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GANADORA DEL PREMIO CAFÉ GIJÓN 2016 Un hijo muere y la vida continúa. Continuar significa seguir en pie para cuidar de otros que aún quedan en pie. Este libro cuenta la vida de un matrimonio con hijos. Un hijo que ya no está y una hija en apariencia inmadura. El hijo que murió es el eje en torno al que gira la historia de esta familia que se desgasta. Se desgastan la complicidad y la ternura. Pero no se acaban, sin embargo, el odio soterrado ni el dolor. La hija se siente culpable desde niña y su padre se lo recuerda con cada gesto. Los padres cargan por separado con un vacío que cada cual resuelve a su modo. Él, intentando olvidar el pasado, aferrándose al presente sin futuro que le proporcionan algunas tardes de hotel. Ella, cuidando de un padre que se muere y tratando de comprender a una hija que le recuerda demasiado a su hermana; una soledad inmensa tan solo aliviada por los paréntesis que le ofrecen las visitas al hospital y el trayecto en el tren de cercanías. Es entonces cuando sueña con un lugar donde todo sucede lentamente, donde no es necesario recibir ni dar explicaciones: una casa en Bleturge. «Isabel Bono es una escritora excepcional».FERNANDO ARAMBURU
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Edición en formato digital: enero de 2017
Esta edición ha contado con el patrocinio de
En cubierta: fotografía de © Isabel Bono
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Isabel Bono
© Ediciones Siruela, S. A., 2017
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16964-65-9
Conversión a formato digital: María Belloso
Reunido desde las 20:00 horas del martes 6 de septiembre de 2016, en el Café Gijón de Madrid, el Jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón, compuesto por D.ª Mercedes Monmany, D. Antonio Colinas, D. Marcos Giralt Torrente, D. José María Guelbenzu y D.ª Rosa Regàs en calidad de presidenta, y actuando como secretaria D.ª Patricia Menéndez Benavente, tras las oportunas deliberaciones y votaciones, el Jurado acuerda:
Otorgar por mayoría el Premio de Novela Café Gijón 2016 a la novela Una casa en Bleturge presentada por Isabel Bono.
El Jurado ha querido destacar no solo la indudable calidad literaria, sino también el carácter sumamente original y exigente de esta obra. Isabel Bono ha sabido elegir el tono de cada uno de los personajes de esta tragedia familiar expresando los sentimientos que les unen y les separan. Cada una de las voces es creíble. Cada una de las situaciones que viven, cada una de las manías que los dominan y cada uno de los miedos que padecen son del todo verosímiles. La disección, a veces cortante, es tan perfecta que resulta tierna, cruel y realmente emocionante.
ROSA REGÀS
MERCEDES MONMANY
JOSÉ MARÍA GUELBENZU
ANTONIO COLINAS
MARCOS GIRALT TORRENTE
Una casa en Bleturge
Ella
Fuego
Fósiles
Hija
Agujeros
Él
Siberia
El amor se esconde
Densidad
Accidentes domésticos
Buenas noches
Batallas
Amianto
Bondage
Edad
A medias
Burbuja
Todo es museo
Gracias
Milagros
Semillas
Extrañas compañías
Palabras
Sí
Cháchara
Sinestesia
Existir
Dolor
Plastilina
Color carne
Deseos
Tía
Laberintos
Naturaleza muerta
Memoria
Entre paréntesis
Padre
Tren de lejanías
Reconciliación
Lejos
Lo perdido
Tren de cercanías
Sosiego
Halloween
Orugas
Guillotina
Todo a cien
Cangrejos
Dos tazas
Las cosas en su sitio
Pecados
Pestilencia
Herencia
Fe
Clavos
Papel higiénico
Quitapelusas
Compañía
Amor
Tiempo
Botiquín
Ser gato
La vida sigue, las putas pasan
De pesca
Espejo
Colorterapia
Sopa
Grados
El hombre que duerme
Segundo plano
Ver, oír, callar
Gatos
Siete vidas
Heridas
Golpes
Sombras
Entonces duerme
Soledad
Triciclo
Sapo azul
Orden
Instantáneas
Forma
Fondo
Anestesia
Bajo tierra
Sala 11
Perspectiva
Decisión
Verde agua
Libertad
A cuerpo perdido
Verano
Pájaros muertos
Gracias, vida
En son de paz
Vapor
Seguridad
Piel de naranja
Otra vida
Fachada
Bleturge
Flores
Ligereza
Cuando todo conspira
Cuando nada conspira
Lo remoto
Desenlace
Nudo
Estación
Nota de la autora
Para Purranki,
lehendakari de los caminos
Mientras espera en el semáforo mira las ventanas. Piensa en vidas felices detrás de cada una. Solo en vidas felices, aunque la fachada necesite otra mano de pintura. En el semáforo hay una pegatina naranja: «Una casa en Bleturge». También hay un e-mail. El semáforo cambia. Bleturge, y esa dirección en su cabeza, habitándola.
Al llegar a casa deja las llaves junto al ordenador y escribe:
Asunto: pregunta
qué es bleturge?
Enviar.
En menos de tres segundos un nuevo mensaje en su bandeja de entrada.
Respuesta automática.
Asunto: cayendo en espiral
Qué habrá por ver tan interesante tras de la niebla. La gente que vive en tierra ansía que la niebla no dure. Cuando esta se disipa pueden en el mejor de los casos ver un chopo, un caserío, una linde. Elementos arbitrarios que no consiguen justificar por sí mismos el hecho monstruoso de la visión.
Va para dos días ya desde que la mañana se juntó con la tarde en la vaguedad de una niebla que reverbera de luz. Para nosotros esto es como una tregua. En estas condiciones los objetos se ven privados de su sombra y los ojos, del horizonte que los tortura.
Por la noche mido cuidadosamente el mapa, y trazo sobre él líneas de hipotéticos rumbos, camino con el compás como si pudiera caminar con unas piernas gigantescas sobre el océano. Sé que no es así. Después del éxtasis geométrico, sea cual sea la conclusión esperanzadora la desnudez del horizonte me revela a la mañana siguiente las mismas verdades, por el mismo orden: soy imbécil, somos imbéciles, todo esto es imbécil.
Se levanta, abre una cerveza, bebe directamente de la botella. Que la niebla no dure, medir con cuidado el mapa, el éxtasis geométrico, todo esto es imbécil. Claro, claro.
Alta, seria, curiosa. Rubia natural o lo que queda de haberlo sido. Pecho voluminoso y caderas anchas, aunque no resulta grande ni gorda. Podría decirse que fue atleta, pero no lo fue. Nunca se pintaría las uñas, nunca usaría rímel. Casada desde hace más de veinte años con el mismo hombre. Un hijo en el que evita pensar. Una hija.
Él colocó dos sillas en la terraza delante de la planta de romero, se agachó y encendió una cerilla. La planta seca ardió al instante. Yo me levanté y me escondí en un rincón, agachada, donde el humo no pudiera ahumarme la ropa. Mientras el fuego subía yo pensaba en los vecinos, en sus sábanas tendidas, en sus hijos durmiendo con las ventanas abiertas. Al cabo de unos segundos la humanidad entera, sus tristes trapos y hasta sus hijos recién nacidos dejaron de existir. El fuego y yo. Las llamas nos hacen desear otra vida, pensé.
Renunciando cada uno a sus sueños miramos aquellas llamas.
Cuando solo quedaba el esqueleto negro con las puntas encendidas crepitando, él se agachó de nuevo intentando prender lo que restaba, pero el aire apagó la cerilla, y yo, en silencio, como si rezara, le pedí a la oscuridad que no dejara que volviera a arder, que no regresara el fuego. Después de cuatro intentos él lo dejó por imposible.
Quise estar lejos, buscar una habitación a oscuras, pero las puntas de las ramas seguían vivas, luciérnagas naranjas en los huecos de un verano que terminaba, y no podía dejarlas allí, brillando para nadie. El mismo aire que había apagado las cerillas ahora alentaba las puntas del romero, las hacía respirar, apagarse y encenderse. Boqueaban como los peces marrones del río. Poco a poco fueron perdiendo el ánimo, el deseo, la respiración.
Mañana, pensé, el romero calcinado parecerá un coral negro, un ser vivo que nadie supo cuidar.
El rojo gastado del terciopelo invita a hablar en voz baja. Se sientan después de mirar erizos petrificados y cubos de pirita. ¿Te has fijado en los meteoritos?, son impresionantes. No sé, podrían ser piedras de cualquier sitio. Pero han venido del espacio. No me han dicho nada, me dicen más esos trilobites pegados a la roca. La roca seguro que era arena. Sí, estarían tomando el sol, los pobres. No creo que sufrieran mucho. Tú qué sabes. No creo que tuvieran sistema nervioso. Tú sí que no tienes sistema nervioso, piensa.
Algún día me gustaría traer aquí a nuestros hijos. Nuestros hijos. Bueno, tendremos hijos, ¿no?, no digo ahora, algún día. No pienso tener hijos. ¿No quieres tener hijos? No, he dicho que no pienso tener hijos, es distinto. ¿Cuál es la diferencia? Querer es algo circunstancial, hoy quiero mañana no quiero, pero pensar es otra cosa, es algo meditado, definitivo. Definitivo. Sí. Del todo. Sí.
Él se levanta, mira el dibujo de una ramita sobre una piedra plana y lee «Coniferofita». Tiene ganas de partir el cristal, agarrar la piedra y lanzarla lejos, romperlo todo.
¿Cómo no me has dicho nunca que no querías, perdón, que no pensabas tener hijos? No sé, nunca salió el tema. ¿En tres años? Hombre, si nunca he hablado de tenerlos deberías haber supuesto que no quería tenerlos. No querías tenerlos. Bueno, ya me entiendes. No, no te entiendo.
¿Cómo explicarle que a veces los hijos mueren antes que los padres? ¿Cómo explicarle que su hermano murió siendo un niño, que lo encontró con la cara azul tirado en el suelo de su cuarto, y que esa imagen quedó para siempre endurecida sobre la arena de su cerebro? ¿Cómo explicarle que se culpa de haberlo dejado solo, que su padre también la culpa, que su padre la odia desde entonces? ¿Para qué explicar nada, si nada le hará cambiar de opinión?
Tienes razón, tenía que habértelo dicho. Da igual. Lo siento. ¿Seguro que es definitivo? Seguro. ¿Del todo? Del todo.
Alta, soñadora. Más fantasiosa que soñadora. Ha heredado los ojos claros de su padre. No ha heredado los pechos de su madre y sueña con operarse. Acaba de dejar a su novio. Sin hijos.
A veces, si no hace viento, baja a leer el periódico al chiringuito de la playa. Shorts, gafas de sol para recogerse el pelo y unas chanclas, se ata una pulsera finísima de cuero en el tobillo izquierdo. Es su disfraz de turista.
Eh, gitano, ¿qué es Hacienda?, pregunta el alemán de pelo largo mientras acaricia a su perro. Yo no soy gitano, soy moro, que bastante es. También cuenta que ha perdido los sesenta euros que le dieron por trabajar todo el día. Hoy no me llevo a casa más que el cansancio, dice. Ahora estoy cabreado, pero si duermo media hora se me olvida. Creo que estamos hablando demasiado alto, dice, dedicándole una sonrisa. Ella niega con la cabeza y también sonríe.
De repente se siente guapa. Se pone nerviosa, dobla el periódico, deja el dinero de la cerveza sobre la mesa y se marcha sin despedirse.
Mamá, ¿dónde estabas?, llevo un rato llamando. Le da un beso a su hija y abre el portal. Vengo a nadar un rato, el médico me ha dicho que es lo mejor para los dolores de espalda, tú también deberías nadar, mamá.
Bajan a la piscina, solo hay una vecina aprovechando los últimos rayos de sol. Se sienta en el césped de espaldas a las terrazas y mira cómo su hija se tira de cabeza sin pensárselo dos veces. Ni siquiera se ha enjuagado los pies. Se quita las chanclas y estira las piernas. Abre el periódico y piensa en aquel chico, en sus sesenta euros en otro bolsillo, en su sonrisa. Se pregunta si algún vecino estará asomado mirándole las piernas.
Cuando vuelven, intenta que no se le vea la cara para que el supuesto espía no sepa que aquellas piernas pertenecen a una mujer mayor. Se cubre con el periódico como si el sol le molestara en los ojos, pero sol ya no hay.
Su hija se viste y se va. Ella se tumba en la cama a leer.
Oye la puerta y se mira el tobillo. Oye cómo él deja las llaves sobre la mesa. Qué silencio, pensé que no estabas, dice al verla. Se sienta al borde de la cama y se descalza. Se tumba bocarriba a su lado. Bonitas piernas, piensa. Siente ganas de tocarlas. Ella nota que él le ha mirado la pulsera del tobillo y pasa una página sin haber acabado de leerla. Se siente estúpida, pero no se atreve a volver a la página anterior. Tampoco quiere dejar el libro sobre la mesilla de noche porque ya no tendría motivos para seguir allí tumbada. Pasa los ojos sobre las frases, calcula cuánto tiempo tardaría en leerlas, y pasa otra página. Cada vez se siente más estúpida.
Él le pone una mano sobre el muslo. Piensa que si sigue tocándola podrían acabar haciéndolo. Demasiada luz, antes tendría que levantarme a bajar la persiana, piensa. Se acuerda de la hija de la vecina. Han subido juntos en el ascensor. Lo ha mirado a los ojos, le ha sonreído y no ha dicho nada, ni un saludo, ni un comentario tonto sobre el tiempo, nada, solo ha sonreído y ha hecho tintinear las llaves contra la carpeta llena de apuntes. La imagina desnuda montada sobre su cuerpo, esa piel tan joven iluminada por toda esa luz. Aparta la mano del muslo de su mujer. Y otra página. El calor le sube a la cara cuando advierte que ha pasado dos en vez de una. ¿Qué es Hacienda?, sesenta euros, demasiado alto, deberías nadar, qué silencio.
Tu hija acaba de irse, ha estado nadando, parecía triste. Se habrá peleado con el novio. No sé, dice, cierra el libro y se levanta.
Sentada en la cocina se desata la pulsera del tobillo y la esconde en un cajón bajo las servilletas. Trata de recordar la sonrisa de aquel chico, pero solo le viene a la memoria la imagen de unos niños llenando sin descanso un agujero en la arena con cubos de agua que traen y llevan desde la orilla. Quiero para mí esa voluntad, esa fe, esa terca ignorancia, piensa.
Alto, pragmático. Antes de salir a trabajar se despeina cuidadosamente en el ascensor. Sin ganas de jubilarse. Camina con pasos largos y seguros. Todos los días se acuerda de su hijo mientras se afeita. Todos los días maldice y escupe en el váter antes de usar la cisterna.
Me voy a la cama. Solo son las ocho. No puedo más, me duele todo, ¿has visto la bolsa de agua? ¿No hace calor para bolsa? ¿La has visto o no? La tiré ayer.
Ella mira en el cubo de la basura y la saca con dos dedos. La funda está pringosa, la corta y la devuelve al cubo. La limpia y la seca con mimo, como si se tratara de un bebé recién nacido.
No irás a meterla en la cama. La he lavado, y haz el favor de no tirar mis cosas.
Durmió mal. Efectivamente, hacía calor, y el tacto de la bolsa era tan desagradable como dormir con un lagarto entre las piernas. Soñó que los pies se le quedaban pegados al plástico y que entre los dedos le habían crecido raíces y setas. Pasó el día con el estómago revuelto y una bola de aire frío en los pulmones.
¿Qué haces? Le hago una funda nueva, era un jersey de los niños.
Él hizo un leve gesto hacia delante y dio un paso atrás. Había descosido las mangas, vestido a la bolsa, y cerrado las sisas y el bajo. Él entró en el cuarto de baño y dio un portazo.
Ella miró la bolsa sobre sus rodillas. Parecía un bebé, un bebé sin cabeza, sin brazos, sin piernas. La miró durante un rato. Fue a la cocina y la tiró al cubo de la basura.
El amor no es ciego, la pasión es ciega. Cumplida la pasión vemos claramente si detrás, debajo o al lado había amor.
¿Por qué esperaste tanto? Nunca salió el tema, él debería haberlo intuido. ¿Y tú?, ¿no intuiste que él los quería? No, no recuerdo que él sacara el tema de los hijos hasta el otro día, no sé, tú me entiendes, ¿verdad?, ¿entiendes que no quiera tener hijos? Sí, claro, aunque por otra parte... ¿Por otra parte qué? No sé, da igual, ya está, esta es tu casa, puedes quedarte el tiempo que quieras. Ya. Pero no llores, ¿por qué lloras? ¿Y papá? ¿Papá qué? No sé. Es tu padre y esta es tu casa, ya está.
El amor no es ciego, pero al principio solo vemos felices coincidencias, solo deseamos ver felices coincidencias. Pero todo se gasta y dejamos de esforzarnos en ver lo limpio, pronto comienzan a aparecer pelusas por los rincones. Eso mientras solo sean pelusas, a veces la mugre se vuelve insoportable.
Amar es muy fácil. Se ama o no se ama, te aman o no te aman. El amor con esfuerzo no es amor. Si cuesta amar, si uno se propone amar o que lo amen, no es amor.
Todo se gasta. La pasión se gasta antes que el amor. Después de la pasión debe intervenir la voluntad de amar, pero esa voluntad también debe nacer sin esfuerzo, con la misma naturalidad con la que nació el amor. Es posible que todo esto solo se piense cuando uno ya es viejo. Explícale a un joven qué es la voluntad de amar, explícale eso a alguien con la curiosidad y las hormonas vivas.
Mira a su hija, parece una niña. Se levanta, le pasa la mano por el pelo, le besa la cabeza. ¿Sabes?, el amor se esconde. ¿Sí?, pues dime dónde.
¿No te ha pasado nunca que de repente no sabes dónde estás y, lo que es peor, te da exactamente igual? Ha estado a punto de hacerle esa pregunta. Se sonroja, incluso. Él no levanta la vista del periódico. Menos mal, piensa, a veces algunas palabras pesan tanto que no sabe si las piensa o las dice. Prefiere no decirlas, esas palabras, prefiere que se diluyan poco a poco porque, lo sabe muy bien, respuestas no hay.
Algunas veces ha intentado perderse a propósito, perderse a las tres, a las cuatro de la tarde a pleno sol, cuando por las calles apenas queda algún turista despistado. No sabe qué busca, no sabe qué pretende demostrar, si es que se trata de demostrar algo. No sabe por qué lo hace, solo sabe que cada vez lo hace más a menudo. Incluso de noche, cuando vuelve del hospital de visitar a su padre.
Tampoco es perderse, perderse no es fácil en la ciudad en la que uno vive, es sentirse lejos, fuera de todo lo conocido, no reconocer de pronto una casa, un árbol, el camino de vuelta. Dos segundos son suficientes, mirar y no reconocer, sentirse libre por dos segundos. Leve por dos segundos.
Lleva un rato rozando mecánicamente la pata de la mesa con la punta del zapato. Otra manera de no estar, de perderse. ¿Cuánto tiempo tardaría en gastarse?, ¿y quién ganaría, el zapato o la madera? Son bonitos estos zapatos. A pesar de tener más de diez años siguen siendo bonitos.
Él, sin levantar la vista, se encaja las gafas y dice Si no supiera dónde estoy me volvería loco, y cuida tus zapatos si quieres que duren diez años más.
Sube y baja la cremallera del jersey mientras se mira al espejo. Se suelta el pelo, se lo levanta sobre las sienes intentando encontrar canas mal teñidas. Se mira las uñas, se estira la frente. Abre el cajón. Bragas ordenadas por colores. Saca unas y las extiende sobre la colcha, las mira. Se recoge el pelo, se quita los vaqueros.
Las cosas hay que hacerlas bien, piensa. Se sienta al borde de la bañera, se enjabona las piernas y pasa la cuchilla una y otra vez.
Siempre pensó que no podría vivir sin sexo. Ahora, si lo tuviera, al terminar sabe que querría arrancarle la cabeza y comérsela como haría una mantis religiosa. La soledad, el asco. La imagen le quita las ganas de masturbarse. Pone el tapón, abre el grifo y se mete en la bañera.
¿Estás ahí? No, sí, ahora salgo. No hace falta. Él abre y entra, ella se tumba y empuja la cuchilla con el pie para esconderla bajo el agua. Él levanta la tapa del váter y orina. Algunas gotas salpican la taza. Ella cierra los ojos. Las piernas le arden.