Un torbellino de amor - Vuélveme loca - Fiona Harper - E-Book

Un torbellino de amor - Vuélveme loca E-Book

FIONA HARPER

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Beschreibung

Un torbellino de amor Jennie Hunter y Alex Dangerfield se habían visto en una fiesta y de inmediato supieron que estaban hechos el uno para el otro. Tras un romance vertiginoso y una idílica boda, Jennie pensaba que todos sus sueños se habían hecho realidad… hasta que las circunstancias conspiraron contra ellos. Alex apareció con una adorable niña pequeña y en sus ojos, brillantes y llenos de alegría, Jennie pudo ver un mundo de desesperación. Mollie necesitaba una mamá y Alex la necesitaba a ella, su esposa, en la fortuna y en la adversidad, más que nunca. Vuélveme loca El estilo de la experta en moda Coreen Fraser nunca dejaba a los hombres indiferentes. Pero proporcionar el vestuario para un fin de semana de misterio y crímenes dejó de ser divertido cuando descubrió que tenía que llevar un serio traje de tweed y calzado cómodo. Su mejor amigo, Adam Conrad, tenía sus propios planes para el fin de semana… y un beso a la luz de la luna le abrió a Coreen los ojos. Adam era el único que conocía a la verdadera chica que había tras los tacones de vértigo y el pintalabios rojo, pero ¿tendría el valor de invitarlo a que la besara siempre que quisiera?

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Seitenzahl: 346

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 478 - mayo 2019

 

© 2011 Fiona Harper

Un torbellino de amor

Título original: Three Weddings and a Baby

 

© 2011 Fiona Harper

Vuélveme loca

Título original: Swept Off Her Stilettos

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-972-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un torbellino de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Vuélveme loca

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SI HABÍA algo para lo que Jennie Hunter tenía un don era para salirse con la suya. Desgraciadamente, ese don la abandonó un día de Año Nuevo, al mismo tiempo que un ramo de novia compuesto de lirios y azucenas caía inesperadamente en sus manos.

¿Cómo había podido pasar?

Se había apartado cuando la flamante esposa de su hermanastro lanzó el ramo por encima de su cabeza. ¿Qué había hecho Alice? ¿Le había puesto un dispositivo de seguimiento? Siendo como era, no lo descartaría. Desde que se comprometió con su hermanastro, Alice había intentado emparejar a todas sus amigas y Jennie se había convertido en su proyecto favorito.

Una mano gruesa y sudorosa tocó su hombro.

–No te preocupes, pronto te tocará a ti.

Jennie se volvió para sonreír a su primo Bernie; una sonrisa que seguramente podría ser descrita más bien como una mueca. Si había dejado una mancha de sudor en su vestido de satén vintage le metería el ramo por la garganta, pétalo por pétalo.

«Pronto te tocará a ti».

¿Cuántas veces había escuchado eso aquel día?

Jennie miró el ramo de novia que tenía en la mano. ¿Por qué lo había agarrado cuando chocó contra su pecho? Debía haber sido un reflejo, pensó.

Una horda de mujeres entusiasmadas esperaba conseguir el gran premio y debería haber dejado que alguna de ellas la apartase de un empujón. Sin embargo, podía sentir varios pares de ojos rencorosos clavados en su espalda.

Alguien la empujó entonces para despedirse de los novios, que partían de luna de miel, y Jennie se quedó un poco atrás, viendo a Cameron y Alice subir al coche entre risas y besos. Y ni siquiera su sana dosis de cinismo sobre el «amor verdadero» pudo impedir que suspirase.

Alice estaba guapísima con un vestido de novia vintage de los años treinta. ¿Y Cameron? Bueno, el pobre no podía apartar los ojos de su flamante esposa. Y así era como debía ser, ¿no? La novia debía ser el centro del universo, su razón para vivir.

Un gemido escapó de su garganta, que disimuló con una tosecilla, y decidió que aquél era tan buen momento como cualquiera para despedirse de su hermanastro y su cuñada.

Después de abrazar a Cameron, que tenía una cara de satisfacción insoportable, Jennie se volvió hacia Alice, que miraba el ramo con una sonrisa.

–Mereces encontrar a alguien especial –le dijo su cuñada al oído–. Cuando lo encuentres, pondrá tu mundo patas arriba y serás más feliz que nunca en toda tu vida.

Jennie había decidido que le gustaba su mundo tal y como era, pero al recordar las cosas que se habían torcido últimamente tuvo que contenerse para no dejar escapar un suspiro gigantesco. Aunque, por supuesto, cuando Alice la soltó, parecía tan alegre como siempre.

El coche de los novios desapareció por el camino del elegante hotel donde se había celebrado el banquete, seguido de una lluvia de confeti, gritos de buenos deseos y el sonido de las latas que alguien había atado al guardabarros. Y Jennie suspiró.

Por fin.

Ahora que Alice y Cameron se habían ido, los invitados se dedicarían a charlar, a bailar y a beber de una forma que lamentarían amargamente por la mañana.

Pero su plan era encontrar una esquina tranquila, quitarse los zapatos y brindar por la muerte de sus esperanzas y sus sueños con todo el champán que pudiese encontrar.

 

 

Él la miró mientras se alejaba caminando hacia el hotel…

No, Jennie Hunter no caminaba. Caminar era un verbo demasiado vulgar, pero no se le ocurría otro que pudiese explicar la elegancia de su paso.

El ramo de novia colgaba de su mano mientras se acercaba a la puerta del hotel. Otras chicas iban mirando al suelo para no clavar los tacones en la gravilla, pero Jennie no. Ella ni siquiera miraba hacia abajo, dando la impresión de que se deslizaba sobre una superficie lisa. Su melena de color rubio ceniza se movía con la brisa, dejando ver su largo cuello…

Un cuello que, había descubierto recientemente, le gustaría retorcer.

Desgraciadamente, esa noche no podría hacerlo.

Jennie se unió a un grupo de gente y escuchó su risa, clara y cristalina, por encima de las demás. Despertaba a la vida en las fiestas, lo cual no era sorprendente ya que ése era su trabajo. Ser una de las jóvenes de la alta sociedad londinense que más daba que hablar la había ayudado mucho cuando abrió su empresa de organización de fiestas. Todo el mundo quería estar en una fiesta que Jennie Hunter organizaba.

Alex suspiró. Verla allí confirmaba sus peores miedos. Había querido estar equivocado, pero sospechaba que aquella mujer no podría comprometerse con nada durante un mes y mucho menos una vida entera. De modo que lo había engañado.

Tal vez no lo había hecho a propósito, pero lo había engañado de todas formas. Y eso no le gustaba nada. Él era un hombre acostumbrado a no dejarse engañar por una cara bonita y rara vez se equivocaba. ¿Por qué aquella mujer precisamente…?

Últimamente parecía haber estado recluida en su casa, pero sabía que la encontraría en la boda de su hermanastro. Cameron Hunter había decidido organizar una boda íntima y exclusiva a las afueras de Londres. Sus amigos y familiares habían tenido que prometer no contar nada a nadie, de modo que no había sido fácil localizar el sitio sin levantar sospechas, pero al final lo había conseguido.

Alex se apartó del arbusto tras el que estaba escondido y se apretó el nudo de la corbata. No se había colado en la boda para nada y era hora de conseguir lo que había ido a buscar. No quería venganza, aunque ver a Jennie había despertado ese deseo, sino la verdad.

¿Quién era Jennie Hunter? ¿Quién era en realidad?

 

 

Cuando las últimas latas atadas al guardabarros del coche de Cameron desaparecieron por el camino, Jennie se dio la vuelta para dirigirse de nuevo al hotel, con el ramo de novia sujeto por una cintita de satén blanco colgando de un dedo.

De repente, se sentía agotada. Exhausta. La sonrisa que había esbozado para Cameron y Alice empezaba a convertirse en una mueca. Y cuando vio quién se acercaba a ella, la sonrisa desapareció del todo.

–Mi sobrina favorita –dijo su tía Barbara, abriendo los brazos.

Jennie le devolvió el abrazo, pero se apartó enseguida para que el espeso maquillaje de su tía no le manchara el vestido. En su opinión, la manía de su tía Barb de usar maquillaje anaranjado debía mantener un negocio entero de tintorerías.

–¿Por qué no vamos a buscar a Marion?

Su madrastra, siempre paciente y amable, era una experta en situaciones como aquélla. Marion había sido la única figura materna en su vida durante los últimos doce años y le gustaba pensar que entre ellas existía el mismo lazo que habría tenido con su madre si hubiera vivido lo suficiente para verla convertida en una adulta. Bueno, para intentar convertirse en una adulta. Algunos miembros de su familia tenían dudas al respecto.

Llevar a su tía Barb entre los invitados fue más difícil de lo que había anticipado y cuando miró alrededor, buscando a su madrastra, no tuvo suerte. Pero vio a su padre, apoyado en el mostrador de recepción, esperando hablar con alguien.

–Tú eres una buena chica, Jennie –estaba diciendo su tía–. Y no te preocupes, pronto será tu turno.

Bueno, ya estaba bien. Un padre era tan bueno como una madrastra.

–¡Dennis! –exclamó su tía Barb.

Jennie sonrió. Había algo muy satisfactorio en ver a Dennis Hunter, presidente de las industrias Hunter, siendo abrazado por su exuberante hermana.

Él la miró por encima del hombro de su tía. «¿Por qué me haces esto?», parecía preguntarle con los ojos. Pero al menos últimamente el ya familiar gesto de irritación era atemperado por una sonrisa indulgente.

–Mira a quién me he encontrado.

–Niña malcriada –murmuró su padre cuando Barb perdió interés por su único hermano y le preguntó al conserje dónde estaba el bar.

Dennis Hunter sacó un pañuelo del bolsillo para limpiar una mancha de maquillaje naranja de la solapa de su esmoquin.

–No sé cómo tú puedes evitarlo. A mí me mancha siempre.

–Es una maniobra que he perfeccionado con los años. Sé bueno conmigo y tal vez te la enseñe algún día.

–¿Y cuánto me costará eso?

–Nada –respondió Jennie, inclinándose para darle un beso en la mejilla–. El día que te pedí dinero para abrir mi empresa te dije que sería la última vez.

Su padre dejó escapar un bufido, como diciendo: «lo creeré cuando lo vea».

–Debo decir que, a pesar de mis reservas sobre la ropa de segunda mano, ese vestido es muy bonito.

–Es vintage, papá, no de segunda mano. Como las botellas que tú tienes en tu bodega, los vestidos vintage son mejores con el paso del tiempo –Jennie pestañeó varias veces–. ¿Lo ves? Soy como tú, papá.

–Una niña imposible.

–Tú no me querrías de otra manera –Jennie se cruzó de brazos, mirándolo a los ojos–. Pero tenía la impresión de que estabas a punto de hacerme un cumplido, así que suéltalo de una vez.

Su padre se aclaró la garganta.

–Sólo iba a decir que me alegro de que mi flamante nuera insistiera tanto en que te pusieras ese vestido.

Alice había insistido mucho, desde luego. Y como ella y la otra dama de honor, Coreen, tenían una tienda de ropa vintage, Jennie no había podido disuadirla.

Aquel vestido en particular era uno del que se había enamorado a primera vista. ¿Y quién no se enamoraría al ver la elegante túnica de seda en color ostra, cortada a la perfección? Era preciosa y le quedaba como si se la hubieran hecho a medida.

Pero no debería haberla alabado tanto porque se le había quedado grabado a Alice y cuando a Alice se le quedaba algo grabado no había manera de quitárselo de la cabeza.

Según ella, era una pena dejarla en el armario y, además, tenía un par de zapatos que iban a juego. Y cuando algo era tan perfecto no podía quedarse en casa…

Jennie no le había dicho que ya se había puesto el vestido. Una sola vez. Y que preferiría ponerse un chándal de poliéster para ir a la boda. No podía decirlo porque eso habría despertado demasiadas preguntas, de modo que se había puesto el vestido, que durante todo el día había estado riéndose de ella.

–Sólo quería decir que estás…

Su padre no era muy expresivo. A veces, incluso le resultaba difícil decir un simple cumplido.

–Lo que tu padre quiere decir es que estás espectacular –intervino Marion, pasándole un brazo por la cintura.

Su madrastra estaba sonriendo, relajada por fin. La pobre había organizado la boda a toda prisa porque Cameron decidió de repente casarse con Alice el día de Año Nuevo para empezar con buen pie.

–Van a ser muy felices –dijo Jennie, mirando hacia la puerta del hotel.

–Ojalá sea así –Marion suspiró.

–¿No estás segura?

–Eso es lo que tiene ser madre: por mayores y listos que sean tus hijos, no dejan nunca de ser el centro de tu universo. No se puede apagar ese radar interno que se enciende el día que nacen.

Eso era lo que Jennie había querido de su padre tras la muerte de su madre, saber que era un pitido en su radar. Pero había tardado un par de años en averiguar cómo conseguir su atención.

Marion suspiró de nuevo.

–Es una tontería, pero lo único que puedo pensar es que Cameron ya no irá a casa a comer todos los domingos. Sé que es muy egoísta por mi parte…

–No, no lo es –la interrumpió Jennie, tocando su brazo–. Pero Alice cocina fatal, así que no te preocupes, seguirán yendo a tu casa los domingos.

Los tres soltaron una carcajada.

–Bueno, ¿y tú qué? ¿Tú también eres feliz, cariño?

Jennie la miró, sorprendida. No había esperado esa pregunta. Nadie le hacía nunca esas preguntas. Podían preguntarle dónde había comprado un vestido o esos zapatos tan maravillosos o quién la peinaba, pero nada más. La mayoría de la gente creía que era una persona superficial, sin problemas.

Jennie llevaba años esperando que alguien le preguntase algo más, que esperase algo más de ella.

Y entonces, un día, alguien la había mirado por dentro. Alguien había decidido averiguar si había algo bajo ese hermoso exterior…

Jennie sacudió la cabeza. No iba a pensar en él. Y ya no esperaba ese tipo de preguntas, no las quería.

–Pareces cansada –Marion frunció el ceño–. ¿Qué te ocurre? Estás muy seria desde que volviste de México.

Jennie se encogió de hombros, apartando la mirada. No le dijo que, a pesar de haber planeado pasar las vacaciones en Acapulco, en realidad había estado en París. Una sorpresa de última hora y contárselo a sus padres despertaría muchas preguntas incómodas.

–Es el virus estomacal que pillé allí. Me ha dejado hecha polvo.

–Desde luego –intervino su padre–. Apenas te hemos visto durante las navidades.

–Pero ahora estoy mejor, así que podéis dejar de preocuparos. En serio.

–No hagas pucheros, cariño –bromeó Dennis Hunter–. Funcionaba cuando tenías ocho años, pero ya no.

Jennie no se había dado cuenta de que estaba haciendo pucheros, de modo que se mordió los labios.

–¿Mejor así? –murmuró, con la boca cerrada.

–Mucho mejor –su padre intentaba mantenerse serio, pero no podía hacerlo y Marion soltó una carcajada.

–No tienes precio, Jennie. Eres única.

–Espero que eso sea un piropo. Y no veo por qué es tan gracioso, sólo quiero que todo el mundo sepa que estoy mejor –Jennie señaló a su tía Barb–. Y eso es más de lo que puedo decir de otras personas.

–Barb no puede volver sola a casa, Dennis –dijo Marion entonces–. Vamos a tener que buscar habitación para ella.

–Muy bien.

Mientras él iba a recepción, Marion se acercó a Barb para ayudarla a sentarse en un sofá. Pero un minuto después, su padre volvió haciendo una mueca.

–No tienen habitaciones libres.

Jennie miró hacia la escalera. Tal vez debería echar mano del plan B y escapar a su habitación. Siempre podía llamar al servicio de habitaciones si decidía que necesitaba burbujas para ahogar sus penas.

–¿Podríamos usar tu habitación, cariño? –le preguntó Marion–. Sólo hasta que encontremos una solución…

La conversación fue interrumpida por un ronquido de su tía Barb. Genial, su plan B se había ido por la ventana.

–Sí, claro –tuvo que decir.

–Menos mal que no la vas a necesitar durante un tiempo –Marion señaló el salón, del que salían las notas de una famosa canción de ABBA–. La fiesta durará horas.

La fiesta. A Jennie no le apetecía nada.

Su única opción era esconderse detrás de alguna planta, pensó.

–No te preocupes por nosotros –siguió su madrastra–. Ve y pásalo bien. Nosotros nos encargaremos de Barbara.

–Maldita sea, siempre hace lo mismo –protestó su padre–. Se niega a reservar habitación, pero al final siempre tiene que quedarse. La próxima vez reservaremos habitación diga lo que diga…

Jennie ya no estaba escuchando porque sólo le quedaba sonreír y unirse a la fiesta. Y después de lanzarles un beso, eso fue exactamente lo que hizo.

 

 

 

La había visto mirar hacia la escalera y esperaba que subiera a su habitación. Lo último que deseaba era discutir con ella en público, pero el sitio dependería de Jennie.

Alex estuvo a punto de soltar una carcajada. Él no tenía ningún control sobre lo que hacía aquella mujer.

Al contrario, había tenido que esconderse tras unos arbustos y colarse en una boda sólo para estar un momento con ella. Bueno, pues esta vez la caprichosa princesita no iba a salirse con la suya.

Por supuesto, Jennie elegiría unirse a la fiesta antes que subir a su habitación. Debería haberlo imaginado. Al fin y al cabo, era Jennie Hunter y tenía que ir donde fuese el centro de atención, donde pudiese brillar.

Era increíble aquella chica.

Estaba tranquilo cuando llegó al hotel, pero su compostura había desaparecido al verla. En el fondo, sabía que no debía enfrentarse con ella allí, sintiéndose de ese modo y delante de tantos testigos, pero no podía evitarlo.

De modo que la siguió hasta el salón y la buscó entre los invitados.

 

 

–Jennie, estoy aquí…

Jennie vio a la otra dama de honor, Coreen, sentada estratégicamente tras una enorme palmera.

Maldita fuera la generosidad de Cameron. Tener barra libre significaba que en lugar de marcharse a casa, la mayoría de los invitados se habían quedado a beber como esponjas. El salón estaba lleno de gente y su ilusión de encontrar una esquina tranquila se había ido por la ventana.

Coreen apartó las ramas de la palmera y se inclinó hacia delante. El contraste del vestido de pin-up de los años cincuenta entre todo ese verde era realmente cómico, pero Jennie no tenía ganas de reír.

–Tengo otra silla y dos de éstas –Coreen le mostró dos botellas de champán.

Había ángeles en el cielo, pensó Jennie, dejando escapar un suspiro.

–Eso me interesa –contestó, levantando la falda de su vestido para rodear la planta.

Coreen, como siempre, estaba perfecta. Se tomaba su trabajo tan en serio que nunca la había visto con algo diseñado en el siglo XXI. Aquel día llevaba un vestido rosa chicle de los años cincuenta que complementaba perfectamente con su túnica en color ostra.

Coreen le ofreció una botella de champán.

–¿Por qué brindamos? Y por favor, no digas por los finales felices.

Jennie se llevó la botella a los labios y tomó un largo trago. Cuando terminó, su amiga estaba mirándola con una sonrisa en los labios.

–Estamos un poco tristes, ¿no?

–No tienes ni idea –respondió Jennie, levantando la botella de nuevo.

Coreen, mientras tanto y a pesar de la cantidad de gente que había en el salón, consiguió atraer la atención de un camarero. Bueno, tal vez no era tan sorprendente. Al fin y al cabo, se trataba de Coreen. Cuando le pidió un par de copas, el chico asintió con la cabeza, sonriendo como un tonto mientras prácticamente galopaba hacia la barra.

–A mí me pasa lo mismo –dijo su amiga.

Jennie soltó una risita.

–Pues a mí no me pareces muy triste.

–Coquetear está bien, pero no es lo mismo. En un día como hoy, todo el mundo habla de promesas, de amor eterno. La verdad, eso te puede hacer sentir…

–¿Suicida?

–Iba a decir soltera, pero eso es más descriptivo.

El camarero volvió con las dos copas para seguir tonteando con Coreen, pero ella lo despidió con un aristocrático gesto y una sonrisa de estrella de cine.

–Te aseguro que ése no estaba pensando en amor eterno –murmuró, irónica.

Aun así, giró la cabeza para admirar su bonito trasero mientras Jennie llenaba las copas.

–¿Y estás buscando amor eterno?

–Tal vez, no lo sé. ¿Y tú?

Jennie abrió la boca para replicar con algo divertido, pero de repente no podía hablar. Para disimular, levantó su copa y tomó un trago, pero las burbujas eran como piedras en su garganta.

Unas semanas antes había creído en todo eso: en el amor, en las promesas, en el final feliz. Pero ya no. Tal vez no creería en ello nunca más.

¿Por qué si había aguantado todo el día sin llorar, de repente se hacía pedazos? Era patético. Quizá era por cómo había mirado Cameron a Alice durante la ceremonia. Por contraste, su aventura sólo había sido un sueño. Y saber eso le rompía el corazón.

–Nunca se sabe –dijo Coreen–. A lo mejor algún día podemos cambiar estos trajecitos por un vestido de novia. Aunque he estado pensando que tal vez no lleve nada cuando llegue el gran día.

Jennie tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no podía dejar de reír. Y en medio de la risa, se dio cuenta de que alguien estaba mirándolas. Alguien que se acercaba en ese momento…

Y cuando levantó la mirada, la risa se cortó en seco.

El hombre que estaba frente a ella era alto, moreno, impecablemente vestido. Pero eran sus ojos lo que la mantenía prisionera; unos ojos de un azul tan claro que podía ser fácilmente comparado con el azul del horizonte un día de verano. Pero eran tan cálidos como la brisa del Ártico. Incluso sintió un ligero escalofrío.

–¿Conoces a este hombre?

Jennie tragó saliva y el gesto pareció ponerla en movimiento de nuevo. Y su voz sonaba casi normal cuando habló, lo cual era sorprendente.

–Coreen, te presento a Alex Dangerfield.

Alex la saludó con un gesto de cabeza, pero sin apartar la mirada de Jennie. Y no era sólo la mirada, todos sus sentidos parecían concentrados en ella. Pero siempre había sido así.

–¿Entonces lo conoces?

–Debería conocerme –dijo Alex–. Soy su marido.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

COREEN, que se había levantado ante la llegada de Alex, volvió a dejarse caer sobre la silla.

–¿Tu…? –empezó a decir. Parecía incapaz de pronunciar la palabra «marido».

Y Jennie la entendía.

–¿Es verdad?

Jennie asintió con la cabeza. Desgraciadamente, lo era. Le habría gustado poder negarlo, pero Alex era el tipo de hombre que, sin duda, sacaría un certificado de matrimonio del bolsillo en un momento tan inconveniente como aquél. Y pensar eso la enfureció.

En su ausencia, su rabia contra él había estado mezclada con un estúpido anhelo, dolor y remordimientos de conciencia. Pero verlo allí empañaba todo eso como antes lo habían empañado las lágrimas.

¿Qué hacía en la boda de Cameron?

¿A qué estaba jugando?

Jennie abrió la boca para preguntarle precisamente eso, pero Alex la interrumpió dirigiéndose a Coreen.

–Ahora que nos hemos presentado, ¿crees que podría hablar a solas con mi esposa?

Jennie dio un respingo al escuchar esa palabra. Ella no se sentía como su esposa, no se sentía como el centro de su universo.

Coreen lo miró, como diciendo que lo pagaría caro si se atrevía a hacerle algo a su amiga.

–No pienso dejarte solo con Jennie a menos que ella me lo pida.

Jennie estuvo a punto de reír. Si la situación fuera menos seria, habría dado dinero por un asiento en primera fila para presenciar un enfrentamiento entre Coreen y Alex. Pero cuando miró a su marido cambió de opinión. Nunca lo había visto tan… hostil. Tal vez si hubiera visto esa faceta de él durante su romance relámpago no habría sido tan tonta como para dar el «sí, quiero».

–No pasa nada, Coreen. Alex y yo… nosotros…

–Tenemos cosas que solucionar –terminó Alex la frase por ella.

«Nosotros somos algo que solucionar», estuvo a punto de decir Jennie mientras intentaba averiguar si aquello era una alucinación. A su alrededor había mucha gente, pero se sentía extrañamente desconectada de todo.

Y la sorprendió el deseo de agarrar a Alex por las solapas de la chaqueta y exigir que le explicase por qué su luna de miel no había sido lo más importante para él.

Pero tenía que sacarlo de allí inmediatamente, antes de que apareciesen Marion y su padre.

Jennie miró alrededor y, aunque no le gustaba nada ser la esposa obediente, la única manera de librarse de él sería buscar algún sitio para hablar a solas.

Qué irónico que durante su ridículamente corto matrimonio lo único que deseaba era eso, estar a solas con él.

–¿Nos vamos? –Alex le hizo un gesto y Jennie sonrió a Coreen antes de dirigirse al vestíbulo.

Nadie debía saber quién era. Normalmente, no le importaba robar protagonismo y sabía muy bien que a sus amistades le encantaban sus escándalos.

¿Recuerdas lo que hizo Jennie en el bautizo de Josh? ¿Recuerdas el cumpleaños de Barb, cuando Jennie…?

Pero eso no podía pasar en la boda de Cameron y Alice. Si provocaba una escena, nadie recordaría lo guapa que iba la novia o lo romántico que había sido el discurso del novio. Sencillamente, dirían que había sido el día en el que Jennie y su secreto marido habían tenido una pelea delante de todo el mundo.

Afortunadamente, Alex era una persona discreta y contaba con que se portase de manera civilizada.

Estaban casi en la puerta cuando miró por encima de su hombro. Por qué, no estaba segura. No tenía que mirar para saber que Alex estaba siguiéndola porque el cosquilleo que sentía en la nunca se lo decía bien claro.

Pero el brillo de sus ojos la hizo pensar que podría estar equivocada. Alex no parecía sensato o civilizado en ese momento y tal vez lo mejor sería convencerlo para que se encontrasen al día siguiente, cuando los dos estuvieran más tranquilos.

¿Por qué estaba allí? ¿Y por qué aquel día precisamente?

¿Qué le daba derecho a aparecer en su vida para ponerla patas arriba otra vez? ¿Qué más podía querer de ella?

El vestíbulo del hotel estaba prácticamente desierto, con un par de empleados que los miraron con cara de cansancio y un invitado al que no reconoció. Jennie se dirigió al hueco de la escalera, medio escondido tras una enorme planta, y se volvió hacia Alex.

Estaba peligrosamente cerca, a un centímetro de ella, y sintió un cosquilleo por la espina dorsal que subió por el cuello hasta sus mejillas. Era como si la pincharan con mil agujitas de acupuntura… una sensación nada relajante.

Después de dar un paso atrás, Jennie hizo la pregunta que había querido hacerle desde que se materializó en el salón.

–¿Qué haces aquí, Alex?

Él la miró, sin pestañear.

–Eres mi mujer. ¿Por qué habías pensado que no vendría a buscarte?

Los ojos de Jennie se empañaron, a su pesar. Aquello era lo que había querido, por lo que había rezado. Cuando se marchó del hotel, en el fondo de su corazón era aquello lo que esperaba.

Pero no debería ser así.

En sus sueños, Alex la abrazaba y la besaba, murmurando palabras de amor. En sus sueños, nunca había parecido tan frío, tan desdeñoso. Las palabras eran las correctas, pero no así la emoción. Y no podía dejar que viese cuánto la entristecía eso.

–Bueno, pues ya me has encontrado –le dijo, con expresión retadora.

–He venido por dos razones. Primero, porque hay cosas que debes saber, pero también porque me debes una explicación.

Una explicación. ¿Quería una explicación?

–¿Eso es todo?

Quería que le dijera que había ido a buscarla porque la necesitaba, pero Alex se limitó a mirarla de arriba abajo.

–Posiblemente. Aún no estoy seguro.

Por su expresión, cualquiera habría pensado que no le importaba un bledo y a Jennie se le encogió el estómago. La única manera de no derrumbarse era desatar la ira que había estado conteniendo durante las últimas semanas.

–¡Vete al infierno! –le espetó.

Le habría encantado borrar esa sonrisa irónica de un bofetón, pero era demasiado educada. Aunque sólo por la satisfacción de verlo perder la calma merecería la pena.

Jennie se dio la vuelta, sin un destino en mente, sólo poner distancia entre los dos…

Pero justo en el momento en el que escuchó la voz de su madrastra, Alex la agarró por la muñeca. Y no estaba preparada para aquello, en absoluto. Lo cual era extraño porque era lo único que había deseado durante las últimas semanas. Había fantaseado con ello muchas veces.

Al principio había soñado que le echaba los brazos al cuello para demostrarle cuánto lo había echado de menos. Unos días después, su imaginación la llevaba más bien a dar una patada en el suelo y ponerse a gritar. Al final, se había visto a sí misma guapísima y distante mientras él le suplicaba que lo perdonase.

Pero ahora se daba cuenta de que no estaba preparada para hablar con Alex. Necesitaba tiempo para ponerlo todo en perspectiva.

Y, desde luego, no estaba preparada para que su familia descubriese que se había casado en Las Vegas con un hombre al que apenas conocía.

Podía imaginar la expresión decepcionada de su padre, lo humillante que sería reconocer que había vuelto a meter la pata.

Pero Jennie sabía disimular, sabía cómo darle la vuelta a las situaciones negativas. En eso era la mejor.

De modo que, al ver a su madrastra bajando la escalera, hizo un esfuerzo para transformar la pena en alegría.

–Ah, estás ahí –dijo Marion–. Iba a buscarte.

Su madrastra pareció percatarse de que el hombre que estaba con ella la sujetaba por la muñeca y miró a Jennie con expresión interrogante. Ella hizo lo que pudo para enviar un silencioso S.O.S. a Alex, sintiendo la tentación de hacer código Morse con las pestañas.

Marion, sin entender qué pasaba, le ofreció su mano como la excelente anfitriona que era.

–Lo siento, debería poner nombre a todas las caras después de lo que nos ha costado hacer la lista de invitados, pero en una boda de este tamaño no resulta fácil. ¿Es usted uno de los amigos de Alice?

 

 

Alex no quería soltar la mano de Jennie. Era la primera vez que tenía contacto físico con ella en varias semanas y eso no era lo que había esperado cuando reservó una suite en el mejor hotel de París para su luna de miel.

Miró a Jennie y luego miró la puerta, pensando que tenía un noventa por ciento de posibilidades de atraparla si salía corriendo. Con cualquier otra persona habría estimado un cien por cien de posibilidades, pero se trataba de Jennie, una mujer con un don para lo impredecible.

Qué diferente había sido la última vez que la tocó, cuando la despertó para decirle que había recibido una llamada urgente, un problema familiar que iba a poner su vida patas arriba. Jennie estaba medio dormida y la había abrazado con la desesperación que sólo los recién casados entendían…

Alex soltó su muñeca por fin y ella se apartó.

Le había prometido que volvería lo antes posible y, aunque había tardado más de lo previsto, cumplió su palabra. Pero Jennie no lo había creído.

Y, además de dolerle, también había despertado una serie de dudas. Si su mujer lo conociese un poco sabría que él era un hombre de palabra. Por eso había ido a buscarla.

Aunque en los momentos más negros había querido lavarse las manos, no podía hacerlo. O al menos no podría hacerlo con la conciencia tranquila hasta que supiera que de verdad no había manera de arreglar la situación. Y para hacer eso necesitaba descubrir por qué Jennie tenía tan poca fe en él y por qué no había cumplido su palabra de esperarlo.

Él no era el único que había hecho promesas, ambos lo habían hecho. Pero, aparentemente, había elegido una esposa que no era capaz de esperar una semana. ¿Por qué le había dejado Jennie hacer las promesas más sentidas, más profundas que un hombre podía hacerle a una mujer si no confiaba en él?

–Soy Marion Hunter.

Jennie había mencionado a su madrastra en varias ocasiones, siempre con afecto y respeto. Pero estaba tan consumido por encontrarla que no había pensado qué haría o diría si conociese a alguien de su familia. Y él no era así, él siempre hacía planes, siempre intentaba controlarlo todo.

¿Qué les habría dicho cuando volvió sola de su luna de miel? Especialmente habiéndose casado en Las Vegas con un hombre al que sus padres no conocían.

Seguramente no habría hablado bien de él, aunque eso le daba igual. No le importaba ser el malo de la película, sólo quería respuestas.

–Alex Dangerfield.

Marion Hunter lo miró como si ese nombre no le sonara de nada.

–Soy el…

–Es un amigo –lo interrumpió Jennie. Quería mostrarse alegre, pero había cierta nota de desesperación en su voz y Marion la miró, sorprendida–. Alex es mi mejor amigo, mi… nuevo amigo –añadió, como un globo deshinchado–. Habíamos discutido y pensé que no iba a venir, pero ha venido y estoy encantada… encantada de verdad.

Luego lo miró, suplicándole con los ojos que no la contradijese, y Alex se dio cuenta de lo que pasaba: la familia de Jennie no sabía nada de su matrimonio.

No se lo había contado. No se había molestado en mencionar el trivial detalle de que había encontrado a una persona con la que pasar el resto de su vida.

Qué estúpido por su parte haber esperado otra cosa. Eso era para su mujer: un detalle sin importancia.

Bueno, le daba igual lo que pensara su familia o los problemas que provocase su presencia para Jennie. No iba a perder más tiempo.

–Tengo que hablar contigo –le dijo, olvidándose de su madrastra–. Ahora mismo.

–Pero…

Un grupo de invitados pasados de copas que salía del salón en ese momento rodeó a Jennie y a Marion diciendo lo bonita que había sido la boda y lo bien que estaban pasándolo.

Jennie intentaba apartarse discretamente, pero Alex no se movió de su lado. No iba a parpadear siquiera hasta que hablase con ella. Apartar los ojos de esa mujer, aunque sólo fuera un segundo, era un error.

–No es buen momento –dijo ella en voz baja–. ¿Qué tal mañana? Podemos hablar por la mañana, cuando todo el mundo se haya calmado.

Alex la miró, irónico. ¿De verdad pensaba que era tan tonto?

–¿Ocurre algo? –preguntó Marion.

Jennie negó con la cabeza, pero estaba segura de que eso no engañaba a su madrastra.

–¿Desde cuándo os conocéis, Alex?

–Desde hace unos meses –respondió él.

–¿Y cómo os conocisteis?

–Por mi negocio –se apresuró a responder Jennie–. Alex es abogado y yo organicé una fiesta para su bufete y… en fin, nos caímos bien desde el principio.

Alex estuvo a punto de soltar una carcajada. Lo decía como si fuera lo más normal del mundo, pero la conexión inmediata que hubo entre ellos lo había cegado. No se cansaba de ella, no había podido dejar de pensar en ella, de desearla.

–Pues imagino que la echarías de menos cuando se fue de vacaciones. Estuvo fuera varias semanas –Marion Hunter levantó una ceja, observando su reacción.

–Sí, fue horrible –dijo Jennie, hablando a tal velocidad que las palabras se atropellaban–. Pero nos llamábamos todos los días y nos comunicábamos por correo electrónico…

–Ah, entonces tú debes ser ese virus estomacal del que tanto he oído hablar.

Jennie apretó la mano de Alex con una fuerza que no creía poseer.

–Eso parece –dijo él.

Una de las cosas que más le gustaban de Jennie era su creatividad. Aparentemente, también era creativa con las mentiras.

–Imagino que tendréis muchas cosas que contaros, así que os dejo solos –dijo Marion entonces.

–¡No te vayas! –exclamó Jennie.

–¿Por qué?

–Aquí hay mucho ruido y… no tengo dónde ir. Tía Barb está en mi habitación, roncando tranquilamente, y es muy tarde –Jennie se volvió hacia Alex–. Bueno, tendremos que vernos por la mañana.

Su madrastra negó con la cabeza.

–Eso bajaba a decirte, cariño. Tenemos una habitación para ti.

–No es posible. Todas estaban ocupadas hace una hora…

–Pero reservamos una habitación extra que no está usando nadie, ¿recuerdas? –la interrumpió Marion, aparentemente encantada consigo misma.

Alex sonrió. De modo que no tendrían que esperar hasta el día siguiente. Y tenía la impresión de que el destino estaba siendo amable con él. Conseguiría sus repuestas y las conseguiría esa misma noche.

–¿No te referirás a…?

–A la habitación que reservamos para que Alice se pusiera el vestido de novia –dijo Marion–. No sé cómo se nos había olvidado –añadió, ofreciéndole la llave.

Jennie la tomó, apretándola como si fuera una granada de mano.

Y Alex supo que había ganado. Aunque tal vez no era así. Tal vez ni siquiera debería haber ido allí para intentar arreglar su matrimonio.

Al final, había decidido que lo único que sabía de Jennie Hunter era que lo fascinaba, que lo cautivaba. Y que había salido corriendo la primera vez que las cosas se pusieron difíciles.

–Sabes cuál es, ¿verdad? La habitación en la que te has vestido esta mañana.

Jennie asintió con la cabeza mientras se dirigía a la escalera. Pero cuando Alex iba a seguirla, Marion lo sujetó del brazo.

–Buena suerte –le dijo en voz baja–. No es fácil, pero te aseguro que merece la pena.

Alex siguió a Jennie, no tan cerca como antes pero sí lo suficiente como para admirar sus curvas bajo el precioso vestido de satén

Tenía que ponerse ese vestido precisamente.

Por fin, cuando llegaron al primer piso, Jennie se dirigió hacia una puerta doble, pero en lugar de abrir se quedó inmóvil, moviendo la llave como si no supiera qué hacer con ella. Alex se dio cuenta de que no llevaba la alianza.

Se la había quitado.

Y empezaba a entender que vacilase. Si era sincero consigo mismo, tampoco él sabía muy bien qué hacer.

Porque en la puerta había una plaquita de bronce que decía: Suite nupcial.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ALEX se alegraba de que por fin se pusiera el sol tras los árboles y los rododendros del jardín. Las fiestas al aire libre eran, por definición, fiestas de día, de modo que pronto podría despedirse y volver a su casa.

Cuando su socio, Edward, sugirió que organizasen una fiesta para dar las gracias a los empleados y agasajar a sus clientes más importantes, Alex había puesto objeciones. El mes de septiembre no era el mejor momento para organizar fiestas al aire libre, pero Edward no pensaba retrasar sus vacaciones en Barbados por nadie, de modo que tuvo que acceder.

Afortunadamente, el inconstante verano inglés había decidido aparecer a mediados de agosto y aguantar un poco más de lo normal. El día había amanecido soleado y durante toda la tarde había soplado una suave brisa que movía los pétalos de las rosas y las ramas de los árboles.

Edward era un hombre de suerte.

Alex suspiró antes de tomar un sorbo de cerveza. Supuestamente, había sido una buena fiesta, pero él había ido moviéndose de grupo en grupo, charlando cuando se veía obligado a hacerlo, pero sin recordar absolutamente nada de lo que había hablado con nadie. Ni siquiera recordaba si había comido algo. A menos que tuviera que ver con el trabajo, aparentemente ese tipo de detalle se le escapaba.

Encontró una hamaca en una discreta esquina y esperó a que la gente empezara a marcharse. No quedaría bien que él fuera el primero en irse de la fiesta, pero cuando la gente empezara a despedirse, también lo haría él.

Lo último que quería era llamar la atención porque entonces esperarían que fuese elocuente, brillante, que les contase historias de los juicios que había ganado o perdido. Y aunque tenía muchas historias que contar, sabía que la tristeza que sentía lo invadiría todo. Mejor dejar que cuchicheasen sobre lo serio que estaba que hacerles ver que esa brillantez, esa elocuencia, sólo aparecía cuando estaba en los tribunales.

Se había acostumbrado a quedarse a un lado, viendo cómo los demás se divertían, y no debería molestarlo. Él no era infeliz y, al menos, sabía qué esperar de la vida. Nada de dramas, nada de sorpresas desagradables… de eso ya había tenido más que suficiente.

Sabía que sus colegas más jóvenes solían decir que si le hicieran un electrocardiograma saldría una línea plana, pero le daba igual. Eran jóvenes, ellos no entendían que las emociones estaban sobrevaloradas y que a veces resultaban insoportables. Que riesen todo lo que quisieran.

Estaba anocheciendo, pero la gente no se iba. Y cuando alguien pulsó un interruptor y mil lucecitas iluminaron el jardín, todos lanzaron exclamaciones. La orquesta empezó a tocar y la gente en la pérgola a bailar. Y Alex frunció el ceño.