado notablemente el texto que el lector tiene ahora en sus manos.

A todas aquellas personas que me han facilitado el acceso a determinados textos y fuentes, y muy destacadamente al poeta y profesor José María Moreno Carrascal, de Villanova University, FA, fidelísimo corresponsal que nunca ha dejado una petición desatendida.

Por supuesto, a Carme Manuel, directora de la Biblioteca Javier Coy d’Estudis Nord-Americans, por su calurosa acogida a este proyecto.

Al escritor y traductor —también de Poe— Antonio Rivero Taravillo, que ha aceptado prologarlo.

Y al pintor Manuel Martín Morgado, por sus arrebatadas ilustraciones.

A todos ellos, mi más sincero agradecimiento, desde la convicción de que sólo desde una soledad bien pertrechada de afectos es posible concentrar las modestas fuerzas de uno en empeños como éste.

J.M.B.A.

PRÓLOGO

SOLTANDO LASTRE

Edgar Allan Poe (1809-1849) se alza en la historia de la literatura como una de esas figuras que, siendo mucho, son más de lo que son porque en ellas no apreciamos sólo los logros individualmente alcanzados sino la fecundidad en autores y movimientos posteriores cuya trayectoria ya no podemos distinguir de su estímulo. Su huella es doble y enorme, y lo rescata de una única novela y de los ensayos con los que se ganó el sustento en el periodismo. Como narrador, Poe es el precursor de los relatos de terror, de tema científico y policíacos que en la segunda mitad de su siglo se desarrollaron, creando modelos e incluso géneros; como poeta tuvo una enorme influencia en otros tres de otra lengua, el francés, que lo auparon a antecedente de ese segundo Romanticismo: el Simbolismo. Haber suscitado ese interés y admiración en Mallarmé, Baudelaire y Valéry ya dice mucho de su carácter excéntrico en la tradición angloamericana. Por más que William Carlos Williams, Hart Crane o el primer T. S. Eliot vieran puntos de interés en este poeta que ya se definía a sí mismo como “americano” (de los EEUU) en ese siglo de la gran poesía de Inglaterra (que no llega a abarcar cien años, pues va de 1798, fecha de publicación de Baladas líricas a 1892, año en que muere Tennyson), la alargada sombra de Poe llega sobre todo a Europa (también Fernando Pessoa lo tradujo) y al Río de la Plata (no sólo en Borges, sino en sus traductores Cortázar y Obligado y en Lugones y otros antes).

Como escribió Juan Eduardo Cirlot, Poe “nos habló tan larga y tristemente de la muerte, dándole a la vez tantos rodeos, y mostrándola en tan dolientes e inauditos aspectos (metamorfosis, resurrecciones totales o parciales)” que ocupa un lugar único. Sólo Nerval se le acerca en esto. Él mismo cultivó como nadie el que consideraba el tema supremo: la muerte de una mujer hermosa. Y compuso algunos poemas de añoranza y pérdida (pienso en “El cuervo” o “Annabel Lee”) que forman ya parte del repertorio vivo y memorable de infinidad de lectores, y no únicamente de los textos originales sino también de sus traducciones a prácticamente todas las lenguas. Las adaptaciones al cómic y al cine no han escaseado. También ha habido recreaciones en verso, como el poema “El cuervo” que Luis Alberto de Cuenca incluyó en su libro de 2010 El reino blanco. Y es que como el propio Luis Alberto ha afirmado en su siguiente entrega, Cuaderno de vacaciones (2014), nada importa el posible solipsismo, el alcoholismo, el cúmulo de defectos de Poe. “Sí importa, en cambio —por citar tres casos / de directos discípulos de Poe—, / que Melville inventara Moby Dick / a partir de la extraña criatura blanquísima / que clausura el relato de Arturo Gordon Pym, / o que las pesadillas de Lovecraft se forjaran / sobre las de Edgar, o que Baudelaire / tradujera al francés su prosa en cinco entregas / que lo harían famoso en toda Europa. / ¡Larga vida al psicópata de Boston!”.

Pero vamos ya a este libro, escrito por un poeta de una generación posterior a Luis Alberto: José Manuel Benítez Ariza. Y me interesa destacar de este su estatus de poeta, su estatura poética, pues este trabajo con el que Benítez Ariza ha alcanzado el arduo título de doctor se beneficia no solo del rigor filológico del profesor gaditano, sino de la intuición de un fino poeta que es asimismo traductor excelente, como demuestra al trasladar en verso castellano un puñado de composiciones exentas y fragmentos de los poemas extensos de Poe: “Tamerlán” (1827) y “Al Aaraaf” (1829), que como se ve por sus fechas fueron obras de juventud. Dos fracasos que Benítez Ariza disecciona y muestra también en sus triunfos, aportando las claves de las fuentes que Poe enseguida hace manantiales propios. Muy atinadamente habla aquí de Byron y de ese amigo suyo hoy poco conocido fuera de Irlanda: el Thomas Moore autor, además de la impagable colección de melodías irlandesas a las que puso la letra del romanticismo, de una obra de inspiración arábiga que tuvo peso en “Al Aaraaf” y que, me pregunto ahora y lo sugiero a vuelapluma, quizá estuviera también revoloteando en el ánimo de Yeats al componer su poema, también relativamente extenso, sobre Harum Al-Rashid en La torre (1928).

Sobre el carácter fallido de estos dos poemas tempranos cabe asumir el juicio de Auden sobre la poesía de Poe, que es la falta de tiempo que la persigue: tiempo libre para componer versos desatendiendo tareas más apremiantes y necesarias para la supervivencia, pero también falta de tiempo como falta de sazón, de madurez, pues a pesar de la superchería que difundió el propio Poe sobre la datación de sus ejercicios poéticos, no son poemas precozmente infantiles sino juveniles, pero faltos aún de experiencia y decantación. En esa página de Auden, que sabía lo que es escribir reseñas por encargo, leemos: “La mayor dificultad de Poe como poeta estriba en el contraste entre los muchos problemas y experimentos poéticos que le interesaban y el tiempo que podía dedicarle a cada uno. Para que el resultado responda a la intención (…), el escritor tiene que ejercitar la mano en una continua práctica. El prosista que ha de ganarse la vida con su oficio posee una ventaja: que en el constante aprendizaje de su oficio, incluso el trabajo puramente alimenticio le resulta útil; por desgracia, no hay un ejercicio parecido a disposición de los poetas sin dinero.”

Ha hecho bien Benítez Ariza, porque conviene a un autor como Poe y fomenta el estímulo de nuestra curiosidad, en fundamentar su libro en una búsqueda o quest, pesquisa que se dirige a establecer “en qué punto o tramo de la obra del poeta, narrador, ensayista (…) puede documentarse ese matiz diferencial respecto al Romanticismo propiamente dicho que lo convierte en precursor de los movimientos estéticos subsiguientes”. Y ahonda en ese aspecto de tanta enjundia como es la falta de fiabilidad del narrador (tan caro a James) y las mistificaciones de Poe, sus hoaxes (que Benítez Ariza como buen escritor no duda en traducir con voces sabrosas y rotundas como “embeleco” y, sobre todo, “camelo”, más las “amplias tragaderas” del público), con páginas plenas de interés acerca de Eureka y las travesías en globo, que relaciona con “Al Aaraaf”. Algunas de las páginas más hermosas que se hayan escrito sobre globos en nuestra lengua, por cierto, las firmó Álvaro Cunqueiro a propósito del aerostato que para la festividad de san Roque alza su gozoso milagro en Betanzos (el lector interesado puede homenajearse a sí mismo buscando esas páginas de El pasajero en Galicia).

Benítez Ariza narra con plasticidad el episodio de la lectura calamitosa del 16 de octubre de 1845 en Boston, y hurga, sin ser eso lo que más le importe, en los recovecos de la compleja mentalidad de Poe, en los motivos que éste pudo haber tenido para “reventar” el acto. Y desempolva materiales poco conocidos como una reseña de T. S. Eliot en la que el de Missouri declaraba esto que sigue pareciendo hoy válido: “Poe es tanto la reductio ad absurdum como la culminación del movimiento [romántico].” Al superar el Romanticismo, Poe suelta un lastre que permite elevarse al globo de su poesía.

Como quedó expuesto arriba, en Benítez Ariza Poe gana a uno de sus más dotados traductores. Lo demuestra el apéndice con, entre otros, los versos 198-213 de “Al Aaraaf” o los logradísimos “Romance” o “Soneto: Silencio”. En ellos el verso discurre como verso: rítmico, elaborado, en tensión.

Y acabo ya. Me doy cuenta de que este apresurado prólogo se acerca más a una reseña entusiasta que a una introducción o prefacio. Sirva de disculpa el ansia, aguzada por la satisfacción de haberlo leído en galeradas, de ver ya publicado este libro; la ilusión (y si el lector lo está leyendo es porque se ha cumplido) de que ya pueden disfrutarlo otros.

Antonio Rivero Taravillo

Dublín, 16 de octubre de 2014

Sonnet—To ScienceManuel Martín Morgado, 2014

PREFACIO

UN CONTEMPORÁNEO

En la “Presentación” que sigue a este Prefacio el lector encontrará una exposición detallada de los pasos que pretende seguir el libro que tiene entre sus manos; aquí me limitaré a explicar por qué he querido hacer este viaje; y no porque me parezca importante poner al lector al tanto de las motivaciones más o menos personales del autor —que lo es, además, de otros libros donde las preocupaciones de índole personal se exponen sin el menor recato, y donde, por tanto, sobran las explicaciones de este tipo—, sino porque la ocasión parece apropiada para exponer otras cuestiones que quizá atañan también al lector en ese nivel profundo en el que las inclinaciones intelectuales y literarias de cada cual se confunden con… otra cosa. Ha tenido uno la ilusión, mientras redactaba este trabajo de índole —digamoslo ya— académica, de no haber renunciado del todo a las convenciones de otro género acaso más agradecido: el ensayo literario. Ha tenido uno la coquetería, incluso, de pensar que el asunto del que aquí se trata, y que le ha llevado años desarrollar, tenía que ver, no sólo con esa impenetrable nebulosa de las cuestiones eruditas aún por dilucidar, sino también con algunas preocupaciones de índole más subjetiva —si es que la objetividad de lo otro está fuera de toda sospecha, claro. Si hubiera emprendido esta investigación, pongo por caso, a mis veinticinco años, qué duda cabe de que no me hubiera planteado la segunda parte de esa dicotomía: el pensamiento abstracto, decía Jaime Gil de Biedma, es reino de juventud. A mi edad, sin embargo, sería incluso temerario ocuparse de asuntos que no le conciernan a uno en lo más íntimo, o que no impliquen un sincero examen de algunas de sus creencias más profundas. Hablar de poesía, a estas alturas, parece coherente con la trayectoria —por pobre o modesta que ésta haya podido ser— que ha llevado uno. Y de poesía, de pensamiento poético, hablan los centenares de páginas que siguen, y de la imbricación del modo poético de pensar con la vida.

Pero empecemos por lo primero; es decir, por las generalizaciones y abstracciones de las que se ocupa este trabajo. En su papel de bisagra entre el espléndido ciclo de la cultura occidental que culmina con el Romanticismo —que, en el caso de la literatura anglosajona, recuérdese, supone una mirada retrospectiva sobre el grandioso pasado que representan Shakespeare y Milton, entre otros— y la precaria e inestable edad en la que triunfa la revolución industrial, Edgar Allan Poe es uno de los primeros observadores lúcidos del tiempo que todavía habitamos. Y ese temblor de saberse ante “uno de los nuestros” —permítaseme la formulación conradiana— lo percibe igual el adolescente que se recrea con las algo inconsistentes fantasías científicas protomodernas que tanto deleitaban al autor, que el lector formado que intuye que lo que se dirime en las distintas facetas de la obra de Poe es algo mucho más serio. Todo esto, por sabido, casi no merece la pena decirlo. A un lector español, quizá, cabe llamarle la atención también sobre el hecho, sorprendente sin duda desde nuestro particular punto de vista de rezagados de la Modernidad, de que el camino que la obra de Edgar Allan Poe recorrió en poco más de dos decenios supuso un cambio en la concepción misma de la literatura que las letras españolas tardaron más de cien años en experimentar: los que van, pongamos, de las fechas de publicación de El estudiante de Salamanca (1840) y El diablo mundo (1841) de Espronceda —dos poemas que conceptual y estilísticamente podrían parangonarse con “Tamerlane” (1827) y “Al Aaraaf” (1829) de Poe— a la de Espacio (1954) de Juan Ramón Jiménez —síntesis cosmogónica equiparable, salvando todas las distancias que se quiera, al “poema en prosa” Eureka, que el norteamericano dio a la imprenta en 1848.

Por supuesto, no pretendo afirmar la superioridad de una literatura sobre la otra. Más que de comparar, se trata de constatar; y, sobre todo, de entender y entenderse. Admiramos a Galdós, por ejemplo, pero experimentamos la imposibilidad de escribir como Galdós. Y en esa misma tesitura —la de querer ser Byron o Shelley o Moore y no poder asumir el impulso y el pensamiento sobre los que se alzaban esas cumbres de la literatura precedente— sorprendemos a Poe. De eso habla este libro. De cómo un autor a quien su trabajo literario y periodístico apenas proporcionaba los recursos necesarios para sobrevivir encarnó, en su actitud hacia su tiempo y hacia la obra de sus predecesores inmediatos, y en el asumido influjo que esas actitudes ejercieron sobre su propia obra, un cambio de sensibilidad que fue inmediatamente reconocido como tal por el otro gran espíritu-bisagra del momento, el francés Charles Baudelaire, y abrió el vertiginoso periodo de incesantes revoluciones estéticas que va del Simbolismo a la actualidad, pasando por el bullir de las vanguardias. Todo esto, que hoy día forma parte del argumentario general que puede encontrarse en cualquier manual de literatura, tuvo su origen en momentos muy concretos de la obra de Poe: identificar algunos de ellos e indagar en su significación es el propósito de este libro. Que es también —no podemos obviarlo— un intento de explicar la fascinación que el norteamericano y su obra han ejercido sobre quien ha dedicado algunos años de su vida a escribirlo.

Empecé a leer a Poe muy a finales de mi adolescencia, o casi al comienzo de mi vida adulta: me libré, pues, de ese peligroso momento en la biografía de cualquier lector en el que la lectura prematura de un texto deja una impresión tan indeleble que difícilmente podremos volver sobre ese texto en el futuro y descubrir en él nuevos valores o matices. Tuve la suerte de leer a Poe una vez superada esa primera fase de voracidad en la que lo leído se convierte inevitablemente en irrecuperable tierra quemada; lo leí ya, digamos, con cierta autoconciencia de lector; es decir, desde esa actitud desconfiada de quien pone entre paréntesis sus primeras impresiones y aplaza el juicio sobre lo leído hasta un momento posterior de reconsideración crítica, original o auxiliada por el útil testimonio de otros lectores previos. Julio Cortázar, brillante traductor de la narrativa breve de Poe y de algunos de sus ensayos, fue uno de esos oportunos lectores-guía: sus inevitables reticencias de traductor —nadie alcanza un conocimiento tan íntimo de un texto ajeno— sembraron no pocos fructíferos interrogantes en el aprendiz de lector desconfiado que yo era.

Nunca terminaré de agradecer suficientemente estos azares; tanto más oportunos por cuanto el autor al que conciernen goza, como he dicho ya, de ese extraño y poco frecuente privilegio de poder ser leído con entera satisfacción por lectores de muy distintas edades y exigencias igualmente diversas. Posiblemente a este hecho se deban las reticencias hacia Poe expresadas por lectores tan perspicaces como Henry James, T. S. Eliot, Aldous Huxley o Harold Bloom: coinciden todos ellos en detectar una cierta inmadurez o bisoñez en la literatura poeana, y en atribuir a esa característica la especial sintonía que con él alcanzan otros lectores igualmente inmaduros o bisoños: Poe como una especie de eterno adolescente que, por su afición a las situaciones truculentas, la divulgación científica sensacionalista y los enigmas intrincados, encandila a otros adolescentes.

Es un juicio injusto. Existe en Poe, por supuesto, ese nivel de lectura. Y yo mismo he constatado su eficacia cuando he leído con niños de once o doce años historias como “Hop-Frog”, por ejemplo. Está claro el origen primario del estremecimiento de placer que recorre la espina dorsal de estos lectores al asistir a la espeluznante venganza que el bufón enano que protagoniza el relato lleva a cabo contra el rey y los cortesanos que lo han maltratado y humillado previamente. Pero incluso estos lectores primarios encuentran en relatos como éste un elemento que les resulta extraño e incómodo de asimilar. No estamos ante uno más de los muchos cuentos de justificada, aunque cruel, venganza que prodigaron autores como Kipling o Maupassant, y en los que el lector se ve absuelto de su tácita simpatía hacia la crueldad vengativa por la prevalencia en el texto de un bárbaro principio de justicia elemental cuyos excesos, en el ámbito de la ficción intrascendente, bien pueden ser excusados… No, con “Hop-Frog” entramos en otras regiones. El bufón no ha perpetrado un acto de reparación justiciera, sino que ha perdido literalmente la cordura en su intento de oponer un designio cruento de su invención a la crueldad de sus maltratadores. Una vez perpetrada la venganza, el bufón y su cómplice, la grácil Tripetta, huyen, sí, pero ¿hacia dónde? Como el poeta y crítico Richard Wilbur nos hace ver, la cuerda por la que trepan para escapar del salón regio en el que ha tenido lugar su crimen conduce… no al tejado del palacio, sino a esos desolados ámbitos ideales a los que, en los cuentos de Poe, se reintegran las conciencias deshechas. Es la versión poeana de ese estado de conciencia mejorada —la Imaginación, con mayúsculas— al que aspiraron los mejores poetas del Romanticismo, y en el que el norteamericano no terminó de creer. Para Poe, el sueño del Romanticismo acaba en muerte y sinrazón, pero también en una aspiración a encontrar un principio de armonía en ese universo deshecho. A ese intento de distinguir un orden en lo intrincado y caótico lo hemos denominado, siguiendo algunas intuiciones de Poe, lo arabesco.

Poe, lo hemos dicho ya, quiso ser romántico a la manera de Byron, de Shelley, de Thomas Moore… y no lo consiguió. Pero no perdió de vista nunca el programa de éstos y durante toda su vida intentó adecuar su propia percepción del acto creativo al alto ideal que la poesía romántica se impuso a sí misma. Y esa lucha también nos concierne, porque a partir de Poe, los grandes cuestionamientos de la sensibilidad precedente no tendrán lugar cada doscientos años, sino serán asunto de cada generación. La pugna de Poe por ser alguien digno de sus modelos en un mundo en el que los modelos caducan vertiginosamente es también la nuestra.

No sé si las palabras que preceden justifican mis afanes y el esfuerzo que cautelosamente demando del lector que esté a punto de asomarse a las páginas que siguen. Yo mismo siento que he traicionado en parte al autor objeto de todos estos desvelos. Después de haber aspirado a comprender la íntima discrepancia de Poe con los románticos, me veo más de parte de los románticos que del propio Poe: como ellos, creo más en la Imaginación, esa especie de mirada creadora y vivificadora que consideraban atributo del hombre emancipado —incluso políticamente: la Revolución era también un acto de la Imaginación—, que en el Arabesco, esa dolorosa ilusión de ver claro en lo confuso. Poe elaboró una compleja poética del Arabesco, con la que pretendió trascender las limitaciones que constató en sus tentativas juveniles de emular a sus maestros. Fue un combate desigual y meritorio, que seguramente sirvió de ejemplo a toda la literatura posterior, hecha por hombres que creaban su obra desde una precariedad vital e ideológica similar en muchos aspectos a la que experimentó el romántico desplazado que fue Poe.

Aspirar a entender esa lucha puede que sea una tentativa no menos desesperada, y a la postre pueril, de conjurar ese sino del hombre contemporáneo. Pero en eso —en la evidencia de que ciertas luchas no pueden eludirse, sobre todo si conciernen al afán del hombre por entenderse en su tiempo y circunstancia— también el autor de Eureka marcó el camino.

Cádiz-Benaocaz, septiembre de 2014

PRESENTACIÓN

El libro que el lector tiene en sus manos no es una introducción general a la vida y obra del escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Tampoco es, en sentido estricto, una guía de su obra poética, aunque en ella se centren preferentemente las cuestiones aquí discutidas. El propósito de este ensayo es documentar y argumentar lo que en otra parte1 hemos denominado “la fractura de la visión romántica” en la obra de un autor a quien las historias de la literatura y de las ideas estéticas en general consideran el precursor del Simbolismo y otras escuelas literarias posteriores al Romanticismo. Se trata, por tanto, de abordar lo que podemos considerar uno de los momentos fundacionales de la literatura que entendemos como contemporánea. Este papel de bisagra entre dos movimientos estéticos al menos parcialmente contrapuestos le fue reconocido ya a Poe en Axel’s Castle (El castillo de Axel, 1931), el estudio pionero de Edmund Wilson sobre “ciertas tendencias de la literatura contemporánea” (Wilson 1931, 1), en el que el Simbolismo se considera en principio “no solamente una degeneración o elaboración del Romanticismo, sino más bien una contrapartida, una segunda oleada de la misma marea”, para terminar siendo “un movimiento completamente diferenciado, que ha surgido de condiciones distintas y debe ser tratado en términos diferentes” (1-2).

También T. S. Eliot, en su ensayo de 1949 “From Poe to Valéry”, considera la reconocida deuda que tres poetas franceses, que “representan el comienzo, la mitad y el final de una particular tradición de la poesía” (Eliot 1949, 328), y que no son otros que Baudelaire, Mallarmé y Valéry, tienen con Poe. En su lugar consideraremos detalladamente estos diagnósticos. Lo que aquí nos concierne es la cuestión de en qué punto o tramo de la obra del poeta, narrador, ensayista, crítico literario y periodista norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) puede documentarse ese matiz diferencial respecto al Romanticismo propiamente dicho, que lo convierte en precursor de los movimientos estéticos subsiguientes —y, como veremos, no sólo del Simbolismo: también de lo que en el ámbito literario anglosajón se denomina “Modernismo”, es decir, el conjunto de los movimientos de vanguardia.

Dicho punto de inflexión ha de ser situado en los inicios mismos de la obra literaria de Poe. En sus dos tentativas declaradas de emular a los poetas mayores del Romanticismo inglés, los poemas extensos “Tamerlane” (1827) y “Al Aaraaf” (1829), puede advertirse la temprana renuncia —o renuencia— de Poe a asumir la pretensión central del movimiento estético en el que se inscribía la obra de sus modelos más o menos explícitos, Byron y Thomas Moore respectivamente. Esa pretensión no era otra —en palabras del crítico Harold Bloom— que la “internalización” (Bloom 1971, 7) de un esquema narrativo característico de los logros mayores de la poesía inglesa precedente: la búsqueda o quest; sólo que el objetivo de esta búsqueda, ahora, es “la aprensión del Personaje Poético dentro de uno”, de la inmortalidad de la que es acreedor el poeta en cuanto que sujeto del atributo divino de la Imaginación, que es el “hombre verdadero… que vive eternamente”.2

En el capítulo I de nuestro ensayo intentaremos definir la actitud de Poe hacia esos dos poemas suyos de juventud. Y partiremos, para ello, de un significativo episodio en la biografía del poeta: la controvertida conferencia-recital que dio en Boston el 16 de octubre de 1845. En ese acto, en el que los asistentes daban por sentado que el poeta recitaría su aclamada balada “The Raven” y expondría, con la elocuencia que se le supone a un orador a quien precedía su fama, sus ideas sobre la creación literaria, Poe hizo justo lo contrario de lo que se esperaba de él: recitó “Al Aaraaf”, su fallido poema —así podemos conceptuarlo ya— de 1829; un texto que, por su extensión, argumento elusivo y lenguaje oscuro, resultaba absolutamente inapropiado para el recitado público. Una parte de los asistentes abandonó la sala; y aunque, al parecer, el poeta pudo enderezar la situación y finalmente leyó los textos que el público demandaba, no pudo evitar que el desastroso comienzo del acto trascendiera a la prensa y diera lugar a una larga e intensa polémica.

El análisis de este incidente y sus consecuencias nos permitirá fijar la consideración que, a esas alturas de su carrera, Poe tenía de aquella lejana tentativa romántica. El hecho de que convirtiera su poema juvenil en pretexto de una burla similar a las intentadas en algunas de las mistificaciones periodísticas por las que ya era famoso, y que, al mismo tiempo, su uso del mismo reprodujera el característico modo contraproducente de obrar por el que se caracterizan sus personajes “perversos”, serán indicios claros de la actitud de rechazo del autor hacia ese tramo de su obra. Extenderemos estas conclusiones al poema previo, “Tamerlane”, que también será objeto de matizados repudios en diversas cartas del autor; y consideraremos algunos de los factores que pudieron influir, tanto en la juvenil inclinación de Poe hacia este tipo de poemas —que, no hay que olvidar, se insertan en un género relativamente popular entonces, y capaz de asegurar el éxito de quien lo cultivara—, como en la inmediata decepción que experimentó hacia lo efectivamente logrado. Aportaremos testimonios de esta decepción y esbozaremos las líneas principales de las estrategias literarias con las que Poe intentó reencauzar su trabajo posterior. Estrategias en las que, como veremos, la crítica implícita o explícita a los postulados románticos está siempre presente; y a través de las cuales Poe irá desarrollando una poética alternativa en la que la adhesión romántica al mito de la Imaginación será reformulada para dar lugar a una acuñación mixta en la que tendrán cabida elementos explícitamente desterrados del ideario romántico puro: la ciencia positiva, por ejemplo.

En el capítulo II trazaremos una breve historia del tratamiento que las cuestiones apuntadas han recibido por parte de algunos de los más significativos estudiosos y comentaristas de la obra de Poe, desde la brillante generación de eruditos que, en torno a los años veinte del siglo pasado, logró encauzar definitivamente los estudios poeanos por caminos alejados de la consideración moralista o clínica de su objeto, hasta las últimas tendencias críticas. En este apartado consideraremos la inicial discrepancia entre la revalorización alcanzada por la obra de Poe en la mencionada generación de estudiosos y la displicencia que diversos escritores relevantes del momento mostraron hacia su predecesor. A los “Poe scholars” surgidos en torno a estos años debemos, por tanto, los primeros estudios serios sobre “Al Aaraaf” —la atención crítica dedicada a “Tamerlane” será mucho más parca—, así como los primeros pronunciamientos críticos sobre cuestiones tales como la presencia en estos poemas iniciales de elementos relevantes en la obra de Poe considerada en su conjunto, o la relación y coherencia de estos poemas con obras como The Narrative of Arthur Gordon Pym o Eureka, que sintetizan el pensamiento estético, filosófico e incluso cosmogónico de Poe.

A algunos literatos en activo en ese periodo —que coincide con la eclosión del Modernismo— en el ámbito de la lengua inglesa debemos, en cambio, la reivindicación del papel de Poe en la definición y diferenciación de una literatura genuinamente norteamericana (William Carlos Williams, D. H. Lawrence), o la consideración crítica del impacto de su predecesor en literaturas como la francesa (Eliot, Huxley), así como la asunción de Poe como lejano predecesor (Bret Harte) y modelo del intelectual norteamericano en conflicto con una América en proceso de expansión industrial y urbana.

Más sintético será el enfoque de la segunda generación de estudiosos y críticos que hemos considerado en este capítulo. En la estela de Edmund Wilson, ensayistas como Edward H. Davidson o el poeta y crítico literario Richard Wilbur intentarán una aproximación “filosófica” (Davidson 1957, v) a la obra de Poe; destacando el primero por la atención, hasta entonces desusada, prestada a los años juveniles en los que Poe publicó exclusivamente poemas, repartidos en sus tres entregas de 1827, 1829 y 1831. Davidson explora la relación de de estos tres volúmenes de poesía con sus precedentes románticos y apunta certeramente a la insuficiencia de los logros de Poe y al irresoluble solipsismo de su poética como fuentes de la eventual renuncia de su autor a una dedicación más intensa y exclusiva a este género. Menos imaginativo y más mecánico es el intento de Wilbur de explicar el funcionamiento de la alegoría en Poe, que a nosotros nos concierne en la medida en la que este estudioso también apunta al ámbito diseñado en “Al Aaraaf” como meta de la huida imaginativa que intentan muchos de los atormentados personajes de los relatos poeanos. A estas alturas del discurso crítico, la afirmación de la coherencia global de la obra de Poe es ya un lugar común, y los estudiosos establecen con naturalidad las correspondencias apreciables entre las intuiciones contenidas en “Al Aaraaf”, por ejemplo, y el pensamiento que sustenta obras consideradas entre las “mayores” de Poe, tales como las ya mencionadas Pym y Eureka o relatos como “The Fall of the House of Usher”.

La aprensión de esa esencial unidad de la obra poeana invita, a estas alturas de nuestro relato, a considerar a un crítico que, si bien se ha ocupado sólo episódicamente de Poe y no lo incluye en su nómina de autores canónicos, ha dedicado lo mejor de su obra al Romanticismo y diseñado una teoría del mismo que puede aplicarse fructíferamente al poeta norteamericano. Nos referimos a Harold Bloom, cuya enunciación del mito romántico de la Imaginación, y su caracterización del poema romántico como una “interiorización del romance de búsqueda” (“internalization of quest-romance”; Bloom 1971, cap. II) nos proporcionarán un modelo teórico singularmente útil para enjuiciar las tentativas poeanas.

En esta misma tradición “sintética” consideraremos también la brillante monografía de Daniel Hoffman Poe Poe Poe Poe Poe Poe Poe, de 1972. En la estela de Davidson, Hoffman otorgará un papel central a los poemas juveniles de Poe en la determinación de su universo ideológico y poético. Hoffman, además, por su humor y desparpajo característicos, su lenguaje accesible y su tono desmitificador, nos introducirá en un nuevo clima intelectual, resultante de los acontecimientos sociales y políticos que conmocionan el mundo occidental, y muy particularmente el entorno universitario, en torno a 1968. Creemos significativo que a partir de esta fecha se dé una eclosión de estudios literarios dedicados a géneros y asuntos hasta entonces considerados “menores”, tales como la novela popular en sus distintas modalidades; entre ellas, la policíaca y la de anticipación científica o cienciaficción. Como precursor reconocido de ambos géneros, Poe se beneficiará de esta ampliación de miras; que, en lo concerniente a las cuestiones que nos ocupan, supondrá la consideración de “Al Aaraaf” y Eureka, así como de un buen número de relatos, como textos emparentados en mayor o menor grado con el ahora revalorizado género de anticipación científica.

En relación también con este nuevo clima intelectual, consideraremos, por último, dentro de este capítulo, los enfoques que la obra de Poe ha recibido por parte de críticos y estudiosos encuadrados en distintas escuelas post-estructuralistas; que, en el caso de Poe, se centrarán en la cuestión de la inestabilidad o falta de fiabilidad de sus narradores, no sólo de los intradiegéticos —es decir, de los personajes que cuentan la historia en primera persona y desde su exclusivo punto de vista—, sino también de las voces narrativas que parecen hablar en nombre del propio autor; lo que, como veremos, será una cuestión relevante para la interpretación de Eureka, cuya validez como enunciación de una teoría cosmogónica “seria” depende, en gran medida, del grado de “fiabilidad” que otorguemos a su narrador. Igualmente, consideraremos algún acercamiento a la obra de Poe desde el punto de vista de los llamados “estudios culturales”, por concernir a cuestiones como el fondo “orientalista” de “Tamerlane” y “Al Aaraaf” y su posible significación en una época —el siglo XIX norteamericano— de expansión colonial y conflicto racial. Comentaremos también algunos enfoques de la obra de Poe desde la perspectiva de los estudios de género, relevantes a la hora de situar algunas cuestiones pertinentes a nuestra exposición, tales como la “deconstru[cción] de la Mujer” (Pedraza 2004, 147) y su reducción a “hipertexto” (Person en Kennedy 2001, 145) o haz de rasgos abstractos, cuya formulación más acabada es la afirmación de que “la muerte de una mujer bella es el asunto más poético del mundo” (Poe 1902, XIV, 193), hecha en el contexto de la poética específicamente antirromántica desarrollada en el ensayo “The Philosophy of Composition”.

Los capítulos siguientes —III y IV— analizarán con detalle la forma y el fondo de los dos poemas “largos”. Analizaremos la impronta byroniana sobre el primero, y el peso de ésta en el tratamiento que Poe dará a los elementos autobiográficos presentes en el mismo. Discutiremos también la estructura dialógica del poema, concebido en primer término como una “confesión” que el pagano Tamerlán dirige a un inexplicable fraile de procedencia también netamente byroniana; lo que, como veremos, nos permitirá relacionar la problemática posición del narrador del poema con el estatus de otros narradores intradiegéticos en posteriores relatos del autor, y plantear la cuestión esencial de la fiabilidad de esos narradores, aspecto crucial que afecta, como ya hemos anticipado, no sólo a los relatos propiamente dichos, sino incluso a algunos ensayos en los que aparentemente Poe habla en nombre propio. En un breve excurso, analizaremos también la posición del interlocutor secundario del monólogo de Tamerlán: la amada a la que el protagonista/narrador del poema interpela esporádicamente, y cuyo carácter elusivo —que pondremos en relación con el de las destinatarias de otros poemas “con nombre” dirigidos a diversas figuras femeninas— nos permitirá pormenorizar la estrategia de despersonalización a la que Poe somete a sus interlocutoras en general. Veremos también cómo incluso el nombre e identidad del propio narrador/protagonista es puesto en cuestión, y con él el estatus del contenido autobiográfico del poema; cuyo desarrollo, como estableceremos en las conclusiones parciales de este capítulo, no alcanzará la fase “apocalíptica” —por lo que tiene de reconocimiento de una revelación— en la que el poeta maduro en trance de reflexión autobiográfica reconoce la diferencia nítida entre la capacidad imaginativa del niño que fue y su ambigua situación presente, en la que la conciencia de haber poseído esa capacidad convive con la lúcida aceptación de su pérdida, tal como sucede en los poemas autobiográficos de Wordsworth.

“Al Aaraaf” responde en parte al propósito declarado de Poe de resolver esas aporías. Intentado y fracasado el poema autobiográfico de estirpe byroniana, el poeta probará la fantasía visionaria, más en la estela exótica y orientalista de Thomas Moore —un poeta muy popular entonces en los Estados Unidos— que en la ambiciosa aspiración imaginativa de Shelley, por ejemplo. Pero lo verdaderamente interesante de “Al Aaraaf”, de cara a nuestro enfoque, no será que Poe constate de inmediato el lastre que supone para este poema de inspiración astronómica su sujeción a referentes científicos concretos —lo que motivará incluso la redacción de un autoapologético “Sonnet—To Science”, que servirá de pórtico o introducción al poema largo—, sino cómo, al delinear su fantasía estelar, el poeta esbozará un completo mapa de asuntos y procedimientos que desarrollará en obras ulteriores. El hecho de que “Al Aaraaf” sea, en efecto, un poema-cantera denota, también, una cierta fragmentación de la visión. Pero, paradójicamente, el fracaso que constituye no haber sabido articular una visión unitaria, digna de esa Imaginación divina de la que el poeta es encarnación, va aparejado, en este caso, al logro que supone el desarrollo ulterior, en otros poemas, relatos e incluso ensayos, de muchos de los temas esbozados en el mismo, para confluir finalmente en ese gran ensayo o poema en prosa que será Eureka (1848), en el que el peso de la visión no recae ya sobre la Imaginación del poeta romántico, sino sobre el intelecto del poeta analítico que hace uso de la intuición, ya desafiantemente concebida como “la convicción que surge de aquellas inducciones o deducciones cuyos procesos son tan borrosos que escapan a nuestra conciencia, eluden nuestra razón o desafían nuestra capacidad de expresión” (Poe 1902, XVI, 197); y que, por tanto, desdiciéndose de la queja todavía romántica expresada en su “Sonnet—To Science”, incorpora con naturalidad los datos de la ciencia positiva al logro de la visión poética.

En el capítulo dedicado a las conclusiones incluiremos, además del resumen de lo ya comentado, un análisis de “Romance”, el poema-prólogo que Poe antepuso a la colección de piezas breves con la que completó su volumen de 1829, y que luego utilizaría con la misma función introductoria en su tercer libro, Poems, de 1831. En “Romance” atisbaremos las consecuencias inmediatas que el propio Poe extrajo de su decepción ante los parcos logros de sus poemas “largos” y la conversión de la aspiración imaginativa en una mucho más modesta y manejable visión en arabesco; entendiendo por tal la clase de imagen resultante de mirar fijamente un motivo repetitivo —y, por tanto, sugerente de la infinitud, como los arabescos de las artes decorativas— hasta lograr un cierto “desenfoque” de la visión, conducente a una imagen ulterior. El hecho de que, a partir de 1831, Poe sólo escriba poesía esporádicamente y consagre sus esfuerzos a la narrativa, el periodismo y la crítica literaria, le impedirán extraer todas las consecuencias de esa decisiva inflexión en el campo que le hubiera sido propio: es decir, el de la creación poética. Pero sus intuiciones y reflexiones al respecto iluminarán, o al menos harán pensar, a varias generaciones de poetas posteriores.

CAPÍTULO I

“UN FRACASO HEROICO”:POE Y SUS POEMAS “ ROMÁNTICOS” DE 1827 Y 1829

EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD:EL INCIDENTE DEBOSTON

El 16 de octubre de 1845 Edgar Allan Poe pronunció ante un público reunido en el Boston Lyceum una conferencia-recital cuyas consecuencias todavía hoy son objeto de la atención de los críticos y biógrafos del autor. Venía éste precedido por una bien ganada fama como conferenciante ameno y brillante, a lo que contribuía su voz modulada, su reconocida buena presencia e incluso, como señala Jeffrey Meyers (1993, 190), su ligero acento sureño. A esas alturas de su vida Poe era consciente ya de la importancia de respaldar su obra con esas apariciones públicas no exentas de teatralidad. Así, cuando se le solicitaba la lectura de su popular poema “The Raven”, el autor —señala Meyers— no dudaba en atenuar las luces hasta dejar la habitación casi a oscuras. Y entonces el poeta —dice un testigo presencial citado por el mencionado crítico—, “situándose en el centro de la estancia, procedía a recitar estos asombrosos versos con la más melodiosa de las voces… [y] tan maravilloso era su poder como lector, que el oyente temía tomar aire por temor a romper el hechizo”. Sarah Elmira Royster, la mujer a la que Poe pretendió inútilmente en su juventud y luego en sus años maduros, añadía que el calor que el poeta ponía en su interpretación a veces la asustaba (íbid.).

Sustentado en esas cualidades personales y en su creciente fama como polemista, Poe había actuado ya como conferenciante en diversas ciudades, siempre con éxito. A finales de 1842, por ejemplo, pronunció en Filadelfia, a instancias del William Hirst Institute y ante una nutrida audiencia congregada en una iglesia, su conferencia sobre “The Poetic Principle”. Como explica J. Gerald Kennedy (2001, 49), el movimiento liceístico norteamericano estaba entonces en su apogeo y era el instrumento a través del cual las nuevas ideas intelectuales eran transmitidas a un público de clase media que acudía al reclamo de conferenciantes prestigiosos. Emerson, señala Kennedy, había alcanzado ya fama en esos circuitos; que eran también, entre otras cosas, cauces para la transmisión de ideas reformistas.

La conferencia de Poe se repitió durante los dos meses siguientes en ciudades cercanas y su éxito animó al autor a menudear sus reseñas críticas en Graham’s Magazine. Kennedy menciona otras sonadas conferencias de Poe, algunas posteriores ya a 1845: la que impartió en febrero de 1848 sobre “El Universo” en The New York Society Library, que sería impresa como libro con el título Eureka, y con la que el autor esperaba recaudar fondos para la puesta en marcha de una revista literaria de su propiedad (íbid., 55); o la que pronunció en Providence, también sobre “el principio poético”, ante un público de dos mil personas (57).3

Está claro, pues, que el personaje que compareció ante el público de Boston el 16 de octubre de 1845 era, e iba a seguir siendo, un reputado conferenciante, y que eso justificaba la expectación creada. Su poema “The Raven”, publicado ese mismo año, había alcanzado una enorme difusión e incluso conocido parodias. Por otra parte, la fama de polemista de su autor venía de antiguo y estaba más que justificada. Todo ello hace más asombroso aún lo ocurrido en esa conferencia. Poe comenzó enunciando algunas de sus más conocidas afirmaciones en torno al arte poético: en concreto, su idea —especialmente provocativa para un público bostoniano— de que el didacticismo estaba reñido con la verdadera naturaleza de la poesía; y continuó con el recitado, no del poema que todos esperaban, y que no era otro que el ya famoso “The Raven”, sino de “Al Aaraaf”, un viejo, largo y difícil poema de 1829. Según algunos testimonios, durante el recitado parte del público abandonó la sala; y sólo por petición expresa de los que aún permanecían en sus asientos Poe se avino a recitar “The Raven” a continuación.4

No es nuestro objeto pormenorizar la larga polémica que siguió a este incidente, y que ha sido ampliamente estudiada, por ser uno de los episodios más conspicuos de las diversas “batallas literarias” en las que el autor se vio envuelto a lo largo de su vida. En ese contexto, esta conferencia debe insertarse en la prolongada lucha que el autor mantuvo contra lo que intelectualmente encarnaba la ciudad de Boston: los planteamientos moralistas y didácticos del Trascendentalismo. Y para perpetrar su calculada ofensa al público de la ciudad que era centro y foco de emanación de ese movimiento, Poe eligió un poema que él mismo, por lo que aduciremos a continuación, sabía fallido, y que además era una pieza inacabada y un texto que no respondía a los principios —la “unidad de efecto”, sobre todo; y la inadecuación del “poema largo” a ese requisito unitario fundamental— que él mismo venía defendiendo para la creación poética.

Que Poe, más de tres lustros después de la publicación de ese poema fallido, recurriera a él como elemento de su estrategia de provocación o de autoafirmación no deja de ser un enigma, y no faltan autores que relacionan este hecho con algunos rasgos más o menos patológicos de la personalidad del autor. No es nuestro propósito adentrarnos por esos senderos; pero sí podemos considerar, exclusivamente por el valor que tienen como motivos literarios que se reiteran en la obra de Poe, y sobre los que éste incluso teorizó, dos de esos rasgos: lo que el autor llamó, en el título de un conocido relato suyo, “el demonio de la perversidad”5; y su afición a la perpetración de camelos o engaños literarios (hoaxes)6 con los que ponía a prueba la credulidad de los lectores o hacía exhibición de su propia capacidad intelectual para embaucarlos.

En su propia versión de los hechos de Boston, publicada el 1 de noviembre en The Broadway Journal, Poe incluyó este significativo párrafo:

Cuando aceptamos, por tanto, una invitación para ‘pronunciar’ un poema en Boston, la aceptamos única y sencillamente porque teníamos curiosidad por saber cómo sienta ser abucheado públicamente, y porque deseábamos ver qué efecto podríamos causar al responder con un sucinto discurso improvisado. Con todo, es posible que sobrevalorásemos nuestra importancia, o la carencia de cortesía de los bostonianos, que no es tan patente como uno o dos de sus directores [de periódicos] quisieran hacer creer al público,7

que describe un modo de actuar que parece responder punto por punto a la definición del “impulso perverso” que el propio autor da en los preliminares de su relato “The Imp of the Perverse”:

En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin sentido comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte.8

El que las razones aducidas a posteriori por Poe para su desafortunada intervención ante el público del Boston Lyceum parezcan basarse en el mismo impulso psicológico descrito en el citado cuento no debería conducirnos mucho más allá, a riesgo de incurrir en la misma clase de abusivas extrapolaciones psicológicas en las que tanto abundan los estudios sobre nuestro autor. En su biografía de Poe, Arthur Hobson Quinn (1941, 485) aduce alguna prueba de la posible “perturbación mental” que podría haber inducido a Poe a lo que, a todas luces, parece una actuación extravagante. Menciona Quinn, en concreto, la carta que el poeta escribió a Evert A. Duyckink el 13 de noviembre, casi un mes después de la aciaga conferencia. En esa carta, Poe comunica a su corresponsal que, a pesar de encontrarse aún “terriblemente enfermo y deprimido” (“dreadfully sick and depressed”), cree haber vuelto a recuperar la cordura después de un trastorno transitorio de dos meses; y añade que “[l]e parece haber despertado de un horrible sueño en el que todo era confusión y sufrimiento” (“I seem to have just awakened from some horrible dream, in which all was confusion, and suffering”; íbid., 492). La carta, de todos modos, no resulta del todo concluyente al respecto; quizá porque, como puede leerse en la línea siguiente a la citada, ese penoso preámbulo parece obedecer a un declarado propósito de captatio benevolentiae en relación a un corresponsal de quien, al fin y al cabo, lo que se esperaba era un préstamo dinerario, cuyo destino se especificaría detalladamente en el resto de la carta.

Lo aducido hasta ahora sólo pretende mostrar la dificultad de opinar, y mucho más de concluir, respecto a los estados mentales de Poe o sus motivaciones psicológicas. Si nos hemos detenido en este ejemplo particular, es por señalar que lo verdaderamente significativo de este comportamiento, en caso de que obedeciera a alguna anomalía psicológica relevante para nuestros propósitos, es que Poe recurriera, en esta comprometida circunstancia, a su poema fallido de 1829. Si cedemos a la tentación de explicar las decisiones literarias de Poe en términos de psicología clínica, aquí sí parecería pertinente citar el comportamiento psicológico que Lacan, en su conocido seminario sobre Poe y su cuento “The Purloined Letter” (“La carta robada”), llamó “automatismo de repetición” (Muller & Richardson 1988, 43 y ss.), por el que la repetición de ciertos “significantes” determina la conciencia simbólica y constituye así al “sujeto”. El poema “Al Aaraaf” ocuparía, en este esquema, el papel que la carta robada y sus sustitutos (por ejemplo, el documento de burla que el proto-detective Dupin, una vez descubierta la carta, coloca en el lugar conspicuo en el que el ladrón había dejado aquélla) desempeñan en el cuento objeto del seminario de Lacan. Como en éste, lo que está teniendo lugar es un combate singular entre dos poetas (en el cuento, el propio Dupin y el ministro que ha robado la carta); y el vencedor es el poeta imaginativo —aunque fallido— que Poe quiso ser cuando compuso “Al Aaraaf”, el difícil poema que ahora intenta endosar a su público de Boston; mientras que el derrotado es el poeta consciente en que quiso convertirse cuando, negados o rectificados sus iniciales postulados románticos en “The Philosophy of Composition”, la poética expresamente compuesta para explicara posteriori el proceso de creación de “The Raven”, Poe asume una equívoca e incluso cínica9 posición respecto a su poesía en general.

No hay que olvidar que, cuando suceden los hechos que venimos refiriendo, Poe sólo escribe poesía esporádicamente, y que su periodo de dedicación continua y casi exclusiva al género puede darse por terminado con la publicación de su volumen Poems de 1831. Como señala Daniel Hoffman (1998,174), la muy exigente poética desarrollada por Poe hasta ese momento —y cuya expresión más detallada y ambiciosa se encuentra, como veremos, precisamente en “Al Aaraaf”— no era sino “un hermoso método para expresar casi nada”; que conducía, por tanto, “al suicidio del poema” y al consiguiente nacimiento del Poe narrador y, sobre todo, crítico (íbid., 175). O, como señala Edward H. Davidson (1957, 76): los poemas ocasionales que Poe escribió entre 1831 y 1845, año de la publicación de “The Raven”, son “estudios de la imaginación poética en desintegración”. Y es esta imaginación poética en desintegración la que perpetra, ante el público de Boston, lo que para unos es un acto de “perversidad” característico de Poe y, para otros, puede que más justificadamente, una simple mistificación.

EL POETA ES UN FINGIDOR

Como afirmaba Edmund Wilson, “la psicología del fingidor es algo que siempre hay que tener en cuenta en Poe” (cit. en Leary 1972, 3). El origen del interés de Poe en el hoaxing o mistificación literaria puede rastrearse, como tantas otras prácticas literarias del autor, en las teorías de Coleridge (Burgoyne 2001) e incluso en la plasmación práctica de éstas en obras como “The Rime of the Ancient Mariner”, cuya influencia en cuentos de Poe tales como “MS. Found in a Bottle” (“Manuscrito hallado en una botella”) o “A Descent into the Maelström” (“Un descenso al Maelström”) es clara.

En su teorización de la presencia de lo sobrenatural en literatura y la suspensión temporal de incredulidad que esto plantea en el lector, Coleridge no intenta tanto dilucidar la naturaleza del elemento fantástico o sobrenatural como elaborar una teoría de la psicología de la lectura. El lector estaría primariamente interesado, no ya en la verdad de los hechos que se le cuentan, sino en la de los sentimientos que estos hechos le producirían si fueran tomados como verdaderos. Filosóficamente, el interés de Coleridge hacia estos fenómenos se centra en lo que éstos revelan en cuanto a cómo la mente del lector fundamenta la realidad. En Poe, esa constatación desciende de las cumbres de la teoría kantiana del conocimiento, en la que se apoya Coleridge, al propósito más mundano de desenmascarar las creencias de sus lectores y jugar a engatusarlos y halagarlos conforme los somete al doble movimiento de endosarles relatos minuciosamente apoyados en observaciones científicas —como es el caso, por ejemplo, del viaje a la luna narrado en “The Unparalleled Adventure of One Hans Pfaall”— y, al mismo tiempo —aunque no siempre—, proporcionarles las claves necesarias para que reconozcan el carácter de embeleco o mistificación del texto en cuestión.

Decimos “no siempre”, no obstante, porque Poe efectivamente jugó al engaño directo y sin paliativos de sus lectores en textos como el ya mencionado “The Balloon Hoax”; y se sabe que su novela The Narrative of Arthur Gordon Pym, amputada por su editor inglés de su final simbólico, tuvo cierto éxito en Inglaterra como relato de viajes verdaderos (Kaplan 1960, 145). Igualmente, el relato “The Facts in the Case of M. Valdemar” (1845), presentado como una relación de hechos reales en torno a una experiencia de mesmerismo llevada a cabo con un sujeto en trance de muerte, fue tomado en serio incluso por expertos en estas prácticas.10 Por otra parte, en el ensayo que dedicó a Richard Adams Locke en la serie de semblanzas de escritores que llamó The Literati of New York City, Poe elogió el camelo que éste perpetró en el periódico The New York Sun, consistente en una serie de artículos publicados en agosto de 1835 bajo el título “Great Astronomical Discoveries / Lately Made / By Sir John Herschel, L.L., D.F.R.S., &c At the Cape of Good Hope”11 y presentados como tomados de un inexistente suplemento de The Edinburgh Journal of Science. En esos artículos Locke daba cuenta de las presuntas observaciones lunares llevadas a cabo por el astrónomo John Herschel a través de un potente telescopio, y del descubrimiento de vida en el satélite. El éxito del camelo de Locke se basaba, como constataba Poe en su semblanza de ese autor, en el intento de “crear plausibilidad mediante la minuciosidad de los detalles”.12 Igualmente, aseveraba Poe que el éxito de este tipo de textos dependía de la disposición del lector a conceder crédito a esos detalles; y reivindicaba la superioridad y precedencia del ya mencionado ”The Unparalleled Adventure of One Hans Pfaall”, en el que el propio Poe narraba un viaje en globo a la luna; siendo la diferencia entre los dos hoaxes, el perpetrado por Locke en 1835 y el relato de Poe, publicado con anterioridad, el tono de chanza (“banter”) que éste desde el primer momento quiso infundir a su narración.

Que Poe no olvidó la potencialidad de este tipo de bromas periodísticas queda demostrado por la publicación, años después, de otra mistificación, esta vez sin clave tonal que permitiera su desenmascaramiento por parte de los lectores avezados: el ya mencionado “Camelo del globo” del 13 de abril de 1844. La similitud existente entre estos “camelos” sin paliativos, destinados directamente a engañar al lector, y los textos claramente reconocibles como ficciones, pero puestos en boca de narradores que se postulan como testigos fidedignos de los hechos que narran (Hans Pfaall, Pym, etc.), así como el hecho de que lo que fundamenta la plausibilidad de los primeros y la verosimilitud literaria de los segundos sea la utilización de abundantes datos científicos, han inducido a algunos estudiosos de Poe a considerar como hoaxes todos los textos en los que el autor se apoya en esa clase de datos y los ofrece en abundancia como prueba de sus argumentos. De ahí, por ejemplo, que incluso un texto como Eureka, el ensayo cosmogónico que Poe publicó en 1848 —y que, como veremos en nuestra discusión de “Al Aaraaf”, supone la culminación de muchas de las intuiciones planteadas en el poema de 1829— haya sido considerado, a pesar de las afirmaciones del autor sobre la absoluta seriedad de sus especulaciones y su defensa de la verdad “poética” de las mismas, como una simple mistificación destinada a engatusar a los lectores. Tal es la opinión, por ejemplo, de G. S. J. Stott, que en un artículo de 2009 subraya el parentesco entre Eureka y los “relatos de mesmerismo” que lo precedieron —“A Tale of the Ragged Mountains” (“Un cuento de las montañas escabrosas”), “Mesmeric Revelation” (“Revelación mesmérica”, “The Facts in the Case of M. Valdemar” (“La verdad sobre el caso del señor Valdemar”)—, siendo evidente para el mencionado crítico que ninguno de estos relatos va más allá, en sus pretensiones de verdad, que lo que puede esperarse de simples “piezas de ficción para revistas” (56).

Eureka era, además, la versión escrita de la ya mencionada conferencia sobre “La cosmografía del Universo” que Poe pronunció en Nueva York el 3 de febrero de 1848: y que, según Stotts (59), era una imitación y parodia de las que impartía, con notable éxito, John Bovee Dods, que en 1843 había cautivado a un público de dos mil bostonianos con sus elucubraciones sobre el Cosmos. Que Poe era propenso a desenmascarar ciertos fenómenos que cautivaban la atención de las masas era evidente desde que, valiéndose de la mera deducción, expuso el fraude que constituía el llamado “Jugador de ajedrez de Maelzel” (el artículo de Poe así llamado —“Maelzel’s Chess Player”— se había publicado en 1836), un presunto autómata ganador de partidas de ajedrez que, al final, resultó esconder a un experto ajedrecista enano. Por ello, no es del todo inverosímil que Poe quisiera dejar en evidencia a ese otro embaucador de multitudes; que, además, había vendido en un solo mes tres mil ejemplares de su conferencia. Otro objetivo de la posible parodia que Poe quiso hacer de esta clase de oradores populares pudo ser Andrew Jackson Davis, el “vidente de Poughkeepsie”, que había dictado sus conferencias, se decía, en estado de trance. Como veremos más adelante, el hecho de que Poe tuviera esta clara tendencia a la mistificación no debe significar que cuanto afirma en sus obras haya de ser puesto en entredicho. Lo que nos interesa de todo esto, al hilo de nuestra argumentación, es que una conferencia podía ser para Poe un medio tan bueno como cualquier otro para poner en evidencia la credulidad del público; y que, si su opinión sobre el gusto literario de éste no era mejor que la que le merecía su cultura científica, tan verosímil resulta que Poe intentara burlarse de esa insuficiencia en una conferencia sobre principios poéticos como la pronunciada en el Boston Lyceum, que lo hiciera sobre las amplias tragaderas de ese mismo público en cuestiones científicas, como presuntamente hizo en la conferencia neoyorquina y —según algunos, a quienes no necesariamente secundaremos a este respecto—en el ensayo cosmológico publicado poco después.

La idea de que todas las obras significativas de Poe pudieran ser mistificaciones, ha ejercido una gran fascinación sobre la crítica desde que James W. Gargano, en un ensayo de 1963, invitara a los lectores a tener en cuenta que “los narradores de Poe poseen una personalidad y una conciencia de sí mismos distintas a la de su creador” (Regan 1967, 165). Esta consideración —obvia, por otra parte— parecía necesaria en cuanto que permitía descargar a Poe de alguno de los defectos de estilo que comúnmente se le atribuyen: sus excesos retóricos quedaban explicados, y eventualmente justificados, por una posible intención paródica, o eran directamente imputables al estado mental de sus narradores interpuestos. Este descargo supone, además, un valor añadido: Poe se erigiría en precursor de toda una tendencia de la narrativa contemporánea, de Henry James en adelante, que exige tener en cuenta la premisa de que el narrador interpuesto no es necesariamente fiable. Como explica Roy P. Basler en un ensayo sobre “Ligeia” (íbid., 55): el “efecto psicológico” del relato “es similar al de posteriores indagadores en la complejidad psicológica como Henry James, cuyas historias contadas por un narrador se mueven en dos planos. Está la historia que el narrador se propone contar, y la historia que cuenta sin proponérselo, mientras inconscientemente se revela a sí mismo”. Aunque también hay quienes advierten contra un uso abusivo de esta tesis de la desconfianza generalizada hacia lo que, prima facie, parecen querer decir los escritos de Poe. Lo importante en muchos de éstos no es que estén contados de modo tal que parezcan claramente una mistificación, sino que el estilo y el tono