Un trip en el bocho - Gabriel Lagiglia - E-Book

Un trip en el bocho E-Book

Gabriel Lagiglia

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Beschreibung

El autor de esta ambiciosa y deslumbrante trilogía pertenece a la generación que se sabe a sí misma como La Legión Aliada de la obra del maestro Charly García. Y los cinco protagonistas de esta historia dan cuenta, en su propia piel, del vértigo de ese legado epifánico y, a la vez, lúcido y abismal. Y así, discurren por su trama con una pura vocación de insensatos, por el solo hecho de contraponer sus verdades con sus mentiras, que tan solo pueden entreverse a través del cristal temerario de la experiencia. La música de una época crea la sinestesia para que los campos perceptivos revelen una escenografía coral, que sostiene la historia y a sus personajes, como un aura musical en que las canciones son naves de escapes urgentes. De esta manera, Almendrida y Anhedonia se nos vuelven sistemas planetarios como bengalas perdidas, naves que solo pueden ser enlevitadas por un espíritu formidable. Con ágil pluma, el autor dota su prosa con una vitalidad original, que nos entrega un trip a distintos niveles narrativos simultáneamente. Si "Imagine", de J. Lennon, fue la canción que definió e impulsó a toda una generación que comenzaba a despertar del opio de los pueblos, entonces "Come as you are", de Nirvana, tiene similar correlato para los jóvenes de los ochenta y los noventa. En ese momento, urge dejar de "imaginar" esas tierras y futuros promisorios para autopercibirse cocreadores de la realidad a la que se desea acceder. Aquellos que hayan alcanzado esas súbitas nociones de cocreación y no se desanimen —al contrario, que se comprometan con un coraje que no se está seguro de poseer—, al ver que se tienen todos los frentes de ataque abiertos, entonces entenderán que ha llegado el momento de no posponer más sus utopías.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Lagiglia, Gabriel Eduardo

Un trip en el bocho / Gabriel Eduardo Lagiglia. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

192 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-831-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de la Vida. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Lagiglia, Gabriel Eduardo

© 2024. Tinta Libre Ediciones

Es por eso que admiro profundamente la decisión de aquellos jóvenes Kamikazes […].

Su proporción de sensibilidad es dramáticamente más profunda que la de haber permanecido escuchando estas canciones esperando por papá y mamá. ¿Lamentablemente no hay más Kamikazes de la vida creativa?

Luis Alberto Spinetta

Un trip en el bocho

Gabriel Lagiglia

Ya despiértate, Rayo

Bueno, primeramente quisiera saludar

al vicirierpresentiquirakar.

Divididos, «El burrito»

«Una vitrola a gogó… tocando y tocando… Un pozo guerrillero irascible bombardeando, bombardeando».

La música ya estaba allí… como el silencio que transcurre entre una bomba y otra. Su etérica presencia me alcanzaba por algún lugar debajo del volante del auto. Conducía por entre un paisaje que me era claramente familiar, pero todo ello estaba a punto de cambiar.

Cada retícula del afuera iba a mostrarse perturbadora ante mis —hasta entonces— tan cristianas y sólidas creencias de entender por el significado de «milagro» o «milagroso» algo que sucede siempre en la periferia de una bien entendida realidad. No solo estaba completamente equivocado, también estaba perdido en la mismísima familiaridad del paisaje.

Digámoslo, pues, tal como lo sentía. ¡Estaba situado! ¡Y todos los que conocía lo estaban! No había salida en el laberinto tramposo de lo que era una verdad y lo que era una mentira. No había salida y, si hubiera prestado especial atención a los infinitos carteles que acompañaban el fatigado camino a casa, hubiera advertido que en ellos no había nada escrito. «Infinitos carteles que no dicen nada». ¿De qué otro lado he copiado esa frase?

La música acompaña cada premonición de catástrofe, lo hace por la misma razón por la que los enamorados corren a contemplar el ocaso, con el profundo deseo de ser llevados hacia el otro lado. Y salir indemnes y eternos aun de lo efímero.

La música es el único puente tendido hacia aquel que ya ha visto las ruinas de la arquitectura del realismo mucho antes que esta fuera levantada, y nadie ha podido cruzarlo antes de ser llamado con una simple y luminosa frase que nos implora: «Ven como eres».

Pero hasta que aquello ocurriera, el acuciamiento de los instintos exigía centrarse en el movimiento, en la velocidad del vehículo que iba raudamente apilando los árboles a ambos lados del camino.

Mientras aceleraba dejando atrás a otros autos, otros tantos pasaban sin saber, sin querer que el camino verdaderamente tuviera un destino, un fin.

Deseamos que todo alrededor se mueva a la misma velocidad que brotan nuestros pensamientos, queremos llegar, no importa adónde, pero llegar con el asombro del viento, con la persistencia de un motor humano que busca gritar lo que todavía no es una verdad pero que ya sentimos como tal; gritar para derribar todas las murallas de una sola vez y que no quede nada, ni siquiera suelo bajo nuestros pies, para así, al fin, sobrevolar lo no dimensionado, donde cualquier verdad deberá sostenerse por sí misma en los límites del sonido.

La música estaba allí, siempre era el próximo paso, un paso de fe, sobre todo cuando el mundo que habíamos construido con sus vigas de acero y su hormigón de Babel se resquebrajaba, se desvanecía en un hálito impuro.

El espejo retrovisor aún me mostraba la aldea en llamas que dejábamos atrás. Lo giré para que mirara hacia el techo, como si en el espejo hubiera ojos que también fueran míos y que no quería volver a usar nunca más. Quería mirar hacia adelante y que esa misma voluntad de avanzar me empujara al abismo que tenía mi nombre, al cuerpo que tenía mi ánima, a la mente que ya había llegado allí a donde iba…

A ese mundo al cual accedo cada vez que sospecho que la realidad frente a mí no es más que un «decielo», un montaje que todavía puedo aniquilar con un pensamiento o una idea.

El mundo fuera de mí se había erigido como un hermoso pero frágil simulacro que solo lograba alguna consistencia cuando le daba mi más pura atención, y por ello me acechaba con espejismos lánguidos de sentidos, para retroalimentarse y crecer a monstruosa velocidad, y encumbrarse victorioso ante todo lo que humanamente contemplaba.

Desde allí, ya solo podía elaborar mis paupérrimas verdades, que se vinculaban, como todas las otras verdades, con un único horizonte posible, aunque no real, del que ya no podríamos escapar.

¡Estaba situado!

Ese mundo —que era este mundo—, con sus leyes de sustentación, con su caos y su control disuasorio, no tardaría en meterse en mi neurosis para continuar cercenándome la vista y controlar mi voluntad.

Tan solo buscaba dar con una idea, aunque fuera peligrosa, aunque fuera destructiva, que pudiera terminar con la ilusión que nos construimos a diario y que pudiera mostrarme que soy más fuerte, más bello y más incontrolable cuando soy el puñetazo que se estrella contra el espejo de las verdades. Lo que es decir: ¡cuando encarno en mi propia utopía!

Lo que vi frente a mí no ha despertado hoy como yo lo he hecho, y me pedía que lo espabilara, pero no sabía hacerlo, con apenas dieciocho años no sabía cómo hacerlo; pienso que aunque hubiera tenido ciento diez años tampoco hubiera sabido cómo. Pero la música estaba allí, corpórea y extracorpórea, acompañándome en cada idea como una celeste eufonía que atravesaba mi cuerpo.

Cuando ella sale de mí, flota y es invisible; cuando se apodera de mí, tengo el inconfesable sentimiento de ser indestructible.

Aceleraba mientras inhalaba esas partículas centellantes. Percibía claramente que ese vibrato eufónico soplaba directo a las puertas de mi plexus, sexus y nexus.

Acto seguido, lo que ocurrió fue una maravilla silenciosa, nadie más que yo se había percatado de ello, creo que la música intentaba reverberar en mis órganos, intentaba usarme como una inteligencia que reproduce otro tipo de inteligencia. Era otra forma de retroalimentación, pero esta no me dejaba situado en una trampa laberíntica, sino todo lo contrario, me liberaba de las formas.

La música estaba…, sonaba cada vez más fuerte y ocupaba más espacio dentro de mí… Mis manos de manera involuntaria soltaron el volante, lo hicieron con un movimiento suave y lleno de confianza; mis ojos se cerraron, no podía mantenerlos abiertos, sentí caer sobre mis parpados el peso insoportable de todo lo que había sido visto por ellos; mis pies se desprendieron de los pedales del coche, el auto mismo parecía elevarse, las ruedas quedaron girando en el aire, ahora la velocidad era etérea. Los árboles quedaron muy por debajo del auto, a los otros autos no los vi más, todo sentimiento angustiante desaparecía…

La mente disparaba chispazos blancos en todas las direcciones; algo dentro de mi cabeza se abría camino tirando de los cables neuronales que me daban por vivo en el otro mundo. Y yo, simplemente, accedí con un sentimiento genuino de gratitud y felicidad hacia ese otro plano, cuya materia sonora me envolvía para que mi conciencia constatara todas las cosas que aún no se habían dicho, que aún no habían sido tocadas por ninguna voz y que deseaban ardorosamente ser nombradas en el mundo al que transitoriamente abandonaba. Imposible no sufrir un poco de estática fibrilante, me di —verdaderamente— cuenta de que en esos momentos uno funciona como una antena primitiva y sensorial. Esperaba algo. Esperábamos algo.

Mis ojos se resistían a caer a una profundidad insondable, pero si intentaba abrirlos, sentía tocar con mis gigantes pupilas el crucifijo que colgaba del espejo retrovisor, y al hacerlo, de súbito, este se había vuelto un ave y ya volaba fuera del auto hacia un radiante círculo solar que hasta hacía unos instantes era una dorada moneda fría en el tablero del auto.

La mente, en blancos chispazos, dejó de mentirse y engañarse, y esperaba, no sé qué, pero algo esperaba. Me mostró los árboles y la autopista por la que iba conduciendo… Todo ese paisaje ahora lucía como elaborados esquemas diminutos, casi ficcionales.

Tuve la sensación de que, junto con el auto, mi cuerpo se había vuelto liviano como una pluma y el fraseo de guitarra que sonaba en el estéreo me mantenía en algún lugar flotando; sin dudas, la música había ayudado a que yo pudiera acceder a ese plano de absoluta quietud.

La música era lo único humano y lo único divino que conservaba alguna entidad allí. Pues no había cielo, no había infierno, y diría que eso no era estar muerto; solo que a mi corazón lo sentía latir a miles de kilómetros de mí; mientras mis ojos cerrados revisaban obsesivamente la historia de la humanidad.

Y si me concentraba —por un segundo en algo—, mis ojos lo tocaban provocándome una sensación exasperante y violenta. Tampoco necesitaba mis manos, y al respirar, con cada exhalación se detonaba un tornado en alguna playa desierta. Descubrí que mis pulmones estaban conectados a tubos bronquiales que yacían en el lecho fangoso del Amazonas y la tierra toda parecía fotografiarse a través de mis propios actos de conciencia. Me obligué a volcar mi simiente, que permanecía congelada para un mañana remoto, en los hielos polares, y así, con cada témpano desprendido hacia el inmenso océano, viajaba mi esperma al óvulo fértil de la humanidad, donde sea que reposara.

Desde donde estaba, nítidamente captaba la imagen de mi cerebro, que yacía todavía tibio sobre una mesa de chapa en algún quirófano perdido, mientras un cirujano con las manos profanas de un carnicero hurgaba dentro de él buscando el protón increado que le daba vida; cuando lo encontró y lo mostró lleno de júbilo a sus estudiantes; luego lo abandonó junto a los demás pedazos de carne, certificando, pues, lo que ya sabía: era la materia muerta. ¡Pero no sabía cuánto se equivocaba…!

La música seguía sonando y penetraba con la violencia aguda de una idea inconcebible en las fibras de aquella carne inerte.

Por fuera, aparentemente muerto; por dentro, el protón había sido sustituido por un dínamo epifánico al que la música le aplicaba terapia de choque, y lo que estaba clínicamente muerto ahora ardía de vida insurrecta. Una terapia de tambores intensivos, posesos de espíritus deliberados, lo llamaba a despertar desde el más profundo de los silencios.

Ahora, en aquella vacuidad cerebral, ha sonato un raggio dal capo al piede. Mi cerebro y sangre eléctrica, al atravesar de regreso por el puente flotante tendido hacia mí, percibieron de manera vertiginosa la distorsión de los planos humano-divino, justo cuando alcanzaba a vislumbrar la mano del artifex, que ejecutaba la palanca de trémolo de dicha distorsión. Esa aura musical me contuvo y me condujo desde un transitorio coma a la conmoción de recibir nuevamente a mi conciencia.

Ya había cesado el estrepitar de chispazos blancos, ahora volvía a estar al volante del auto y el viaje ya no era suave, sino todo lo contrario; sentía cómo las ruedas y los amortiguadores se fatigaban mientras le exigía más y más al pedal del acelerador. La velocidad era humana, extrema y peligrosa. Otra vez volví a sentir el amarre constrictor de los músculos, nervios y tendones aferrados a mis brazos, cuello, piernas y espina dorsal. Abrí los ojos y el crucifijo volvió a oscilar frente a mí, los autos volvieron casi a rozarse al pasarse unos a otros a mis costados; alguien había enderezado el espejo retrovisor, que volvía a mostrarme la aldea donde había nacido ardiendo en llamas.

En el asiento del acompañante, iba Eddie subiéndole el volumen al estéreo y tirando de la palanca que reclina su asiento; atrás, protestó Mr. Jones porque dejaba poco espacio para sus piernas, mientras Tommy echaba un vistazo a través de la luneta sin poder creer lo que veía; junto a él, Beto pitaba placenteramente un cigarrillo, un último cigarrillo de los diez canjeados por una caja de leche a una anciana desesperada por sus tres hijitas hambrientas.

—Desde aquí se siente el olor a quemado —apreció Tommy.

—No mires más para atrás, algo de eso se te va a pegar ahí dentro y el chamán interior no va poder salvarte —le impelía paternalmente Mr. Jones, bajándole los lentes de sol enredados en los ensortijados cabellos de Tommy y colocándoselos en sus ojos.

—Ojalá se hayan salvado todos —me esperancé pisando el acelerador a fondo.

—Sabés que eso no puede suceder, no habría catástrofe si no quedáramos unos pocos entre muchos que se van… —respondió Jones dejándonos a todos atónitos.

—¡Con lo que cuesta echarse un polvo…! —exclamó Eddie con su frase favorita para todo lo que lo saca de quicio.

—¿Qué hiciste, un curso acelerado de profecías, boludo? —le achacó a Jones.

—No te das cuenta de que de milagro nos mantuvimos vivos este último mes, que si no fuera por el almacén de la vieja de Beto, estaríamos como la anciana que nos rogaba por comida —le aclaró Jones.

—Esa vieja y sus hijas deben haber durado menos que mis diez cigarrillos… —sentenció Beto sin nada que sonara a culpa, exhalando el humo de su cigarro hacia el techo del auto.

La autopista era ondulante, a veces se elevaba unos veinte metros y nos entregaba una panorámica del fin con humeantes edificios que resistían a duras penas en pie, rodeados de una hoguera crepitante que alcanzaba árboles, centelleaba cables y terminaba por derrumbar las fachadas de las casillas más precarias.

Todo quedaba envuelto por un manto rojizo bajo un cielo demasiado alto. Cuando el camino era descendente, la chapa del auto se recalentaba, la respiración se volvía forzosa, las manos se me pegoteaban al volante y todo lo rojo se tornaba de un tinte mortecino que flotaba en partículas tóxicas a todo nuestro alrededor.

—No sé por qué… pero no me sorprende para nada que Dorrego haya explotado así —admitió pensativo Beto—. Parece que los viejos Pérez se juntaron a fumar con la garrafa abierta, ¡je, je! —concluyó con un festejo inesperado para el resto.

—El fuego es siempre mejor que el agua, lo consume a la vez que lo vivifica todo. Así Dorrego vivirá por siempre —se consolaba Mr. Jones.

—¿Y eso? ¿De dónde lo sacaste?, ¿del horóscopo del chicle Bazooka?, je, je —le volvió a reprochar Eddie.

—No, Eddie. Es el deseo el que lo recupera del olvido, existe pero aquí —le dijo inclinándose hacia delante, dándole una palmadita en el pecho.

Allí estábamos los cinco amigos escapando a toda velocidad de la combustión espontánea del barrio de nuestra juventud; mientras la ruta se atestaba de coches y carretas que cargaban familias enteras, tiradas por caballos latigados sin piedad, camionetas todoterreno que pasaban por encima de autos abandonados en la banquina, autobuses que se abrían camino repletos de pasajeros que viajaban colgando de sus ventanillas.

—¡Qué raro! ¡El 120 hasta el culo de gente! —exclamó alguien de otro auto vecino al nuestro.

—El mundo se termina y el 120 sigue levantando pasajeros… ¡De no creer! —aprecié con incredulidad.

—¡Eso es vocación de servicio, carajo! —pontificó Beto.

La autopista había colapsado por una incontrolable multitud que huía en una sola dirección contraria al fuego y las explosiones. Y en esa desesperada carrera, quien no mantuviera una velocidad que igualara los cien kilómetros por hora era pasado por encima, chocado multiplicidad de veces hasta quedar fundido contra el guardarraíldel medio, o terminaba por caer al vacío en las tantas ondulaciones aéreas que tenía la autopista.

—¡Díganme adónde los llevo! —les grité a mis amigos cuidando de no llevarme por delante a una pareja que escapaba en moto temerariamente entre los autos.

—¡¡¡Seguí!!! ¡¡¡Seguí!!! ¡¡¡Metele derecho!!!—indicó Eddie—. ¡Si frenás para agarrar la próxima salida nos la ponen de atrás! —alertó subiendo aún más el volumen de la radio.

Continuamos por la autopista unos doce kilómetros hacia el norte de la ciudad atropellando a un sinfín de gente, animales y coches que se ponían delante del camino.

Extrañamente y de un instante a otro, no teníamos ningún vehículo adelante, y el caos, del que parecía que no íbamos a salir vivos, había quedado en la profundidad del espejo retrovisor. La música volvió a escucharse dentro del auto, mientras permanecimos callados avanzando a velocidad media, tratando de recomponernos.

—No se engañen, muchachos, esa gente no huía de nada, solo iban a sus trabajos diarios… —nos informaba Tommy, quien nunca había dejado de mirar hacia atrás.

—¿Qué querés decir con que no huían de nada? —inquirí desconcertado.

—¡Eso mismo! —respondió—, que esa gente está tan anestesiada… que siguen en la suya sin ver lo que está pasando.

—¿Y el fuego entonces?, ¿cómo se explica?

—¡Es que de eso huyen…! ¡Del fuego propio…! —remató.

—Sí, parece que correrán lo más lejos que puedan hasta que el fuego sea lo suficientemente abrasador para devolverles la vida que no vivieron y después quitárselas —sostuvo Eddie chequeando la escena a través del espejo lateral.

—¡Ojo! ¡Entonces el horóscopo del pibe Bazooka no es verso cuando dice que el fuego lo revive todo! —terció Beto con una sonrisa tan amplia que parecía que tenía un piano en la boca.

—Bueno, no me importa lo que hagan los demás, ¡quiero saber adónde vamos nosotros! —apunté.

—Mejor seguí hasta el aeropuerto… Tengo unos pasajes canjeados por mercadería para abordar la nave La Nena —explicó Beto.

—¿Qué es eso?—pregunté sin una idea precisa sobre de qué estaba hablando.

—¡La nave interplanetaria! —se emocionó Eddie.

—¿De dónde los sacaste? ¡Solo los ricos consiguen viajar a Almendrida!

—Estas últimas semanas la leche en polvo cotizó muy bien en Bolsa y hace un par de días logré canjear mi acertada inversión por unos cuantos pasajes interplanetarios, ya que nadie tenía dinero para pagarme —explicó Beto dándose los aires de un yuppie de Wall Street.

—¡Je, je! El lechero ahora es accionista, ¡y de los grandes! —acoté.

—¡Rajemos ya! ¡Esto sí que es el fin del mundo! —se abalanzó Tommy hacia delante quitándose los lentes.

Aceleré. El aeropuerto estaba más adelante en el camino. La canción que la radio estaba pasando ayudó a mantenernos focalizados hacia ese improvisado destino olvidando casi por completo lo que había sucedido minutos atrás.

Era temprano, a la mañana, a la hora en que la gente en un mundo normal va a sus trabajos. Por supuesto que ya nada era normal, aunque la gente frente a situaciones extremas elegía seguir haciendo lo que más sabe, sin desear ver que el velo de la ilusión acababa de caer estrepitosamente ante ellos y que lo que a primera instancia se entreveía era cuán desgarradoramente triste y dulce debía ser vivir…

Por otra parte, lo que siempre habíamos hecho mis amigos y yo durante nuestras jóvenes vidas había sido escapar de toda pseudoescenografía que pudiera mostrarnos un horizonte donde nuestros sueños de libertad se pudieran proyectar y pudieran acabar dándole vida a un espejismo.

Por ello descubrimos que era mejor correr con el espíritu en la boca hacia allí, adelante, cortando el viento, y que la forma, o sea, el cuerpo, si quería seguir teniendo supremacía sobre los sentidos, pues, entonces, que siguiera al espíritu y no al revés.

Cuando la realidad del mundo nos sitúa entre su trama desquiciada de deduccionismo lógico analítico y se fundamenta a través de la dictadura de las formas y sus cálculos estadísticos, siempre será mejor proyectar nuestro espíritu fuera de él; no así los sueños, porque ellos solos no podrán permear esa antimateria opiácea que envuelve al planeta y, en consecuencia, no podrán florecer sin ser un fragmentado espejismo.

Por eso hay que vigilar nuestros sueños, para evitar ser guiados por un mero antojo que solo toma forma chocándose con los límites de un horizonte que es un montaje, por cierto, muy bien decorado, luminoso y atractivo, hasta con vidrieras que son un verdadero mandato que expresan y legitiman cuál debe ser la postura correcta en estos tiempos.

Si quieres soñar el sueño de tu espíritu libertario, debes descubrir cuál es la materia de lo milagroso y trabajar en ello.

De esta manera, nuestras tácitas premisas de mantenernos alejados de las responsabilidades no eran tanto por vagos, sino porque estar ocupados no nos permitía estar expectantes a eso que se abría camino en la inmensidad de nuestros más profundos anhelos.

Y si se nos veía correr con el mismo ímpetu escapando de una golpiza del padre de nuestras novias, no lo hacíamos por cobardes, sino porque nos era imposible explicar nuestro salvaje romanticismo. Al igual que si lo hacíamos de la policía no era por criminales, sino porque siempre fue tentador romper las reglas.

De seguro, el que corría de las novias embarazadas era por ser un verdadero hijo de puta, pero también huíamos del servicio militar obligatorio, porque patria era otra cosa.

Y por supuesto que también lo hacíamos de los trabajos que daban carácter, porque no queríamos parecernos en nada a nuestros padres.

Y apuesta fuerte cuando te digo que seguro ibas a vernos salir como flecha de los bares sin pagar, simplemente porque nunca había un puto peso que sobrara, cuando todo lo que se ganaba se invertía en adrenalina. ¡La droga antagónica a la adormidera!

Llevábamos una vida en continua evasión y por delante teníamos todos los horizontes en llamas. En ninguno de nosotros existía la duda de que ese era el momento para lo que tanto habíamos entrenado por las calles de Dorrego.

Escapar con la muerte pisándonos los talones. Autopistas sin sentido. Religiones sin motivos. VIH. Guerras santas. Hambrunas en el submundo. Hambre nuclear en el primer mundo. Respirar con la tierra contrayéndose. Dormir con las camas ardiendo.

Canción de amor, mientras tanto, por los rincones de una casa vacía atiborrada de muebles, aparatos de ejercicios, electrodomésticos y cajones con pastillas para dormir y ninguna para despertar.

Aunque jamás lo hubiéramos imaginado así, estaba frente a nosotros la carrera que todo fugitivo debía correr.

La realidad solo exigía supervivencia en su más alto grado de dificultad. Matar para vivir, comer y huir. Sin un cielo que pudiera albergar a algún Dios ni tampoco destino para el hombre.

Todo lo que hasta ese momento era real desaparecía de la faz de la tierra sin dejar rastro y, aunque ocurriera a miles de kilómetros de mi ser, también lo sabía, lo intuía, lo imprimía en mis células, lo llevaba en mi conciencia, la cual me precipitaba la irrefutable percepción de que era un fragmento de un todo que se había desvanecido casi por completo.

Ahora solo dependía de mí, lo sentía, que, de esa materia inconclusa que era, germinara un nuevo universo o me desintegrara sin intentarlo siquiera.

Ese había sido el marco natural de nuestra adolescencia: mundos que tomaban forma en un lúcido escapismo de un mundo que ya no existía, solo nos acompañaba el reflejo de su ausencia, que acababa de desmoronarse sobre nuestras mutantes sombras.

Intuía, ya por aquel entonces, que el libre albedrío del hombre era la única posibilidad de la existencia de Dios; todo el resto no era otra cosa que su magistral puesta en escena. Mientras, lo único verdadero esperaba salvaguardado bajo un desmesurado sentimiento de saberse imbuido tanto por una gloria de poder como por una bien jodida responsabilidad de entender que todo lo que mis labios no puedan besar se esfumará…

Lo divino y lo mortal nunca se había mostrado tan claramente frente a nuestros núbiles ojos. Él —si acaso existe— es la acción y nosotros la reacción.

—¡Allá!, ¡más adelante hay un cartel! —indicó Eddie.

—Sí, y lo bueno es que parece que dice algo —acoté con sarcasmo.

—«Sigue Sputnik: 2 km» —Eddie leyendo el cartel—. ¿Qué carajo es ese nombre? —exclamó.

Todos los nombres eran rusos; el gobierno había conseguido las naves de la misma empresa que les vendía los troles… a cambio de mosto y vino a granel.

—¡Miren…! La estación interespacial se llama Laika, como la perra que mandaron al espacio —Beto entusiasmado nos explicaba mientras nos extendía desde su diminuta e impresionable manito derecha los cinco boletos para que los viéramos.

—Me hiciste acordar del Miky y el Valentín… ¿Qué habrá sido de nuestros perros? —recordé acongojado.

—Por cómo explotó el barrio, deben estar con la Laika en algún lugar del espacio —opinó Tommy mirando a Beto, que, arrojando lo que le quedaba del cigarro por la ventanilla, con su otra mano —que tampoco tenía un proporción normal— lo insultaba furioso.

Ni bien arribamos al perímetro de la estación, abandonamos el auto y fuimos conducidos por soldados de la gendarmería a través de un playón de cemento, por el que se nos ordenó correr a prisa unos cuatrocientos metros, pues al parecer se avecinaba una temible tormenta de arena y cualquier demora de parte nuestra haría cancelar el vuelo.

«¡Pasajes en la mano!», no se cansaba de gritar a toda voz un oficial, al que le colgaba un fusil automático de uno de sus hombros que no dejaba de apuntar azarosamente hacia nosotros.

Una vez que exhibimos los pasajes, ya formados ante la puerta de embarque de la nave, varios oficiales comenzaron a palparnos las ropas cerciorándose de que ningún pasajero portara un arma u objeto que pudiera ser una amenaza a bordo.

La escena se asemejaba más al ingreso a un recital en el Estadio Pacífico de la década del ochenta o a una cancha de fútbol de todos los tiempos que al exclusivo privilegio de pegarse una vuelta estelar por un planeta que nuestras bocas apenas habrían pronunciado un par de veces antes: «Almendrida».

Algunos pasajeros fueron apartados inmediatamente de la fila de abordo, el resto de los afortunados ignorábamos por completo su razón.

En lo alto del cielo ya se podía advertir un tumultuoso frente de color terroso que amenazaba con oscurecer por completo la radiante mañana que había terminado con la ciudad y con la mitad de sus habitantes. De la otra mitad, solo un cuarto seguía yendo al trabajo como si nada hubiera pasado y el resto intentaba meterse en lo que parecía eran seis herrumbradas cápsulas aéreas que agitaban sus motores a lo largo de toda la plataforma interespacial.

Una vez adentro, la nave llamada La Nena no ofrecía a la vista ni un ápice de tecnología de avanzada. El pasajero se detenía frente a una extensa hilera de asientos a ambos lados comunicados por un único y estrecho pasillo central.

Sus asientos no eran butacas individuales, sino bancos dobles forrados por un rústico cuero marrón, sobre los cuales un número indefinido de personas se ubicaban incómodas, por la avivada de algunos de no querer juntar un poco más sus piernas. Por esa razón, los asientos se ocupaban con dos o tres y hasta con cuatro o cinco pasajeros, dependiendo de su porte físico también. Una barra metálica extendida en el respaldo del asiento delantero cumplía la función de sujetamanos, para sobrellevar los múltiples sacudones y fuertes impulsos que tomaría la nave en su vuelo al espacio exterior.