Una deuda deliciosa - Jane Porter - E-Book

Una deuda deliciosa E-Book

Jane Porter

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Beschreibung

El conde Dante Galván era despiadado. Aunque le partía el corazón, a Daisy no le quedaba más remedio que entregarle el control de la finca de su familia, dedicada a la cría de caballos de carreras. No le quedaba otra alternativa ya que le debía demasiado dinero a Dante. Daisy sabía que no era lo suficientemente sofisticada como para convertirse en la esposa de un conde. Pero, ¿podría resistirse a la tentación de pagar la deuda en la cama de Dante, tal y como él deseaba?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Jane Porter

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Una deuda deliciosa, n.º 1358 - abril 2015

Título original: In Dante’s Debt

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6245-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Medio millón de dólares? –repitió con incredulidad Daisy Collingsworth, haciendo una mueca nerviosa–. ¿No prefiere cortarme las venas, conde Galván? Así me mataría antes.

En ese momento pasaron tres jinetes. Sus lustrosos caballos levantaron con los cascos un finísimo polvo marrón.

Pero Dante Galván no hizo caso.

–No quiero matarla, solo quiero mi parte.

–¡Sí, la parte del león! –replicó ella con rabia.

Al decirlo, hundió los tacones de sus botas en el suelo, incapaz de asumir cómo el destino y los errores de su padre habían arruinado por completo sus vidas. No debería haber ocurrido jamás. La granja familiar no estaba en venta. Nunca lo había estado y nunca lo estaría.

Pero el conde tenía las cosas muy claras.

–Yo solo quiero lo que es mío.

Ella lo imaginó como un león. Un león grande y poderoso, tumbado en una roca al sol mientras una docena de leonas trabajaban felices a su alrededor.

La imagen la puso furiosa. Sí, él era Dante Galván, el hijo de uno de los primeros socios de su padre, un socio famoso por ciertas prácticas poco éticas, pero eso a ella le daba igual. No pensaba someterse a él.

–Me buscaré un abogado.

–Los abogados son caros, señorita Collingsworth, y aunque consiguiera un abogado excelente, sería una pérdida de dinero.

Ella fue a replicar algo, pero él le puso un dedo en los labios para silenciarla.

–Porque hasta con un buen abogado –añadió él con suavidad–, no tendría usted ninguna base legal en la que apoyarse. Su padre firmó un contrato. Mis caballerizas pusieron al semental y la yegua de su padre tuvo un potrillo. Es hora de que paguen ustedes lo que les corresponde.

Daisy no tenía que volver a leer el contrato para recordar la exorbitante suma de dinero que Galván había pedido por el semental. Al enterarse de a cuánto ascendía la deuda, le había parecido tan increíble que había soltado una carcajada.

–Casi medio millón de dólares, ¿no es así? ¿No podríamos hablar en serio, por favor? Ningún semental vale medio millón de dólares.

–Su padre creyó que sí.

Ella se sonrojó.

–Mi padre… –Daisy apretó los puños, tratando de calmarse– mi padre no tenía la mente clara cuando firmó ese contrato.

Era lo más cercano a la verdad que podía admitir. De otro modo, acabaría desvelando la tragedia por la que estaba pasando su familia, cosa que quería evitar. Especialmente ante un hombre tan calculador y egoísta como el conde Dante Galván. Un hombre igual de ambicioso y manipulador que su padre, pensó con desprecio.

Galván entornó los ojos, endureciendo la expresión de su rostro.

–No quiero excusas. No me interesan. Su padre sabía lo que hacía.

–¡No es verdad! Su padre sí que sabía lo que estaba haciendo. Y mi padre lo admiraba tanto…

–Si espera conmoverme con eso, se equivoca –la interrumpió él–. Nunca he querido a mi padre.

–¿Incluso ahora que ha fallecido?

–Su muerte no ha cambiado en absoluto mis sentimientos por él.

–¡Dios, qué duro es!

–No tanto –se llevó las manos a las caderas, tocándose la chaqueta de ante, y esbozó una sonrisa irónica–. Desde luego, no soy inmune a las súplicas de una jovencita guapa que tiene que hacer frente a la bancarrota y al desahucio. Ahora entiendo por qué te ha enviado tu padre, en lugar de venir él.

Su sonrisa se hizo más amplia. Parecía un gran gato dispuesto a lanzarse sobre su presa. A Daisy le dio un vuelco el corazón.

–¿Por qué lo dice?

–Porque, sin duda, su padre piensa que usted conseguirá ablandarme para que les dé más tiempo. ¿O quizá busque un trato aún mejor?

Ella se sonrojó.

–Si mi padre hubiera querido ablandarlo, habría mandado a Zoe. Mi hermana tiene un carácter mucho más dulce que yo.

Dante Galván echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. De repente, parecía completamente relajado.

–¿Entonces no está intentando ablandarme? ¿No me va a pedir ningún favor?

Su chaqueta marrón estaba desabrochada y dejaba ver un jersey de punto de color crema. El jersey se pegaba a sus hombros y a su pecho. Era un hombre muy guapo y no había nada peor que eso.

Daisy se quedó mirando su cabello castaño, aclarado por el sol en algunas partes. Lo llevaba largo y había visto cómo poco antes se lo había tocado al dar un suspiro, fingiendo aburrimiento. ¡Era un vanidoso! Y era evidente que ya estaba frotándose las manos, pensando en el dinero que iba a ganar con ellos.

Daisy sintió una rabia enorme. Él, que tanto tenía, ahora quería quitarles lo poco que les quedaba a ellos.

–Yo no diría que es ningún favor, pero lo cierto es que necesitamos algo de tiempo para pagarle. No tenemos ahora mismo ese medio millón de dólares. Ni siquiera la mitad. Pero podemos llegar a un acuerdo e ir pagándoselo poco a poco…

–Su padre dijo eso mismo hace ya un año y todavía no ha empezado a pagar.

–Le envié un cheque el mes pasado.

–Sí, y me lo rechazaron en el banco.

El sarcasmo de Galván la hizo parpadear. Luego, al recordar el incidente, se puso pálida.

Ella nunca le habría dado de un modo consciente un cheque sin fondos. En realidad, había sido un error de cálculo. El mes anterior, en su prisa por pagar todo a tiempo, se le había pasado una suma de dinero que había tenido que sacar de un cajero automático. No había sacado mucho, pero lo suficiente para que no quedara dinero para cubrir el cheque de Galván.

Daisy se maldijo una vez más en silencio.

Si hubiera calculado bien el dinero que sacaba, si hubiera puesta una fecha posterior para el cheque de Galván, no hubiera pasado nada.

Si no hubiera cometido aquel estúpido error, el conde Galván habría aceptado el pago y ella y su familia habrían empezado a pagar su deuda.

Pero no había sido así y por eso estaba allí el conde, reclamando lo que le debían.

Daisy se estiró y lo miró fijamente a los ojos.

–Podía haberlo cobrado al día siguiente, pero, claro, no pudo esperar, ¿verdad?

Él no pareció sentirse incómodo.

–No, no quise esperar. Hasta ahora, no han sido serios en cuanto a la deuda. Han estado jugando…

–¡No es cierto! –replicó la muchacha, que inmediatamente se ruborizó por la brusquedad de su respuesta–. No es así.

Galván bajó los ojos y miró con curiosidad sus mejillas encendidas. Al hablar, lo hizo con un tono bajo. Su voz fue como una caricia.

–Entonces, ¿cómo definiría usted la situación, Daisy Collingsworth? ¿Me lo puede explicar?

Aunque sus palabras le estaban pidiendo una explicación, sus ojos estaban diciendo algo totalmente diferente. La atención de Dante Galván parecía haber pasado sutilmente del negocio a lo personal. Del trabajo a ella. Daisy sintió por dentro una oleada de calor. Nunca había tenido que tratar con alguien como Dante Galván. Así que no sabía cómo debía comportarse con alguien así.

Dio un suspiro profundo y se clavó las uñas en las palmas de las manos.

–Puedo firmarle un cheque que cubriría la cuota del mes pasado y la del actual. Y le prometo que no volveremos a retrasarnos en los pagos.

El conde cambió de posición y se encogió de hombros, casi como disculpándose.

–No puedo aceptarlo. Lo siento.

Daisy sintió como si le hubieran dado un golpe en el estómago. Tomó aire para no encogerse. Ese hombre no sabía lo mucho que había trabajado ella durante el año anterior. No sabía los sacrificios que había tenido que hacer para conseguir el dinero que le estaba ofreciendo.

«¡Burro!». Sintió que le quemaban los ojos, pero contuvo las lágrimas. Era un burro. Tan rico y privilegiado, que no sabía lo que era tener que contar cada penique, ahorrar lo más posible y conformarse con lo más básico.

¿Y todo para qué?

Para conservar la granja de su familia. Una granja que les había pertenecido desde hacía cuatro generaciones y que en esos momentos estaba en la ruina.

Al pensarlo, se sintió peor. No odiaba la granja. La amaba. La granja era su vida. Lo era todo para ella: los caballos, la tierra, los edificios. Era su hogar y Dante Galván estaba muy equivocado si creía que iba a quitársela.

Apretó los músculos de las piernas, cerró las rodillas y clavó los tacones en el suelo.

–Mi palabra no significa nada para usted, pero nuestro dinero sí debería servirle. Quiere que le paguemos y le estoy diciendo que vamos a pagarle. Le firmaré el cheque ahora mismo y lo acompañaré al banco.

–¿Y qué pasará el mes que viene? ¿Qué pasará dentro de treinta días?

Dante Galván estaba tratando de ponerle un cebo, pero ella no iba a claudicar.

–Le pagaré a tiempo.

–¿Y al mes siguiente?

–Basta –dijo sin brusquedad, aunque tampoco sonrió.

Estaba demasiado cansada para una conversación así. Su padre había pasado una noche especialmente mala y no había llamado a Zoe, como habían acordado, para preguntarle por él. No quería despertar a su hermana pequeña, porque sabía que necesitaba descansar. Así que estaba destrozada, y por eso la actitud despótica del conde Galván le resultaba especialmente insoportable.

Los labios de él, sensuales y bellos, hicieron una mueca.

–Señorita Collingsworth, no quiero ser grosero. Simplemente quiero dejar claro que no puedo esperar más y sé que su granja está en muy mala situación. Si no saldamos la deuda ahora, creo que es improbable que la saldemos en el futuro.

Aunque era alta para ser mujer, él le sacaba una cabeza, así que levantó la barbilla y lo miró fijamente a los ojos.

–En realidad está haciendo esto por crueldad, ¿verdad?

–Nunca sería cruel con una mujer. Y menos con una mujer como usted.

Ella apartó la cabeza y entornó los ojos para contener el fuego que se había encendido en su interior.

El tono de su voz le hacía tanto daño como sus palabras.

–Esa granja es nuestra y no vamos a perderla…

–Pero han pedido varios préstamos sobre la propiedad y no van al día en el banco.

¿Cómo sabía él eso? Daisy sintió que se le revolvía el estómago.

–Pero tengo un plan de pago con ellos.

–Sí, el mismo que hicieron conmigo.

Daisy pensó por un momento que iba a vomitar. Pero apretó los dientes para tratar de contener la náusea.

Para ella no podía haber una tortura mayor. Con lo orgullosa que era, se veía forzada a suplicar y soportar esa actitud condescendiente del conde. Los pobres Collingsworth… esos desgraciados… esa familia sin suerte…

No, no lo admitía. Estaban en apuros, pero no estaban arruinados. Encontraría la manera de salir de aquella situación y sacaría a su familia de aquel agujero.

Daisy se levantó el ala del sombrero de cuero y se le soltó la cola de caballo rubia, derramándose sobre su hombro en una cortina plateada.

–Conde Galván, soy consciente de que le debemos casi medio millón de dólares por el semental y me doy cuenta de que el pago de dos meses no es nada, pero le aseguro que voy a pagarle la deuda. Sin embargo, usted no quiere cooperar y no puedo obligarlo. Lo que sí puedo es pedir consejo a un abogado…

–¿Consejo?

–Sí, por acoso –contestó ella, notando cómo la expresión del conde se endurecía.

–Cielo, no estará hablando de llevarme a juicio.

La voz de él le produjo un escalofrío más intenso de lo que estaba dispuesta a admitir.

–Puedo atenerme al artículo once. Estaríamos protegidos mientras discutimos sobre la suma de dinero de la deuda. Entonces no vería un penique hasta dentro de mucho, mucho tiempo.

Él no dijo nada. Simplemente se quedó mirándola con una mezcla de desagrado y sorpresa.

Daisy, de todos modos, no se sentía como si le hubiera ganado la partida. En realidad, seguía teniendo miedo de él. Solo un estúpido se podría en contra de los Galván, que eran una familia sumamente poderosa. Su padre siempre había tenido mucho cuidado para llevarse bien con Tino Galván, el padre.

Afortunadamente, en ese momento comenzó a sonar el móvil de Dante y este lo sacó del bolsillo de la chaqueta. El teléfono era minúsculo, apenas mayor que una tarjeta de crédito.

Por supuesto, el conde Dante Galván debía tener el móvil más caro del mercado.

El hombre se dio la vuelta para contestar, pero Daisy lo observó mientras conversaba.

Contempló su cabeza oscura y su expresión concentrada. Sus pestañas ocultaban sus ojos. De repente, se giró hacia ella y la descubrió observándolo.

Levantó una ceja inquisitoria y ella se sonrojó. Daisy no quería que pensara que sentía ningún interés por él. Además, un hombre así no debería resultarle interesante ni atractivo. Era evidente que se trataba de alguien superficial, malcriado y hueco. Él… pero no, no quería pensar en él. No quería malgastar ni un segundo pensando en un hombre así.

Daisy se dio finalmente la vuelta y se alejó de él. Entonces soltó un suspiro y se apoyó contra la valla, esperando a que volviera el trío de caballos que estaba dando la vuelta a la pista.

Los cascos resonaron sobre la arena y Daisy notó que le temblaban ligeramente las piernas. Mientras los observaba acercarse, se arrimó más a la valla para verlos mejor. Cuando los caballos pasaron a su lado, como una mancha borrosa roja y amarilla por las chaquetas de los jinetes, ella contuvo el aliento.

«¡Qué bonito!».

Por un momento, se olvidó de todo. De su padre, de la deuda, de Dante Galván…

Sus ojos quedaron atrapados por la imagen de las patas de lo animales moviéndose a toda velocidad, de los cuellos brillantes por el sudor, de sus colas agitándose al viento. Esos eran sus caballos y esa era su granja. Tenía que salvarlos fuera como fuera.

–Si recurre al artículo once, también quizá cierre la puerta que les queda –dijo una voz tras ella–. Los caballos son un gran negocio, particularmente en Kentucky. No juegue con el dinero de los demás.

Ella se puso rígida. No se había dado cuenta de que él había terminado su llamada, ni lo había oído aproximarse.

–Entiendo –respondió ella con sequedad, irritada por su tono.

La superioridad que él demostraba la ponía furiosa. ¿Cómo podía pensar que él era mejor persona que ellos simplemente porque tenía dinero y ellos no?

–Pero la gente de aquí también sabe que mi familia es honrada. Llevamos en este negocio más de ochenta años. Hemos atravesado otras crisis y las hemos superado.

Él no respondió inmediatamente y ella no pudo evitar darse la vuelta. Al verlo, pensó que era demasiado atractivo y que no podía estar tranquila delante de él. Definitivamente había perdido la batalla.

El silencio pareció durar eternamente, hasta que Dante lo rompió.

–¿Dónde está su padre?

Su tono no fue brusco. Parecía conciliador y ella lo miró a los ojos.

–Se ha jubilado.

–No creo que sea el mejor momento para jubilarse.

–En este negocio nunca es un buen momento.

–¿Y le ha dejado… todo este desastre…. a usted sola?

–Si con lo de «desastre» se refiere a la granja, sí, yo soy quien la lleva ahora. Así que, desgraciadamente para usted, va a tener que tratar conmigo.

–No, yo diría que es una suerte –la corrigió.

Era una respuesta que Daisy no se esperaba y que despertó en ella un nuevo escalofrío.

Ella sabía tratar con personas sarcásticas e intimidatorias, pero no estaba acostumbrada a que los hombres flirtearan con ella.

Si se podía decir que estuviera flirteando con ella. Lo cierto era que Daisy no sabía mucho de hombres. Era una mujer fuerte e inteligente, pero no…

Se sonrojó y apretó los dientes. Luego se metió las manos en los bolsillos traseros del vaquero para evitar que él se fijara en que le estaban temblando. Él la había puesto increíblemente nerviosa, de manera que no sabía cómo continuar la conversación.

En el pasado, le habría dado un puñetazo, que era como resolvía los problemas cuando era una adolescente, pero llevaba años sin pelearse. Su último puñetazo se lo había dado a Tommy Wilcox por reírse del corrector dental de su hermana Zoe. Tommy se fue con un ojo morado, con el ego herido y con un mayor respeto hacia las hermanas Collingsworth.

Pero sabía que a Dante Galván no le podía dar una lección similar. A sus veinticuatro años, sabía que el mal genio no arreglaría los problemas que su familia tenía.

Dante consultó su reloj de oro, dio un suspiro y luego se bajó otra vez la manga.

–Aunque estoy disfrutando mucho de esta reunión, me ha surgido un problema en Buenos Aires. Tengo que ir al hotel a solucionarlo, pero volveré, señorita Collingsworth. Antes de lo que cree.

El hombre no había sido agradable, ni siquiera lo había intentado, pero Daisy se esforzó por sonreír.

–¿Es eso una promesa, conde Galván, o una amenaza?

Él soltó una carcajada breve y la luz de la mañana se derramó sobre él, formando un halo alrededor de su cabeza oscura. Eso le dio una imagen de energía y poder.

–No se va a deshacer de mí tan fácilmente.

De nuevo los ojos de él parecieron arder y le dieron una expresión cercana y humana a la vez. Aquello le gustó a Daisy, quien, a pesar de ser consciente de que eran dos personas muy distintas, pensó que aquello también le daba un toque intrigante a su relación.

–Volveré esta misma tarde.

Daisy tragó saliva y sintió un escalofrío. Inconscientemente, dio un paso hacia atrás.

–Podríamos cenar juntos –le propuso él–. Quiero ver los libros de contabilidad del rancho.

–Eso es algo privado –respondió ella.

–Daisy, estoy tratando de manejar esto de una manera civilizada. No tiene por qué ser una…

–¿Miedo a perder?

La sonrisa de él fue breve.

–No, perderías tú. Y lo perderías todo.

A Daisy no dejó de palpitarle el corazón mientras cubría el trayecto hacia su casa. Las palabras finales de él le daban miedo. No porque su tono hubiera sido cruel. Todo lo contrario. En realidad había hablado con suavidad. Era más la preocupación de darse cuenta de que él tenía razón. Legal, moral y económicamente, ellos estaban en deuda con él.

Aparcó la vieja camioneta frente a la casa y subió los cuatro escalones del porche. Al cruzar la puerta del edificio victoriano de dos plantas, le llegó el olor del limonero y los rosales que su madre había plantado veinte años antes.

Se quitó el sombrero y se dejó el pelo suelto. Tiró el sombrero sobre la barandilla de la escalera y, al pasar hacia la cocina, se miró brevemente al espejo.

Zoe, que estaba lavando los cacharros en la pila, se volvió hacia ella. Su hermana era rubia y tenía veinte años. A pesar de esos cuatro años de diferencia, la gente normalmente pensaba que eran gemelas.

–Más llamadas –dijo Zoe, mirándola con sus grandes ojos azules y una expresión de temor–. Cinco.

Los acreedores siempre estaban llamando. Empezaban temprano por la mañana. A veces antes de las siete. Daisy notó un nudo en el estómago, pero se esforzó por sonreír para dar seguridad a su hermana.

–No te preocupes, Zoe, los llamaré por la tarde.

Daisy fue hacia una silla y se derrumbó, frotándose las sienes y tratando de no agobiarse.

–¿Cómo está hoy papá?

Zoe se apoyó en la pila y se secó despacio las manos. Un mechón rubio se le salió de la coleta y aterrizó en su mejilla.

–No muy bien. Ha estado preguntando por mamá –se miró las manos y continuó secándose con un paño.

Daisy se quedó mirando fijamente a su hermana y notó, por el modo en que se secaba, que estaba nerviosa.

Finalmente, Zoe alzó la vista. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

–Ya no sé qué decirle.

Daisy pensó que su hermana no debería pasar por aquello. No había tenido la posibilidad de ir a la universidad o de salir de allí. Había pasado de un golpe de la inocente adolescencia a la edad adulta.

Daisy lo sentía como un fallo suyo. Debería haber sido capaz de proteger a Zoe de todo aquello. Debería haberla cuidado mejor.

–Lo siento, Zo.

Zoe retorció el paño. Tenía los nudillos blancos debido a la tensión.

–¿Pero qué le tengo que decir a papá cuándo me pregunte por mamá?

–La verdad, me imagino.

–Pero eso lo hace llorar –Zoe miró a su hermana. Le temblaban los labios por la emoción y sus ojos tenía una expresión de agonía–. Papá nunca se va a poner mejor, ¿verdad?

Daisy se levantó y fue hacia las escaleras sin contestar a Zoe. No podía responderle y de todas maneras no hacía falta. Las dos sabían la respuesta.

 

 

Debería dejar la cosa como estaba. ¡Casi medio millón de dólares! No era mucho dinero o, por lo menos, no lo era una vez había recuperado la fortuna de la familia. Pero si perdonaba a Daisy, sus adversarios se enterarían y hablarían entre ellos de su debilidad. Sus enemigos siempre estaban buscando su punto flaco, seguros de que antes o después los Galván lo mostrarían.

Y probablemente sucedería, pensó, dando un suspiro y cambiando de mano el teléfono.

Continuó paseando nervioso por la suite del hotel mientras pensaba en sus problemas. En la adquisición de Zimco y en Anabella, su hermanastra de diecisiete años.