Una casa en el campo - Lisa Stone - E-Book

Una casa en el campo E-Book

Lisa Stone

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El nuevo y electrizante thriller de suspense con un toque diferente que no podrás dejar de leer. Una casa de campo aislada... Después de perder su trabajo y a su novio, Jan Hamlin necesita desesperadamente empezar de nuevo. Así que no se lo piensa dos veces cuando le surge la oportunidad de alquilar una casita junto al bosque de Coleshaw. Un golpe en la ventana... Muy pronto, sin embargo, las cosas toman un giro inesperado e inquietante. Por la noche, Jan oye ruidos extraños y leves golpes en la ventana. Algo, o alguien, está ahí fuera. Un bosque que esconde muchos secretos... Jan se niega a asustarse. Pero quienquiera que esté en el exterior no se va, y pronto queda claro que la pesadilla no ha hecho más que empezar.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 406

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Una casa en el campo

Título original: The Cottage

© 2021, Lisa Stone

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Pablo Martínez Lozada

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

 

ISBN: 9788410021488

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Nota de la autora

Temas para clubes de lectura

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Agradezco a mis lectores todos sus maravillosos comentarios y reseñas.

Significan mucho para mí.

Gracias también a mis editoras, Kathryn y Holly; a mi agente, Andrew, y a todo el equipo de HarperCollins.

1

 

 

 

 

 

Había algo fuera.

Jan estaba segura de ello. Igual de segura que la noche anterior.

Las cortinas del salón, cerradas, ocultaban el cielo nocturno, pero al otro lado de la ventana había un pequeño jardín y algo acechaba en él. Jan no lo había visto ni oído, aunque el perro sí. Yesca dormía en su regazo cuando de pronto levantó la cabeza y las orejas. Ahora miraba hacia la cortina y gruñía con las pupilas convertidas en grandes globos negros. Esto inquietó aún más a Jan.

Sabía que los perros tienen mejor olfato y oído que los humanos, así que Yesca podría oler y oír lo que ella no. Había algo fuera y el perro lo sabía: algo vivo, abominable y amenazador.

Todo había comenzado cuatro noches antes. Jan estaba sola con Yesca en la casa de campo, en la linde del bosque de Coleshaw. Estaba viendo la tele sentada en el sofá, con Yesca durmiendo plácidamente sobre su regazo, como casi todas las noches. Le acariciaba el pelaje suave y ondulado. De repente el perro despertó y se puso en guardia, y Jan se sobresaltó asustada. Ahora estaba sucediendo de nuevo.

Con los sentidos alerta y sin apartar la mirada de Yesca, Jan cogió el mando a distancia y silenció el televisor. Escuchó atenta. Nada, ni un ruido dentro o fuera de la casa. No soplaba el viento, era una noche otoñal fría pero tranquila. Yesca seguía en guardia, con la mirada amenazante clavada sobre las cortinas, listo para atacar si fuera necesario.

—Está bien —dijo Jan suavemente, acariciándole el lomo—. No hay nada que temer.

Pensó que decía aquello más para sí misma que para el perro, aunque no por eso se tranquilizó. Siguió acariciándole el pelaje aterciopelado, esperando que volviera a dormirse. No era más que un perro faldero; si lograba calmarse, ella también lo haría, sería un indicio de que el visitante se había marchado y estarían fuera de peligro.

Jan no se consideraba amante de los perros antes de mudarse a Casa Ivy; sin embargo, Yesca, un cruce de bichón frisé, venía con la vivienda y le resultó simpático. Parecía un muñeco de peluche con su nariz de botón y su pelo marrón. Formaba parte del contrato de alquiler y resultó ser una bendición, pues de otra manera Jan se habría visto muy sola. Había alquilado la casa durante seis meses a un precio muy bajo a cambio de mantenerla en orden y de cuidar a Yesca mientras la dueña, Camile, trabajaba en el extranjero.

Jan apenas pudo creer la suerte que había tenido cuando recibió la oferta: era justo lo que necesitaba, en el momento exacto. Había perdido su trabajo como jefa de ventas por una reestructuración de la compañía. Su relación con la empresa había comenzado con una beca como aprendiz de vendedora al salir de la universidad, de modo que había supuesto que tendría una carrera larga allí; en cambio, la avisaron de su despido como a los demás empleados. Dos días después, su novio, Danny, con quien había vivido los últimos cinco años, le anunció que no estaba listo para el compromiso y le pidió que se mudara.

—No es culpa tuya. Es solo que necesito mi espacio.

—¿¡Y te das cuenta ahora!? —respondió ella con violencia, tratando de evitar las lágrimas.

Devastada, con la vida hecha añicos, Jan recogió sus cosas y se mudó con sus padres; apiló las cajas con sus pertenencias en el garaje. Al año siguiente cumpliría los treinta, no tenía trabajo y acababan de dejarla: era el peor momento de su existencia. Pero entonces, mientras buscaba empleo y vivienda en internet, dio con el anuncio de Casa Ivy. Parecía cosa del destino, una renta ridícula y un cambio radical de ambiente. Tendría tiempo para recargar energías y pensar lo que quería hacer en los meses siguientes y el resto de su vida. Quizá incluso hallara la inspiración para comenzar a escribir su libro.

—¿Estás segura de que es lo que quieres? —preguntó su madre al enterarse de sus planes—. Parece un lugar muy aislado como para vivir sola.

—Sí, estoy segura. El perro me hará compañía —respondió Jan con una sonrisa tranquila.

Pero en momentos como aquel volvían las dudas y Jan pensaba que quizá su madre tenía razón. Las afueras del bosque de Coleshaw eran muy distintas de la zona residencial. Los extraños ruidos nocturnos se alternaban con un silencio ensordecedor, irreconocible para los habitantes de la ciudad. La casa tenía sus propios crujidos y, en ocasiones, el viento silbaba entre los árboles como si cuchichearan entre ellos.

Sin embargo, ya había tomado la decisión y firmado el contrato, así que no podía echarse atrás. De día el bosque y la campiña eran muy agradables. El aire olía más fresco que en el pueblo y sus paseos con Yesca la rejuvenecían. Tenía todo el tiempo que necesitaba para estar sola, revisar el pasado y considerar el futuro y lo que podría depararle.

Al caer la noche, en cambio, la atmósfera se transformaba de forma radical y Jan habría dado cualquier cosa por tener compañía. Pero ¿quién se desplazaría en invierno para visitarla? Sus padres y amigos trabajaban, y el sitio estaba demasiado lejos para ir y volver en el día, de modo que tendrían que quedarse el fin de semana. Jan entendía que tenían vida propia y compromisos, y no quería ser exigente con ellos. Lástima que su estancia fuera durante los meses de invierno, con sus noches cada vez más largas. A finales de octubre anochecía a las cinco de la tarde, y aún más temprano si estaba nublado. Vivir allí en verano le habría parecido mucho más atractivo.

Jan miró el teléfono. Pasaban las ocho, la misma hora en que había sucedido las noches anteriores. Evidentemente, su visitante se había marchado ya, pues Yesca había perdido todo el interés. Jan lo acarició; el perro cerró los ojos poco a poco y relajó la cabeza hasta posarla de nuevo en su pierna. Yesca le gustaba mucho; había decidido que, cuando dejara la casa de campo, en cinco meses, y hallara un nuevo alojamiento, tendría un perrito o un gato. ¿O eso sería demasiado típico, una soltera con su mascota en un apartamento?

Solo las orejas de Yesca continuaban alerta; las sacudía de vez en cuando como si una parte suya escuchara mientras el resto de su cuerpo se entregaba al sueño. Jan lo había notado en otras ocasiones: cuando el perro dormía, las orejas parecían mantenerse despiertas. ¿Estaría escuchando de verdad o solo sería un residuo instintivo de la evolución? Cuando los perros eran lobos, antes de la domesticación, sus ancestros habían sido predadores salvajes, pero también eran vulnerables a animales más grandes. Debían mantenerse alerta incluso mientras dormían; de lo contrario, podrían devorarlos.

Pronunció con suavidad el nombre del perro mientras le acariciaba el pelaje del cuello.

Pasó un momento; entonces, Yesca despertó otra vez con la cabeza alzada y los ojos bien abiertos, no a causa de la voz de Jan, sino por lo que había en el exterior de la casa. Jan sintió un escalofrío: el intruso había vuelto y al perro se le estaban erizando los pelos. El corazón empezó a latirle deprisa. Yesca miraba fijamente la cortina, listo para atacar. Sin previo aviso, saltó de su regazo al respaldo del sofá y, ladrando con furia, arañó las cortinas para que lo dejara salir.

—¡Abajo! —dijo Jan levantando al perro. Iba a rasgar la tela.

Yesca se revolvió para que lo bajaran y corrió a la puerta trasera de la cocina, donde empezó a arañar el suelo, desesperado por salir, lo mismo que en las ocasiones anteriores.

—¡No! ¡Perro malo! —dijo Jan mientras entraba en la cocina.

La noche anterior Yesca había tardado dos horas en regresar y Jan casi se había muerto de la preocupación, convencida de que se habría perdido y de que tendría que decírselo a Camile. Cuando por fin volvió, tenía pinta de haber aprendido la lección y la saludó con alivio, como si hubiera escapado por los pelos de algo muy malo. Pero ¿de qué? ¿Un zorro? ¿Ratas? ¿Un tejón? Como buena urbanita, Jan no tenía idea.

Yesca arañaba la puerta con desesperación, sin dejar de ladrar. No había otra opción, tendría que dejarlo salir si no quería que la destrozara. En cuanto abrió, el perro salió disparado al jardín. La noche era fría, con una tenue luna creciente en el cielo negro y despejado. Jan podía ver a Yesca en la parte más alejada del jardín; había perseguido algo hasta los setos, algo muy grande que no tardó en desaparecer. El perro lo siguió a los arbustos que separaban el jardín del bosque y se esfumó también.

—¡Mierda! —gritó Jan—. ¡Yesca, vuelve ahora mismo! ¡Yesca!

Pero el perro se había ido.

—¡Yesca!

Silencio. Jan se mantuvo un momento junto a la puerta trasera, escuchando; luego la cerró y echó el cerrojo, esperando que el animal volviera pronto. Había atisbado vagamente una silueta antes de que desapareciera por el seto. Las noches anteriores no había visto nada. Era algo más grande que un zorro o un tejón, y no se parecía a esos animales. Quizá había otros más en el bosque que no le resultaban familiares a alguien de ciudad como ella.

Sin embargo…

Sintió otro escalofrío y se alejó de la puerta. Justo antes de que la figura desapareciera, Jan habría jurado que no corría a cuatro patas, sino a dos, como un humano. Pero eso no era posible.

2

 

 

 

 

 

Era demasiado pequeño para ser humano, pensó Jan junto al radiador de la cocina. Algo en sus movimientos, en su agilidad, indicaba que se trataba de un animal, aunque no había podido verlo bien. Tenía que controlarse. Por supuesto que habría animales en el bosque de Coleshaw. Qué lástima que no tuviera el arrojo de Yesca para seguirlo. Esperaba que el perro volviera pronto.

Jan comprobó el pestillo de la puerta trasera y se preparó una taza de té. Después, alimentó el medidor de electricidad que había en la alacena bajo la escalera. Era un medidor antiguo al que había que introducir monedas de una libra esterlina para mantener viva la corriente. Camile le había dejado instrucciones sobre este y otros asuntos relacionados con el mantenimiento de la casa, así como algunas monedas para que pudiera tener energía mientras conseguía más, algo muy considerado de su parte. Sin embargo, como no estaba habituada a cuidar del medidor ni era consciente de cuánta energía consumían algunos electrodomésticos, el día siguiente a su mudanza se apagaron todas las luces y la ducha dejó de funcionar mientras la usaba. Desnuda, mojada y molesta, Jan bajó a tientas al pasillo, donde una linterna colgaba de un gancho en la pared. Guiada por su luz, se encaminó a la alacena y depositó una moneda. Ahora lo revisaba a menudo para que no volviera a ocurrirle, esa súbita oscuridad la había asustado de verdad.

Tras confirmar que el medidor tenía dinero suficiente, Jan llevó el té al salón, se sentó en el sofá y, pendiente del regreso de Yesca, abrió el portátil. Gracias al cielo, el wifi y la señal para el teléfono móvil llegaban desde el pueblo vecino. Merryless tenía una historia triste: en algún momento, habían tenido un tiovivo que tuvieron que desmontar tras un trágico accidente en el que un niño perdió la vida. Era un pueblo bonito pero pequeño, con solo un supermercado para hacer la compra, un pub y una iglesia. Aunque se encontraba a apenas un kilómetro y medio de la casa de campo, por las noches parecía estar mucho más lejos.

Mientras Jan esperaba con ansiedad a Yesca, decidió aprovechar el tiempo y tratar de identificar esa cosa que visitaba su jardín por las noches y la inquietaba tanto. Si podía nombrarla, dejaría de ser tan amenazadora. Dio un sorbo al té y tecleó en el buscador «Animales grandes en bosques del Reino Unido».

Resultado: renos, tejones, castores, zorros, cerdos salvajes. También gato montés escocés, pero no estaba en Escocia.

Intentó afinar la búsqueda: «¿Qué animales grandes viven en el bosque de Coleshaw?».

En los resultados aparecieron zorros y tejones, seguidos de varios animales mucho más pequeños: ardillas, ratones, topillos. Pero lo que había visto era mucho más grande. Quizá no era un animal originario del lugar, sino que se había escapado de un zoológico o de una colección privada.

Enseguida tecleó: «¿Qué animales pueden caminar a dos patas?». En una página aparecieron fotografías de primates en poses bípedas. También aprendió que los canguros, los osos y algunos lagartos pueden levantarse sobre las patas traseras. Pero claramente no se trataba de un lagarto o un canguro. Quizá un oso pequeño o un simio… ¿O sería eso suponer demasiado? Seguro que no sobrevivirían en ese bosque.

Irritada y sola, Jan era presa fácil para su imaginación. Entonces vio en una página la imagen de un zorro brincando sobre una cerca; le pareció familiar. Justo antes de dar el salto, el animal se levantaba sobre las patas traseras. Sí, claro, esa era la mejor explicación. La sombra oscura era un zorro a punto de saltar. Si al día siguiente se acercaba de nuevo a la casa de campo, se armaría de valor para salir y mirarlo de cerca.

Jan cerró el navegador. Estaba a punto de responder un email cuando algo sólido golpeó la ventana. Se incorporó de un salto. ¡Qué demonios! Con el corazón desbocado, se levantó del sofá, lejos del cristal, y miró fijamente las cortinas, petrificada, a la espera de un nuevo sonido. Silencio. Entonces oyó el ladrido de Yesca por la puerta trasera. Gracias al cielo, había vuelto. ¿Había sido él quien había provocado el ruido? Corrió a dejarlo entrar y enseguida cerró la puerta de nuevo y echó el cerrojo.

—Qué buen perrito —dijo arrodillándose para acariciarlo—. Estás a salvo.

Como la noche anterior, al animal le dio mucha alegría verla, aunque esa vez no había tardado tanto en volver. Se frotó contra ella y le lamió las manos.

—¿Qué era? ¿Un zorro?

Yesca solo le devolvió la mirada.

Entonces Jan la vio; parecía una mancha de sangre, junto a su hocico. La cogió y la olió: era carne cocida, quizá de una salchicha. Pero Jan no le había dado carne, Yesca comía pienso seco y nada más. Camile había sido muy específica en sus instrucciones sobre la dieta estricta de su perrito. Le había dejado una docena de bolsas de pienso selladas en la alacena, más que suficientes para seis meses. Un cacito por la mañana y otro a las cinco de la tarde. Nada de premios ni de sobras, pues le hacían daño.

Jan había seguido sus instrucciones al pie de la letra. ¿De dónde había sacado entonces Yesca la carne?

Se irguió y miró a su alrededor. No podía haberla cogido de la cocina, no había más carne que la que Camile había dejado en el congelador. ¿De un cubo de basura? Pero solo había uno fuera de la casa, que vaciaban una vez a la semana, y se supone que era a prueba de animales. Además, Jan tampoco había comido carne: era prácticamente vegetariana, salvo algún plato de pescado de vez en cuando.

Se le ocurrió que Yesca podría haber sacado la carne de otro cubo, pero descartó la idea de inmediato: no había estado ausente el tiempo suficiente para ir al pueblo y volver, y no había más propiedades entre Casa Ivy y Merryless. Además, según Camile, Yesca nunca se aventuraba tan lejos. «Puedes quitarle la correa si salís a pasear —había escrito Camile en sus notas—. No irá lejos». Pero la noche anterior sí había ido lejos.

¿Podría haber conseguido la carne en el bosque? ¿Había alguien acampando? ¿Algún indigente o cadetes del ejército en un ejercicio de entrenamiento? Quizá lo habían alimentado o Yesca había descubierto sus sobras, o lo habían descubierto robándoles la comida y lo habían hecho huir. Eso justificaría el golpe contra la ventana. No se le ocurría otra explicación. Aunque tampoco había visto vestigios de ningún campamento al andar de día por el bosque. Claro que se había limitado a los senderos, y el bosque abarcaba kilómetros a la redonda. Era muy espeso detrás de la casa de campo; tanto como para que alguien pudiera vivir allí.

—Vamos —dijo volviendo al sofá—. No vuelvas a marcharte.

3

 

 

 

 

 

La matrona Anne Long aparcó su Vauxhall Corsa frente al 57 de Booth Lane, apagó las luces y detuvo el motor. Se quedó sentada un momento con la mirada fija y luego se bajó con un suspiro de resignación. Cogió lo que necesitaba del maletero y lo cerró. El resto de los instrumentos para el parto ya estaba en la casa.

A las cuatro de la madrugada el aire era frío y la calle estaba desierta. Las casas permanecían a oscuras, salvo la de Ian y Emma Jennings. No habían dormido en toda la noche, pues habían estado enviándole mensajes a Anne y registrando las contracciones de Emma, hasta que empezaron a producirse cada cinco minutos y la matrona dijo que iría.

Caminó estoica hacia la puerta, preocupada y desasosegada, y llamó al timbre. Un parto solía ser ocasión de regocijo. Este no lo era.

No respondieron al primer timbrazo, lo que aumentó la inquietud de Anne. Volvió a llamar. Era imposible que estuvieran dormidos. ¿Habría ocurrido ya algo malo? Rezó por que no fuera así. Ian y Emma eran una hermosa pareja con poco menos de treinta años y habían elegido tener el parto en casa tras una experiencia espantosa en el hospital, cuando perdieron a su primer bebé. Emma había accedido a hacerlo —no quería volver a acercarse a un hospital— y Anne había supervisado su embarazo.

Por fin abrieron la puerta. Ian Jennings la miró con aceptación cansada.

—Lo siento, estaba con Emma —dijo con voz grave—. Pasa.

Ian cogió la bombona de óxido nitroso.

—Gracias.

—Emma está en la cama. He puesto el cobertor impermeable sobre el colchón, como pediste.

—Bien. ¿Cómo estáis? —preguntó Anne mientras seguía a Ian escaleras arriba.

Él se encogió de hombros. Era una pregunta estúpida, pensó Anne. Por supuesto que estaban aterrados y solo querían que todo terminara.

—No debería tardar mucho —agregó Anne.

Entró a la habitación principal. A diferencia del salón y el rellano, estaba poco iluminada, con la luz central en su nivel más tenue. Apenas podía ver a Emma en el otro lado de la habitación, encaramada sobre una montaña de almohadas, con el cabello rubio recién cortado.

—¿Cómo estás? —preguntó Anne con delicadeza mientras se acercaba.

—Asustada —respondió.

—Lo sé, cariño. Yo te cuido. —Luego se dirigió a Ian—: Necesito más luz para examinar a Emma. La puedes bajar cuando termine.

Anne entendía que no querrían que la habitación estuviera iluminada durante mucho tiempo, cuanto menos vieran, mejor. Sin embargo, necesitaba luz para hacer su trabajo y recibir al bebé.

—Por favor, Ian, la luz —dijo Anne con más firmeza. El padre estaba paralizado, miraba fijamente a su esposa sin soltar la bombona de gas—. Puedes dejarla ahí, por favor.

Como en trance, Ian colocó el gas junto a la cama y aumentó un poco la luz.

—A todo lo que da, Ian, por favor —pidió Anne.

Ahora podía ver con más claridad el rostro de Emma: cansado, demacrado, ansioso. Llegó otra contracción que la hizo formar una mueca de dolor.

—¿Quieres un poco de anestésico? —preguntó Anne.

Emma asintió.

Anne retiró la mascarilla del envoltorio sellado y la conectó a la bombona; luego, la puso en la mano de Emma y esperó a que inhalara unas cuantas veces. Ian permaneció en silencio detrás de ella.

—Puedo ponerte una inyección de petidina, si quieres. Hará efecto en unos veinte minutos.

—Sí, por favor —respondió Emma trabajosamente y con voz débil.

Anne abrió el maletín, preparó la jeringuilla y se la inyectó a Emma en el muslo. No solía ofrecer el analgésico tan cerca del parto, salvo cuando la madre no podía con el dolor. La petidina podía hacerle perder la capacidad de responder y afectar a la respiración del bebé y su primera alimentación; pero eso no venía al caso ahora. Emma podía tomar lo que quisiera solo para pasar el trance.

Emma estaba un poco más cómoda. La matrona le tomó el pulso, la presión arterial y la temperatura: todo normal para sus circunstancias. Ian no se movía, no sabía qué hacer.

—Dale la mano a tu esposa mientras la examino —le indicó Anne.

Veinte años como matrona le habían enseñado que los hombres a menudo necesitaban más ayuda que las mujeres que daban a luz, aun cuando el parto salía conforme a lo planeado y sin complicaciones. Este no era el caso.

Anne cogió un par de guantes estériles de su maletín, se dirigió a los pies de la cama y levantó la sábana. Examinó a Emma y volvió a cubrirla.

—Serán otras dos horas, si no más —dijo mientras se quitaba los guantes.

Ian suspiró y se frotó con angustia la frente. No le estaba haciendo ningún favor a Emma, pensó Anne. Su ansiedad era contagiosa.

—¿Y si me preparas una taza de café? —le propuso—. No me ha dado tiempo de tomarlo en casa.

Ian atravesó la habitación y bajó las luces antes de salir.

—Es mejor que esté ocupado —le dijo Anne a Emma, y se sentó junto a la cama.

La mujer recibió otra contracción con una mueca. La matrona le dirigió la mano hacia la mascarilla y Emma aspiró el gas.

—Vas bien —dijo Anne para alentar a su paciente mientras le frotaba el brazo—. La petidina hará efecto pronto.

—Solo quiero que se acabe —sollozó Emma con una lágrima recorriéndole la mejilla—. No volveremos a intentarlo.

—Lo sé, cariño. Conserva la calma y respira hondo. Estoy aquí contigo.

—No te irás, ¿verdad? —preguntó Emma con ansiedad.

—No hasta que termine.

Ian volvió con el café y se mantuvo cerca de ellas, sin saber qué hacer.

—¿Tenemos todo lo necesario? —le preguntó Anne.

—Sí —respondió y miró alrededor.

Anne ya lo sabía. Bajo la luz intensa había visto el montón de toallas, la frazada, el moisés, las compresas, las bolsas de basura y el baño de plástico. En comparación con el equipo que había utilizado en algunos partos caseros, era el mínimo indispensable. Nada de velas, música suave, estimuladores musculares, piscina de partos ni montañas de ropa para el bebé y la mamá. Solo lo que necesitaban para que la criatura saliera.

—Todavía falta —repitió Anne con la vista fija en Ian—. Puedes salir si tienes que hacer algo. Te llamo cuando sea la hora.

—Me quedo —respondió Ian, luego se sentó en la silla que había en el lado opuesto de la cama. Cogió la mano de su esposa y la llevó a la mejilla.

Anne lo sentía por ellos. No se merecían aquello. Emma gesticuló durante la siguiente contracción. Ian le ayudó a sostener la mascarilla frente al rostro para que inhalara más gas. Poco a poco, la petidina hizo efecto y el dolor se volvió más manejable. Ahora solo podían esperar a que la naturaleza siguiera su curso.

 

 

Sentada en la penumbra, Anne vio cómo Ian ayudaba a su esposa a inhalar el gas cada vez que lo necesitaba. Ya no se quejaba mucho, la petidina ayudaba. Pasaron los minutos, las contracciones aumentaron y Anne se incorporó para comprobar los signos vitales de Emma una vez más. Todo en orden.

Unos minutos después, Emma soltó un grito penetrante.

—Sube la luz, por favor —le pidió Emma a Ian poniéndose de pie—. Necesito examinarla.

Se puso los guantes deprisa y levantó la sábana. El bebé llegaba antes de lo esperado. El cérvix estaba completamente dilatado. Emma volvió a gritar.

—Una toalla, rápido. Ya viene.

Ian salió disparado, regresó con una toalla y vio cómo Anne la colocaba bajo Emma. Justo a tiempo, ya se veía la cabecita del bebé. Emma volvió a gritar, con un alarido intenso que parecía surgir de lo más profundo de su ser, como si la estuvieran partiendo en dos.

—Empuja, cariño —dijo Anne—. Respira hondo y puja.

Emma cogió una bocanada de aire, empujó fuerte y largo, y con un grito expulsó al bebé.

—Bien hecho. No mires, Ian.

Pero era demasiado tarde. Ian seguía a su lado y ahora miraba fijamente al bebé con una mezcla de asombro y horror.

—Ian, atiende a tu esposa —ordenó Anne.

Él no se movió.

—Ahora, Ian —dijo con más firmeza—. Emma te necesita.

Azorado, volvió a sentarse junto a su mujer. La abrazó y lloraron juntos.

Anne limpió el rostro del bebé, ató y cortó el cordón umbilical, y lo llevó a donde estaban las toallas. Le frotó el cuerpo, lo envolvió en una toalla limpia y lo colocó en el moisés, fuera de la vista de ellos.

—¿Está vivo? —preguntó Ian.

—No.

—¿Niño o niña? —agregó Emma entre sollozos.

—Niño. Pero no queréis verlo.

Emma lloró con más fuerza.

Anne volvió al lado de su paciente y se concentró en recibir la placenta mientras Ian y Emma se daban consuelo. Confirmó que había extraído todos los restos de placenta y los retiró en una bolsa de basura que ató con firmeza. Volvió a comprobar los signos de Emma, todo en orden. Ninguno de los dos miraba hacia el moisés, en el otro extremo de la habitación, donde el bebé reposaba en total quietud. Anne recogió su equipo y lo guardó en el maletín.

—Luego volveré a por ellos —le dijo a Ian, apartando la bombona de gas y el maletín—. Supongo que Emma querrá algo de comer y beber.

Ian asintió sin hablar.

—Procuraré no tardar.

Anne dejó a la pareja con su dolor y cruzó la habitación hacia donde estaba el moisés. Tapó al bebé con una mantita y lo levantó. Miró cómo Ian y Emma se abrazaban fuerte, consumidos por el dolor. Se le encogió el corazón, pero ya no podía hacer nada allí y debía irse. No se atrevía a dejarlo más tiempo con ellos. Se dirigió a la puerta.

—Anne —la llamó Emma entre lágrimas.

Anne se detuvo. «No me digas que quieres verlo —pensó—. Deja que me vaya».

—¿Sí? —preguntó vacilando, sin volverse hacia la pareja.

—Le hemos puesto David —dijo Emma—. Significa «amado».

—Lo recordaré —respondió Anne, y enseguida salió de la habitación y bajó las escaleras con cuidado, con el moisés en la mano.

Salió por la puerta principal sin hacer ruido. Eran casi las ocho y las familias del vecindario estaban en movimiento: paseaban perros o salían a trabajar. Subió la mantita para que cubriera el rostro del bebé y caminó deprisa hasta el coche.

Abrió la puerta trasera, colocó el moisés con cautela en el asiento, descubrió un poco el rostro del bebé y lo aseguró con los cinturones de seguridad. No era lo ideal, pero no tenía otra opción.

Cerró la puerta trasera y subió al asiento del conductor; luego encendió el motor. Entonces vio a una mujer junto a la ventana del piso superior de la casa contigua. Anne se quedó fría. ¿La había visto salir con el moisés? Podría ser, aunque no habría podido ver lo que llevaba en él. Cuando regresó más tarde con Ian y Emma, se aseguró de que estuvieran de acuerdo en los detalles de la historia. Un desliz, una pequeña inconsistencia bastaría para acabar con ellos.

4

 

 

 

 

 

¡¿Qué demonios?!

Jan abrió los ojos de repente, presa del pánico. Miró hacia el otro extremo de la habitación. ¿Dónde estaba? Un filo de luz penetraba por la rendija que formaban las cortinas. Esa no era su habitación. Se incorporó de golpe y miró alrededor.

Entonces lo recordó. Por supuesto que no era su cuarto. Estaba en la casa de campo que alquilaba. Pronto la inundó el alivio.

Volvió a recostarse sobre las almohadas y esperó a que se le apaciguaran los latidos. La luz le indicó que ya era de día. Pero ¿qué hora era? Buscó el teléfono: las nueve y diez, más tarde de cuando solía levantarse, pero se había acostado muy avanzada la noche. Además, había tenido pesadillas en las que alguien o algo la perseguía por el bosque de Coleshaw. Incluso despierta podía recordar el pánico que había sentido al huir corriendo del horror ineludible. No le sorprendió su mal sueño, teniendo en cuenta lo que había ocurrido durante la semana. Yesca estaba en la planta baja, en la cocina, esperando su desayuno. Camile no le permitía subir a la cama, pero Jan habría hallado consuelo en su compañía.

Un golpe fuerte en la puerta principal la sobresaltó. ¿Un visitante a aquella hora? Quizá había sido un aldabonazo lo que la había despertado.

Jan se levantó de la cama y se puso las zapatillas; el suelo de la casa de campo era de láminas de madera, por lo que andar descalza era incómodo y frío. Se vistió con la bata y se dirigió a la ventana abatible que daba a la entrada principal. Corrió las cortinas y miró hacia fuera. Con la luz diurna se sentía más valiente.

El sol de otoño titilaba entre los árboles. Jan podía ver su coche aparcado a la derecha de la casa, aunque no alcanzaba a distinguir quién llamaba. Abrió un poco la ventana y gritó:

—¡Hola! ¿Quién es?

El visitante dio un paso atrás para hacerse visible.

—¡Chris! Me has asustado. Estaba dormida.

—Lo siento. Pensé que ya estarías despierta en un día tan estupendo.

—Debería, pero he pasado mala noche —admitió Jan.

—Lo siento. Te he traído unos huevos —respondió él y le mostró el cartón. Chris vivía en Merryless y criaba gallinas—. ¿Te los dejo en la puerta?

—Si puedes esperar a que me vista, te preparo un café —ofreció Jan. Chris solía tomar café cuando la visitaba.

—Me parece bien, gracias.

Jan cerró la ventana y comenzó a vestirse. Se había encontrado con Christopher —le gustaba que lo llamaran Chris— en un par de ocasiones desde que se mudó. Era amigo de Camile y visitaba a Jan de vez en cuando para comprobar que tuviera todo lo que necesitaba. Al menos eso decía: Jan imaginaba que también quería asegurarse de que cuidara bien de la casa y de Yesca, y no le parecía mal. Al fin y al cabo, Camile había confiado su hogar y su perro a una perfecta desconocida.

Jan se cepilló rápido el pelo y se miró al espejo. No podía arreglarse mejor. Chris le gustaba, aunque Jan sospechaba que su relación con Camile no era solo de amistad. Él nunca lo había admitido, pero su voz se tornaba más cálida cuando hablaba de ella. A Jan le agradaba su compañía y la agradecía, sobre todo tras las preocupaciones de las últimas noches.

Bajó las estrechas escaleras de la casa pensando en preguntarle sobre los animales del bosque. Chris había vivido en el pueblo casi toda su vida, de modo que conocía bien la región. Era electricista de oficio.

—Entra —invitó Jan sonriente tras abrir la puerta principal. La luz del sol inundó el vestíbulo—. En efecto, hace un día precioso. ¿No trabajas hoy?

—Es sábado —le recordó Chris.

—Ah, claro —dijo con una risa—. Ya no sé en qué día vivo.

—Camile dice que le pasa lo mismo cuando se queda en casa más de una semana —respondió Chris siguiéndola al salón—. Suele ir al pueblo cada día para comprar el periódico. Es parte de su rutina.

—Yo recibo alertas de noticias en el teléfono —comentó Jan mientras abría las cortinas de la estancia.

—Pero no recibes los cotilleos locales —apuntó Chris con una sonrisa.

—Cierto.

Chris abrió la puerta de la cocina y Yesca corrió a recibirlo moviendo la cola.

—Quiere desayunar —explicó Jan entrando en la pequeña cocina.

Cogió el tazón de Yesca y le sirvió un cuenco de pienso para perros. Chris puso el cartón de huevos en la nevera. Se movía como en casa, sabía dónde estaba casi todo después de tantos años de amistad con Camille. Jan le sirvió agua a Yesca y preparó la cafetera. Chris, Camile y ella compartían el gusto por un café decente.

—¿Todo bien por aquí? —preguntó Chris, como hacía siempre que la visitaba.

—Sí, bien, gracias.

—¿Tienes monedas para el medidor?

Ya le había contado el susto que había pasado cuando se mudó.

—Sí, no me pasará más. Tengo suficientes.

—Puedes llamarme si te surge algún problema. Camile te dejó mi número de móvil.

—Sí, gracias.

Camile había incluido los datos de contacto de Chris en sus instrucciones escritas y le había asegurado que podía llamarlo si precisaba ayuda con cualquier cosa relacionada con la casa.

Mientras Jan esperaba a que estuviera listo el café, Chris entró en el salón, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró con atención por las ventanas que daban al jardín.

—Habrá que cortar el césped una vez más antes del invierno. Puedo hacerlo, si quieres.

—Qué amable. Pero Camile me dejó las instrucciones de la segadora. Voy a intentarlo. El ejercicio me hará bien.

—Bien. Llámame si no arranca. Puede ser caprichosa cuando hay humedad.

—Sí, gracias.

Jan sirvió los cafés y agregó leche —solo una nube para Chris, como le gustaba—, luego llevó las tazas al salón. La casa de campo era pequeña y pintoresca, y las tazas de marca Royal Doulton de Camile iban perfectas con la decoración.

—Gracias —dijo Chris cuando le acercó el café.

Se retiró de la ventana y se sentó en su sillón habitual; Jan eligió el sofá. El salón, como el resto de la vivienda, tenía el estilo de una casa de campo típica, con muebles de roble, pintura blanca en las paredes y tapicería de flores, lo que le daba un toque rústico y sencillo, de buen gusto, acorde con su antigüedad.

Pasaron unos momentos bebiendo el café en silencio, luego hablaron ambos al mismo tiempo.

—Tú primero —rio Jan.

—Iba a decirte que Camile te manda saludos y espera que hayas podido escribir algo.

—Dile que estoy bien —contestó Jan ligeramente apenada.

Le había confiado a Camile por email que esperaba escribir una novela durante su estancia en la casa, pero ahora querría no haberlo hecho. Era como un cliché; además, solo había recopilado unas cuantas notas escritas a mano. Chris solía transmitirle recados de Camile, aunque sabía que ellas tenían sus respectivos números y direcciones electrónicas. Jan se preguntaba si serían solo una excusa para sus visitas.

Yesca terminó la mitad de su desayuno y ladró para que lo dejaran salir. Era su rutina: comer un poco, salir a correr y regresar a terminar el pienso. Jan fue hacia la puerta trasera para dejarlo salir.

—Iré al pueblo más tarde —le dijo a Chris al volver—. Mientras haga buen tiempo. Necesito más leche.

—No olvides que la tienda cierra a las seis en invierno —le recordó Chris.

—No lo haré. Siempre me aseguro de volver antes de que oscurezca.

Chris sonrió con benevolencia.

—No hay problema. He caminado por Wood Lane en la oscuridad muchas veces.

—Lo sé, pero yo siempre uso el coche si hay la menor posibilidad de que oscurezca antes de que vuelva.

El hombre volvió a sonreír.

—El café está bueno.

—Es el mismo que compra Camile en el pueblo.

Jan hizo una pausa y continuó:

—Chris, ¿qué animales hay en el bosque, detrás de la cabaña? ¿Sabes?

Dejó de beber el café y bajó la taza.

—Los normales. ¿Por qué?

—Nunca he vivido en el campo, así que no sé cuáles son los normales.

La miró con atención.

—Ardillas grises, ratas, ratones, topillos, pájaros.

—No, animales más grandes.

—¿Por qué? ¿Has visto algo?

—No exactamente. Pero Yesca oye algo.

Sin darse cuenta, Jan había cogido la taza con ambas manos, como si quisiera calentarse, aunque la casa tenía calefacción central.

—¿Como qué? —preguntó Chris.

—No sé, pero algo ha estado acercándose a esta ventana por las noches. Cuando ya está oscuro y las cortinas están cerradas. Yesca lo oye, se pone nervioso e insiste en que lo deje salir. Anoche vi que algo desaparecía por el seto del jardín y se adentraba en el bosque. No sé qué era, pero parecía bastante grande.

Se detuvo. Había decidido no mencionar que pensó que el animal podía caminar a dos patas, pues había descartado la idea tras mirar la fotografía del zorro saltando. Tampoco le diría que Yesca había vuelto con carne cocida en el pelaje. Sentada junto a Chris a pleno día, todo el asunto le sonaba extraño, como si pasar la noche sola en la casa de campo la hubiera vuelto paranoica.

—Quizá fue un zorro o un tejón —sugirió Chris tras dar otro sorbo a su café—. O tal vez un perro o un gato del pueblo. A veces se pierden y llegan hasta aquí, aunque no es muy frecuente.

—¿Te ha mencionado algo Camile? —preguntó Jan.

—Pues puede ser, pero no me acuerdo —respondió Chris—. No hay de qué preocuparse. En esta época del año los animales tienen hambre, se vuelven más osados y se acercan a las casas en busca de comida, aunque normalmente no suelan hacerlo. Zorros, sobre todo. Tengo que encerrar las gallinas por culpa suya.

Jan asintió.

—Sí. En la ciudad también hay zorros. Ya no le tienen miedo a la gente y los puedes ver de día hurgando en la basura. Algunos entran en las casas.

—Pero ¿entonces no viste qué era? —preguntó Chris.

—No. Qué pena que no funcione el sensor de movimiento; habría iluminado el jardín. —Jan hizo un gesto hacia la ventana que tenía detrás.

—Se estropeó hace tiempo —dijo Chris—. No creo que Camile lo usara, o me habría pedido que lo revisara.

Chris terminó su café.

—¿Quieres más? —ofreció Jan.

—No, he de irme. Tengo algunos encargos.

Se puso de pie y llevó, como siempre, la taza hasta el fregadero en la cocina.

—Quizá escriba a Camile para preguntarle si puedo reparar el sensor —dijo Jan mientras caminaba con Chris hasta la puerta—. Si ella está de acuerdo, ¿puedes hacerlo?

—Sí, pero pregúntale primero. Como te dije, no parece haber tenido intención de hacerlo antes.

—De acuerdo.

Vio cómo se marchaba y cerró la puerta.

Mientras volvía al salón, a Jan le pareció algo extraño que Camile no quisiera que el sensor funcionara. Como mínimo, serviría para encontrar el cubo de basura en la oscuridad. Jan se había tropezado con él en un par de ocasiones, de modo que ahora esperaba a que hubiera luz para sacar la basura. No estaba segura de si debía contactar con Camile para ese asunto. Chris no había sido de mucha ayuda. De todas formas, sería bueno que el sensor funcionara.

Tal vez podría repararlo ella, pensó mientras entraba a la cocina a por más café. No tendría nada de malo y no le costaría nada a Camile. Jan sabía lo básico: cómo cambiar una bombilla o un fusible, o identificar un cable suelto. Su padre le había enseñado. Un cable suelto podía fundir un fusible. Le había pasado con una lámpara en su apartamento y había conseguido repararlo sola. Sí, antes de contactar con Camile intentaría averiguar qué ocurría con la luz y el sensor.

Jan dejó la taza en la cocina, se cambió las zapatillas de casa por los zapatos y abrió la puerta trasera. Yesca se quedó tumbado en su alfombra. Jan salió y sintió el aire fresco. Aun de día era consciente de lo aislada y rústica que era la casa de campo. Había arbustos y árboles en dos direcciones, además de un bosque espeso en la parte más baja. El ambiente era silencioso, salvo el ocasional piar de un pájaro o el ruido de las hojas secas. Según Camile, la casa se había construido hacia 1830. Había sido originalmente una casa de labranza de alquiler y conservaba muchos de sus rasgos originales, aunque se había reemplazado el techo de paja por tejas.

Jan bajó al camino de piedra y miró el sensor de movimiento. El foco estaba instalado en la pared, justo encima de la ventana del salón. Ya lo había visto antes, pero no le había prestado atención. Ahora podía ver que era bastante nuevo. ¿Por qué instalarían una luz nueva que no usaban? Era extraño. Camile debía de haber pensado que la necesitaba y Chris le habría ofrecido sin duda revisar qué le pasaba, pero entonces Camile no lo había aceptado. No tenía sentido.

No podía ver ningún cable que saliera de la instalación, lo cual lógicamente significaba que iba por la pared, como ocurría con el sensor de movimiento de casa de sus padres.

Volvió dentro, se quitó los zapatos y subió las escaleras. La casa tenía dos habitaciones. La principal, en la parte delantera, era de Camile; la había vaciado para que Jan pudiera usarla. La segunda, más pequeña, se encontraba en la parte trasera de la casa; Camile la usaba para almacenar cosas. Jan le había echado un vistazo el día de la mudanza, pero no había vuelto a entrar desde entonces.

Entró. Además de una cama individual, un pequeño armario y una cómoda de cajones, la habitación estaba llena de pertenencias de Camile; algunas habían estado en la habitación principal y ahora se encontraban allí para darle espacio a Jan. Las prendas que no necesitaba se hallaban en bolsas de plástico selladas sobre la cama y las cajas que había en el suelo parecían contener libros, álbumes de fotografías, viejos CD y DVD, figuritas de porcelana y demás chismes.

Se movió con cuidado entre las cajas hasta llegar a la ventana. El foco del sensor de movimiento estaba justo debajo, al otro lado de la pared. Sin embargo, la cama estaba pegada a la pared, de modo que no podía ver por dónde entraba el cable. Separó la cama y vio la conexión. Enseguida consiguió meterse en el hueco entre la cama y la pared. Necesitaría un destornillador para acceder al fusible. Pero entonces, al mirar con detenimiento, descubrió que el interruptor estaba apagado. ¿Así de sencillo? Lo encendió. ¿Podría haberse apagado por error al empujar la cama para hacer sitio a las cajas? Pero ¿no lo habría revisado Camile?

Bajó las escaleras. La explicación más probable era que el sensor se hubiera estropeado y Camile lo hubiera apagado por eso. Sin molestarse en quitarse las zapatillas, Jan salió y miró hacia el foco. Con asombró, notó que la pequeña luz infrarroja parpadeaba, lo que parecía indicar que el dispositivo funcionaba. Haría la prueba esa noche. Lo intentaría en cuanto empezara a oscurecer; ahora, sin embargo, tenía que ir al pueblo a comprar leche.

5

 

 

 

 

 

La detective Beth Mayes estaba sentada ante su escritorio en el despacho de la comisaría de Coleshaw, que estaba abierta. Era sábado, así que trabajaba horas extras con algunos colegas. Como no había ninguna investigación importante en curso, la mayoría estaban en casa con sus familias. Beth, mientras tanto, se ponía al día en su trabajo administrativo, papeleo y redacción de informes, actividades que ahora se hacían mayormente en línea y se almacenaban en formato digital.

La puerta se abrió y se cerró a sus espaldas, entonces el sargento detective Bert Scrivener apareció a su lado.

—Acaba de llamar una señora, Angela Slater —dijo el sargento colocando un informe frente a ella—. ¿Puedes ocuparte, por favor? Probablemente sea un malentendido, pero hay que revisarlo cuanto antes: se trata de un bebé. La señora Slater dice que sus vecinos, los Jennings, han tenido un bebé, pero que ha desaparecido y no ha visto a la madre desde hace tiempo.

—Quizá estén con algunos parientes —sugirió Beth con la sensación de que decía una obviedad.

—Exacto. La búsqueda en las bases de datos no ha proporcionado el nombre de ninguno de ellos, así que no tienen antecedentes. No hay niños registrados en su domicilio ni asuntos de protección infantil relacionados con ellos. Lo dejo en tus manos.

Cuando el sargento se retiró, Beth guardó el archivo en el que trabajaba y levantó el auricular del teléfono. Cogió el informe y tecleó el número de la señora Slater. Contestaron después de un par de tonos.

—¿La señora Angela Slater?

—Sí, dígame.

—Soy la detective Beth Mayes. Ha llamado hoy a la comisaría de Coleshaw.

—Sí. Vivo en Booth Lane número 55. Está pasando algo muy sospechoso en la casa de al lado. Ahí viven Emma e Ian Jennings, que siempre me han parecido una pareja muy agradable. No hacen ruido y siempre han sido muy amables cuando hemos hablado. Ella estaba embarazada y creo que ya ha tenido al bebé, pero este ha desaparecido.

Por la emoción creciente en la voz de la señora Slater, Beth pudo notar que le gustaba el drama.

—¿Sabe a ciencia cierta que su vecina ha dado a luz? —preguntó Beth mientras Angela tomaba un respiro.

—Bueno, eso creo. Me dijo que iba a tener un parto casero, ya que habían tenido una mala experiencia en el hospital con su bebé anterior. Se murió. Antes solía hablar conmigo, pero hace tres meses dejó de hacerlo. Su marido solía charlar con el mío, pero también él ha estado evitándonos. No se me ocurre nada que yo haya dicho que pudiera molestarlos. A veces la he visto tendiendo la ropa, pero por lo demás parece no salir de casa.

—¿Para cuándo estaba programado el parto? ¿Lo sabe? —preguntó Beth mientras tomaba notas.

—Faltaban un par de meses, creo. Debe de haberse adelantado. El martes por la mañana vi por la ventana de mi habitación cómo salía una mujer que llevaba un moisés. Eran cerca de las ocho.

—¿Pudo ver al bebé? —preguntó Beth.

—No, el moisés iba tapado con una mantita. Me pareció raro. Me pregunté si podría respirar. Por como llevaba el moisés, con mucho cuidado, estoy segura de que había un bebé. Luego pasó unos segundos asegurando el moisés en el asiento trasero. Si hubiera estado vacío no se habría molestado, ¿no cree? Más tarde, unas dos horas después, la vi volver sin el bebé ni el moisés. Estuvo en su casa una hora. Creo que es enfermera o matrona.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Beth.