Una buena chica - Elle Kennedy - E-Book
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Una buena chica E-Book

Elle Kennedy

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Beschreibung

Siempre lo hace todo bien. ¿Qué podría salir mal cuando vaya a la universidad? Buena hija, buena novia, buena amiga y buena empresaria: a sus veinte años, Mackenzie Cabot ya tiene un máster en cumplir expectativas. ¿Su secreto? No dejarse llevar nunca. Ni siquiera cuando una noche pierde una apuesta con un completo desconocido muy atractivo y, como consecuencia, empieza a pasar tiempo con él. Cooper vive en la ciudad universitaria de Avalon Bay, pero él no estudia: se gana la vida trabajando de sol a sol y hace horas extras en un bar nocturno. Acaba de ganar una apuesta con una universitaria y, aunque para todo el mundo Mac es la chica perfecta, para él no es más que la novia del niño pijo por el que ha perdido su empleo: la oportunidad de vengarse por todo lo alto. La nueva novela de Elle Kennedy, autora best seller de Amor prohibido y Los Royal

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Una buena chica

Elle Kennedy

Traducción de Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Agradecimientos
Sobre la autora

Página de créditos

Una buena chica

V.1: septiembre de 2022

Título original: Good Girl Complex

© Elle Kennedy, 2022

© de la traducción, Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Se declara el derecho moral de Elle Kennedy a ser reconocida como la autora de esta obra.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imágenes de cubierta: iStock - Mushakesa | Freepik - Rawpixel - Undrey

Corrección: Gemma Benavent

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-47-6

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Una buena chica

Siempre lo hace todo bien. ¿Qué podría salir mal cuando vaya a la universidad?

Buena hija, buena novia, buena amiga y buena empresaria: a sus veinte años, Mackenzie Cabot ya tiene un máster en cumplir expectativas. ¿Su secreto? No dejarse llevar nunca. Ni siquiera cuando una noche pierde una apuesta con un completo desconocido muy atractivo y, como consecuencia, empieza a pasar tiempo con él.

Cooper vive en la ciudad universitaria de Avalon Bay, pero él no estudia: se gana la vida trabajando de sol a sol y hace horas extras en un bar nocturno. Acaba de ganar una apuesta con una universitaria y, aunque para todo el mundo Mac es la chica perfecta, para él no es más que la novia del niño pijo por el que ha perdido su empleo: la oportunidad de vengarse por todo lo alto.

La nueva novela de Elle Kennedy, autora best seller de Amor prohibido y Los Royal

«Este encantador romance juvenil sobre seguir los deseos de tu corazón atraerá especialmente a los románticos empedernidos.»

Publishers Weekly

«La capacidad de Elle Kennedy de construir un delicioso pueblo universitario, complicado y lleno de drama, no tiene parangón. Cooper y Mac son fuego y hielo, y su tira y afloja, las bromas y lo mucho que está en juego hacen que sea imposible dejar de leer. Lo terminé de un tirón, y tú también lo harás.»

L. J. Shen, autora best seller del USA Today y el Wall Street Journal

«Una historia deliciosamente sexy con muchas emociones. Te atrapará.»

Vi Keeland, autora best seller del New York Times

«Elle Kennedy ofrece otra lectura sexy y adictiva. Ahora mismo, es mi libro favorito de Elle. Amo a Cooper, a Mackenzie, ¡y adoro a los gemelos!»

Tijan, autora best seller del New York Times

Uno de los libros de comedia romántica a leer por el USA Today.

Una de las novelas románticas más esperadas del año según Goodreads.

#wonderlove

Capítulo 1

Cooper

Estoy hasta las narices de servir chupitos de Jäger. Ayer preparé piñas coladas y daiquiris de fresa como si trabajara para una fábrica clandestina: la batidora parecía una extensión de mi mano. Esta noche toca hacer vodkas con Red Bull y Fireballs. Y no nos olvidemos del rosado. Estos imbéciles y su rosado. Están todos pegados a la barra, como una muralla de camisas de lino de color pastel y peinados de trescientos dólares, mientras me piden copas a gritos. Hace demasiado calor para esta mierda. 

En Avalon Bay las estaciones vienen marcadas por un ciclo interminable de éxodos e invasiones. Igual que las mareas se convierten en tormentas, el verano termina y el revuelo comienza. Los turistas quemados por el sol se montan en sus furgonetas con sus hijos hasta arriba de azúcar y regresan al interior, de vuelta a los suburbios y a sus cubículos. Y los releva un aluvión de universitarios mimados y bronceados con spray: el ejército clon regresa a Garnet College. Los pijos cuyos palacios en la costa bloquean las vistas del océano para los demás, que debemos contentarnos con la chatarrilla que se les cae de los bolsillos. 

—¡Oye, tío, seis chupitos de tequila! —ladra uno de los clones, y estampa una tarjeta de crédito sobre la empapada barra de madera del bar, como si eso fuera a impresionarme. En serio, este tío solo es otro capullo más de Garnet salido de un catálogo de Sperry.

—Recuérdame por qué hacemos esto —le pido a Steph mientras dejo una hilera de chupitos de Jack Daniels con Coca-Cola en la zona de las camareras.

Se mete la mano en el sujetador y se sube las tetas bajo la camiseta negra de tirantes del Chiringuito de Joe.

—Por las propinas, Coop.

Cierto. Lo que más rápido se gasta es el dinero de los demás. Y los niños ricos sueltan billetes en un alarde de superioridad, por cortesía de la tarjetita de crédito de papá.

Los findes en el paseo marítimo son como el Mardi Gras. Hoy es el último viernes antes de que empiece el curso en Garnet, o lo que es lo mismo: tres días de fiesta continua hasta el lunes por la mañana y los bares a reventar. Prácticamente nadamos en el dólar. Aunque no pretendo dedicarme a esto para siempre. Echo unas horas aquí los fines de semana para ahorrar algo de dinero con el objetivo de dejar de trabajar para los demás y ser mi propio jefe. En cuanto haya ahorrado lo suficiente, me iré por patas.

—Ten cuidado —le advierto a Steph mientras coloca las bebidas en la bandeja—. Pégame un grito si necesitas que vaya a por el bate.

No sería la primera vez que le doy una paliza a alguien por no saber aceptar un no por respuesta.

En noches como esta se palpa una energía distinta. Hay tantísima humedad que puedes untarte la sal del aire como si fuera crema solar. Cuerpos contra cuerpos, cero inhibiciones y testosterona llena de malas intenciones y mezclada con tequila. 

Por suerte, Steph es una tía dura.

—No te preocupes. —Con un guiño, toma las bebidas, se le dibuja una sonrisa en la cara y da media vuelta, lo que hace que su larga coleta negra se bambolee.

No sé cómo soporta que estos tíos la manoseen como les venga en gana. No me malinterpretéis, yo también recibo bastante atención femenina. Algunas se envalentonan mucho o se comportan con demasiada amabilidad. Pero a las tías les lanzas una sonrisa y les sirves un chupito y, como mucho, se ríen con sus amigas y te dejan en paz. Los sobones no son así; son unos imbéciles de primera y unos salidos, material habitual de las fraternidades. A Steph la agarran, la toquetean y le gritan toda clase de guarradas al oído por encima del volumen atronador de la música. Y no sé cómo, pero ella casi nunca les da un tortazo para cerrarles la boca.

Es una batalla constante. Atender a estos parásitos estacionales, esta especie invasiva que nos exprime, nos deja secos y luego deja toda su basura por medio. 

Y, aun así, apenas subsistiríamos de no ser por ellos. 

—¡Eh, tú! ¡Ponme los chupitos! —ladra el clon de nuevo. 

Asiento, como si le dijera «Sí, ya voy», cuando lo que de verdad quiero decir es: «¿No entiendes que paso de tu cara?». Pero, entonces, un silbido al otro lado de la barra me llama la atención. 

Los habitantes del pueblo tienen preferencia. Sin excepción. Seguidos por los clientes habituales que dejan buenas propinas, la gente educada, las tías buenas, las abuelitas y después estos imbéciles insaciables. Dejo un chupito de bourbon para Heidi al fondo de la barra y me sirvo otro para mí. Nos los bebemos y se lo vuelvo a llenar. 

—¿Qué haces aquí? —le pregunto, porque ningún lugareño que se precie vendría al paseo marítimo esta noche. Hay demasiados clones. 

—He venido a dejarle las llaves a Steph. Me he pasado por su casa. —Heidi era la niña más guapa de primaria, y la cosa no ha cambiado mucho desde entonces. Hasta vestida con unos pantalones deshilachados raídos y una camiseta azul con el ombligo al aire es, sin duda, la chica más guapa del bar—. ¿Hoy te toca cerrar?

—Sí, seguramente no salga hasta las tres. 

—¿Quieres pasarte por casa después? —Heidi se pone de puntillas para inclinarse sobre la barra. 

—Qué va, mañana me toca hacer turno doble. Tengo que dormir. 

Hace pucheros. Al principio de forma juguetona, pero cuando se percata de que esta noche no me apetece echar un polvo, se pone más seria. Puede que nos acostáramos varias veces a principios de verano, pero tomarlo como una rutina con una de mis mejores amigas empieza a parecerse mucho a una relación, y esa no es mi intención. Espero que se dé cuenta algún día y deje de preguntar. 

—Eh. ¡Oye! —El rubito impaciente al otro lado de la barra trata de llamar mi atención—. Joder, tío, te cambio un billete de cien dólares por un puto chupito.

—Será mejor que vuelvas al trabajo —dice Heidi con una sonrisa sarcástica, y me lanza un beso. 

Pero me tomo mi tiempo para acercarme a él. Parece sacado de la cinta transportadora de una fábrica: un Ken pijo común y corriente con la mejor sonrisa que un seguro dental pueda comprar. A su lado hay otro par de copias cuya idea de trabajo manual sea probablemente tener que limpiarse el culo ellos mismos. 

—A ver si es verdad —lo reto.

El clon estampa cien pavos en la mesa. Qué orgulloso. Le sirvo un único chupito de whisky porque no recuerdo lo que me ha pedido, y se lo acerco. Él suelta el billete para agarrar el vaso y yo lo recojo y me lo guardo en el bolsillo. 

—Te he pedido seis —me dice, el engreído.

—Pues suelta otros quinientos y te los pongo.

Espero que se queje o que monte un numerito. En cambio, se ríe y me señala con el dedo. Esto no es más que parte del encanto que buscan en los barrios bajos. Los niños ricos adoran que les saquen la pasta. 

Para mi absoluta sorpresa, el cabeza de chorlito saca cinco billetes más del fajo y los deja en la barra.

—De lo mejor que tengas —dice.

Lo mejor que puede ofrecer este bar es un whisky Johnnie Walker Blue y un tequila de una marca que no sé pronunciar. Ninguno cuesta más de quinientos dólares la botella, así que me hago el asombrado y me subo a una banqueta para bajar una botella de tequila polvorienta de la balda superior porque, vale, sí que recuerdo lo que me ha pedido, y les sirvo los carísimos chupitos.

Con eso, don Ricachón se queda satisfecho y se aleja hasta una mesa.

Mi compañero Lenny me mira de soslayo. Sé que no debería alentar este tipo de comportamientos. Solo refuerza la idea de que estamos a la venta, de que son los dueños del pueblo, pero a la mierda, no voy a servir copas hasta que me muera. Tengo mejores aspiraciones. 

—¿A qué hora terminas? —me pregunta una voz femenina desde la izquierda.

Me giro despacio, a la espera de la frase estrella. Por lo general, a esa pregunta la siguen una de estas dos opciones: «Porque me muero por terminar encima de ti» o «Porque me muero por tenerte sobre mí».

Es una manera fácil de determinar si vas a acabar con una mujer egoísta en la cama o con una a la que le encante hacer mamadas. 

Ninguna de las frases es muy original, pero nadie ha dicho que los clones lo sean. 

—¿Y bien? —insiste la rubia, y caigo en que esta vez no hay una frase cutre detrás.

—El bar cierra a las dos —respondo sin más.

—Vente con nosotras cuando salgas —continúa. Tanto ella como su amiga tienen el pelo brillante, un cuerpo perfecto y la piel resplandeciente después de haber pasado el día bajo el sol. Son monas, pero no me apetece lo que me ofrecen.

—Lo siento. No puedo —respondo—. Pero estad atentas por si veis a alguien igualito que yo. Mi hermano gemelo debe de estar por aquí, en alguna parte. —Señalo con la mano a la muchedumbre apiñada como sardinas en lata—. Seguro que estaría encantado de pasar tiempo con vosotras.

Lo digo, sobre todo, porque sé que Evan se enfadará, aunque, por otro lado, puede que hasta me lo agradezca. Es cierto que odia a los clones, pero las princesitas ricas no parecen importarle demasiado cuando están desnudas. Os juro que el tío pretende acostarse con el pueblo entero. Él dice que es porque «se aburre». Yo hago como que le creo.

—¡Ostras! ¿Que hay dos como tú? —Casi al instante, a las dos chicas los ojos les hacen chiribitas. 

Tomo un vaso y echo varios cubitos de hielo dentro. 

—Sí. Se llama Evan —añado de buen grado—. Si lo encontráis, decidle que vais de parte de Cooper. 

Cuando por fin se alejan, cócteles afrutados en mano, suelto un suspiro de alivio.

Menuda mierda de trabajo es poner copas. 

Acerco un whisky con hielo al tío delgaducho que me lo ha pedido y tomo la pasta que me tiende. Me paso una mano por el pelo y respiro hondo antes de atender al siguiente cliente. Durante la mayor parte de la noche, la turba de borrachos consigue comportarse. Daryl, el portero, echa a todos los que podrían ponerse a vomitar, mientras que Lenny y yo atizamos a los idiotas que insisten en colarse detrás de la barra.

Echo un vistazo a Steph y a las otras camareras mientras se mueven entre la multitud. La primera tiene una mesa llena de universitarios de Garnet que le salivan encima. Ella les sonríe, pero conozco muy bien esa mirada. Cuando intenta alejarse, uno de ellos la agarra por la cintura.

Entrecierro los ojos. Es el mismo tipo al que le he sacado los seiscientos dólares.

Ya casi he saltado la barra del bar cuando sus ojos se topan con los míos. Sacude la cabeza como si supiera lo que estoy a punto de hacer y luego se suelta del capullo sobón y regresa al puesto de las camareras.

—¿Quieres que los eche? —le pregunto.

—Qué va. Puedo con ellos.

—Lo sé, pero no hace falta. Les he sacado seiscientos pavos a esos imbéciles. La mitad para cada uno. Déjame que los eche.

—No pasa nada. Tú solo ponme tres Coronas y dos Jäg…

—Ni se te ocurra decirlo. —Mi cuerpo se encoge ante la mera mención de la palabra. Ojalá no tuviera que volver a oler ese líquido asqueroso—. Voy a tener que ponerme tapones en la nariz.

—Madre mía, qué trauma. —Se ríe al verme sufrir mientras los sirvo.

—Deberían pagarme un plus de peligrosidad. —Termino y deslizo las bebidas hacia ella—. Ahora en serio, como esos tíos no mantengan las manos quietas, voy para allá.

—Que estoy bien. Aunque, también te digo, ojalá se fueran ya. No sé quién es peor; si el señor Manos Largas o el que está en el patio lloriqueando porque su papi no ha cumplido su promesa de comprarle un yate para la graduación.

Me río.

Steph se aleja con un suspiro y con la bandeja llena de bebidas.

Durante la mayor parte de la hora siguiente, no me da tiempo ni a levantar la vista. El bar está tan lleno que lo único que hago es servir copas y deslizar tarjetas de crédito hasta que activo el piloto automático y apenas soy consciente de mis movimientos.

Cuando vuelvo a comprobar cómo va Steph, veo que don Ricachón trata de convencerla para que baile con él. Ella se mueve como los boxeadores, lo esquiva y zigzaguea para intentar alejarse de él. Es imposible oír sus palabras exactas, pero no son difíciles de suponer: «Estoy trabajando, por favor, deja que vuelva al trabajo; no puedo bailar contigo, estoy trabajando».

Ella trata de mostrarse cortés, pero sus ojos iracundos me dicen que está harta.

—Len —lo llamo y señalo la escena con la barbilla—. Dame un segundo.

Él asiente. Siempre cuidamos de los nuestros.

Me encamino hacia allí a sabiendas de que mi aspecto impone muchísimo. Mido casi uno noventa, hace días que no me afeito y tampoco me vendría mal cortarme el pelo. Espero que estos capullos opinen lo mismo y dejen de hacer tonterías.

—¿Todo bien por aquí? —pregunto cuando llego hasta el grupo. Mi tono de voz indica que sé que no y que más les vale parar si no quieren que los saque a rastras.

—Déjanos en paz, payaso —suelta uno entre risas.

El insulto no me afecta. Ya estoy acostumbrado.

Enarco una ceja.

—No me iré hasta que mi compañera me lo diga. —Miro intencionadamente la mano de don Ricachón, que aún retiene a Steph—. Dejarse manosear no forma parte de su trabajo.

El tipo tiene la sensatez de apartar la mano. Steph aprovecha la oportunidad para colocarse a mi lado.

—¿Ves? Todo bien. —Me mira con desdén—. No hay ninguna damisela en apuros por aquí.

—Más vale que siga siendo así. —Acentúo la advertencia con otra mirada de desdén—. Y las manos, quietecitas.

Steph y yo estamos a punto de marcharnos cuando se rompe un vaso.

No importa el ruido que haya ni lo lleno que esté el bar, un vaso se hace añicos en el suelo y, de inmediato, se podría oír hasta una mosca a cien kilómetros de distancia. 

Todo el mundo gira la cabeza. Uno de los colegas de don Ricachón, el que ha tirado el vaso al suelo, parpadea de forma inocente cuando lo miro a los ojos. 

—Ups —dice. 

Las risas y aplausos rompen el silencio momentáneo. Entonces, las conversaciones vuelven a aflorar y la atención colectiva del bar regresa a lo que estuvieran haciendo antes. 

—Joder —murmura Steph entre dientes—. Vuelve a la barra, Coop. Lo tengo controlado. 

Ella se aleja, molesta y con el ceño fruncido, mientras el grupito de imbéciles nos da la espalda y empieza a charlar y a reírse a gritos entre ellos. 

—¿Todo bien? —me pregunta Lenny cuando regreso.

—No lo tengo muy claro.

Echo otro vistazo al grupo y frunzo el ceño cuando reparo en que su cabecilla no está con ellos. ¿Dónde narices se ha metido?

—No —respondo despacio—. Creo que no. Dame otro segundo.

De nuevo, dejo que Lenny se ocupe de la barra mientras salgo en busca de Steph. Me dirijo al fondo, donde supongo que habrá ido a buscar la escoba para barrer los trozos de cristal del suelo.

Entonces, oigo:

—¡Suéltame!

Doblo la esquina y aprieto la mandíbula cuando diviso el polo color pastel de don Ricachón. Tiene a Steph acorralada al fondo del pasillo estrecho donde está el almacén. Cuando intenta esquivarlo y separarse de él, este se interpone en su camino y la sujeta de la muñeca. Con la otra mano intenta agarrarle el culo.

A la mierda.

Me lanzo hacia delante y lo agarro por el cuello del polo. Un segundo después, lo empujo al suelo pegajoso. 

—Fuera —gruño.

—Cooper. —Steph me sujeta, aunque sus ojos rebosan gratitud. Sé que se alegra de que la haya salvado. 

Me la quito de encima porque ya estoy harto. 

—Levántate y vete —le digo al tipejo sorprendido.

Él despotrica a gritos mientras se pone de pie.

Como los baños están justo a la vuelta de la esquina, era solo cuestión de tiempo que sus gritos de rabia atrajeran la atención de los demás. Unas cuantas chicas chillonas de una sororidad se aproximan a toda prisa, seguidas por otros tantos curiosos. 

De repente, se oyen más voces en el pasillo.

—¡Pres! Tío, ¿estás bien?

Dos de sus amigos se abren paso a través de la multitud. Hinchan el pecho a su lado y flanquean a su campeón porque, si los echan de aquí delante de toda esta gente, se pasarán un añito muy largo bebiendo solos en casa. 

—¿Qué narices te pasa, tío? —escupe el sobón, y me fulmina con la mirada.

—¿A mí? Nada —contesto y me cruzo de brazos—. Solo estoy sacando la basura. 

—¿Hueles eso, Preston? —le dice su colega con una sonrisita provocadora—. Hay algo que apesta aquí.

—¿Lo de fuera es un contenedor o tu caravana? —se burla el otro.

—¿A que no tenéis huevos de repetirlo? —los reto porque, bueno, estoy aburrido y las caras de estos imbéciles me están suplicando que les pegue una paliza. 

Evalúo la situación. Son tres contra uno, y tampoco es que estén muy delgados; cada uno medirá, fácilmente, más de metro ochenta y serán, más o menos, de mi misma constitución. Por lo que sé, podrían estar en el equipo de waterpolo patrocinado por la marca Brooks Brothers. La diferencia es que yo trabajo para ganarme la vida y mis músculos no son solo para presumir. Así que confío en mis posibilidades. 

—Coop, déjalos. —Steph me aparta a un lado y se interpone entre nosotros—. Olvídalo. Yo me ocupo. Vuelve a la barra. 

—Sí, Coop —me vacila Preston. Y entonces se dirige a sus amigos—: No merece la pena perder el tiempo con este paleto.

Miro a Steph y me encojo de hombros. El imbécil tendría que haberse marchado cuando le he dado la oportunidad. 

Mientras se ríe, pensando que es superior a los demás, estiro el brazo, lo engancho por el polo de Ralph Lauren y le asesto un puñetazo en la cara.

Se tambalea y cae contra sus amigos, que lo empujan hacia mí. Se me lanza como una criatura cutre en una película de miedo, torpe y lleno de sangre. Chocamos con el grupo de chicas chillonas y seguidamente contra la pared. Me clavo la antigua cabina que lleva quince años sin funcionar en la espalda, y eso le da la oportunidad a Preston de asestarme un puñetazo en la mandíbula. Entonces, cambio las tornas y lo aplasto contra la pared de pladur. Estoy a punto de destrozarle la cara cuando Joe, el dueño, Daryl y Lenny me sujetan y me separan a rastras. 

—Maldito paleto de mierda —balbucea—. Sabes que estás muerto, ¿verdad?

—¡Basta ya! —grita Joe. El canoso veterano de Vietnam con una barba hippie gris y coleta señala a Preston con un dedo grueso—. Fuera de aquí. No quiero peleas en mi bar.

—Quiero que despidan a este psicópata —ordena Preston.

—Anda y que te den.

—Coop, cierra el pico —dice Joe. Deja que Lenny y Daryl me suelten—. Esto te lo voy a descontar del sueldo.

—No ha sido culpa de Coop —le cuenta Steph a nuestro jefe—. Este tío no me dejaba en paz. Luego me ha seguido hasta el almacén y me ha acorralado en el pasillo. Cooper solo intentaba echarlo de aquí.

—¿Sabes quién es mi padre? —inquiere Preston, que echa humo y se aprieta la nariz para contener la hemorragia—. Su banco es dueño de la mitad de los edificios de esta asquerosa costa. Una palabra mía y os arruino la vida.

Joe aprieta los labios en una fina línea. 

—Tu empleado me ha puesto las manos encima —prosigue Preston, furioso—. No sé cómo llevarás tú esta ratonera, pero si esto hubiera pasado en otro lado, ya habrían despedido a la persona que ha agredido al cliente. —Su sonrisa engreída consigue que me hormigueen los puños. Quiero estrangularlo con mis propias manos—. Así que, o te ocupas de esto, o saco el teléfono y llamo a mi padre para que lo haga por ti. Sé que es tarde, pero no te preocupes, estará despierto. Es un búho. —Sonríe todavía más—. Así es como ha conseguido su fortuna.

Hay un largo momento de silencio.

Luego, Joe suelta un suspiro y se gira hacia mí.

—No irás en serio —exclamo, asombrado.

Joe y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Mi hermano y yo ganábamos algo de dinero aquí en verano, en la época del instituto. Lo ayudamos a reconstruir el bar después de dos huracanes. Hasta llevé a su hija al baile de bienvenida, no me jodas.

Resignado, se pasa una mano por la barba. 

—Joe. En serio, tío. ¿Vas a dejar que uno de ellos te diga cómo llevar el bar?

—Lo siento —dice Joe por fin. Sacude la cabeza—. Tengo que pensar en el negocio. En mi familia. Esta vez has ido demasiado lejos, Coop. Coge lo que te debo de esta noche de la caja. Te daré un cheque mañana. 

Satisfecho consigo mismo, don Ricachón me mira con desdén.

—¿Lo ves, paleto? Así es como funciona el mundo real. —Le lanza un fajo de billetes llenos de sangre a Steph y escupe un buen gargajo de sangre y mocos en el suelo—. Toma. Limpia este sitio, encanto. 

—Esto no se ha acabado —advierto a Preston mientras él y sus amigos se alejan con tranquilidad.

—Ha acabado antes de que empezara —grita sarcástico por encima del hombro—. Eres el único que no se ha dado cuenta. 

Desvío la mirada hacia Joe y atisbo la derrota en sus ojos. Ya no tiene fuerza ni ganas de librar estas batallas. Así es como nos ganan. Poco a poco. Nos machacan hasta que estamos demasiado agotados como para seguir adelante. Y, entonces, nos quitan la tierra, los negocios y la dignidad de nuestras manos moribundas.

—¿Sabes? —le digo a Joe mientras recojo el dinero y se lo dejo en la mano—. Cada vez que uno de nosotros cede ante ellos es como si les diéramos permiso para que se rían de nosotros la próxima vez. 

Solo que… ni de coña. No habrá una «próxima vez». Ya me he cansado de ser el saco de boxeo de esta gente.

Capítulo 2

Mackenzie

Desde que esta mañana me he ido de la casa de mis padres en Charleston, tengo una sensación que cada vez me insiste más en que dé la vuelta. Que escape. Que huya. Que me fugue y me enfade porque el año sabático que me había tomado está llegando a su fin.

Ahora, me entra el pánico mientras el taxi me conduce por un camino flanqueado de robles hacia Tally Hall, situado en el campus de Garnet College.

«Lo estoy haciendo de verdad».

Más allá del césped verde y las filas de coches, los alumnos de primero y sus padres entran con cajas al edificio de ladrillo rojo de cuatro plantas que se alza hacia el cielo despejado. Las ventanas y el tejado tienen marcos blancos, un detalle característico de uno de los cinco edificios originales de este campus histórico.

—Ahora vuelvo a por las cajas —le digo al taxista. Me cuelgo la mochila a la espalda y dejo la maleta con ruedas en el suelo—. Solo quiero cerciorarme de que estoy en el lugar correcto.

—No hay problema. Tómese el tiempo que necesite. —Se muestra tan tranquilo porque seguramente mis padres le habrán pagado mucho dinero por hacer de chófer durante todo el día.

Camino bajo la enorme lámpara que cuelga del travesaño de la entrada y me siento como una prófuga que ha sido arrestada tras haber campado a sus anchas durante un año. Supongo que fue bonito mientras duró. ¿Ahora cómo vuelvo a los deberes y a los exámenes sorpresa? Después de un año de libertad, mi vida vuelve a estar supeditada a los ayudantes de profesores y los distintos planes de estudios.

Una madre me para en las escaleras para preguntarme si soy la encargada de la residencia. Genial. Me siento vieja. Me dan ganas de darme la vuelta y echar pestes por la boca, pero me controlo.

Me cuesta llegar hasta la cuarta planta, donde las habitaciones son un poco más grandes y mejores y las pagan los padres dispuestos a soltar el PIB de una isla. El correo que tengo en el móvil dice que mi habitación es la 402.

En el interior veo una pequeña salita y una cocina que separan las dos habitaciones. La de la izquierda cuenta con una cama vacía, un escritorio de madera y un armario a juego. A la derecha, y a través de una puerta medio abierta, veo a una rubia con unos pantalones cortos y sin camiseta que salta y baila mientras cuelga la ropa en perchas.

—¿Hola? —digo para tratar de llamar su atención. Dejo el equipaje en el suelo—. ¿Hola?

Sigue sin oírme. Vacilante, me encamino hacia ese cuarto y le doy un toquecito en la espalda. Ella pega un bote y se cubre la boca con la mano para reprimir un grito.

—Ay, tía, ¡qué susto me has dado! —dice con un marcado acento sureño. Respira de forma agitada al tiempo que se quita los auriculares inalámbricos y se los mete en el bolsillo—. Casi me meo encima.

Tiene las tetas al aire y ni siquiera se molesta en cubrirse. Intento mirarla a los ojos, pero me siento incómoda, así que desvío la mirada a la ventana.

—Siento entrar sin permiso. No esperaba… —«Encontrarme a mi compañera recreando la primera escena de una porno amateur».

Ella se encoge de hombros con una sonrisa.

—Ni te agobies.

—Puedo volver, eh, dentro de un rato si…

—Nah, quédate —me asegura.

No puedo evitar mirarla, con esa postura erguida y las manos en las caderas, mientras me apunta con semejantes melones.

—¿Había algún tipo de casilla nudista en el formulario que he marcado por accidente?

Se echa a reír y por fin estira el brazo para ponerse una camiseta de tirantes.

—Me gusta limpiar la energía de los sitios. Una casa no se convierte en tu hogar hasta que pasas tiempo desnuda en ella, ¿no crees?

—La persiana está subida —señalo.

—Para que no me queden marcas en el bronceado —responde antes de guiñarme el ojo—. Soy Bonnie May Beauchamp. Supongo que tú eres mi compi.

—Mackenzie Cabot.

Me da un fuerte abrazo. Por norma general, consideraría ese gesto como una invasión de mi espacio personal, pero, por alguna razón, no quiero ser una aguafiestas con esta chica. Tal vez sea una bruja y me haya hipnotizado con sus pechos. Pero bueno, por ahora me transmite buenas vibraciones.

Sus rasgos son suaves y redondeados, y tiene unos ojos grandes y marrones. Su sonrisa perlada no resulta amenazadora para las mujeres, pero sí seductora para los hombres. Es como la hermanita pequeña de los demás, pero con unas buenas tetas.

—¿Dónde están tus cosas? —me pregunta tras soltarme.

—Mi novio vendrá más tarde con casi todo. He dejado algunas cosas abajo, en el coche. El chófer me está esperando.

—Te ayudo a subirlas.

No hay mucho, apenas un par de cajas, pero agradezco que se preste y me acompañe. Cogemos todo y lo dejamos en el cuarto antes de pasearnos por los pasillos y echar un vistazo al barrio.

—¿Eres de Carolina del Sur? —pregunta Bonnie.

—De Charleston, ¿y tú?

—De Georgia. Papi quería que fuera a Georgia State, pero mami vino a Garnet, así que se apostaron a dónde iría en un partido de fútbol americano, y aquí estoy.

En el tercer piso, un chico carga con una nevera portátil llena de cócteles frosé y nos intenta ofrecer una copa a cambio de nuestros números. Tiene los brazos, el pecho y la espalda llenos de números escritos en rotulador permanente negro, y a la mayoría le falta un número o dos. Todos parecen falsos.

Rechazamos la oferta y sonreímos para nuestros adentros a la vez que lo dejamos atrás.

—¿Te has trasladado? —pregunta Bonnie mientras proseguimos nuestro camino a través de las microcomunidades—. No te lo tomes a mal, pero no pareces de primero.

Sabía que esto pasaría. Me siento como la supervisora. Soy dos años mayor que mis compañeros debido al año sabático y al hecho de que empecé infantil con un año de retraso porque mis padres decidieron alargar su viaje en velero por el Mediterráneo en lugar de volver para que empezara la escuela.

—Me he tomado un año sabático. Hice el trato con mis padres de que iría a la universidad que ellos quisieran si me daban tiempo para montar mi empresa.

Aunque, si por mí fuera, me habría saltado este capítulo de mi etapa de maduración.

—¿Ya tienes una empresa? —inquiere Bonnie con los ojos como platos—. Yo me he pasado el verano viendo episodios de Vanderpump Rules y de fiesta en el lago.

—He diseñado una web y una aplicación —le confieso—. A ver, no es nada del otro mundo. Ni que hubiera fundado Tesla.

—¿Qué tipo de aplicación?

—Una en la que la gente sube cosas divertidas o vergonzosas sobre sus novios. Empezó como una broma para algunos de mis amigos del instituto, pero al final se me fue de las manos. El año pasado creé otra para que la gente publicara cosas sobre sus novias.

Empecé con un blog, y el año pasado hasta tuve que contratar a un responsable de publicidad, moderadores y a todo un equipo de marketing. Tengo una nómina, pago impuestos y en mi cuenta de empresa hay una cifra con siete ceros. Y ahora voy a tener que preocuparme por los trabajos de clase y los exámenes trimestrales. Pero, bueno, un trato es un trato y he dado mi palabra, aunque todo esto de la universidad me parece una chorrada.

—Ay, no me digas, pero si la conozco. —Entusiasmada, Bonnie me da un golpe en el brazo. Madre mía, qué fuerza tiene esta mujer—. ¡AscoDeNovio! Ostras. Creo que mis amigas y yo pasamos más tiempo ahí el año pasado que haciendo los deberes. Había una publicación sobre un chico que sufrió una indigestión después de la cita y, cuando el padre de ella los estaba llevando a casa en coche, le entró diarrea en el asiento trasero.

Se inclina muerta de risa. Yo esbozo una sonrisa porque me acuerdo de esa publicación. Tuvo trescientas mil visitas, miles de comentarios y dobló los ingresos de cualquier otra publicación de ese mes.

—Vaya tela —dice en cuanto recupera la compostura—. ¿Entonces, ganas dinero con eso?

—Sí, por los anuncios. Va bastante bien —respondo con modestia y me encojo de hombros.

—¡Qué guay! —Bonnie hace un puchero—. Me das envidia. No sé qué hago aquí, Mac. ¿Te puedo llamar Mac o prefieres Mackenzie? Es que suena tan formal.

—Puedes llamarme Mac, si quieres —contesto mientras trato de reprimir la risa.

—Se supone que después del insti hay que ir a la uni, ¿verdad? Aunque no tengo ni idea de qué estudiar ni de qué quiero ser de mayor.

—La gente dice que nos conocemos de verdad en la universidad.

—Creía que eso era en Panamá.

Sonrío. Pues sí que me cae bien esta chica.

* * *

Una hora más tarde, mi novio llega con el resto de las cajas. Hace semanas que no nos vemos. He tenido muchísimo trabajo en la empresa antes de cederle las riendas al personal, así que no he podido tomarme ningún día libre para visitar a Preston. Ha sido la vez que más tiempo hemos pasado sin vernos desde el verano en que su familia se fue al lago de Como.

Le propuse alquilar un apartamento juntos fuera del campus, pero se negó. ¿Para qué pasarlo mal en un sitio cutre cuando ya tenía piscina, chef privado y asistenta en casa? No encontré ninguna respuesta que no sonara condescendiente. Si no le motiva el hecho de independizarnos de nuestros padres, no sé qué más decirle.

La independencia ha sido mi objetivo principal desde el instituto. Vivir con mi familia es como hundirte en arenas movedizas; me habrían tragado entera de no haber fabricado una cuerda con mi propio pelo para salir. No estaba hecha para ser una mantenida. Quizá ese es el motivo por el que, cuando el novio al que llevo más de un mes sin ver aparece por la puerta con la primera tanda de cajas, no siento esa sensación de deseo en la boca del estómago ni unas ganas locas de verlo después de tanto tiempo separados.

A ver, sí que lo he echado de menos, y me alegro de que haya venido. Es solo que… Me acuerdo de cuando iba al colegio. El tiempo entre ver al chico que me gustaba a la hora de la comida y después en la sexta clase se me hacía eterno y me rompía el corazón. Supongo que he madurado. Preston y yo tenemos una relación cómoda. Estable. Somos casi como un matrimonio de ancianos.

Se pueden decir muchas cosas sobre la estabilidad.

—Hola, nena. —Pres está un poco sudado después de haber subido los cuatro pisos, pero me da un fuerte abrazo y un beso en la frente—. Te he echado de menos. Estás genial.

—Tú también. 

La atracción sexual no es el problema. Preston está como un queso. Es alto, esbelto y de complexión atlética. Tiene unos ojos azules preciosos que son increíbles bajo la luz del sol, y esa típica cara angulosa que llama la atención allá donde va. Se ha cortado el pelo después de la última vez que lo vi; lo lleva un poco más largo por arriba y cortito a los lados.

Cuando gira un poco la cara veo que tiene unos moratones en la zona de la nariz y el ojo derecho.

—¿Qué te ha pasado? —exclamo, preocupada.

—Ah, esto. —Se toca el ojo y se encoge de hombros—. Los chicos y yo estábamos jugando al baloncesto el otro día y me dieron un balonazo en la cara. No es grave.

—¿Seguro? Tiene pinta de doler. —La verdad es que la herida es un poco fea, como si le hubiera goteado un huevo quemado por la cara.

—Estoy bien. Ah, antes de que se me olvide. Te he comprado esto.

Mete la mano en el bolsillo de los pantalones militares y saca una tarjeta de plástico en la que se lee BIG JAVA.

Acepto la tarjeta regalo.

—Gracias, cariño. ¿Es para la cafetería del campus?

Él asiente, serio.

—Supuse que sería el regalo de bienvenida perfecto para una adicta al café como tú. La he rellenado con dos mil dólares, así que vas servida.

Bonnie, que pululaba por la cocina, ahoga un grito.

—¿Dos mil dólares? —repite.

Vale, dos mil dólares en café igual es pasarse, pero una de las cosas que adoro de Pres es lo atento que es. Ha conducido tres horas hasta la casa de mis padres para recoger mis cosas y después venir al campus, y todo con una sonrisa. Ni se queja ni me hace sentir como una carga. Lo hace para ser amable.

Ya podría haber más gente así.

Miro a mi compañera.

—Bonnie, este es mi novio, Preston. Pres, ella es Bonnie.

—Encantado —se presenta con una sonrisa sincera—. Voy a por el resto de las cajas de Mac. ¿Qué os parece si os invito a comer?

—Me apunto —responde Bonnie—. Me muero de hambre.

—Genial, gracias —digo yo.

En cuanto se va, Bonnie me lanza una sonrisa pícara y levanta el pulgar.

—Bien hecho, tía. ¿Cuánto lleváis juntos?

—Cuatro años. —Voy con ella al baño para arreglarnos para la comida—. Íbamos al mismo instituto privado. Yo iba a segundo y él, a último curso.

Conozco a Preston desde que éramos unos niños, aunque no éramos muy amigos debido a la diferencia de edad. Lo había visto alguna que otra vez en el club de campo al que mis padres me llevaban a rastras o durante celebraciones, galas benéficas y demás. Cuando empecé en Spencer Hill, fue lo bastante amable como para saludarme por los pasillos y en las fiestas, cosa que me ayudó a ganar la reputación necesaria para sobrevivir en esa agua infestada de tiburones llamada instituto.

—Seguro que estás superilusionada por estar en la uni con él. Yo, en tu lugar, me habría puesto histérica al imaginar qué habrá hecho aquí solo.

—No somos de esas parejas —le aclaré—. Preston nunca me engañaría. Es de los que buscan formar una familia y siguen el plan a pies juntillas.

—¿El plan?

Nunca me había sonado raro hasta ahora, cuando Bonnie me mira a través del espejo con una ceja enarcada.

—A ver, nuestros padres son amigos desde hace años, así que salimos juntos desde hace mucho tiempo. Supongo que se da por hecho que nos graduaremos, nos casaremos, y esas cosas. Ya sabes, el plan de futuro.

Ella me mira con el ceño fruncido.

—¿Y a ti… te parece bien ese plan?

—¿Por qué no iba a parecérmelo?

Es casi como lo que hicieron mis padres. Y los suyos. Sé que se parece mucho a lo de los típicos matrimonios concertados de antes, y, si os soy sincera, sospecho que sus padres fueron los que le sugirieron que me pidiera una cita. Él iba a último curso y yo no era más que la novata vergonzosa que, por no saber, no sabía ni cómo usar una plancha. Pero, sugerencias aparte, ni él ni yo sentíamos que nos estuvieran obligando a salir. Nos gustaba pasar tiempo juntos y, a día de hoy, eso no ha cambiado.

—Pues a mí en tu lugar me enfurecería que dictaran mi vida antes de haber empezado siquiera el primer día de uni. Es como si te destriparan una peli en la cola de las palomitas. —Bonnie se encoge de hombros y se pone brillo en los labios—. Pero, oye, si a ti te hace feliz, adelante.

Capítulo 3

Cooper

Nosotros, la juventud inadaptada y desperdiciada de Avalon Bay, tenemos una tradición desde que éramos unos críos y echábamos carreras por las dunas descalzos, dormíamos la mona frente a mansiones de millones de dólares o huíamos de la poli: el último domingo del verano siempre culmina con una hoguera.

Solo hay una regla y es que es, exclusivamente, para gente del pueblo.

Esta noche, mi hermano gemelo y yo celebramos la fiesta en casa. Es una casita de dos plantas que está en la playa y lleva tres generaciones en nuestra familia, y se nota. La pobre se cae a pedazos y necesita mil reformas, pero su encanto lo compensa. Vaya, como sus residentes, supongo. Aunque Evan es el más encantador de los dos. A veces, yo no puedo evitar ser un cabrón.

En el porche trasero, Heidi se acerca a mí con disimulo y deja una petaca en la barandilla de madera.

—En el sótano hay alcohol. Y mucho —le digo. 

—Las petacas no son para eso.

Se coloca de espaldas a la baranda y apoya los codos en ella. Heidi es así. No hay nada en el mundo que la satisfaga; sus intereses van más allá de todos y de todo. Esa fue una de las cosas que me atrajo de ella cuando éramos pequeños. Los ojos de Heidi siempre miraban más allá, y yo quería ver lo mismo que ella. 

—¿Entonces? —pregunto.

—Para sentirse un poquito travieso. Las petacas guardan secretos.

Me mira con una sonrisa taimada. Esta noche se ha arreglado, al menos tanto como lo hace uno en el pueblo. Se ha rizado el pelo y se ha pintado los labios de rojo oscuro. Lleva una antigua camiseta mía de los Rancid a la que le ha cortado las mangas y que ahora deja a la vista su sujetador negro de encaje. Se ha esforzado por estar guapa, pero, aun así, no funciona conmigo.

—No te apetece demasiado, ¿verdad? —dice al ver que no le sigo el juego.

Me encojo de hombros porque no, dar una fiesta no me apetece nada. 

—Nos podemos ir, si quieres. —Heidi se endereza y señala con la cabeza al exterior—. Podemos ir a dar una vuelta en coche. Como cuando le robábamos las llaves a tu madre, ¿te acuerdas? Nos íbamos a Tennessee y pasábamos la noche en la parte trasera de la camioneta. 

—Sí, y como cuando nos echó un guardia de un parque nacional a las cuatro de la madrugada.

Se ríe y me da un toquecito en el brazo.

—Echo de menos nuestras aventuras. 

Bebo un trago de la petaca.

—Pierde la gracia cuando ya tenemos coche propio y beber es legal.

—Todavía podemos meternos en líos, te lo aseguro. 

El brillo insinuante de sus ojos me entristece, porque antes nos lo pasábamos bien y ahora me parece forzado. Incómodo.

—¡Coop! —me grita mi hermano desde abajo—. Es una fiesta, tío. Ven aquí.

La telepatía entre gemelos aún funciona. Dejo a Heidi en el porche, bajo las escaleras y tomo una cerveza de camino a la playa, donde Evan está con algunos amigos junto a la hoguera. Bebo durante la siguiente hora mientras ellos comparten las mismas historias que llevamos contando desde hace diez años. Entonces, nuestro colega Wyatt organiza un partido de fútbol a la luz de la luna, la mayor parte de la gente se dispersa hacia allí y nos dejan solo a unos pocos junto al fuego. Evan está sentado en la butaca de madera junto a la mía, donde se ríe de algo que nuestra amiga Alana acaba de decir; a mí se me hace difícil pasarlo bien esta noche. Es como si tuviera un bicho bajo la piel. Uno que hurga, que me araña y que no deja de aovar ira y resentimiento. 

—Oye. —Evan me da una patada en el pie—. Espabila, hijo. 

—Estoy bien.

—Sí —repone con sarcasmo—. Ya lo veo. —Me quita el botellín vacío que tengo en la mano desde hace un buen rato y me pasa otra cerveza de la nevera—. Llevas dos días de mal humor. Entiendo que estés enfadado, pero ya está. Emborráchate, fuma hierba. Heidi está por aquí. A lo mejor te deja acostarte con ella otra vez si se lo pides bien. 

Contengo un quejido. No hay secretos en este grupo. Cuando Heidi y yo nos acostamos por primera vez, apenas nos habíamos quitado las legañas al día siguiente y ya se habían enterado todos. Razón de más por la que fue una mala idea. Enrollarse con amigas solo trae problemas. 

—Cómemelo, capullo. —Heidi le lanza arena desde el otro lado de la hoguera y le enseña el dedo corazón. 

—Ups… —dice, aunque sabía perfectamente dónde estaba sentada—. No me he dado cuenta.

—¿Sabes? Es increíble —comenta ella en ese tono serio, señal de que está a punto de arrancarte las pelotas—. Sois iguales y, aun así, no te tocaría ni con un palo, Evan. 

—Uhhhh —grita Alana, que se ríe al lado de Heidi y Steph. Las tres han vuelto locos a todos los chicos de Avalon Bay desde tercero de primaria. Una trinidad profana de sensualidad y terror. 

Evan responde con un gesto lascivo porque las pullas no son lo suyo. Luego se gira hacia mí.

—Yo insisto en que esperemos a que el clon ese salga de casa y le demos una paliza. Las noticias vuelan, Coop. Como la gente se entere de que dejaste a ese imbécil en pie, cualquiera pensará que puede meterse con nosotros.

—Cooper tiene suerte de que el imbécil ese no vaya a presentar cargos —señala Steph—. Pero como deis pie a una guerra, podría cambiar de opinión. 

Tiene razón. Si no he pasado los dos últimos días en el calabozo es porque el tal Preston se quedó satisfecho con humillarme. Aunque nunca admitiré la derrota, sigo enfadado porque me hayan despedido. Evan tiene razón; no podemos hacer como si nada. En el pueblo tenemos una reputación que mantener. En cuanto la gente huele debilidad, se hacen ideas que no son. Aunque no tengamos nada, siempre hay alguien que nos lo quiere arrebatar. 

—¿Quién era, a todo esto? —pregunta Heidi.

—Preston Kincaid —contesta Steph—. Su familia es dueña de una finca enorme en la costa donde el mes pasado talaron esos robles de doscientos años para poner una tercera pista de tenis. 

—Uf, conozco a ese tío —dice Alana. Su reluciente melena pelirroja resplandece bajo la luz de la hoguera—. Hace unas semanas, Maddy estuvo a cargo del barco de paravelismo de su padre y los llevó a él y a algunas chicas. Vaya, intentó ligar con Maddy delante de la chavala con la que iba. Hasta le pidió salir. Cuando ella le puso una excusa porque, bueno, quería que le dejaran una buena propina, el tío la intentó convencer de hacer un trío allí mismo. Maddy estuvo a punto de tirarlo por la borda.

Steph puso una mueca.

—Qué asco de tío. 

—Ahí lo tenéis. —Evan abre otro botellín de cerveza y le da un trago—. El chaval se lo está buscando. Le estaríamos haciendo un favor a la comunidad al darle una lección.

Miro a mi hermano con curiosidad.

—Venganza, tío. Si a ti te ha jodido, a él lo joderemos el doble. 

Tengo que admitir que me muero por cobrarme la revancha. Llevo dos días acumulando rabia y odio. Poner copas no era mi única fuente de ingresos, pero me hace falta el dinero. Al despedirme, todos esos planes se han alejado más todavía. 

Le doy vueltas a la idea. 

—No puedo partirle la cara, o acabaré entre rejas. No puedo quitarle el trabajo porque, bueno, ¿a quién vamos a engañar? El imbécil ese no tiene ninguno. Nació con una cuchara de plata en el culo. Así que, ¿qué nos queda?

—Ay, pobre chica inocente —dice de pronto Alana, que se acerca a nuestro lado de la hoguera para enseñarnos el móvil—. Acabo de cotillear sus redes sociales. Tiene novia.

Clavo la mirada en la pantalla. Interesante. Kincaid ha publicado hoy una story sobre la mudanza de su novia a una residencia universitaria en Garnet. La publicación incluye emoticonos de corazones y toda la parafernalia empalagosa y cursi que no es más que un claro indicio de querer compensar el haberle puesto los cuernos.

—Ostras —comenta Evan, que le quita el móvil. Pasa las fotos de ellos en el asqueroso yate de Kincaid—. Pues la tía está buena. 

No le falta razón. La foto que Evan amplía muestra a una chica alta y morena de ojos verdes y piel bronceada. Lleva una camiseta blanca y corta que le cae por el hombro y enseña la tira de un bañador azul, y, por alguna razón, esa fina tira de tela es más sensual que cualquier otra imagen pornográfica que haya visto. Es provocadora. Una invitación. 

Una idea horrible se me pasa por la cabeza. 

—Quítasela —dice Evan, porque, por diferentes que seamos, no dejamos de ser iguales. 

A Alana se le iluminan los ojos.

—Hazlo. 

—¿El qué? ¿Robarle la novia? —inquiere Heidi, incrédula—. No es un juguete. Es…

—Una idea maravillosa —la interrumpe Evan—. Quítale la novia a ese clon, restriégaselo por la cara y luego manda a la mierda a la niñita de papá. 

—Qué asco, Evan. —Heidi se levanta y le arrebata el móvil—. Es una persona, por si no te habías dado cuenta. 

—No, es una clon.

—Lo que quieres es que deje a Kincaid, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no lo pillamos poniéndole los cuernos y luego le mandamos la prueba a ella? Hala, mismo resultado —señala Heidi.

—No es lo mismo —rebate mi hermano.

—¿Cómo que no?

—Pues porque no. —Evan señala a Heidi con el botellín de cerveza—. Kincaid no puede perder sin más. Tiene que saber quién le ha ganado. Tenemos que hacer que le duela.

—Cooper no tiene por qué conseguir que se enamore de él —la tranquiliza Alana—. Solo seducirla lo suficiente como para que deje a su novio. Unas cuantas citas, como mucho. 

—¿Seducirla? Vaya, que se acueste con ella. —Heidi revela la verdadera razón por la que no le hace gracia el plan—. Sigo diciendo que es asqueroso. 

Cualquier otro día habría estado de acuerdo con ella, pero esta noche, no. Esta noche estoy enfadado, resentido y sediento de sangre. Además, si la rescato de Kincaid, le habré hecho un favor a la muchacha. Le ahorraré una vida de desdicha con un cabrón infiel que solo la trataría bien hasta que pariera a dos o tres hijos y luego se centraría en sus amantes. 

Llevo toda la vida cruzándome con tipos como Preston Kincaid. Uno de mis primeros recuerdos es de cuando tenía cinco años y estaba en el muelle con mi padre y mi hermano, confundido y sin saber por qué todas esas personas elegantes se dirigían a mi padre como si importara menos que una mierda de perro en sus zapatos. Vaya, puede que la chica de Kincaid sea hasta peor que él. 

Steph menciona un posible imprevisto.

—Pero si ya la está engañando, ¿entonces, cuánto le importa esta chica? A lo mejor le da igual que lo deje. 

Miro a Evan.

—Tiene razón.

—No sé… —Una pensativa Alana se asoma por encima del hombro de Heidi para echar un vistazo al móvil—. Al ojear su perfil, creo que llevan varios años juntos. Me apuesto lo que queráis a que es con quien quiere casarse y formar una familia.

Cuanto más pienso en ello, más me atrae la idea. Sobre todo, para ver la cara que se le quedará a Kincaid cuando se dé cuenta de que he ganado. Aunque también porque, incluso si no supiera que es la novia de Kincaid, intentaría salir con ella.

—Hagámoslo más interesante —dice Steph, que se involucra cada vez más en la idea. Comparte una mirada con Alana—. No puedes mentir. No puedes fingir estar enamorado de ella, ni acostarte con ella a menos que ella dé el primer paso. Besar está permitido. Y no puedes decirle que rompa con él. Tiene que ser idea suya. Si no, ¿qué sentido tiene? Para eso, hacemos lo que propone Heidi. 

—Hecho. —Es casi injusto lo fácil que va a ser. 

—Omitir información sigue siendo mentir. —Heidi se levanta con un resoplido—. ¿Qué te hace pensar que uno de ellos se rebajará a salir contigo? —No espera a que le responda. Simplemente, sale echando humo de la casa.

—Pasa de ella —dice Alana—. Me encanta el plan. 

Evan, mientras tanto, me mira serio y luego asiente en la dirección en la que se ha marchado Heidi.

—Vas a tener que hacer algo con ella. 

Sí, eso parece. Después de acostarnos unas cuantas veces, Heidi y yo habíamos vuelto a nuestra relación platónica de siempre. Durante el verano, no habíamos tenido problemas, pero entonces algo cambió y ahora está resentida día sí y día también, y, por lo visto, es culpa mía. 

—Ya es mayorcita —le digo.

Puede que Heidi se sienta un poquitín territorial, pero ya se le pasará. Hemos sido amigos desde primero de primaria. No estará enfadada conmigo para siempre.

—Bueno, ¿respuesta final para lo de la clon? —Evan me mira con expectación.

Me acerco la cerveza a los labios y le doy un traguito. Luego, me encojo de hombros y digo:

—Me apunto.

Capítulo 4

Mackenzie

El sábado por la noche, tras la primera semana de universidad, Bonnie me obliga a salir. «Para familiarizarnos con la zona», como dice ella.

De momento nos llevamos genial como compañeras de habitación. Mejor de lo que esperaba, la verdad. Soy hija única y solo he vivido con mis padres, así que me daba algo de reparo compartir espacio con una desconocida. Sin embargo, vivir con Bonnie es fácil. Es ordenada y limpia, y me hace reír un montón con ese salero del sur. Es como la hermanita que nunca he sabido que querría tener.

Llevamos una hora fuera del campus y ha reforzado mi teoría de que es bruja o algo parecido. Tiene poderes que un mortal ni imaginaría. En cuanto llegamos a la barra de un antro en el que había unas bragas colgadas de las vigas y matrículas en las paredes, tres tíos casi arrollan a los demás al intentar invitarnos a una ronda. Solo para que Bonnie les sonriera. Desde entonces la he visto embaucar a un chico tras otro sin inmutarse siquiera. Pestañea un poquito, se ríe, juguetea con un par de mechones de pelo y ellos casi se postran a sus pies.

—¿Has llegado hace poco? —me grita al oído uno de nuestros últimos pretendientes para hacerse oír sobre la música. Es un chico que parece deportista y lleva una camiseta superceñida y demasiado desodorante. Mientras intenta ligar conmigo, desvía la mirada hacia Bonnie, que charla entusiasmada. Imagino que ninguno de los tres la oye, pero no parece importarles.

—Sí —respondo con los ojos fijos en la pantalla del móvil, porque estoy hablando con Pres. Esta noche está en casa de un amigo jugando al póker.

No le estoy prestando la menor atención a este tío, cuya tarea se basa en entretener a «la amiga» mientras sus dos colegas comen de la palma de Bonnie hasta la pista de baile. Yo asiento de vez en cuando y él se afana por mantener una conversación que ambos sabemos que es inútil. Y todo mientras el grupo de música toca a todo volumen.

Unos cuarenta minutos después de que el chico se marche, siento un brazo en torno al mío.

—Me aburro. Vamos a pasar de estos tíos —me dice Bonnie al oído.

—Sí, por favor —acepto con un gesto de cabeza.

Ella les suelta una excusa a los dos que todavía le rondan como patitos y, después, las dos tomamos nuestras copas y damos un rodeo hacia las escaleras. Cuando llegamos al segundo piso, echamos un vistazo al grupo de música de abajo y encontramos una mesa con un poco más de espacio. Aquí se está más tranquilo. Lo suficiente para que podamos hablar sin gritar o comunicarnos por gestos.

—¿No te gustaban? —le pregunto, en referencia a sus últimas víctimas.

—En Georgia hay cientos como esos. Tiras una piedra y aparece un deportista machito.

Sonrío por encima del vaso. El cóctel afrutado no me gusta demasiado, pero es a lo que nos han invitado nuestros pretendientes.

—Entonces, ¿qué tipo de tío te gusta?

—Con tatuajes. Alto, moreno, con traumita. Cuanto más inaccesible emocionalmente, mejor —explica con una gran sonrisa—. Si tiene antecedentes y una moto, me apunto.

Casi me atraganto de la risa. Me encanta. No parece que le guste ese perfil de chico en absoluto.

—Entonces será mejor que busquemos un bar con Harleys aparcadas fuera. No sé si aquí encontrarás lo que buscas.

Por lo que veo, no hay mucho donde elegir. Casi todos son alumnos de Garnet que parecen pertenecer a fraternidades o a clubs de campo, o surfistas locales con camisetas sin mangas. Ninguno tiene pinta de ser lo que Bonnie busca.

—He estado investigando, y se rumorea que Avalon Bay tiene justo lo que quiero: los gemelos Hartley —me dice orgullosa.

Enarco una ceja.

—Gemelos, ¿eh?

—Y son de aquí —añade, y asiente—. Pero no soy egoísta, con uno me vale. Así, si sobra uno, tengo más posibilidades.

—¿Y esos gemelos Hartley cumplen todos tus requisitos?

—Y que lo digas, nena. Varias chicas del campus me han contado algunas de sus hazañas. —Se relame—. Y esta noche quiero que me hagan una.

Me parto de la risa con esta chica.

—Pero si ni siquiera los conoces. ¿Y si son feos?

—Qué va. Las tías no hablarían de ellos si lo fueran. —Suspira, feliz—. Además, la chica que tiene la habitación al otro lado del pasillo, Nina, o Dina, o como se llame, me ha enseñado una foto. Mac, tía, te lo juro, están superbuenos.

Rompo a reír.

—Vale, lo pillo. Estaré atenta por si veo a esos clones malotes.

—Gracias. Oye, ¿y tú qué?

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Yo no busco a un matón. 

Mi móvil se ilumina por un mensaje de Preston en el que dice que está a punto de empezar la siguiente ronda de póker.