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Todos tenemos un punto débil, y le iba a ofrecer un trato irresistible. Durante años, Tuck Tucker había llevado la vida de un multimillonario libre de preocupaciones. Pero cuando su hermano desapareció, tuvo que tomar las riendas del imperio familiar. Sabía lo que tenía que hacer y lo que necesitaba, sin embargo, conseguir que la secretaria de su hermano lo ayudara era complicado, ya que Amber Bowen era inteligente y sexy, y no estaba dispuesta a revelarle el paradero de su hermano. Pero Tuck halló el modo perfecto de tentarla para que hiciera un trato con el jefe.
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Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Barbara Dunlop
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un trato con el jefe, n.º 140 - abril 2017
Título original: A Bargain with the Boss
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9742-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
La noche del sábado acabó pronto para Lawrence, Tuck, Tucker. La cita no había ido bien. Ella se llamaba Felicity. Tenía una sonrisa radiante, cabello rubio, un cuerpo maravilloso y una elevada inteligencia. Pero no paraba de hablar con su voz chillona, además de estar en contra de subvencionar las guarderías y el deporte infantil. Para colmo de males, odiaba a los Bulls. ¿Qué habitante de Chicago que se preciara odiaba a los Bulls? Era pura deslealtad.
Después de la cena, Tuck estaba cansado de escucharla, así que decidió dejarla en su piso con un leve rápido beso de despedida.
Al entrar en el vestíbulo de la mansión familiar de los Tucker, pensó que el sábado por la mañana había quedado con su amigo Shane Colborn para jugar al baloncesto.
–Es una imprudencia –la voz airada de su padre, Jamison Tucker, le llegó desde la librería.
–No digo que vaya a ser fácil –contestó Dixon, el hermano mayor de Tuck, lleno de frustración.
Los dos hombres dirigían Tucker Transportation, un conglomerado de empresas multinacionales. No era habitual que discutieran.
–Eso es quedarse corto –afirmó Jamison–. ¿Quién va a ofrecerse? Yo estoy muy ocupado. Y no vamos a mandar a un ejecutivo con poca experiencia a Amberes.
–El director de operaciones no es un ejecutivo sin experiencia.
–Necesitamos al vicepresidente para representar a la empresa. Te necesitamos a ti.
–Pues manda a Tuck.
–¿A Tuck? –se burló su padre.
El desprecio de su padre le molestó. Incluso después de tantos años, seguía doliéndole que su padre no le respetara ni creyera en él.
–Es uno de los vicepresidentes.
–Solo de nombre. Conoces los defectos de tu hermano tan bien como yo. ¿Y resulta que, precisamente ahora, quieres tomarte unas largas vacaciones?
–No he podido elegir el momento.
–Ella te ha hecho daño, hijo –afirmó su padre moderando el tono de voz–. Todos lo sabemos.
–La que ha sido mi esposa durante diez años ha traicionado todas las promesas que nos hicimos. ¿Sabes lo que se siente?
Tuck se compadeció de Dixon. Había pasado unos meses terribles desde que pilló a Kassandra en la cama con otro hombre. Los papeles definitivos del divorcio habían llegado esa semana. Dixon no había querido hablar de ello.
–Es normal que estés enfadado. Pero ella, gracias al acuerdo prematrimonial, se marcha casi sin nada.
–Para ti, todo es cuestión de dinero, ¿no? –observó Dixon con voz carente de emoción.
–Para ella lo ha sido.
La conversación se detuvo unos segundos.
–Tuck se merece una oportunidad.
–Ya la tuvo.
«¿Cuándo?», quiso gritar Tuck. ¿Cuándo había tenido la oportunidad de hacer algo que no fuera estar sentado en su despacho sintiéndose como un huésped inoportuno? Pero se recordó que le daba igual lo que dijera su padre, que su única defensa era no preocuparse del respeto ni del reconocimiento, ni de no hacer contribución alguna al negocio familiar.
Tuck volvió a abrir la puerta principal y la cerró de un portazo.
–¿Hola? –gritó mientras se dirigía a la biblioteca para darles tiempo a fingir que estaban hablando de otra cosa.
–Hola, Tuck –lo saludó su hermano.
–No he visto tu coche fuera.
–Lo he aparcado en el garaje.
–Entonces, ¿vas a quedarte?
Dixon tenía un ático en el centro de la ciudad, donde había vivido con Kassandra, pero, a veces, pasaba uno o dos días en el hogar familiar.
–Voy a quedarme. Hoy he vendido el ático.
Por la expresión de su padre, Tuck supo que era la primera noticia que tenía.
Tuck se aflojó la corbata y se la quitó.
–¿Qué tal la cita? –preguntó su padre.
–Bien.
–¿Era la primera cita? –preguntó su hermano.
–La primera y la última –contestó él mientras agarraba un vaso del mueble bar y se servía un whisky–. ¿Te apetece venir a jugar mañana al baloncesto con Shane?
–No puedo.
–¿Tienes trabajo?
–Tengo que acabar de atar algunos cabos.
–¿Del ático? –Tuck se volvió hacia los otros dos.
–Y de otras cosas –respondió Dixon con expresión inescrutable.
Tuck tuvo la sensación de que ocultaba algo, pero los hermanos no hablaban con sinceridad delante de su padre. Ya le pondría al corriente de lo que fuera al día siguiente. ¿Era cierto que se iba a tomar unas largas vacaciones? Tuck se quedaría muy sorprendido si fuera así, porque su padre tenía razón: Tucker Transportation necesitaba a Dixon para funcionar. Y él no era un sustituto adecuado.
Amber Bowen miró a los ojos del presidente de Tucker Transportation y mintió.
–No –dijo a Jamison Tucker–. Dixon no me ha dicho nada.
Era leal a su jefe, Dixon Tucker. Cinco años antes, le había dado una oportunidad cuando nadie más se la había ofrecido. Amber carecía de estudios superiores y de experiencia laboral. Él había confiado en ella, por lo que no estaba dispuesta a defraudarlo.
–¿Cuándo habló con él la última vez?
Jamison Tucker imponía sentado al escritorio de su despacho, en la planta trigésimo segunda del edificio de Tucker Transportation. Su pelo cano estaba impecablemente peinado y llevaba un traje hecho a medida para disimular el prominente estómago. No era tan alto como sus hijos, pero lo compensaba con una mayor corpulencia. Tenía el cuello de un bulldog y el rostro cuadrado.
–Ayer por la mañana –contestó Amber. Era verdad.
–¿No lo vio ayer, después de cerrar el despacho? –pregunto Jamison mirándola con recelo.
–No –¿por qué le había hecho esa pregunta? ¿Por qué en ese tono?
–¿Está segura? –preguntó Jamison con expresión escéptica.
–¿Tiene algún motivo para creer que lo viera ayer por la noche?
–¿Lo vio? –preguntó él con voz triunfante.
No lo había visto, pero sabía dónde estaba: en el aeropuerto, subiendo a un jet privado con destino a Arizona. Sabía que se marchaba de Chicago y que no volvería en mucho tiempo. Dixon le había dicho que había dejado una nota a su familia para que no se preocupara. Y le había hecho prometer que no hablaría de ello con nadie. Y ella estaba cumpliendo su promesa.
La familia de Dixon se aprovechaba de su bondad natural y de su ética del trabajo. El resultado era que estaba sobrecargado de trabajo y agotado. Y el divorcio le había afectado mental y emocionalmente. Si no buscaba ayuda con rapidez se derrumbaría.
Amber sabía que había intentado explicárselo a su familia. Esta se había negado a escucharlo, por lo que no había tenido más remedio que desaparecer.
–¿Está insinuando que tengo una relación personal con Dixon?
–No insinúo nada.
–Sí, lo hace. Y no es la primera vez –Amber sabía que pisaba terreno resbaladizo, pero estaba enfadada por Dixon, ya que había sido su esposa la que le había engañado, no al revés.
–¿Cómo se atreve? –masculló Jamison.
–¿Cómo se atreve usted? Confíe en su hijo.
Los ojos de Jamison parecieron salírsele de las órbitas y se puso rojo como un tomate.
Amber se agarró a los brazos de la silla pensando que la despediría.
Pero Jamison lanzó un grito ahogado y se llevó la mano al pecho. Se puso rígido y jadeó tres veces. Amber se levantó de un salto.
–¿Señor Tucker? –estaba aterrorizada.
Llamando a gritos a la secretaria, agarró el teléfono y llamó al 911. Margaret Smithers, la secretaria de Jamison, entró corriendo. Mientas Amber daba instrucciones al operador por teléfono, Margaret llamó a la enfermera de la empresa.
Al cabo de unos minutos, esta había tumbado a Jamison boca arriba en el suelo e intentaba reanimarlo. Amber observaba la escena horrorizada. ¿Iba a morirse allí mismo, en el despacho? Debía hablar con la familia.
–Tengo que llamar a Tuck –le dijo a Margaret, que, blanca como la cera, se había arrodillado al lado de Jamison.
–En mi escritorio –susurró–. Hay una lista de teléfonos en la que está su número de móvil.
Mientras Amber marcaba el número, pasaron unos enfermeros a toda prisa con una camilla.
–¿Sí? –dijo Tucker.
Amber carraspeó al tiempo que intentaba no mirar por la puerta del despacho de Jamison.
–Soy Amber Bowen –dijo intentando que la voz no le temblara. Se dio cuenta de que Tuck no reconocía su nombre–. Soy la secretaria de Dixon.
–Ah, sí.
–Tiene que venir al despacho.
–¿Por qué?
–Es su padre.
–¿Mi padre quiere que vaya al despacho?
–Hemos tenido que llamar a una ambulancia.
–¿Se ha caído?
–Esta inconsciente.
–¿Cómo? ¿Por qué?
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabe?
–Le están poniendo en una camilla. No he querido llamar a su esposa para no asustarla.
–Ha hecho lo correcto.
–Tendría que ir al hospital Central.
–Voy para allá.
–Muy bien.
La comunicación se cortó y Amber colgó. Los enfermeros pasaron empujando la camilla. Jamison llevaba una mascarilla de oxígeno y le habían puesto suero.
Amber se dejó caer en la silla de Margaret al tiempo que esta y la enfermera salían del despacho. La secretaria tenía los ojos enrojecidos. Amber volvió a ponerse de pie.
–Todo saldrá bien. Estará muy bien atendido –afirmó la enfermera antes de seguir a los enfermeros.
–¿Cómo ha podido pasar algo así? –se preguntó Margaret.
–¿Tiene problemas de corazón? –indagó Amber.
–No. Ayer por la noche estaba de muy buen humor. Bebimos vino.
–¿Tomasteis vino en su despacho?
Margaret se quedó inmóvil. Su expresión era de pánico y culpa. Retrocedió y desvió la mirada.
–No fue nada.
Amber estaba asombrada. ¿Jamison y Margaret habían estado juntos la noche anterior? ¿Juntos, juntos? Eso parecía. Margaret rodeó rápidamente el escritorio y se sentó en su silla.
–Tengo que…
–Claro –Amber sabía que debía dar por terminada la conversación y volver a su escritorio–. ¿Te ha contado Jamison lo de Dixon?
–¿Qué le pasa?
–Nada –respondió Amber, pensando que eso podía esperar–. Hablaremos luego.
Dejó que Margaret siguiera con su trabajo mientras pensaba en todo lo que debía hacer.
Dixon se había ido y Jamison estaba enfermo, lo cual implicaba que nadie estaba al frente de la empresa. Quedaba Tuck, pero no quería imaginarse lo que sucedería si este tomaba las riendas. En realidad, no era vicepresidente, sino un juerguista que se pasaba por el despacho de vez en cuando, lo que provocaba palpitaciones a la mitad del personal femenino.
Una semana después, Tuck tuvo que aceptar la realidad. Su padre iba a estar semanas, o tal vez meses, recuperándose del infarto, y Dixon había desaparecido. Alguien debía dirigir Tucker Transportation, y ese alguien era él.
Los directivos se hallaban sentados alrededor de la mesa de la sala de juntas y parecían muy preocupados por verle ocupando la silla del presidente. Tuck no los culpaba.
–Lo que no entiendo –dijo Harvey Miller– es por qué no has hablado con Dixon.
Tuck aún no había decidido qué contar sobre la desaparición de su hermano.
–Dixon está de vacaciones.
–No lo sabía –apuntó Mary Silas, sorprendida. Era la directora de recursos humanos y siempre se enorgullecía de estar al tanto de todo.
–Pues que vuelva –dijo Harvey.
Tuck examinó el rostro de los cinco ejecutivos.
–Quiero un informe de cada uno de vosotros del estado de la empresa, mañana por la mañana. Amber concertará reuniones individuales conmigo –aunque no tuviera ni idea de lo que iba a hacer, debía ocultar su incertidumbre.
–¿Puede Dixon intervenir al menos en las reuniones vía conferencia? –preguntó Harvey.
–No está disponible.
–¿Dónde está?
Tuck lo fulminó con la mirada.
–¿Quieres un informe completo o bastará con un resumen? –preguntó Luca Steele. Era el ejecutivo más joven, el director de operaciones, y se movía entre dos mundos: el de los contables y abogados, que establecían estrategias de dirección, y el de los directores de transportes de todo el mundo, que eran los que se encargaban de transportar los productos entre dos puntos.
–Bastará con un resumen –Tuck agradeció su enfoque pragmático de la situación. Y aprovechó para dar por concluida la reunión.
–Gracias –dijo levantándose.
Los ejecutivos salieron y lo dejaron a solas con Amber, la secretaria de Dixon.
No había reparado mucho en ella antes, pero en aquel momento le pareció un modelo de fortaleza y eficiencia. Tenía todo el aspecto de una secretaria digna de confianza: cabello castaño recogido en una trenza, maquillaje mínimo, traje de chaqueta gris y blusa blanca.
Solo dos cosas de ella le despertaban su interés como hombre: los mechones de cabello que se le habían escapado de la trenza y las sandalias de alto tacón con suela dorada. Los mechones eran encantadores; las sandalias, fascinantes. Ambos podrían haberle excitado si lo hubiera deseado.
–Hay que conseguir que vuelva Dixon –afirmó. Eso era lo prioritario.
–No creo que debamos molestarlo –contestó ella, lo cual le pareció ridículo a Tuck.
–Tiene que dirigir la empresa.
–Usted tiene que dirigir la empresa –afirmó ella con un brillo de irritación en sus ojos azules.
Tuck no estaba preparado para que se mostrara hostil con él, lo cual despertó su interés, aunque tampoco pensaba prestarle mucha atención.
–Ambos sabemos que eso no va a suceder –afirmó él.
–Ninguno de los dos lo sabemos.
Tuck no era excesivamente partidario de respetar la jerarquía, pero su actitud de enfrentamiento le pareció inadecuada.
–¿Le habla así a Dixon?
–¿Cómo?
–Sabe perfectamente a lo que me refiero.
–Dixon necesita estar solo. El divorcio ha sido muy duro para él.
–Está mejor sin ella.
–Desde luego.
–¿Le ha hablado él de su esposa? –Tuck estaba sorprendido. Se preguntó qué grado de intimidad habría entre ellos. ¿Era su confidente o algo más?
–Los veía juntos, y a veces oía algunas de sus conversaciones.
–¿Me está diciendo que los espiaba?
–Lo que le estoy diciendo es que ella gritaba mucho.
–¿Y no podía marcharse y dejar que hablaran en privado?
–No siempre. Mi trabajo implica estar sentada a mi escritorio, que está frente al despacho de Dixon.
–Entiendo.
–Basta ya –le espetó ella.
–¿De qué?
–De insinuar y no hablar claro. Si tiene algo que preguntarme, pregúntemelo.
–¿Qué era usted para mi hermano?
–Su secretaria de confianza.
–¿Y cuáles de sus deberes eran confidenciales?
–Todos.
–Sabe lo que le estoy preguntando.
–Pues pregúntemelo.
A pesar de su actitud, a Tuck le gustaba. Admiraba su sinceridad.
–¿Se acostaba con mi hermano? –la miró a los ojos y, de pronto, le importó lo que le fuera a responder. No quería que fuera la amante de Dixon.
–No.
–¿Está segura? –preguntó él, aliviado.
–No se me habría olvidado. Se me pueden olvidar las llaves del coche o comprar comida para el gato. Pero ¿tener sexo con mi jefe? Sí, Tuck, estoy segura, y espero que no te importe que te tutee.
A él le entraron ganas de besarla. Experimentó un repentino deseo de abrazarla y saborear aquellos labios atrevidos.
–¿Tienes gato?
–Céntrate, Tuck. Dixon no va a volver, al menos durante cierto tiempo. Tienes trabajo y no voy a dejar que te escaquees.
Sus ganas de besarla aumentaron.
–¿Y cómo vas a conseguirlo?
–Mediante la persuasión, la persistencia y la coacción.
–¿Crees que puedes coaccionarme?
–Lo que creo es que en algún rincón de tu interior anida el deseo de ser un triunfador, de ser un hombre que impresione a su padre.
Se equivocaba. La verdad era que no deseaba impresionar a su padre, pero sí a Amber, mucho más de lo que había querido impresionar a una mujer en mucho tiempo.
Por desgracia, ella no iba a ver en acción al Tuck sofisticado, mundano y rico, sino que iba a verlo actuar a tientas para dirigir una empresa multimillonaria. No se le ocurría una situación menos favorecedora.
Amber se debatía entre la irritación y la compasión. La semana anterior, Tuck había llegado al despacho a las ocho en punto. Se le veía un poco grogui, por lo que ella había adoptado la costumbre de tenerle preparado un café en el escritorio cuando entraba en el despacho. Suponía que no había modificado sus hábitos de playboy para ajustarlos a su horario laboral.
Amber se había trasladado al escritorio frente al despacho de Tuck, ya que este no tenía secretaria propia y se estaba encargando del trabajo de Dixon y de Jamison. Margaret estaba de baja desde el infarto de Jamison, por lo que Amber se había hecho cargo de todo.
Esa mañana, se oyeron voces en el despacho de Tuck. Estaba reunido con Zachary Ingles, el director de mercadotecnia. Faltaban dos semanas para una importante feria de comercio en Nueva York y los plazos de entrega se acumulaban.
–Se te había encargado decidir el branding definitivo –gritó Zachary–. Te mandé tres opciones. Está todo en el correo electrónico.
–Hay dos mil correos en la bandeja de entrada –replicó Tuck.
–Tu falta de organización no es mi problema. Se nos ha pasado el plazo de impresión en todo: señales, pancartas, etc.
–Debes avisarme cuando haya un plazo de entrega.
–Te avisé.
–En un correo electrónico que no he leído.
–Te voy a dar un consejo –dijo Zachary–. Pero se calló.
Amber se imaginó que Tuck lo había fulminado con la mirada.
Un minuto después, la puerta del despacho se abrió y Zachary pasó al lado de Amber como una exhalación.
–Dile a tu jefe que, por mí, ya puede pagar una multa por todos los retrasos.
Ella no se molestó en contestar. Tuck apareció en el umbral del despacho.
–Lucas estará aquí a la diez –dijo ella–. Tienes media hora libre.
–Tal vez me dé tiempo a leer unos cientos de correos electrónicos.
–Buena idea.
Tuck respiró hondo. Parecía a punto de echar a correr hacia la salida.
–¿Qué estoy haciendo mal?
–Nada.
–Aún no he leído dos mil correos.
–Dixon era muy organizado –y había tardado años en llegar a ser un buen vicepresidente.
–Es lo que dicen.
–Ha tenido que trabajar mucho y durante largo tiempo para llegar donde está –y parecía que Tuck esperaba lograrlo de la noche a la mañana.
–Te estoy pidiendo un consejo amistoso –afirmó él endureciendo el tono–. ¿Podríamos no convertirlo en un sermón sobre el santo de mi hermano?
–¿No pretenderás entrar por la puerta y ser perfecto?
–No pretendo nada de eso. Y sé que Dixon es una persona notable. Llevo oyéndolo toda la vida.
Amber se sintió levemente culpable. Tuck parecía esforzarse.
–Zachary debiera haberte avisado sobre el branding y haberte indicado que había un plazo de entrega.
–Pero yo debiera haberme leído el correo.
–No lo hiciste. Y habrá otras cosas en las que fallarás.
–Tu confianza en mí es ejemplar.
–Pues diles a todos que te pongan al día sobre los plazos de entregas, y no solo por correo electrónico. Introdúcelo en tus reuniones habituales. Y hazlas más frecuentes si es necesario, incluso diarias, si es que soportas ver a Zachary todos los días.
Tuck esbozó una sonrisa.
–Sé que no debiera haber dicho eso –apuntó ella.
–No importa –le aseguró él acercándose al escritorio–. Es buena idea. Voy a enviarles un correo electrónico.
–No hace falta. Lo haré yo. Y, si quieres, puedo hacer una selección en tu bandeja de entrada.
–¿Leerás los correos por mí? –preguntó él con el rostro iluminado.
–Sí, y borraré los que no sean importantes.
–¿Cómo lo harás?
–Tengo una clave para hacerlo. Borraré algunos y me encargaré personalmente de otros. Y te señalaré los que sean importantes.
–Me dan ganas de besarte –dijo él poniendo las manos en el escritorio.
Era broma, evidentemente. Pero, por algún motivo, sus palabras la conmovieron. Le miró los labios y se imaginó cómo sería besarlos.
–No es necesario –dijo rápidamente.
–Supongo que te pagan bien.
–Me pagan bien.
Él se incorporó y sus ojos de color gris plateado brillaron.
–De todos modos, la oferta sigue en pie.
–No te pareces en nada a Dixon.
–En efecto.
–Él no gasta bromas.
–Pues debiera hacerlo.
–¿Criticas su forma de trabajar? –preguntó ella, queriendo mantenerse leal a su jefe.
–Critico su forma de vivir.
–Ha sufrido mucho.
Amber no sabía lo bien que se llevaba Tuck con su hermano, pero había visto lo que le había supuesto a Dixon la infidelidad de Kassandra. Estaba intentando tener un hijo mientras ella tomaba la píldora anticonceptiva en secreto y se acostaba con otro hombre.
–Lo sé.
–No se dio cuenta de que ella le mentía.
–Pues había pistas.