Una familia perfecta - Patti Standard - E-Book

Una familia perfecta E-Book

Patti Standard

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Julia 1037 Adrianne Rhodes, viuda y madre de una adolescente, intentó no enamorarse del carpintero Cutter Matchett, aunque su espalda ancha y sus manos hábiles resultaban muy atractivas. Pero lo que realmente la cautivó fue la soledad que había en su mirada. Cutter estaba contratado para reformar el cuarto de baño, no para bromear con su madre, aconsejar a su hija sobre chicos y mucho menos para curar el corazón herido de Adrianne. Pero no pudo resistirse al calor de sus besos ni de sus abrazos y pronto quiso que construyera algo más. Un matrimonio.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2023

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Patti Standard

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una familia perfecta, JULIA 1037 - noviembre 2023

Título original: His perfect family

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805292

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CUTTER dejó de lijar el mueble y retiró una capa de serrín de roble muy fina. Su mano encallecida recorrió la superficie satinada de la madera percibiendo hasta la más leve imperfección. Y confió en que el señor Jonathon Round se apartara de la luz.

—Como te decía —le estaba contando el joven calvo— apenas una hora más tarde de que nuestro amigo el contable desfalcara los veinticinco mil de los grandes, ya estaba huyendo a toda velocidad por la autopista cuando… adivina qué sucedió.

Sin levantar la vista, Cutter agarró por la corbata al empleado de la aseguradora y le apartó a un lado. Así estaba mejor.

—Cutter, ¿me estás escuchando?

Examinó atentamente una hoja de papel de lija, la dobló y comenzó a lijar otra vez.

—Corta y ve al grano, John, la persecución.

—Jonathon.

—Lo que sea.

—Fue así, el señor Harvey Rhodes tomó una curva demasiado rápido, es probable que estuviera muy excitado con la emoción del robo, golpeó la mediana y acabó con unas heridas impresionantes en el pecho, más tieso que un jamón —se agarró la corbata y se la metió por dentro del pantalón azul marino—. Pero eso no es todo.

—Ya lo suponía.

—La policía apareció en unos minutos, pero ¿dónde estaba el dinero?, ¿eh? Se había marchado de la oficina con los verdes en el maletín, como todo el mundo sabe, no hizo paradas, pero apareció en el depósito sin los billetes. No estaban en ningún sitio y nadie sabía nada. Nuestro cliente tardó dos semanas en darse cuenta de que su contable le había estafado. Para entonces la apenada viuda ya había incinerado el cadáver, el coche se había convertido en chatarra y nuestro asegurado nos estaba llorando para que averiguáramos algo. La policía abrió una investigación, pero no había testigos, los policías juraron que no había en el coche más que efectos personales y servilletas arrugadas. No hay depósitos jugosos en ninguna cuenta… El rastro está congelado.

—Así que un poli tenía las manos demasiado largas. Suele pasar.

Jonathon negó con la cabeza.

—El que llegó primero está limpio como una patena. Mi instinto me dice que nuestro hombre escondió el dinero justo antes de chocar contra el muro. Me apuesto la jubilación a que el dinero no estaba en el coche cuando llegó la policía.

Cutter se abstuvo de hacer ningún comentario sobre lo que pensaba acerca de su instinto.

—¿Tuvo tiempo de llevárselo a su mujer? —muy a su pesar comenzó a sentir un cierto interés por el caso—. ¿Crees que lo oculta ella?

—Ahí es donde entras tú —contestó Jonathon sonriendo.

No le caía bien el tasador de la Aseguradora First Fidelity, sacaba esa conclusión cada vez que se encontraban. Tampoco le gustaba especialmente investigar los casos que Jonathon le traía. Pero pagaban bien y así evitaba que se le oxidaran sus conocimientos. Un oficial del servicio de inteligencia de la marina retirado no recibía muchas ofertas en Little Rock, Arkansas.

—Parece que la señora de Harvey Rhodes necesita un carpintero para hacer una pequeña reforma e inmediatamente pensé en ti. Todo el día solo en la casa. Sería la oportunidad perfecta para averiguar lo que la señora Rhodes guarda en la hucha —en ese momento su sonrisa hubiera congelado el hielo del Ártico en enero—. Por cierto, nuestro hombre era demasiado tacaño para dejar un seguro de vida. No le dejó más que una pensión escasa y una libreta de ahorros.

—¿Cómo puedes saber todo eso, Johnny? —le preguntó Cutter con suavidad—. ¿Le has estado abriendo el correo?

—No la he perdido de vista. Estuvimos rastreándolo todo durante seis meses, pero al final First Fidelity tuvo que pagar. Si es posible recuperar ese dinero quiero hacerlo.

«Lo harás», pensó Cutter.

—Veinticinco mil dólares es una minucia para una compañía como la tuya. ¿Por qué no lo dejas estar? Quédate con las primas de alguien o lo que sea y deja que la viuda guarde sus ahorros.

—Se trata de mi cuenta, sucedió bajo mi responsabilidad y los pagos no quedan bien en un expediente, por pequeños que sean.

—Especialmente para un joven prometedor como tú.

—Eso es.

No podía evitar ser sarcástico con ese tipo. Definitivamente no le caía nada bien. Pero tenía que comer.

—¿Cuánto?

—Por supuesto —se apresuró a decir Jonathon—, la señora Rhodes te pagará lo que cueste convertir la despensa en un cuarto de baño. Ya lo tengo arreglado por medio de un amigo. Ella cree que vas bien recomendado. Puedes empezar el lunes.

—Cuarenta por hora más gastos.

Jonathon suspiró y pareció disgustarse.

—De acuerdo. Pero quiero una factura detallada —Cutter asintió—. A ver lo que encuentras. Ese dinero tiene que estar en alguna parte. He estado vigilando a Adrianne Rhodes como un águila y estoy seguro de que no se lo ha gastado. Quién sabe, quizá ahora crea que está a salvo y te pague con mi dinero.

—Vale Johnny, revolveré en el cajón de su ropa interior por ti. Según parece tú ya has husmeado en todo lo demás.

—Pues ya me gustaría conseguirla, que quieres que te diga —volvió a sonreír de forma desagradable—. La dama es muy aparente. Una rubia de hielo sureña. Apuesto a que le encantan el satén y los encajes.

Cutter volcó el cajón que estaba lijando y taconeó. Una cascada de serrín se precipitó sobre los zapatos negros y brillantes de Jonathon.

—Perdona.

Tenía que reconocer que el chaval tenía mérito. Ni se inmutó mientras se sacudía los pies con sumo cuidado. En su lugar, posó una mano sobre el mueble y le dio una palmadita.

—Bonito trabajo. ¿Cuánto cobras por una pieza como ésta?

—Voy a cobrar ocho mil dólares.

—¡Santo cielo! No tenía ni idea de que fuera…

—Anda, vete a casa Johnny. Tengo mucho trabajo y me quitas la luz.

—Está bien. Estaré esperando tu informe al final de la semana —el tipo se movió con dificultad—. No hace falta que me acompañes hasta la puerta.

Se apresuró a salir del garaje que estaba vacío salvo por el mueble sin pulir y el hombre que lo cuidaba con tanta delicadeza.

 

 

—Adrianne, cariño, estoy tan contenta de que te hayas rendido y me des la razón —Blanche Munro barría la cocina donde Adrianne Rhodes cortaba zanahorias para el guiso. Unas uñas largas y pintadas de rosa sostenían el cuchillo y hacían cuadrados de zanahoria perfectos. Blanche se metió uno en la boca—. Lisa, cielo, ven y dile a tu madre lo emocionada que estás con tu nuevo cuarto de baño.

La niña obedeciendo se acercó y le dio un beso en la mejilla a su madre.

—Gracias por el baño, mamá. Será genial.

Después se giró hacia la nevera sujetando la puerta mientras estudiaba lo que había dentro.

—Lisa ya tiene trece años —Blanche continuó hablando mientras robaba otra zanahoria del montón—. Cualquier día de estos no estará pensando más que en maquillaje y chicos, maquillaje y chicos.

—Abuela —protestó Lisa, sacando embutido y un bote de mayonesa de la nevera y cerrando la puerta con un golpe de cadera.

—Tu madre prácticamente vivía en el baño a tu edad —examinó las zanahorias—. Deberías cortarlas más grandes o se quedarán blandas.

—A Lisa le gustan pequeñitas —le contestó con dulzura Adrianne.

—Dime, ¿cuándo empezáis con las reformas?

—Se supone que empiezan el lunes por la mañana.

—Será un quebradero de cabeza, el desorden, el ruido, un extraño en tu casa todo el día —Blanche arqueó sus cejas depiladas con esmero—. ¿Conoces a ese hombre?

Adrianne negó con la cabeza.

—Pero una compañera del banco me dijo que su hermana tenía una amiga que lo había contratado. Creo que le hizo una mesa para el café preciosa.

—Lisa, niña, cada cucharada de eso tiene un millón de calorías —Blanche corrió a la mesa donde la niña untaba abundante mayonesa en un trozo de pan, agarró el bote, lo cerró y lo guardó en la nevera—. Estás llegando a una edad en la que tienes que empezar a vigilar tu peso.

De soslayo, Adrianne vio a Lisa chupar el cuchillo saboreando cada caloría de espaldas a su abuela. Suspiró y añadió las zanahorias a la olla donde se estaba haciendo la carne. Incluso llevando un jersey amplio y largo la tripita de Lisa era evidente. Ni siquiera las mallas de ballet negras conseguían disimular sus muslos gruesos. Trece años era demasiado pronto para preocuparse de su peso, todavía tenía que crecer más, pero aun así…

Observó a su hija engullendo un bocadillo con verdadero entusiasmo. Ahora no podían permitirse hacer reformas teniendo tantas facturas acumuladas tras la muerte de Harvey. Pero si tener su propio cuarto de baño ayudaba a aumentar la autoestima de Lisa… Confiaba en que fuera eso lo que Lisa quiso decir cuando pidió un cuarto de baño para ella. Era difícil adivinar qué era lo que quería porque intentaba siempre agradar a todo el mundo.

—Bueno, me tengo que marchar —les dijo Blanche lanzando besos al aire—. Tengo otra reunión en la biblioteca —se miró en la puerta del microondas y se estiró la chaqueta del traje rosa pálido. Después se agachó hasta que pudo verse la cara y se ahuecó su flequillo rubio.

—Gracias por recoger a Lisa de la clase de ballet —le dijo Adrianne—. Trabajar hasta tarde los viernes se está convirtiendo en una mala costumbre.

—Disfruté mucho viéndola. Baila como un ángel, como un cisne, tiene tanto talento… Ese color te sienta muy bien, cariño —se interrumpió Blanche mientras miraba el conjunto de falda y blusa color melocotón de Adrianne—. Pero tienes una carrera en la media. No te irás a dejar ahora que eres viuda. A Harvey le hubiera encantado este conjunto, ¿verdad? Le gustaba que fueras femenina.

—No creo que Harvey prestara mucha atención a mi ropa, mamá —sentenció Adrianne, tensa ante la sola mención de su marido.

—Tonterías. Él pensaba que eras maravillosa. Qué hombre tan, tan encantador —quitó un hilo de la chaqueta de Adrianne que estaba colgada en el respaldo de una silla. Suavizó la voz con dramatismo—. Novios desde el instituto. Como papá y yo. Es tan romántico… Ya me voy. Me pasaré mañana por la tarde para haceros una visita.

Blanche se marchó de la cocina. Adrianne y Lisa se miraron mientras la puerta se cerraba. Lisa hizo una mueca y dijo:

—Yo no bailo como un cisne, más bien como el patito feo.

Lisa llevaba dos años yendo a ballet. Insistía en que le gustaba pero Adrianne no estaba tan segura.

Se volvió para mirarla pero no se encontró con sus ojos. La niña se levantó y arrimó su silla a la mesa.

—De verdad mamá, todo va bien. Me voy a hacer los deberes. Llámame cuando la cena esté lista.

Adrianne oyó a su hija subir las escaleras con paso pesado. «Todo va bien». Adrianne golpeó una patata con fuerza. Todo iba siempre bien.

 

 

Cutter le echó un vistazo al rebuscado contrato que Jonathon le había preparado. Estaba firmado por triplicado, la copia amarilla para contabilidad, la dorada para el cliente, y la verde para el archivo. Arrojó el papel a la basura y entrecerró los ojos por el sol de la mañana mientras conducía despacio por una urbanización de clase media a las afueras Little Rock. Todas las casas eran iguales. Sus propietarios trataban de hacerlas parecer diferentes mediante el diseño de sus jardines, y se enorgullecían de sus flores, del césped bien cortado, reverdeciendo con las lluvias de abril.

Llevó el camión a la entrada de una casa con rosales en flor y doble valla, y paró el motor. Contempló la calle. Era el sueño americano y el paraíso del ladrón. Todos estarían trabajando, las puertas de los garajes bien cerradas y las cortinas echadas, pero alguien dejaba siempre una ventana abierta en algún sitio. «Es que hace tanto calor por las tardes», le dirían temblorosos al policía cuando llegaran a casa y se encontraran un recuadro de polvo en lugar del televisor.

Salió del camión y empujó la puerta suavemente para que se cerrara con un leve chasquido. Era una vieja costumbre difícil de romper. Se acercó a la puerta y pulsó el timbre. Al no oír pasos alargó el brazo por encima de la puerta y sus dedos encontraron rápidamente la llave, allí donde la señora Rhodes dijo que estaría, y donde seguro que hasta el ladrón más torpe miraría. Suspiró, abrió la puerta y entró en la silenciosa casa, depositando la llave en el bolsillo de sus vaqueros. Haría una copia cuando se fuera a comer. Otra vieja costumbre.

El salón estaba a la izquierda, la cocina a la derecha, y las escaleras hacia el segundo piso justo de frente. La moqueta era gris, las paredes blancas y los muebles de rayas gris y turquesa tapizados en azul con muy buen gusto. La mesa del café y la de comedor imitaban la madera de roble.

Se introdujo en la cocina y dio una vuelta para localizar rápidamente la despensa que tenía que reformar. La puerta se encontraba abierta y las estanterías estaban vacías. La pila del lavabo estaba al lado de un blanquísimo inodoro en medio de la habitación. Inspeccionó las cajas que había en la estantería: el botiquín, grifos, toalleros, un portarrollos, incluso una lata nueva de pintura de cinco litros. «Sí que es eficiente la señora Rhodes», pensó. «Siempre está bien saber cómo piensa nuestro objetivo».

Hizo varios viajes de ida y vuelta al camión para descargar herramientas y desenrollar cables, después se puso el cinturón de las herramientas. Lo dejó un poco suelto sobre sus caderas porque le gustaba sentir el peso del martillo y el modo en que éste golpeaba su muslo al caminar. Era el momento de empezar a trabajar. Acabar el baño le llevaría dos semanas y no le dejaría mucho tiempo para fisgonear.

Lo primero era la montaña de facturas y notas garabateadas metidas detrás del teléfono que estaba en la cocina. Con sumo cuidado y atención examinó cada pedazo de papel. Notó que las dos cuentas de la señora Rhodes estaban equilibradas. Los últimos cargos eran de la farmacia y del taller para un juego completo de ruedas. Algunas de las facturas estaban a punto de vencer pero parecía que lo tenía todo bajo control. Desde luego, si tenía los veinticinco mil escondidos en algún sitio no los estaba usando para pagar el gas o la electricidad.

Tampoco el piso de arriba ofrecía mucha más información. Había una habitación de chica, adivinó que sería una adolescente a juzgar por la cantidad de ropa negra que había en el armario. Un ordenador ocupaba el lugar de honor en su mesa y lo encendió para echar un vistazo rápido al directorio. Silbó suavemente. Era una loca de la informática. Y tenía talento. Eso era interesante.

Había un cuarto de baño con los típicos artilugios de mujeres: rulos, maquillaje y cepillos y peines de complicados diseños. Abrió un armarito bajo la pila y sacó una caja rosa con el dibujo de una flor. Buscó dentro. Nada de billetes de cien dólares arrugados. Aun así merecía la pena intentarlo. Escondites más raros se habían visto.

La habitación de sobra se usaba como oficina-taller de costura-almacén de decoración navideña. Necesitaría pasar bastante tiempo en ella para mirar en todas las cajas. La última habitación del pasillo era la de ella. Todo lo que recordara al señor Rhodes había desaparecido durante los seis meses que hacía que chocó en aquella curva. No quedaba ni un traje en el armario, ni corbatas, ni el persistente olor del aftershave. Cualquier huella de ese hombre había desaparecido totalmente, como el dinero.

Era muy interesante.

Llegó a la conclusión de que si ella tenía el dinero en algún lugar de la casa, su habitación sería el más probable por ser el más íntimo. Entró en el vestidor y revolvió en los cajones con una profesionalidad tal que no dejaría ninguna evidencia.

Se detuvo cuando llegó a un cajón que rebosaba de prendas de seda. Sus manos se sumergieron en los montones mientras sus asperezas rozaban el delicado tejido. El asno de Round tenía razón, había satén y encajes, de color azul medianoche y rojo y esmeralda que olían a noche y a pecado. Empujó el cajón para cerrarlo y se dirigió al armario.

Su gusto para la ropa se dirigía hacia los tonos pastel, ropa suave y perfectamente conjuntada. Se esforzó en imaginar el satén rojo que acababa de tener en sus manos bajo esos trajes ligeros. Se iba poniendo más interesante.

Se puso de rodillas y escarbó en el fondo del armario tumbado en el suelo. Se sumergió en un mar de vestidos largos envueltos en fundas de plástico que formaban un tapiz sobre su cabeza.

Sintió una mano llamándole por la espalda.

—Perdone, ¿es usted el señor Matchett?, ¿puedo ayudarle en algo?

 

 

Cutter se quedó inmóvil un instante antes de empezar a salir del armario muy despacio, mientras el martillo golpeaba la moqueta y él trataba de examinar alternativas para ir descartándolas una a una. Luchó contra las ruidosas bolsas de plástico y se volvió hacia la habitación, hacia ella, girando sobre sus rodillas a la puerta del armario. Su cara estaba a la altura de su vientre redondeado envuelto por unos pantalones de pana color crema.

Tragó saliva con la boca seca y continuó levantándose. Al pasar la curva de sus pechos cubiertos con un top ajustado azul celeste y subir por su cuello delgado hasta la firme y delicada mejilla se encontraba la nariz delgada, los pómulos altos y angulosos, y el cabello rubio, color trigo a la altura de los hombros y mantequilla alrededor de la cara.

Tenía un rostro elegante que podría enfriar a un hombre hasta congelarlo de no ser por sus ojos. Cutter se quedó mirándolos. Eran del color de su barniz preferido, una mezcla casera que aclaraba la madera de roble.

—¿Señor Matchett? —repitió. Tenía un poco de acento del sur.

—Estaba comprobando la dirección de las vigas —dijo con tranquilidad. Dio un golpe en el suelo y agachó la cabeza fingiendo buscar un hueco. Gracias a Dios esa parte de la habitación estaba justo encima de la despensa.

Volvió a introducir la cabeza en el armario y dio unos cuantos golpes más, los latidos de su corazón golpeaban tan fuerte en sus oídos como el martillo. ¡Qué demonios estaba haciendo ella en casa! Estaba enfadado consigo mismo por haberse dejado atrapar en una situación tan estúpida. La pequeña comadreja de Round había dicho que ella trabajaba en el banco de ocho a cinco y que su hija no llegaba del colegio hasta las cuatro y media por lo menos. Se estaba volviendo torpe y descuidado con la edad y se culpó por ello.

Aún podía sentir un ligero hormigueo donde sus dedos le habían rozado. Round había dicho que era una rubia de hielo, pero él se había quemado de la cabeza a los pies al mirarla. Agitó los hombros intentando sacudirse esa extraña sensación. Ella era el objetivo, tuviera los ojos color miel o no.

Adrianne se quedó mirando los pantalones de Cutter que sobresalían del armario. Llegó a la conclusión de que era un poco difícil tener una conversación de esa manera, así que no dijo nada. Seguía desconcertada por la larga y fría mirada que él le acababa de lanzar. Tanto como por su propia reacción. Hubiera sido mejor haberse quedado hipnotizada por los ojos de un enorme felino. Se sorprendió estudiando su comportamiento mientras esperaba que el ruido cesara.

Segundos más tarde, el hombre se levantó de un salto.

—Ya lo tengo —le aseguró tajante, después salió de la habitación precipitadamente hacia el pasillo sin decir nada más y dejando que lo siguiera con la mirada.

Ella repasó mentalmente su camino. Había vuelto de hacer la compra y se había encontrado un camión bloqueando la entrada y unas herramientas en la cocina, así que había inspeccionado la casa hasta que lo había encontrado en su dormitorio.

Cuando regresó al piso de abajo, él ya estaba trabajando en la despensa dándole a las estanterías con una palanca.

Estaba de espaldas a ella, así que le hizo un repaso visual a salvo desde la puerta. Vestía vaqueros estrechos y desgastados y una camiseta negra muy usada que dejaba entrever sus hombros. Un cinturón de herramientas colgaba de sus caderas, tirando de los pantalones hacia abajo. Las botas eran de caña alta atadas con cordones de piel y parecían resistentes.

Un hombre diferente a los otros, pensó. El tipo de hombre que sujetaría un martillo, un arma, un caballo o una mujer con el mismo pulso firme y tranquilo. Buen whisky, carne poco hecha y rubias sexis. Era muy diferente de los hombres del banco o de los amigos de Harvey que controlaban su colesterol con un fervor religioso. No era el tipo de hombre al que ella estaba acostumbrada. Se humedeció los labios que se le habían secado de repente.

—Bueno, será mejor que saque la compra de la furgoneta —le dio la espalda sin sorprenderse de no obtener respuesta.