Una biblia perdida - Ernesto Peña González - E-Book

Una biblia perdida E-Book

Ernesto Peña González

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Alarmas de rebelión, tensiones conspirativas, suspicacias y adulaciones arribistas, paranoias nacidas de semillas de sedición y prepotencia oficial, conducen a José Antonio Aponte y su singular y polémico libro -semejante a una Biblia que reflejase, al decir de un personaje, «los momentos gloriosos de la raza negra»- a la prisión, el escrutinio y la acusación. El carpintero y artista será interrogado a través de un duelo de estocadas verbales, una vez y otra, mientras nos son narradas las circunstancias que allí lo condujesen, así como el palpitar de una Cuba colonial y en ruta ya irrevocable hacia la insurrección. Con Una biblia perdida, Ernesto Peña González acepta y triunfa en el desafío de completar con dúctiles, pero rigurosos, elementos de ficción las abundantes brechas en que la historia registrada suele tropezar durante su fluir hasta nosotros; por sobre la obvia evidencia de acuciosas pesquisas en documentación archivada y otras fuentes fiables, predomina el latir de un oficio escritural pleno en madurez e imaginativa ambición.

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Título

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Una Biblia perdida

Ernesto Peña González

© Ernesto Peña González, 2023

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2023

ISBN: 9789591026347

Tomado del libro impreso en 2023 - Edición y corrección: / Michel Encinosa Fu / Dirección artística y diseño: Suney Noriega Ruiz / Diseño de cubierta: Suney Noriega Ruiz / Emplane: Jacqueline Carbó Abreu

E-Book -Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub: Sandra Rossi Brito / Diseño interior: Javier Toledo Prendes y Sandra Rossi Brito

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Índice de contenido
Título
Reseña del autor y la obra
Dedicatoria
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Epílogo
Nota del autor

Reseña del autor y la obra

ERNESTO PEÑA GONZÁLEZ (Santa Clara, 1976). Narrador, poeta y editor, licenciado en Letras por la Universidad Central de Las Villas. Entre sus libros publicados destacan Museo de ángeles caídos (Editorial Capiro), Interior de una casa inexistente (Reina del Mar Editores) y Vestigios de Síbaris (Ediciones Sed de Belleza). Sus galardones literarios incluyen el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara en 2002 y 2007, el Premio Ópera Prima de la XIII Feria Internacional del Libro de La Habana, el Premio al Autor Novel de la editorial Oriente en 2003 y el Premio Alejo Carpentier de Novela 2010.

Alarmas de rebelión, tensiones conspirativas, suspicacias y adulaciones arribistas, paranoias nacidas de semillas de sedición y prepotencia oficial, conducen a José Antonio Aponte y su singular y polémico libro ―semejante a una Biblia que reflejase, al decir de un personaje, «los momentos gloriosos de la raza negra»― a la prisión, el escrutinio y la acusación. El carpintero y artista será interrogado a través de un duelo de estocadas verbales, una vez y otra, mientras nos son narradas las circunstancias que allí lo condujesen, así como el palpitar de una Cuba colonial y en ruta ya irrevocable hacia la insurrección.

Con Una Biblia perdida, Ernesto Peña González acepta y triunfa en el desafío de completar con dúctiles, pero rigurosos, elementos de ficción las abundantes brechas en que la historia registrada suele tropezar durante su fluir hasta nosotros; por sobre la obvia evidencia de acuciosas pesquisas en documentación archivada y otras fuentes fiables, predomina el latir de un oficio escritural pleno en madurez e imaginativa ambición.

Dedicatoria

A Deb, por lo profundo.

A la doctora María del Carmen Barcia,

y a la memoria de los maestros Fernando Ortiz y José Luciano Franco.

Esta novela pudo nacer gracias a Yamil Díaz y Félix Julio Alfonso.

A ellos también mi gratitud y cariño.

Los ladridos de los perros se escuchaban a lo lejos, como en una pesadilla de la que no podía despertar. Todos los músculos de las piernas de Francisco se tensaron aún más y sus zancadas se hicieron más largas. Sudores de fiebre y miedo le bañaban el torso, le atolondraban la sesera.

Cuando dejó de oír los perros se detuvo y reconoció la herida otra vez. Un rasguño de bala, pero que se pudriría si no lo curaba a tiempo.

Soltó el puño del machete y se arrodilló. A seguidas se dejó caer de espaldas sobre la hierba. Por unos segundos los pedazos de cielo y huecos de luz diseminados entre las frondas lo embelesaron. Pensó en Soledad y su hijito recién nacido; pero esa voz de brujo que no se le salía de la cabeza le susurró que estaban muertos, que los contramayorales habían violado y torturado a la Soledad y descuartizado a su hijo.

Los ojos de Francisco se anegaron y una argolla invisible le oprimió la garganta. Era nada. Y ahora era nada de nada. Una bestia aterrada que huye de los perros.

Se incorporó y exprimió la sangre vieja de la herida. Pese al dolor carnal, no podía dejar de llorar su suerte. Al cabo de un rato se sintió aliviado, el cuerpo flojo como una caña chupada. Llevaba dos días y noches sin dormir, corriendo sin detenerse excepto para masticar algo y beber agua. Los matojos y las púas le tenían los tobillos desollados, pero lo que más le atormentaba eran las voces que surgían en su cabeza. «Francisco se dejó engatusar por el negro francés», «Francisco mató amos y quemó ingenio», «La Soledad y el niño van a pagar por la villanía de Francisco».

Se echó de espaldas una vez más. Aunque le latían las sienes y la herida, los ojos empezaron a cerrársele. En ocasiones se despabilaba y corroboraba que la tira de cuero mantenía el machete atado a su muñeca, y que el cuchillo de monte estaba en su sitio. Un instante después volvía a amodorrarse.

«Francisco va a quedarse dormido».

Se incorporó de súbito. El frío del monte le punzaba el cuello y las costillas. Había dormido toda la tarde y la noche y ahora los pájaros y ranas mañaneras comenzaban su concierto del alba. Por un momento no supo dónde estaba. Veía puntitos luminosos ante sí y dentro de la cabeza atronaba un tambor insufrible. «Estoy muerto», se dijo, hasta que escuchó el gruñido.

Los dos perros se acercaban con sigilo, los pelos erizados y los colmillos sobresalientes. Cuando Francisco se puso en pie el más adelantado de los animales le saltó al cuello. Un tajo relámpago encontró al animal en el aire y le sacó el alma tras un fugaz alarido. El segundo perro tuvo mejor suerte. Aferró a Francisco por encima de la clavícula, justo en el sitio de la herida de bala. Hombre y fiera rodaron por el suelo. Francisco atinó a aguantar por la oreja la cabeza del animal que se retorcía sin cesar. Si esa boca se le hundía en las venas del cuello, todo habría terminado.

Una cuchillada veloz alcanzó al perro en un costado, pero este no cedió en su afán. Después de la cuarta cuchillada las mandíbulas del animal se ablandaron. Francisco cayó de rodillas, temblequeante. Varias hilachas de sangre le bañaban el pecho y la espalda. Mientras intentaba cubrir las mordeduras con una mano trémula, las piernas se le convertían en dos trozos de roca. Tres hombres surgieron de la maleza, resollando. Francisco intentó blandir el machete, pero todas sus fuerzas le habían abandonado. Respirar. Solo le quedaba respirar.

—Este es el último —dijo uno de los contramayorales después de recuperar el aliento.

El mayoral Antonio de Orihuela se acercó sin prisa y colocó el cañón del fusil contra la cabeza del negro cimarrón. A través del arma sintió el respirar grueso del fugitivo que se desangraba. Los cadáveres de sus últimos perros le conferían una gracia violenta al lugar. Entonces cierta morbosa satisfacción invadió al mayoral dejando al descubierto sus dientes manchados. Miró a sus hombres y rio sin embozo.

—El último —dijo, y soltó un salivazo negro de tabaco antes de apretar el gatillo.

1

La noticia llegó a la fortaleza de San Carlos de La Cabaña cuando el licenciado José María Nerey intentaba sacudir el sopor de su mala siesta. No era un día especialmente bochornoso, pero el licenciado, sentado en su cama, no se decidía entre encender su pipa o humedecerse el rostro. Había despertado de mal talante. Por lo común despertaba de mal talante. Una herencia de familia.

—Adelante —dijo con cierta brusquedad al escuchar los toques en la puerta.

Se percató de que su voz no vibraba como le era cotidiano, tenía el tono desagradable de los sedientos.

—Adelante —dijo como queriendo advertir al desconocido que tocaba: Más valdría que fuese importante.

Desde luego habría odiado a quien franqueara la entrada lo mismo si fuese un soldado que cualquiera de los arcángeles del cielo; porque en el ejercicio de su deber cotidiano, esa mañana ya había interrogado a varios reclusos que se negaban, como todos, a delatar a sus cómplices de correrías. Tendría que insistir en los próximos días, tal vez durante todo el mes, hasta que alguno de los condenados diera indicios de querer colaborar, o hasta que el licenciado, repugnado, advirtiera que se trataba de otra partida de pobres diablos que caían en prisión para encubrir vergüenzas ajenas.

En fin, un sábado detestable de finales de marzo en el que el viento del norte se había ido a paseo y las gotas de sudor se escurrían por las patillas del licenciado hasta su cuello.

Allá abajo, al oeste, separada de la fortaleza por la bahía, la ciudad de La Habana todavía dormitaba su siesta mientras enviaba a Nerey, al siempre fiel licenciado Nerey, los peores de sus hijos.

El motivo por el que no se decidía entre su pipa y el aseo era una vaga pesadilla. Su esposa y su bella hija casadera le sometían a un largo interrogatorio durante el cual el licenciado no podía contestar pregunta alguna porque ignoraba las respuestas; o porque una inexplicable mudez se lo impedía. De modo que estaba intentando recordar las preguntas del sueño cuando escuchó que llamaban a la puerta.

Así que «adelante» y al infierno, que ninguna buena nueva le esperaba.

—El señor alcalde requiere de su presencia, señor —dijo el soldado que apareció a contraluz en la entrada de la habitación.

El licenciado ordenó al soldado esperar fuera. Luego se aseó. Volvió a sentarse en la cama y encendió su pipa. Dos o tres chupadas le bastaron para entender que perdía el tiempo intentando adivinar el motivo por el cual el alcalde casi le obliga a despertar de su siesta.

Tomó su casaca del respaldo de un sillón y se la puso. Odiaba esa prenda, y mucho más para salir al sol, pero debía usarla delante del alcalde, como un necesario signo de respeto ante la autoridad superior.

Lo único que le gustaba del ardiente suelo por donde caminaba, a solo dos pasos del soldado, era su extensión y la pureza del aire. La fortaleza de San Carlos de la Cabaña era enorme, y si bien hospedaba a unos malditos de la peor ralea, ellos se encontraban tras los barrotes. En cambio, se podía disfrutar del silencio predominante, solo malogrado por el apacible ulular del viento marítimo y las voces de los mercaderes y cuadrilleros, que llegaban, en sordina, de los puertos, al otro lado de la bahía.

A diferencia de la ciudad, la fortaleza no apestaba, ni aturdía los sentidos, ni manchaba los botines del lodo omnipresente.

Al igual que la fortaleza, Nerey poseía, por contraste, cualidades que no aparecían en sus colegas de oficio. A sus cuarenta y dos años era el interrogador principal de la prisión política más importante de América; una pieza estimable por el señor don José de Ilincheta, quien fungía, más que como teniente gobernador, como asesor y mano derecha del capitán general, don José de Muro y Salazar, marqués de Someruelos.

Si se manejaba bien, como hasta el momento, Nerey casaría a su bella Fermina con algún oficial de alta graduación; o con un noble, si la suerte le deparaba como premio a sus servicios, la concesión de algún título nobiliario.

Cabía suponer que lo merecería. Había extraído información preciosa a cada enemigo inglés, francés o sedicioso del país desde hacía doce años; sí, señor, doce años al servicio de Su Majestad Católica. Cara a cara frente a los más peligrosos, los más extraños, o los más astutos. De oscuro abogaducho de bufete a interrogador principal. Aunque doce años era tanto tiempo como para sentirse un cautivo más de la prisión, merecedor de solo un día de asueto a la semana y muchos días de malas nuevas. Una de estas malas noticias era la que de seguro le esperaba en la habitación del señor alcalde.

El alcalde de la fortaleza era un sevillano metido en carnes, deudo del capitán general, quien le había colocado en su puesto. Tenía los párpados caídos, lo que le confería una expresión soñolienta, pero nada más conveniente de su taimada ferocidad de cocodrilo. Un depredador que se deslizaba por las más oscuras aguas imitando a un tronco muerto.

—¿Dormía usted? —dijo al tiempo que servía una copita de vino.

—Ya estaba despierto —respondió Nerey.

—Es asunto de urgencia… No ignoro que mañana es su día de asueto…

El alcalde alcanzó la copita a Nerey y escanció otra para sí. El licenciado bebió la suya de golpe y de pronto recordó una de las preguntas que su esposa le espetaba en la pesadilla: «¿No merece nuestra Fermina un hombre de bien y laborioso?».

Al licenciado se le erizaron los vellos de la nuca. No habría día de asueto. Una guerra inminente, pensó. Pero de camino a la habitación del señor alcalde no había visto ninguna nave en el horizonte.

—Se trata de una insurrección de negros —dijo el alcalde como si hablara de un asunto sin importancia—. Hay un señor asesinado, dos niños y un mayoral.

—¿Dos niños? Los negros no se atrev… —Claro que se atreverían, se dijo. Se han atrevido a cosas peores—. ¿Dónde?

—El ingenio Peñas Altas. Fue incendiado. Antes de ayer en la mañana. Los negros continuaron envalentonados hacia el ingenio Trinidad, pero allí las tropas los cercaron y los dispersaron. Se me participó que atraparon a algunos de los cabecillas.

—¿Y las mujeres? —inquirió Nerey sin coherencia alguna. Se negaba a aceptar la idea de un motín de desesperados sin escrúpulos en sacrificar niños. ¿Y las mujeres?, disparaba su mente haciendo regresar las imágenes de su esposa e hija.

En el breve lapso en que el alcalde pestañeaba, como si no hubiese entendido la pregunta, Nerey supo que el sopor del día y lo insólito de la novedad le forzaron a violar uno de los principios de su oficio: no revelar emociones.

El alcalde humedeció sus labios en la copita como si hubiese dado un beso breve. Se reprochaba haber omitido que una vez asesinados los hombres del ingenio, la señora María Elena y sus hijas habían sido ultrajadas. Era inútil esconder un elemento tan grave al licenciado, acostumbrado a largos interrogatorios.

—Raptadas y vejadas —dijo.

Nerey asintió, como si hubiese previsto la respuesta.

—El capitán general ordenó se consiguiera una lista de nombres y un compendio de los designios de los revoltosos —añadió el alcalde sin dar tiempo a que el licenciado meditara—. Lo antes posible. Se sospecha que no es un simple motín de esclavos.

Ese presentimiento ya formaba parte de los miedos no infundados de la aristocracia. Negros en el cercano Haití que, como perros rabiosos, recorrieron toda la región norte del país, incendiando, matando, ultrajando. Cenizas. Toda una región próspera reducida a cenizas.

—El ingenio Peñas Altas está muy cerca de la ciudad —añadió el alcalde después de vaciar su copita—, en Guanabo.

Un poco tarde, Nerey cayó en cuenta de que el alcalde tenía en su poder la relación completa de lo ocurrido. No constituía una simple noticia traída por algún funcionario del Gobierno; tal vez se tratara de una carta larga en la que figuraban todos los detalles de la matanza. Tal vez la hubiera recibido desde la mañana, y no se la mostraría al licenciado sino que jugaría a brindarle la información poquito a poco, para delimitar poderes. Un hombre con poder y sin prisas, pero que se aburre, puede incurrir en tales desvaríos. En definitiva Nerey estaba persuadido de que todos los hombres eran locos perturbados, pero que solamente en algunos se evidenciaba tal misterio.

Se arrellanó en su butaca para aceptar el desafío no explícito.

—¿Ya están aquí los prisioneros? —preguntó.

—Llegarán pronto. Se practican las primeras diligencias en el Cuartel de Dragones.

Nerey se esforzaba en no manifestar la irritación creada por su ambigua posición; la posición de interrogar a un superior.

—¿Quiénes son los cabecillas? —dijo.

—Tres esclavos. Se llaman Esteban, Tomás y Joaquín Santa Cruz, pero se cree que ellos no sean los verdaderos cabecillas —replicó el alcalde haciendo un mohín de picardía.

—¿Por qué esa sospecha?

—Estaban muy bien disciplinados. Prepararon el ataque, sorprendieron a los hombres armados… Las tropas los dispersaron porque uno de los sublevados los delató. Advirtió del peligro al mayoral del ingenio Trinidad, y el mayoral, ayudado por las tropas del partido les salió al encuentro.

—¿Quién es el mayoral?

—Antonio de Orihuela.

—Dice usted que estaban bien disciplinados. ¿Se han penetrado las razones de la sublevación?

—Creo haberle dicho que ese será su cometido —dijo el alcalde con cierta brusquedad.

Sí, y también me ha contado muchas más novedades que no tiene por qué diablos conocer, pensó Nerey.

—Desde luego —sonrió—. Me refería no a las intenciones de los caudillos sino a las que se exponían para incentivar a la negrada… Supongo que no hayan interrogado solamente a los supuestos cabecillas.

El alcalde se quedó muy quieto, como un camaleón somnoliento que procura cambiar de color.

Entrégueme ya el informe, pensó Nerey, basta de este juego absurdo.

—Quedaron pocos negros vivos —dijo el alcalde después de un titubeo. Por fin se sirvió otra copita y llenó la del licenciado, que la sostuvo sin llevarla a su boca—. El lugar no debe representar una escena muy agradable. El mayoral, muy engreído por su triunfo, juró que no saldría del monte hasta cazar al último de los sediciosos.

Nerey esperó. El alcalde se comportaba como un niño terco negado a terminar sus deberes; pero el licenciado se enorgullecía de tener toda la paciencia del mundo. Doce años de ejercicio.

—Algunos negros repetían el nombre de Juan Fransuá —dijo el alcalde.

Jean François, corrigió Nerey para sí. De modo que se trataba de una insurrección, no de un simple motín. ¿Enviados de Haití que se hacían pasar por generales de Louverture para encender la imaginación de los esclavos? El capitán general lo ha intuido y quiere una sumaria rápida para presentar su nuevo éxito en las Cortes.

El ánimo de Nerey se trocó en júbilo disimulado. También podría ser su oportunidad.

—¿Tuvo usted noticias de Juan Fransuá? —dijo Nerey.

—Tengo entendido que llegó a este puerto en la época del gobernador don Luis de las Casas. Hace ya veinte años.

Dieciocho, anotó Nerey en su mente.

—Los señores le temían y le detestaban con igual pasión.

—¿A qué viene esta lección de Historia? —se inquietó el alcalde, que temía desconocer antecedentes importantes.

—Juan Fransuá era un negro vestido con el uniforme de brigadier del Ejército español. Y un asesino de blancos franceses de santo Domingo. Y un protegido de nuestro rey.

El alcalde no entendía tanto simbolismo contradictorio.

—¿Imagina usted cuán perniciosa influencia para los negros de los cabildos, la de un sujeto así que desembarcara en el puerto? —concluyó Nerey.

—¿No desembarcó?

—No. Don Luis ordenó se le condujera a Casa Blanca, y pese a las precauciones tomadas, los negros se enteraron de eso. Se cree que algunos hayan subido a los barcos.

El alcalde quedó pensativo. Nerey había conseguido que se preocupara lo suficiente como para que le entregara el informe completo.

—Es necesario que no retarde usted el proceso con cuestiones de leguleyos —dijo el alcalde al cabo de un rato, apuntalando débilmente su autoridad.

Nerey hizo un gran esfuerzo para no sonreír.

—Así será —respondió, ecuánime.

El alcalde extrajo de un cajón de su escritorio un manuscrito con la relación de los hechos.

Bien, se dijo Nerey. Solo restaba esperar la llegada de los sediciosos.

—¿Es todo? —El licenciado colocó la copita todavía llena sobre la mesa del alcalde, sin esperar respuesta. Se arrepintió de inmediato de su gesto grosero.

El alcalde asintió manteniendo su habitual máscara de impasibilidad beoda y cuando Nerey se acercaba a la puerta, dijo:

—Ah, lo olvidaba. Se designó la instrucción del proceso al licenciado don Ignacio Rendón y al abogado don Sebastián Fernández de Velazco.

Nerey se volvió.

—Espero que mis servicios sean útiles a esos señores —dijo con perfecto dominio de sí.

A continuación se retiró. No pudo ver la sonrisa siniestra que desfiguraba el rostro del alcalde.

El licenciado paseaba por su habitación sin entender en qué momento había ofendido al señor Ilincheta como para que este le retirara su confianza. No le molestaba que el señor Rendón estuviera designado para dirigir el proceso. Él era un fiscal superior, de sobrado talento, pero ¿Sebastián Fernández de Velazco? Menudo petimetre sucedáneo. Tratará con tal desdén a los negros que alguno de esos malditos se tragará la lengua ante sus propios ojos.

¿O habría sido el mismo señor Rendón quien pidiera como ayudante a Sebastián?

En el licenciado Nerey resurgió el dolor que nunca se le desvanecía. Los nobles lo sacrificaban todo por la garantía del título. No importaba que fueras el icono de la estupidez, y que todos se percataran. Era una amarga certeza: si naces príncipe, llegarás a rey.

Ilincheta no parecía ser de la clase de hombres que se dejan impresionar por un título nobiliario o una cuna de oro y tal vez no estuviera enterado de la ineptitud de Sebastián.

Hastiado de elucubrar, el licenciado buscó un libro para cambiarse el ánimo. Poseía en su reducida habitación los tomos segundo y tercero del Quijote, pero prefirió releer las aventuras de ese ladino llamado Gil Blas de Santillana. La gente, los nobles incluso, se parecía más al pícaro-imbécil de Lesage, que al hidalgo manchego de Cervantes.

Nerey despertó transpirando. En esta pesadilla era un noble caballero, el marqués de Campo Florido. Cenaba junto a su Amalia y a su hija Fermina. Era una cena espléndida con jamón de Westfalia, gigote, queso, dulces secos, chocolate, café, frutas. Y lo mejor: hielo. Agua con hielo, tan deliciosa, dijeran lo que dijeran los médicos. El licenciado recordaba que Fermina había pedido permiso para retirarse y que luego Amalia le comentaba de los suspiros de la niña por cierto oficial de la Real Armada…

De la habitación de su hija provino un grito de horror. El licenciado se levantó como un resorte y acto seguido, entraron a la galería cinco negros sudorosos que portaban machetes ensangrentados. Amalia se desmayó.

Cuando abrió la puerta encontró al soldado mensajero del día anterior, el brazo levantado y un puño en el aire a punto de golpear la puerta con los nudillos.

—Oh, eh… señor. —El soldado adoptó una actitud marcial a modo de disculpa—. El señor alcalde requiere de su presencia.

—¿Llegaron los nuevos prisioneros?

—No lo sé, señor —dijo secamente el soldado. Luego se hizo a un lado para darle paso al licenciado.

Sobre la mesa del escritorio del alcalde había dos cajones de madera. Uno mediano y otro más pequeño. Al lado de los cajones se encontraba un hombre desgarbado y ojeroso, acicalado con meditado descuido. Tenía el mentón retraído y la mirada huidiza, aunque de su persona emanaba, en contraste, una voluntad ilimitada. Nerey apreció ese aire humilde del ilustrado que disimula todo lo que conoce.

—El señor Ramón González, escribano de la Capitanía —lo presentó el alcalde.

Después de las cortesías de rigor, el escribano expuso que el señor Sebastián Fernández de Velazco se encontraba enfermo y que José de Ilincheta había solicitado al capitán general que el licenciado José María Nerey se ocupara del interrogatorio de todos los prisioneros, sobre todo de los cabecillas.

Reprimiendo el júbilo, Nerey asintió, al tiempo que eludía la mirada del alcalde.

—¿Los cabecillas? —inquirió con intencionada indiferencia.

—Los han atrapado —se apresuró a informar el alcalde.

—El propósito de mi visita es brindarle detalles que podrían resultar útiles durante su labor —dijo el escribano. Extrajo un pañuelo de un bolsillo interior y se enjugó con suavidad una gota de sudor sobre la ceja.

Así está mejor, pensó Nerey. Entrecruzó los dedos sobre el vientre mientras veía cómo el escribano expandía sobre la mesa un conjunto de legajos bien ordenados extraídos del cajón pequeño.

—Hay varios implicados en la sedición —continuó el escribano—, pero los tres principales son: José Antonio Aponte, Clemente Chacón y su hijo, Juan Bautista Lisundia. —Ramón levantó la vista hacia Nerey—. Parece que José Antonio Aponte es quien ordena todo.

—¿Ya lo confesó? —preguntó Nerey, definiendo los papeles.

—No, aún no —dijo el escribano y apretó los labios—. Pero es quien mejor se expresa y… —consultó sin premura los legajos—, es cabo 1º retirado del Batallón de Morenos Libres. Su padre y su abuelo lucharon contra los ingleses y fueron condecorados por sus méritos. Tomó parte en la conquista de la isla de Providencia.

Hijo de militares. Instrucción militar, se dijo Nerey. Pero a muchos oficiales no les agradaban sus superiores y estos aprovechaban la mínima oportunidad para difamarlos y enviarlos a prisión o destierro. Ya se conocía bien esta historia el licenciado. Era tan frecuente. Muchos futuros prometedores y carreras frustradas solo porque a algún oficialillo hijo de noble le incomodaba tener bajo su mando a un súbdito con talento. Enseguida lo infamaba, lo enviaba a prisión bajo cualquier pretexto baladí.

—Al acusado ¿se le ocupó algún documento comprometedor? —dijo Nerey.

—Durante el registro de su casa se ocuparon tres copias de cédulas reales y un libro con varios mapas de la ciudad.

—¿Estuvo usted presente durante el registro?

Ramón asintió.

—¿Puede contarme paso por paso el procedimiento? —solicitó Nerey.

—Lo he consignado todo —respondió Ramón, volviendo la mirada a los legajos. Leyó—: El señor doctor Juan Ignacio Rendón, oidor honorario y juez comisionado dijo que habiendo resultado de una de las declaraciones del negro José Antonio Aponte, recibidas en el expediente principal del asunto, que en su casa deben existir varios mapas y una bandera, con alusión al crimen que se inquiere, dispuso inmediatamente de orden verbal que sin pérdida de instante pasase el escribano real don Vicente de la Huerta, auxiliado competentemente, a la habitación del reo para practicar con la mayor escrupulosidad el escrutinio de todas sus piezas muebles y demás lugares donde pudieren hallarse los instrumentos confesados por Aponte y cualquier otro conducente a la materia del procedimiento.

—¿Estuvo usted presente cuando el reo declaró que en su casa encontraron varios mapas y una bandera? —preguntó Nerey. El alcalde se removió inquieto en su silla.

—No —confesó Ramón con cierto disgusto—. Las primeras diligencias fueron practicadas por el escribano real, don Vicente de la Huerta, a quien acompañé durante el registro.

Nerey levantó la mano con la palma hacia arriba indicando a Ramón que continuara.

—El señor Vicente de la Huerta solicitó orden de registro al capitán general y expedida la orden el señor marqués me comisionó a su vez para que acompañara al señor escribano —dijo Ramón con clara elocución, como un clérigo que lee un pasaje bíblico a la devota feligresía—. Del Palacio de la Capitanía General pasamos a la morada del capitán de partido, don Juan de Dios de Hita, en el barrio de Guadalupe. Este señor nos auxilió con tres hombres y otro testigo, el señor don Manuel Torres. La casa de José Antonio Aponte estaba cerrada. Un vecino nos dijo que su mujer no se encontraba en la ciudad, y que una entenada del acusado poseía la llave. La entenada, Josefa María Muguerza nos acompañó y se prestó para abrir la puerta principal. En la alcoba de Aponte había un baúl que contenía la ropa del acusado. Oculto bajo la ropa se encontró un cajón de pino de tapa corrediza. Dentro de ese cajón estaba el libro buscado junto a dos varas de platilla nueva. —Ramón señaló al cajón mediano—. Es este, señor.

Nerey miró el cajón, pero no se movió de su sitio.

—En el cajón de una mesa se encontraron las tres copias de las cédulas reales.

—Y la bandera.

—La bandera también —dijo Ramón y señaló otra vez al cajón mediano.

—¿Qué más vio usted?

—Me temo que no le entiendo, señor. —Ramón se enjugó el sudor bajo la nariz.

—¿Era limpia la casa? ¿Estaba oscura?

—Era limpia e iluminada. Bien construida. De tablas y embarrado.

—¿Cómo se gana el pan el acusado?

—Es pintor y carpintero ebanista. También inspeccionamos su taller.

—¿Tendría la amabilidad de describirlo?

Ramón tragó en seco. Ignoraba hacia dónde se dirigía el licenciado, pero en su fuero interno le complacía que este pusiera a prueba su capacidad de observación y no le tratara como a un simple escribano.

—Hay varias tallas en madera. Una grande de la Virgen, en ébano, no concluida. Otras más pequeñas de santos, san Antonio, santa Catalina… La más notable es la de un Cristo a un costado de la puerta. Un Cristo grande, en ademán de dar un paso.

—Jesús peregrino —definió Nerey.

Debías haberlo dicho, pensó Ramón, y no pasar por ignorante.

—Bancos de carpintería… Botes de pintura… En las paredes, cuadros medianos con imágenes de santos. Quizás las tomara como modelos —adelantó Ramón con cierta reserva.

Nerey calló un instante. Ardía por ver el libro y la bandera que estaban dentro del cajón, pero no desaprovecharía la excelente oportunidad de interrogar a un escribano, testigo del registro. Cuando llegara el juez Rendón esa oportunidad se esfumaría.

—¿Cartas, diarios, pasquines?

—No. Una pequeña biblioteca. En la alcoba.

Nerey se asombró. ¿Una pequeña biblioteca? ¿Un negro ilustrado? Entendió la premura del capitán general. En Cuba no podría surgir un nuevo Toussaint Louverture.

—¿Qué libros?

Ramón consultó otra vez sus legajos. Leyó:

—Uno en pasta de mucho lujo que se titula Descripción de Historia Natural… El arte Nebrija, la Guía de forasteros de la Isla de Cuba, Las maravillas de la ciudad de Roma.

—¿Grandezas y maravillas de la ínclita y santa ciudad de Roma? —precisó Nerey, amante del libro mencionado.

—El mismo. Del obispo Díaz Vara —respondió Ramón sin apartar la vista de sus escritos. Prosiguió—: Estado Militar de España, Sucesos memorables del mundo. Este último también tiene un largo título —se interrumpió Ramón.

Nerey negó con la cabeza. No era necesario.

—Historia de Mauricio, conde de Saxe, mariscal de los campos y ejércitos de S.M. Cristianísima —continuó Ramón—. Catecismo de la Doctrina Cristiana, Vida del sabio Esopo, tomo tercero del Quijote.

—¿Se le preguntó al acusado por qué solo poseía el tomo tercero? —La admiración ganaba temperatura en el ánimo del licenciado Nerey.

—No, señor. Al menos no en los interrogatorios donde yo he estado presente. —Ramón se enjugó otra gota que se escurría por su mejilla—. Después del registro no se ha interrogado otra vez al acusado.

—Continúe.

—El libro de la vida de san Antonio Abad, La historia eclesiástica, política, natural y moral de los grandes y remotos reinos de la Etiopía, y La monarquía del emperador, llamado preste Juan de las Indias.

—¿Quién es el autor de este último libro?

—Es firmado por el padre fray Luis Urreta de la orden de los dominicos de Valencia —dijo Ramón, ufano de la exactitud.

—Continúe.

—No hay otros.

—¿Se le decomisó la biblioteca?

—Desde luego, señor. —Ramón exageró el tono de cortesía para disimular el disgusto—. Casi todos esos títulos son prohibidos.

—No parece un negro cualquiera —intervino el alcalde.

—No creo que lo sea. Por eso… —Ramón bajó la vista— me atreví a deducir que se trataba del cabecillaprincipal.

Eso está por verse, pensó Nerey.

—Permítame examinar el libro —dijo y se puso en pie.

Ramón sacó el libro del cajón y lo colocó sobre la mesa. Para echar un vistazo, el alcalde rodeó el mueble y se ubicó al lado de Nerey.

El licenciado hojeó varias láminas hasta dar con un mapa de la ciudad de La Habana. Un mapa donde se representaban todos los puntos importantes, caminos, casas y fortalezas. Aunque mucho más pequeño, era, debido a la información contenida, superior al mapa del año 1798, confeccionado por José del Río, capitán de fragata de la Real Armada; mapa celosamente guardado en la habitación del alcalde.

—¿Dice usted que el acusado indicó dónde encontrar este libro?

—Así consta en el expediente —replicó el escribano, fastidiado.

—Muy peligroso… un negro muy peligroso —repetía el alcalde entornando sus ojos de sapo.

Nerey se enfureció por la vulgar conclusión del alcalde. Superficial y precipitada. Con los años de oficio, el licenciado había aprendido que si se interrogaba a alguien menospreciándole de antemano era poco probable obtener una confesión válida. Nada de prejuicios. Era preciso incluirse en la mentalidad del reo y ser coherente, y pensar a su manera, igual que los actores que encarnan otras vidas.

Al hojear el libro, se convenció de que allí encontraría las esencias de las ideas subversivas. Disimuladas, claro. Bien disimuladas.

Y mientras algunos torpes se afanaban buscando indicios de la preparación y articulación de planes para crear turbulencias, el licenciado intuyó que debía comprender de qué manera se articulaban todas las imágenes del libro, a primera vista inconexas entre sí. Aquello tenía el aspecto de una historia bíblica, pero en imágenes. Tal vez las biblias de los primeros cristianos fueron semejantes a este libro. Historias en imágenes.

Nerey se dirigió al escribano.

—Señor Rodríguez, el acusado es carpintero ebanista.

—Y pintor —completó Ramón.

—Estos oficios, ¿con quiénes lo llevan a relacionarse?

—Con los sacerdotes —respondió el escribano con paciencia—. Los sacerdotes de las iglesias más humildes, porque es sabido que su Señoría el obispo se sirve de extranjeros.

—¿No le preguntaron sobre los contrabandistas?

—¿Los contrabandistas?

—El contrabando de libros prohibidos. Imágenes, quizás. Retratos.

—No, señor. —Ramón revisaba los legajos—. No se le preguntó.

—¿A qué hora llegarán los prisioneros?

—En menos de tres horas, señor.

Nerey cerró el libro y pidió al alcalde quedar a solas con el escribano en la sala de interrogatorios.

—Su merced ha observado que no se trata de un prisionero común —dijo Nerey con el propósito de halagarlo—. El señor escribano y yo debemos trabajar de conjunto en beneficio de la eficacia, y de la premura que precisa el Gobierno. Si logramos doblegar al maldito en el menor tiempo posible, redundaría en gloria para su merced y el señor capitán general.

El alcalde esbozó una fugaz sonrisita, pero accedió.

Se trasladaron hasta la sala de interrogatorios. Aunque era de las habitaciones más ventiladas y en otro tiempo había sido destinada a los artilleros, en esos momentos no se guardaban allí las armas por causa del irremediable goteo en tiempo de lluvias. Al entrar, Ramón percibió de inmediato el cambio de temperatura. Tocó la pared y sus dedos quedaron marcados en la humedad de la piedra.

Caminaron hacia el centro de la habitación. El licenciado ordenó al soldado cerrar la puerta.

Ya a solas con el escribano, Nerey abrió el libro en la lámina donde aparecía un retrato de José Antonio Aponte con una inscripción al pie que lo identificaba.

—¿Es este el acusado? —inquirió el licenciado.

—No se le parece en nada.

—¿Se parece a alguno de los implicados?

—No lo creo. —Ramón ladeó la cabeza y achicó los ojos, en ademán de recordar algo impreciso—. Uno de los acusados, Clemente Chacón, tal vez conozca de quién se trata, porque dijo que Aponte le había mostrado el libro en varias ocasiones.

—¿Clemente Chacón?

Ramón leyó:

—Moreno libre, natural de la Ciudad de La Habana y vecino de los barrios extramuros, de estado viudo, según expresó. De oficio zapatero, pero en la actualidad pulpero. Cincuenta y siete años.

Pulpero y contrabandista son casi lo mismo, pensó Nerey. Este puede ser el punto débil, una inteligencia más limitada, pero previsiblemente un carácter indomable. ¿Sería avaro? ¿Se le podría comprar?

—Descríbame al tal Chacón.

—Es un negro muy feo. Rasgos endurecidos, ñato, labios muy gruesos. Es enorme y de porte y bien proporcionado.

—¿Sabe si ha trabajado en el puerto? De jornalero, de capataz, o algo así.

—Lo ignoro.

—¿Hermanos, parientes o algún familiar que lo enlace con el puerto?

Ramón sacudió la cabeza, ruborizándose, como si la ausencia de respuestas fuera su culpa y no la del interrogador del Cuartel de Dragones.

—Tiene un hijo. Juan Bautista Lisundia, también implicado en los hechos. —El escribano consideró que debía explicarse—. En realidad no es su hijo, sino de su mujer fallecida. Un entenado. Creo que a este no se ha interrogado aún lo suficiente —concluyó como excusándose.

De modo que estos son los tres desgraciados a quienes se pretende incriminar, se dijo Nerey. Un pintor, un pulpero y su hijastro. Bajo los cargos de soliviantar a las negradas. Es absurdo. Muy absurdo, pero no tendría más elección que obedecer. Si los señores necesitaban una víctima propiciatoria para tranquilizarse, era el oficio de él proporcionársela. Para eso le había designado personalmente el señor Ilincheta; para cerciorarse de eso no habían enviado al escribano real Vicente de la Huerta sino a este astuto Ramón, que sabe más de lo que dice.

En definitiva, se reconfortó, no era la primera vez que esto ocurría, ni la última.