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Veinte relatos donde el terror, el misterio, la fantasía y lo inquietante se entremezclan. ¿Y si tras un accidente te transformaras en zombi? ¿Qué harías si en pleno vuelo la locura se apoderara de todo el pasaje? Monstruos, asesinos, espíritus y todo tipo de seres extraños te esperan en estas páginas.
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Seitenzahl: 308
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Javier Martos
Saga
Una hamburguesa para cenar
Copyright © 2015, 2021 Javier Martos and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726886504
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
A Jesús López
y Alberto Moreno
El calor era sofocante en aquel día de septiembre en que el sol apretaba como si fuera el último.
La vieja ranchera oxidada frenó en seco delante de la amplia y destartalada cabaña de madera que hacía las veces de ultramarinos, ferretería y taller de reparaciones, y una nube de polvo candente se formó a su alrededor. Debajo del capó, el núcleo abrasador del mismo infierno, el ventilador del radiador siguió en funcionamiento durante casi un minuto después de quitar la llave del contacto, tosiendo para intentar enfriar un motor a punto de derretirse.
La bota izquierda del viejo que conducía la ranchera se posó en un suelo tórrido que le quemó la planta del pie. La bocanada de aire caliente que le impactó en el rostro al apearse le hizo jadear. El pelo largo, desmadejado y gris se le pegaba a la piel, que segregaba densas gotas de sudor amarillento.
El viejo, de aspecto robusto y desagradable, de casi dos metros de estatura y bastante ancho de espaldas, empujó la puerta de la cabaña y el abalorio que colgaba del techo anunció su llegada con un áspero tintineo metálico, aunque el chirrido de los goznes herrumbrosos ocultó el sonido bajo un graznido de cuervos. Durante unos segundos, el hombre se detuvo, dejando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y disfrutando de la momentánea sensación de frescor, aunque enseguida volvió a notar la temperatura asfixiante del aire.
El dependiente, un joven que masticaba chicle como las cabras mascan la hierba, alzó la vista desde detrás del mostrador sin decir ni una palabra. Probablemente estaba sentado en la taza del váter el día en que repartieron los buenos modales, esos que incluían saludar a los hombres y sonreír a las ancianas. De mala gana, aguardó a que la figura se acercara hasta su lado y entonces dobló por la mitad el periódico que estaba leyendo.
—Hace calor, ¿eh? —espetó el muchacho con una mueca socarrona.
—Necesito uno nuevo —le atajó el viejo, sin hacer caso del comentario, y dejó caer sobre el mostrador un saco de arpillera con un visible boquete roído en el lateral. El borde del agujero, salteado con ásperas cuerdas rotas y despeluchadas, mostraba unas extrañas manchas rojizas, sangre quizá, a juzgar a primera vista, aunque bien podría tratarse de vino reseco… o barro. Sí, lo más probable era que solo fuese barro.
—Vaya, ¿han sido las ratas?
—Algo así —respondió el viejo.
—Debe de guardar algo muy sabroso ahí dentro para que las ratas se molesten en rasgar un saco de arpillera tan grueso como este…
—Muy sabroso, sí —dijo el viejo, aunque parecía que hablaba para sí mismo, como degustando las palabras.
—Yo odio las ratas. ¡Las detesto, qué asco dan!
—Lo necesito del mismo tamaño —interrumpió el viejo.
El muchacho calculó que dentro habría espacio suficiente para un perro grande, un san Bernardo mediano o alguno parecido; o bastantes kilos de maíz, en su lugar.
—¿Tan grande? Lleno hasta arriba le pesará demasiado, ¿no cree?
—No lo creo.
—Ah… —y luego se quedó sin palabras.
El joven puso los ojos en blanco, como si estuviera acostumbrado a lidiar con clientes tan exasperantes como aquel. Tampoco es que tuviese demasiado interés en intimar con el viejo; hacía demasiado calor incluso para charlar de chicas desnudas o cerveza gratis.
—¿Cuántos quiere? —preguntó de mala gana.
—Con uno me basta.
—¿No prefiere llevarse dos?
—No, no lo prefiero.
Medió un silencio entre ellos. Luego, el joven desapareció por uno de los pasillos de la cabaña y regresó al cabo de un par de minutos con un saco nuevo en las manos. Lo dejó encima del saco roto y animó al viejo a que lo cogiera. Este estiró de ambos lados, comprobando su resistencia. Seguidamente tiró de los bordes y miró al interior. De tamaño iba perfecto, también de grosor. Además parecía lo bastante resistente. Sí, los había tenido mejores, pero por el momento este le podía bastar.
—¿Cuánto es? —preguntó con voz áspera, el calor oprimiéndole las cuerdas vocales, el sudor creándole manchas de sudor bajo las axilas. Los dedos de los pies empapados en la puntera de sus botas.
—Cuatro con sesenta y cinco —respondió el muchacho, que tuvo que marcar a mano el código de identificación en la máquina registradora por tratarse de un artículo que no se vendía con asiduidad.
El viejo se metió la mano derecha en el bolsillo de los pantalones vaqueros y sacó un puñado de monedas pegajosas y un par de billetes arrugados. Eligió el billete de cinco y le indicó al muchacho que se quedara con el cambio.
—Muchas gracias, señor —concedió, consciente de que se trataba de una miseria, aunque casi nadie de los alrededores le solía dejar propina.
Sin decir nada más, el viejo se volvió y se dirigió a la salida, desapareciendo de la vida del joven de la misma manera en que había llegado: súbitamente.
Fuera, se oyó el gruñido de la portezuela al cerrarse y luego el motor de la vieja ranchera rugió con fuerza después de carraspear en un par de ocasiones. Paulatinamente, el sonido se fue apagando a la par que el vehículo se hacía cada vez más diminuto en la superficie de la carretera hecha de un alquitrán que a aquellas horas de la tarde parecía casi fundido.
En el interior de la cabaña, el muchacho volvía a prestarle atención a las noticias de sucesos del periódico:
«HALLADO NIÑO DESAPARECIDO DESDE HACE DÍAS», rezaba el titular.
La noticia se desarrollaba en un artículo de dos columnas:
«El pequeño Simón Vilá fue hallado a unos quince kilómetros de Miranda en la tarde de ayer, en mitad del desierto, deshidratado e inconsciente bajo un sol calcinador. De hecho, aún permanece ingresado en el hospital general de Serena, con claras quemaduras en la piel y claros signos de inanición. Los padres, felices y satisfechos después del reencuentro con su hijo no han querido hacer demasiadas declaraciones, más allá de mostrar su agradecimiento con las autoridades que han conseguido hallar a Simón con vida. Fuentes policiales cercanas a esta redacción han confirmado que el niño fue encontrado sin aparentes agresiones físicas, aunque resulta inquietante que debajo de las uñas y entre los dientes hubiera restos de sangre y estopa, de modo que se baraja la hipótesis de que estuviera retenido u oculto en alguna granja cercana…»
De pronto, el abalorio de la puerta de entrada volvió a repiquetear y sacó al joven dependiente de su ensimismamiento; había entrado un nuevo cliente a la cabaña.
Pasados unos minutos de la medianoche, en la casa veintiuno de una zona residencial cercana, el pequeño David le rogaba a su padre desde la cama que le permitiera dejar encendido el televisor un rato más, pues en el canal por cable estaban emitiendo una película de zombis que le fascinaba de verdad, tanto o más que la de vampiros de la noche anterior.
La temperatura seguía siendo acuciante, las aspas del ventilador del techo apenas si lograban refrescar un poco la habitación, limitándose a mover el aire caliente de un rincón a otro.
—No, David, duérmete ya —le ordenó su padre, exhausto y de mal humor.
—Pero quiero ver la tele… —protestó el niño.
—Te he dicho que no. Es tardísimo.
—Por favor… —dijo con un tono de voz disfrazado de súplica sincera, como si jamás hubiese roto un plato.
—No hay más que hablar —zanjó el hombre—. Duérmete. Mañana tienes colegio.
—No.
—Sí.
—¡No!
—Si no te duermes, te voy a… —El padre dejó la frase en suspenso, de nada servía seguir discutiendo con su amado y a la vez irritante mocoso, de forma que pulsó el interruptor de la luz y dejó la estancia en penumbras.
—Buenas noches, David.
—¡Pero… papá!
—Chitón, vas a despertar a tu madre.
—Pero…
El hombre no contestó y abandonó la habitación. Su hijo seguía protestando cuando enfiló el pasillo en dirección a su dormitorio, apagando las luces a su paso y sonriendo para sí mismo al oír a su pequeño desde lejos, enfadado y refunfuñando por lo bajo. Esperaba que no tardase mucho en quedarse dormido. Era un niño encantador, aunque a veces demasiado intenso.
Cuando detectó que su padre no le prestaría la más mínima atención, David agarró con fuerza su oso de peluche y se giró de lado. Tendría que dormirse, no le quedaba otra. Mañana en el colegio alguien le contaría cómo acababa la película de los muertos vivientes.
Cerró los ojos y pensó en perros y gatos, sus animales preferidos. Y enseguida los ojos se le empezaron a cerrar. Tenía sueño, mucho sueño.
De pronto, la puerta del armario empotrado del fondo de la habitación se entornó ligeramente y una figura oscura —de casi dos metros de estatura y muy ancho de espaldas— apareció de entre las sombras. Las cortinas estaban corridas, y aquella noche no había salido la luna, evitando así que el niño pudiera distinguir el rostro del intruso.
David se sentó en la cama e intentó gritar, pedir socorro, desgarrarse la garganta a voces; de hecho, en su cabeza pronunció «mamá» y «papá» varias docenas de veces, pero el terror le había fundido los circuitos que conectaban su cerebro con las cuerdas vocales y le fue imposible articular palabra alguna.
El hombre se acercó a la cama del niño y abrió el saco de arpillera que llevaba en las manos. Unos instantes más tarde, el pequeño estaba en su interior, semiinconsciente tras el shock de pánico que le había colapsado los sentidos.
Mientras salía por la ventana hacia la oscuridad de la noche, la figura —conocida en algunos círculos infantiles como el Coco— pensó que aquella vez no podía permitirse que el chico escapara.
No como la última vez, se dijo. No como la última vez.
William Perquis tecleaba un importante informe en su ordenador cuando notó que un diente se le movía. Lo presionó con la punta de la lengua y sintió que se balanceaba peligrosamente hacia un lado y otro. Se trataba de un premolar de la parte de arriba, en el lado izquierdo. Un ramalazo de angustia le recorrió el cuerpo; él siempre se esforzaba por lucir un aspecto atractivo y cuidado, no podía permitirse que se le cayese un diente y mostrar una mella cada vez que esbozara una sonrisa. Coordinaba muchos actos sociales y dirigía un sinfín de reuniones con clientes de la compañía. Por Dios, ni siquiera había llegado a los treinta y cinco, era increíble perder un diente a su edad. No podía imaginarse con un diente menos, pareciéndose a una de esas viejas de los cuentos de niños.
Intentó calmarse, quizá no fuese nada. Se llevó los dedos al premolar y lo empujó. No le cabía duda: el diente se había aflojado de forma alarmante. Notó un regusto a herrumbre y cuando retiró los dedos los vio ligeramente manchados de sangre.
—¡Maldita sea! —farfulló.
William apagó el monitor de su ordenador y abrió la boca para intentar verse en el reflejo de la pantalla ennegrecida, pero no logró distinguir nada con claridad. Se levantó de la mesa y abandonó pasillo abajo su ostentosa oficina de la planta 92 del rascacielos, dirigiéndose con semblante preocupado y cabeza gacha hacia el cuarto de baño situado al otro lado de los ascensores principales. El frufrú de la moqueta bajo sus pies profería un aspecto lúgubre al corredor desierto y decorado de forma impersonal.
En el interior del baño también se encontraba solo. William se acercó a los lavabos y se enfrentó al espejo. Vio a un hombre con un traje negro de Armani y una corbata de doscientos dólares a juego. Sus ojos azules estaban rodeados de finas arrugas otorgadas por el ritmo frenético de trabajo que tenían en la compañía de seguros. Se sentía exhausto. Quizá necesitara unas vacaciones.
William suspiró y se inclinó sobre el cristal. Hizo una mueca y estiró el labio hacia atrás, dejando visible la ristra de dientes blancos de su dentadura alineada. Agarró el premolar con los dedos índice y pulgar y lo movió con cuidado. Efectivamente, aquel diente no le duraría en su sitio hasta la hora del almuerzo. Soltó un exabrupto y se examinó el resto de la boca. Deslizó la lengua por la superficie de todos los dientes y calculó que al menos otros tres estaban aflojados. Las encías le sangraban.
Miró su reloj de muñeca y comprobó que solo eran las diez de la mañana. Se apretó el nudo de la corbata y parpadeó ante el espejo.
Abrió el grifo de agua fría y se enjuagó la boca. Escupió el líquido teñido de rosa y abandonó el cuarto de baño.
De nuevo en su despacho, le pidió a su secretaria que contactara con el doctor Stirling y le explicara que necesitaba una visita urgente para aquel mismo día. La anciana señora Meyer informó a William a través del interfono que podría acercarse a la consulta un par de horas más tarde.
Como era de esperar, William se pasó todo aquel tiempo de espera tocándose el premolar con la lengua una y otra vez, al punto de que cuando cruzó el umbral de la consulta, llevaba el diente en una mano, y otros dos —un canino y una muela— estaban a punto de caerse.
A William no le gustaban los médicos, de hecho le aterraban. La consulta estaba bañada en tonos blancos. Todo iba a juego con ese color: paredes, muebles, sillones, utensilios, el uniforme de las enfermeras, la bata del doctor Stirling; cada mínimo detalle iba teñido de una capa blanquecina que apestaba a desinfectante.
El doctor Stirling, un hombre enjuto de ojos negros y enormes, miraba la radiografía con gesto adusto. Se acariciaba el mentón con los dedos. Parecía confuso.
—¿Qué ocurre, doctor? —preguntó William.
El doctor carraspeó y lo miró.
—La verdad es que no ocurre nada, señor Perquis. Está usted sano como una manzana.
William vaciló.
—Pero… tengo los dientes sueltos.
—Sí. Es algo muy extraño, porque no hay signos de ninguna enfermedad. Los dientes no están cariados, las encías no están inflamadas y… parecen sanas. La placa de sarro es mínima y no hay señal alguna de periodontitis. Ni siquiera sufres una simple gingivitis. Y ni siquiera siente dolor.
—Pero…
—Abra de nuevo la boca.
William hizo lo propio y el doctor movió la lámpara de luz blanca sobre el hueco de su boca. Aguantó el espejo dental con una mano para separarle la mejilla de la dentadura y volvió a explorarle los dientes con la sonda periodontal. La enfermera introdujo el fino tubo de aspiración para retirar la saliva.
—Todo está correcto —dijo el doctor—. Se ve a simple vista. No hay pérdida ni desgaste en el hueso. No hay motivo alguno para que los dientes se le aflojen.
William no podía hablar con los utensilios que tenía en la boca. El odontólogo continuó hablando:
—El estado de su boca es envidiable.
William abrió los ojos con fuerza. Hubiese preferido tener la boca libre para protestar. Levantó una mano y gimió. El doctor retiró el espejo y la sonda. La enfermera apartó su aspiradora diminuta.
—Doctor, algo le pasa a mis dientes.
El hombre caviló. No sabía qué responderle a su paciente.
—Quizá sea el estrés. O algo genético…
—Mi familia tiene dentaduras muy resistentes. Nadie ha sufrido algo como esto, que yo sepa.
—Insisto en que su boca está muy sana.
—Pero se me ha caído un diente.
—Sí. Y cuando se cepille esta noche se llevará por delante unos cuantos más, me temo...
William reprimió un quejido.
—¿Qué podemos hacer?
—Se le pueden realizar implantes dentales.
—¿Implantes?
—Exacto. Introducirle un tornillo en el hueso y colocarle encima una pieza de porcelana.
William no se lo pensó.
—Hágalo. Póngame la pieza nueva. No puedo salir a la calle con un hueco en la boca.
El doctor sonrió, ante la evidente muestra de vanidad de William y lo calmó:
—El proceso no es inmediato. Primero hay que implantar el tornillo y esperar a que el hueso no lo rechace. Cuando la zona haya cicatrizado, entonces se coloca la porcelana.
—Empiece cuanto antes. Ahora mismo, si es posible.
—Primero me gustaría que acudiera a un médico general. Que le hagan pruebas. Es muy extraño lo que le está ocurriendo y es necesario hallar la causa del problema. No pretenderá implantarse todos los dientes, ¿verdad? Es… caro.
—No me importa el dinero.
—Pero no debería optar por esa solución sin saber si tiene alguna enfermedad de otra patología distinta a la odontología. En cualquier caso, implantarse los dientes es un proceso… duro, por decirlo de alguna manera.
—Bueno… los actores de Hollywood lo hacen, ¿no? Tienen dentaduras perfectas… y son postizas.
El doctor volvió a sonreír. Se encogió de hombros.
—Sí. Pero a usted le ha pasado algo a lo que hay que buscarle la razón clínica.
William reflexionó.
—¿Qué hago mientras tanto?
—Cuidar de sus dientes, señor Perquis. No coma nada excesivamente duro ni se cepille con demasiada fuerza.
Entonces el doctor Stirling se quitó los guantes de látex y abandonó la sala de la consulta. La enfermera acompañó a William hasta la salida.
Como hacen las moscas al posarse una y otra vez en los excrementos de los perros, William no dejó de hurgarse los dientes con la lengua en todo el trayecto a casa, situada en Nueva Jersey, lejos del molesto ajetreo del centro de Nueva York. Cuando aparcó el deportivo en la entrada adoquinada de su hogar, ya se le habían desprendido del todo el canino y la muela que había notado sueltos antes de acudir a la cita con el doctor Stirling , y por entonces otras tantas piezas bailoteaban en sus encías como borrachos danzarines.
Se apeó del coche y escupió ambos dientes al césped. Se quedó parado y observó las diminutas formas irregulares y blancas sobre la hierba, cubiertas de sangre y saliva, y se apresuró a recogerlos. Sabía que no podrían volver a colocárselos y que terminarían en el cubo de la basura, pero dejarlos allí le parecía un acto de absoluta traición hacia su propio organismo. Durante un instante pensó en las historias infantiles que narraban cómo por la mañana, al despertar, los niños se encontraban monedas bajo la almohada a cambio del diente entregado como sacrificio.
William entró en la casa y, antes de quitarse el abrigo y soltar las llaves en la repisa, se dirigió al cuarto de baño a mirarse los estragos causados en su boca. Se miró al espejo y soltó una maldición ininteligible. Apoyó los brazos en el lavabo y agachó la cabeza. No entendía por qué le estaba pasando aquello. De momento no se notaría demasiado aquel desastre al hablar —si abría la boca más de lo debido o si sonreía, le verían el hueco del canino superior izquierdo, nada más, aunque eso ya le parecía una hecatombe—, pero si se le seguían cayendo uno detrás de otro, tendría que recluirse en casa hasta que los médicos encontraran una solución al problema. No estaba dispuesto a salir a la calle con mellas en la dentadura y que todos se rieran de él. Eso ni pensarlo. Él siempre iba perfecto. Se peinaba con gomina hasta el último cabello de la cabeza, se depilaba el pecho y las piernas, y se afeitaba el rostro un par de veces al día si era necesario. La mediocridad del resto de los hombres de la ciudad no iba con él.
Entró en la cocina y abrió la nevera. Había costillas y mazorcas de maíz. Demasiado duro para sus dientes. Sacó un pack de cuatro yogures y cogió una cuchara del cajón de los cubiertos. Junto a un vaso de zumo de naranja y un poco de queso fresco, es cuanto cenaría aquella noche. Tendría que contentarse con eso si no quería echarse abajo todos los dientes.
Tardó casi una hora en terminar de cenar y aun así se quedó con hambre. Masticaba tan lentamente que más parecía estar tragándose peligrosas dosis de nitroglicerina que un simple yogur de macedonia. Cuando hubo acabado, exhausto y deseando no tener que comer nada más en mucho tiempo, se marchó a la ducha. Dejó que el agua caliente le cayera durante diez minutos por la espalda. Luego cogió la toalla y se envolvió en ella.
Se enfrentó de nuevo al cristal del espejo pero su reflejo empañado no era más que una nube grisácea de partículas de vapor de agua. Hizo una cara sonriente con el dedo, y al darse cuenta de que tendría que hacerle las rayitas en la boca para dibujarle los dientes, limpió el resto del vaho con la palma de la mano extendida. El torso desnudo y el rostro hermoso de William Perquis aparecieron en espejo.
Cogió el cepillo de dientes y le aplicó un poco de pasta. En la primera pasada se arrancó tres muelas y dos premolares de abajo. En la segunda pasada le saltaron dos premolares de la parte de arriba y tuvo que escupirlos en el lavabo en un esputo de sangre, jabón dentífrico y piezas dentales.
—¡Joder! —gritó a la soledad del baño—. ¡Joder, joder! ¡Esto es una puta mierda!
Se dio cuenta de que le costaba trabajo pronunciar la letra erre. Y ceceaba un poco.
Se aclaró la boca con agua y se miró en el espejo. Los dientes delanteros —los ocho incisivos— aún seguían en su sitio, pero en el fondo de su boca el destrozo había sido de aúpa. Había huecos sanguinolentos en ambos lados de la mandíbula y en la parte superior.
—¡Me cago en la puta!
Sintió que las piernas le flaqueaban. Deambuló hasta su dormitorio y se dejó caer bocarriba sobre la cama. Las sábanas se humedecieron con el agua del cuerpo que William no había terminado de secarse. Se quedó dormido unos segundos después de apoyar la cabeza en la almohada.
A las tres de la madrugada supo que le faltaba el aire y que se ahogaba. Algo le obstruía la garganta y el oxígeno no le llegaba a los pulmones. Estaba empapado en sudor. Se sentó de un salto en la cama, carraspeó, gargajeó y escupió un par de muelas más sobre su regazo.
Sofocó un gemido de pánico y dio un par de bocanadas de aire para recobrar el aliento. Se dio cuenta de que todavía tenía dientes sueltos en la boca. Se levantó y volvió al cuarto de baño, escupiendo en el lavabo hasta cuatro muelas más. Le sorprendió que no le doliese en absoluto.
Aquella situación era inverosímil. William Perquis pensaba que habría cogido alguna enfermedad en uno de sus viajes a la India, aunque hacía ya más de dos años que no la visitaba. Quizá le hubiesen contagiado algo en el prostíbulo al que acudía con asiduidad. También pensó en un mal de ojo. Alguna vieja gitana de Brooklyn echándole una maldición de esas que salían en las películas de serie B.
William, apesadumbrado y herido de muerte en su autoestima —qué mujer se fijaría en él—, regresó a la cama e intentó quedarse dormido de nuevo.
El resto de la noche fue tranquila y no volvió a despertarse.
Cuando amaneció y el reloj despertador electrónico activó la radio, William ya tenía los ojos abiertos y llevaba un buen rato haciendo inventario con la lengua en el interior de su boca. Casi todos los dientes se balanceaban como matrioskas de porcelana. Uno de los incisivos de abajo se le movía tanto que decidió extraérselo con los dedos; se volvería loco antes del mediodía si lo dejaba ahí, luchando por no tumbar la pieza con la sin hueso.
Se vistió y se enfundó uno de sus mejores trajes. Lo hacía para compensar de algún modo el desastre que era su boca. Se ajustó el reloj de pulsera y se perfumó en el baño. Se negó a mostrar su sonrisa al espejo. De todas formas, no había nada por lo que sonreír.
Pasó por la cocina y el estómago le protestó con un rugido. William abrió la nevera y se decantó por un par de rebanadas de pan de molde, lo más blandito que podía llevarse a la boca. No obstante, su osadía acabó por derribarle dos incisivos y el otro canino que le quedaba en la parte superior. Dejó las piezas en el cenicero de la encimera que tenía como adorno, pues él jamás había sido fumador, ni permitía que fumasen en el interior de la casa.
El camino al trabajo fue tranquilo. No encendió la radio y mantuvo la boca abierta para no rozarse los dientes superiores con los de abajo. No quería desprendérselos con la presión de tener la boca cerrada. Había intentado pronunciar un par de frases y se avergonzó al darse cuenta de que le costaba horrores hacerse entender. El aire se le escapaba por los huecos y las letras salían deformadas como un hombre desfigurado en un incendio.
Cuando llegó a la torre norte hizo todo lo posible para no cruzarse con ningún compañero. Subió por el ascensor de alta capacidad y luego en el tramo del ascensor local sin dar los buenos días y se encerró en su despacho hasta media mañana, cuando tenía cita con el doctor Craven, adjunto al seguro médico de la compañía. Durante todo ese tiempo, se quedó como un pasmarote mirando la pantalla apagada de su ordenador, intentando no tocarse los dientes con la lengua. No hacerlo le pareció el trabajo más arduo de toda su vida. Era un martirio contenerse, lo que el cuerpo le pedía era pasar la punta de la lengua por la superficie de las piezas que le quedaban, comprobando una y otra vez si seguían moviéndose o volvían a sostenerse en las encías.
A la hora estipulada, la anciana señora Meyer lo avisó por el interfono y la voz metálica le hizo dar un respingo de su sillón. Bajó hasta el aparcamiento del mismo modo en que había subido a su despacho: como un espía escondiéndose de todos y de todo. Recorrió a toda prisa las calles de Nueva York y menos de treinta minutos después estaba sentado en la consulta del doctor Craven, que le hizo diligentemente una prueba tras otra para decir que, a expensas de lo que confirmaran los resultados, a simple vista parecía estar en excelente estado de revista.
William había sospechado que el doctor Craven le aclararía la situación, que el problema era una mala alimentación, o un virus fácil de derrotar, pero nada más lejos de la verdad. El doctor Craven estaba más sorprendido que el propio William. La losa de estupor que le cayó sobre los hombros parecía tener el peso del mundo entero y los ojos se le ensombrecieron.
—No se preocupe, señor Perquis —dijo el médico—, encontraremos el problema y lo solucionaremos.
William parecía vencido y entregado.
—Los dientes perdidos no se podrán recuperar ya…
Craven enarcó las cejas.
—La cuestión estética no debería alarmarle.
—Trabajo en el centro. La cuestión estética es fundamental. Somos el centro económico del mundo. Cierro tratos con las personalidades más importantes del planeta…
El doctor parecía comprender, aunque seguía sin compartir la preocupación de William, cegado por el aspecto personal e ignorante de otros muchos males peores que achacaban el mundo. No obstante, intentó consolar a su paciente.
—No se preocupe por eso, de verdad, hoy en día hay prótesis, dentaduras e implantes que le proporcionarán unos dientes incluso más perfectos que los que tenía antes.
—Ya —bufó resignado.
—Lo importante ahora es averiguar qué le ha pasado en la boca y solventar el problema. He solicitado los resultados al laboratorio de forma urgente. A principios de la semana que viene sabremos algo más.
—Entiendo.
—Y ahora, si me disculpa, hay otros pacientes a los que atender.
Cuatro noches de septiembre más tarde, el recuento de dientes perdidos en combate sumaba dos muelas más, un premolar y un incisivo. Este último era la última pieza que le quedaba en la parte superior. Abajo, aguardaban paupérrimamente tres incisivos, dos caninos y dos muelas, que se doblaban de un lado a otro como girasoles mecidos por un fuerte viento.
La intensa sensación de hambre —apenas si había comido nada en los últimos días, solo unas papillas y algo de leche, en pos de retrasar algo más lo absolutamente irremediable— se había mitigado un poco, lo que indicaba que su organismo había empezado a tirar de las reservas de grasas y proteínas almacenadas en épocas de bonanzas alimentarias. No obstante, William se sentía bastante cansado, y con unas inhóspitas y terribles ganas de pasarse por un bufet italiano, sentarse en un rincón y ponerse hasta arriba de todo tipo de pizzas y pastas a la carbonara.
En la oficina se dedicaba a aplazar reuniones, reorganizar planes de trabajo y evitar por todos los medios el encuentro con clientes y compañeros. Su inestimable secretaria, la señora Meyer, hizo varios intentos de saltarse la reclusión a la que su responsable se había sometido en los últimos tres o cuatro días, pero William llegaba mucho antes de la hora al edificio, se encerraba con llave en su despacho y mantenía todas las comunicaciones por teléfono o correo electrónico. Meyer pensó en varias ocasiones que cuando le hablaba por el interfono, William tenía algo en la boca que le impedía hablar con claridad.
Los pocos superiores que insistieron en reunirse con él, tuvieron que prometerle que no hablarían del tema con nadie hasta que los doctores no le hubiesen repuesto la dentadura postiza al completo. Con aire de fingida comprensión, salían uno tras otro del despacho implorando a los dioses para no contagiarse de cualquiera sabe qué cosa había pillado William.
El resto del tiempo, William lo pasaba mirando por la ventana, oteando el horizonte repleto de rascacielos neoyorquinos. Aun pasando por aquel brete, le reconfortaba estar allí arriba, en la planta 92 del rascacielos más alto de la ciudad. Mirar por la ventana le tranquilizaba. Era catártico. Un cielo azul abrazando edificios que acariciaban la barriga del cielo. Sin embargo, no podía pasar allí todo el día, y a eso de las cinco o las seis volvía de nuevo a casa.
Aquella noche, a eso de las tres y media de la madrugada, algo había cambiado y el ramalazo de dolor que sintió William en la boca fue como la suma de doscientos puñetazos en el mentón. Despertó con un grito y se llevó las manos al rostro. El dolor en la boca —concentrado en los pocos dientes que le quedaban— era abrasador, mareante, demoledor. Se tambaleó hasta el baño y se miró al espejo. La sangre le manaba a borbotones de las encías. El sabor le pareció hierro oxidado, aunque él nunca había probado el hierro oxidado, por supuesto. Abrió el grifo de agua fría y dejó que el líquido le invadiera la boca. El dolor no menguaba. Supuso que aquello era lo que sentían las mujeres en un parto, lo que sentían los futbolistas al recibir un balonazo en las partes nobles. Notó un nudo en el estómago. El dolor le provocó nauseas.
Escupió un montón de flema al lavabo y vio que la acompañaban unos cuantos dientes más. Entre el agua, la sangre y el dolor de sus encías, no supo identificarlos, pero el doctor Stirling fácilmente hubiese enumerado las dos muelas, el incisivo superior y otros tres incisivos de la parte inferior.
Se inclinó sobre el lavabo y se asomó a la realidad que le mostraba el espejo. Solo le quedaban dos caninos en la mandíbula inferior. Parecía la sonrisa mellada del mismísimo Conde Drácula vuelta del revés. El dolor no cesaba y se le extendió al resto de la cabeza y a la nuca. Cogió una toalla de la repisa y se taponó la boca, que aún sangraba ligeramente por las encías.
William regresó al dormitorio y se quitó el pijama. Se puso los pantalones del traje del día anterior —algo impensable en otras circunstancias— y se mal abotonó la camisa. Obvió la corbata, se colocó los zapatos y no se paró en arreglar más su aspecto. Pasó por la cocina y tragó un par de pastillas para el dolor que abarcaba ya toda la cabeza, aunque más tarde pudo afirmar que no le habían hecho efecto en absoluto. El deportivo aceleró en el amanecer neoyorquino y el vehículo se perdió entre las calles destino a urgencias.
A las seis de la mañana, el doctor Craven entraba en el box donde esperaba William y le leía los resultados de las pruebas. Bajo un halo de estupor y sorpresa del paciente, el médico le informó de que no había ninguna irregularidad en el informe. William Perquis no estaba enfermo, no tenía ningún achaque y su salud era envidiable. Así de simple. Naturalmente, con el tiempo tendría que controlar los triglicéridos y el colesterol, pero aquella mañana de septiembre, William estaba en perfecto estado.
Craven no tenía ni idea de dónde procedía el mal que le había derribado todos los dientes uno detrás de otro. No podía explicar la raíz del problema ni de por qué sufría ese dolor insoportable. Habían tenido que inyectarle una alta dosis de analgésicos para que William aguantara medianamente sin gritar ni desesperarse. El dolor le había nublado la vista y apenas si podía concentrarse en lo que el médico le decía.
—Le hemos hecho más pruebas. Obviamente algo le ocurre. Mi colega Stirling estaba en lo cierto, todo está bien. Está usted completamente sano. Habrá que esperar a los nuevos resultados para descubrir…
—¡¿Por qué no me hizo esas pruebas la semana pasada?!
Craven se ruborizó.
—Bueno… —El médico carraspeó—. Tanto yo como algunos compañeros a los que he consultado... estamos estupefactos. No se entiende cómo puede habérsele caído la práctica totalidad de la dentadura… Es algo insólito.
—¡Por favor! ¡Soluciónelo! ¡Me duele! ¡Y hablo como un retrasado!
Durante toda la conversación las sílabas le habían patinado en el paladar. Era frustrante no poder retener el aire en el recoveco de la boca.
—Ya le hemos inyectado analgésicos —dijo el médico—. Una mayor cantidad sería contraproducente…
—¡No me importa!
—Señor Perquis… entienda…
—¡Entienda que he perdido todos los dientes!
—¡Su vida no corre peligro, señor Perquis! ¡En este mismo hospital hay pacientes que sufren enfermedades terminales! ¡Usted no se va a morir!
William se quedó callado. Hasta ese momento no había pensado en la posibilidad de morir por aquello. Solo pensarlo le hizo sentir un miedo horrible y añejo.
Craven lo miró con la comprensión de una carrera médica larga y con sobresaltos. Había tenido delante miles de pacientes aterrados. Era lógico, dadas las circunstancias.
—Veamos, señor Perquis. Su salud es excelente, salvo por la caída de las piezas dentales y el puntual ramalazo de dolor intenso que está sintiendo hoy. Para curarnos en salud, hemos realizado un escáner cerebral en cuanto ha llegado, pero tampoco hemos encontrado nada. El diagnóstico es favorable. Las pruebas de la semana pasada son todas negativas. A priori, está usted más sano que una manzana. Lo que voy a hacer es darle la baja laboral, váyase a casa y descanse, espere los nuevos resultados y no se preocupe por el momento. Quizá sea todo un problema de estrés.
—Llevo estresado cinco años —intervino William—. ¿Por qué iba a pasarme esto ahora? ¿Le ha pasado a alguien alguna vez?
La lógica aplastante de sus palabras no achantó al doctor Craven.
—Váyase a casa y descanse. Tómese las pastillas de novocaína que voy a recetarle y si en un par de días el dolor de cabeza no remite, vuelva aquí. En caso contrario, nos veremos la próxima semana para explicarle los resultados, aunque me temo que serán tan claros como los de hoy.
—¿Claros? Yo diría que no aclaran nada…
—Le desviaré a un psiquiatra. Hay un par amigos míos que son profesionales excepcionales. Y poco a poco tendrá que ir implantándose las piezas que le faltan…
—Lo dice como si se me hubiesen caído dos dientes… y la realidad es que solo me quedan dos.
Craven suspiró. William Perquis era un paciente irritado, irritable e irritante. Lo mejor era deshacerse de él cuanto antes y pasar a otro paciente que necesitara más su ayuda. No obstante, la singularidad del caso le llamaba poderosamente la atención. Seguiría su historial con detenimiento. Escribiría algún que otro artículo y lo presentaría a revistas especializadas. Y consultaría a otros expertos, por si se hubiese dado algún caso similar en algún lugar recóndito del mundo, aunque sospechaba que no.
La despedida no fue lo cálida que cabría esperar y William salió de la consulta de mala gana y con el humor por los suelos. Se montó en su coche y tragó una de las pastillas que le habían entregado en la zona de farmacia del hospital.
Se asomó al espejo retrovisor y se empujó con la lengua uno de los dos caninos que le quedaban en la parte inferior. El diente se desprendió y William lo agarró con los dedos. Lo dejó en el compartimento de discos del coche. Miró su reloj de pulsera y decidió acercarse a la oficina para dejar los documentos de la baja y recoger el ordenador portátil y algunos de los informes más urgentes. Eran casi las ocho de la mañana, de modo que cuando llegara allí todos estarían en sus puestos, algo que le complicaría llegar hasta su despacho sin ser visto. Sopesó las alternativas y decidió ir de todas formas.
Arrancó el coche y enfiló las calles de Nueva York en dirección a West Street.