Una dama extraviada - Willa Cather - E-Book

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Willa Cather

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Beschreibung

Historia de fascinación sostenida y de sueños traicionados, vista por un joven que se abre a la vida: Marianne Forrester, esposa de un pionero del ferrocarril, anfitriona de la única casa elegante de la triste población de Sweet Water, siempre alegre en la riqueza y siempre resistente en la penuria, pasa de ser una gran señora a una mujer señalada por todas las habladurías. Un joven que la adora acaba despreciándola, y sobre su relación construye la autora un espléndido ejercicio sobre los entresijos de toda idealización.Hay mucho en Marianne de esa «bella mujer con envés trágico» tan presente en la literatura norteamericana (Edith Wharton, Scott Fitzgerald), pero su capacidad de supervivencia la convierte en símbolo de la mujer pionera que reivindica la vida, la sabiduría y el optimismo por encima de todas las cosas.Al hilo del relato de la degradación de Marianne Forrester —narrada de un modo delicado— y del desencanto del joven Niel, Willa Cather va describiendo el escenario que tanto le gusta, el de los pioneros y colonos del Oeste americano, esta vez situando la acción en los últimos coletazos de aquella época.

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Historia de fascinación sostenida y de sueños traicionados, vista por un joven que se abre a la vida: Marianne Forrester, esposa de un pionero del ferrocarril, anfitriona de la única casa elegante de la triste población de Sweet Water, siempre alegre en la riqueza y siempre resistente en la penuria, pasa de ser una gran señora a una mujer señalada por todas las habladurías. Un joven que la adora acaba despreciándola, y sobre su relación construye la autora un espléndido ejercicio sobre los entresijos de toda idealización.

Hay mucho en Marianne de esa «bella mujer con envés trágico» tan presente en la literatura norteamericana (Edith Wharton, Scott Fitzgerald), pero su capacidad de supervivencia la convierte en símbolo de la mujer pionera que reivindica la vida, la sabiduría y el optimismo por encima de todas las cosas.

Al hilo del relato de la degradación de Marianne Forrester —narrada de un modo delicado— y del desencanto del joven Niel, Willa Cather va describiendo el escenario que tanto le gusta, el de los pioneros y colonos del Oeste americano, esta vez situando la acción en los últimos coletazos de aquella época.

Willa Cather

Una dama extraviada

Título original: A Lost Lady

Willa Cather, 1923

NOTA AL TEXTO

Una dama extraviada se publicó por entregas en la revista Century de abril a junio de 1923. En septiembre apareció en forma de libro (Alfred A. Knopf, Nueva York) y en diciembre iba ya por la sexta edición (50.000 ejemplares). La presente traducción se basa en el texto de la primera edición.

¡Que venga mi coche! ¡Adiós, señoras, buenas noches!

Adiós, amables damas, adiós.[1]

PRIMERA PARTE

I

Hace treinta o cuarenta años, en una de esas poblaciones grises —aún más grises hoy que entonces— que jalonan la línea del ferrocarril de Burlington, se alzaba una casa cuya fama alcanzaba de Omaha a Denver en virtud de su particular atmósfera de elegancia. Una fama que se extendía, para ser exactos, entre la aristocracia del ferrocarril de la época: entre todos los caballeros directamente vinculados al ferrocarril o relacionados con alguno de los negocios «de tierras» que habían surgido al abrigo de éste. En aquellos tiempos bastaba con decir de alguien que «estaba conectado» con la Burlington. Entre los privilegiados se contaban los administradores, directores generales, vicepresidentes, superintendentes, cuyos nombres todos conocíamos; los sobrinos o hermanos menores de éstos eran los interventores, representantes, ayudantes de departamento. Todo aquel que «estaba conectado» con la ferroviaria, incluso los transportistas de reses y de grano, disponía de pases anuales; los afortunados y sus familias se dedicaban a recorrer la línea de un extremo a otro. En los estados rurales de aquel entonces convivían dos estratos sociales muy diferenciados: los colonos y peones que habían emigrado para ganarse la vida, y los terratenientes y banqueros procedentes de la costa atlántica, quienes habían venido a hacer inversiones y a «desarrollar nuestro inmenso Oeste», según nos decían.

Entre viaje y viaje por la línea, y si no les urgía el negocio, el pasatiempo predilecto de los hombres de la Burlington era apearse del expreso y pasar la noche en algún hogar atento donde su importancia fuese reconocida con finura; y no había hogar más atento que el del capitán Daniel Forrester, en Sweet Water. El capitán Forrester también estaba conectado con el ferrocarril: como contratista, había tendido cientos de kilómetros de vía para la Burlington, que cruzaban las praderas de artemisa y las tierras ganaderas y llegaban hasta Black Hills.

El hogar de los Forrester, como todos lo llamaban, no era en absoluto vistoso; eran sus habitantes quienes le conferían un tamaño y una elegancia mayores de los que tenía. La casa se asentaba sobre una colina baja y uniforme, a más de un kilómetro al este del pueblo: era una casa blanca dotada de un ala, con tejados en pendiente pronunciada para que resbalase la nieve. Tenía dos porches, de una angostura contraria a la idea moderna de comodidad, que se alzaban sobre las típicas columnitas frágiles y delicadas que se empleaban en aquel entonces, una edad en que hasta el más sencillo tablón sufría indecibles torturas en el torno hasta convertirse en algo espantoso. Aunque se hubiese limpiado de enredadera y desbrozado la maleza, es improbable que el aspecto de la casa hubiese podido mejorar significativamente. Comunicaba con una hermosa plantación de algodón, que abría sus brazos protectores a derecha e izquierda y que se extendía libremente tras ella, colina abajo. Debido a su emplazamiento en la colina, y a la vegetación movediza que la hacía resaltar, la casa era lo primero que uno veía cuando el ferrocarril se aproximaba a Sweet Water, y lo último que contemplaba al marcharse.

Para llegar a la propiedad del capitán Forrester había que cruzar un arroyo ancho y arenoso que discurría por el límite oriental del pueblo. Tras pasarlo por el puentecillo o por el vado, se llegaba al camino que llevaba a la casa, bordeado por álamos de Lombardía, y con grandes prados a ambos lados. Precisamente al pie de la colina sobre la que se levantaba la casa era necesario vadear un segundo arroyo por un recio puente de madera, más ancho que el primero. Este riachuelo iba describiendo arcos y curvas sin gracia mientras surcaba los anchos prados, que eran mitad dehesa y mitad marjal. Cualquiera que no fuese el capitán Forrester habría drenado el marjal para convertirlo en terrenos de elevado rendimiento. Pero desde hacía mucho tiempo, el capitán había escogido aquel lugar como residencia porque le parecía hermoso; además, resulta que le gustaba el zigzag del arroyo entre sus pastos salpicados de hierbabuena y de grama de agua, circundados por sauces que despedían destellos de luz al moverse sus hojas. El capitán aún gozaba por aquel entonces de una situación desahogada, y no tenía hijos. Podía permitirse sus caprichos.

Cuando iba a la estación en su coche de punto, poco ostentoso, a recoger amigos procedentes de Omaha o Denver, le complacía que estos caballeros expresasen admiración por el selecto ganado que pastaba en sus prados, a ambos lados del camino. Cuando alcanzaban la cima de la colina, más le complacía ver cómo aquellos hombres mayores que él en edad se apeaban de un ágil salto, subían los escalones y corrían al encuentro de la señora Forrester, que en ese instante salía al porche a recibirlos. Hasta el más malhumorado y distante de sus amigos, cierto banquero de Lincoln de rostro inexpresivo, parecía animarse cuando ésta le tendía la mano y él intentaba responder al reto juguetón de sus ojos y hallar una réplica ingeniosa al chispeante saludo de sus labios.

La señora Forrester siempre estaba allí, en el umbral de la puerta, para recibir a los que llegaban, de cuya proximidad la avisaba el retumbar de las herraduras y el runrún de las ruedas al pasar por el puente de madera. Si en ese momento se encontraba en la cocina, ayudando a la cocinera bohemia, salía con el mismo delantal, blandiendo una cuchara de hierro impregnada de mantequilla, y puede incluso que le ofreciera al recién llegado unos dedos manchados de cereza. Nunca se detenía a recogerse los rizos: resultaba encantadora sin arreglar, y ella lo sabía. En más de una ocasión había salido corriendo a la puerta sin otro atavío que la bata, cepillo en mano, con el largo y negro cabello cayendo ondulado sobre los hombros, para recibir a Cyrus Dalzell, el presidente de la Colorado & Utah: aquel caballero nunca se sentía mejor distinguido que con ese recibimiento. A su juicio —igual pensaban todos los admiradores de cierta edad que se detenían a visitarla—, cualquier cosa que le diese por hacer a la señora Forrester resultaba «refinada» por el mero hecho de hacerla ella. Eran incapaces de imaginársela sin encanto, llevase lo que llevase o estuviese donde estuviese. El propio capitán Forrester, que era hombre de pocas palabras, había confesado en una ocasión al juez Pommeroy que nunca había estado su esposa más arrebatadora que un día en que la vio correteando por la hierba perseguida por un toro que acababan de adquirir: a la dama se le había olvidado que el toro andaba por allí y había ido al prado a recoger un ramo de flores. De pronto, el capitán oyó que gritaba, pero cuando echó a correr medio ahogado por la colina se la encontró dando saltitos al borde del marjal, como una liebre, desternillada de la risa, sin dejar de sujetar con tozudez el parasol encarnado que había causado todo el incidente.

La señora Forrester tenía veinticinco años menos que su marido, para el que éste era su segundo matrimonio. Se había casado con ella en California y recién desposados se instalaron en Sweet Water. Incluso en aquellos días lejanos, cuando apenas pasaban en ella unos meses al año, el matrimonio tenía aquella casa por su hogar. Más tarde, tras la terrible caída del caballo que sufrió el capitán en la montaña, y que lo dejó tan incapacitado que le fue imposible seguir organizando el tendido de líneas, marido y mujer se establecieron en la casa de la colina. El capitán empezó a envejecer allí. Pero también ella, desgraciadamente, iba cumpliendo años.

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