Una huida imposible - Toni Montesinos - E-Book

Una huida imposible E-Book

Toni Montesinos

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He aquí, en clave viajera, humorística y metaficticia, el recorrido de un escritor por ese estado norteamericano siempre tan presente en la literatura contemporánea. Un territorio marcado por la inmigración mexicana —aparecerá Donald Trump como paródico personaje—, la fama de sus viñedos, el glamur de Los Ángeles o la mítica San Francisco. En Una huida imposible, título tomado de un ensayo de R. W. Emerson, el viajero entabla conversación con autores admirados en los lugares donde vivieron o escribieron sus obras. Seguiremos el rastro de R. L. Stevenson que atravesó Norteamérica para encontrarse con su enamorada, de Mark Twain que empezó su carrera literaria inspirándose en una anécdota oída en un pueblo, o de Jack London que murió en su rancho en extrañas circunstancias… Con un ritmo absorbente y repleto de referencias culturales en clave desenfadada, Toni Montesinos consigue retratar genialmente dos viajes: el geográfico por la actual California, y el literario, convocando a los que transmutaron paisaje y creación: Rudyard Kipling, Ambrose Bierce, Dashiell Hammett, Raymond Chandler, John Steinbeck, Jack Keroauc, Charles Bukowski, Ray Bradbruy, Raymond Carver, William Saroyan, John Fante…, vivificándolos de modo irresistible. Y todo con el trasfondo del mejor cine –Vértigo y La La Land– e instantes mágicos en la City Lights Bookstore o en la cancha de los Golden State Warriors.

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SOBRE EL AUTOR

TONI MONTESINOS (Barcelona, 1972)

Poeta, narrador y ensayista. Ejerce la crítica literaria en el periódico La Razón desde el año 2000 y en revistas como Clarín y Cuadernos Hispanoamericanos, además de escribir artículos para El Viajero del diario El País. Precisamente a sus viajes por tres continentes ha dedicado dos libros: La suerte del escritor viajero. Crónicas literarias de Europa y América (2015) y Los tres dioses chinos. Un viaje a Pekín, Xian y Shanghái, desde Nueva York y hasta Hong Kong (2015).

Es autor de cuatro novelas: Solos en los bares de la noche (2002), Hildur (2009 y 2015), La soledad del tirador (2017) y El fantasma de la verdad (2018); y en cuanto a su obra poética, compuesta por siete libros, ha quedado reunida en Alma en las palabras. Poesía reunida 1990-2010 (2015), además de en la apócrifa Antología poética del suicidio (siglo XX) (2015).

Entre sus ensayos, destacan: La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana (2013), que fue galardonado con el XI Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso, Melancolía y suicidios literarios. De Aristóteles a Alejandra Pizarnik (2014), Que todo en la vida es cine. Escritos autobiográficos sobre películas (2016), El triunfo de los principios. Cómo vivir con Thoreau (2017), Escribir, leer, vivir: Goethe, Tolstói, Mann, Zweig y Kafka (2017), La ocasión fugaz. Ensayos sobre poesía española e hispanoamericana (2018) y No habrá muerte. Letras del gulag y el nazismo: de Borís Pasternak a Imre Kertész (2018).

SOBRE EL LIBRO

He aquí, en clave viajera, humorística y metaficticia, el recorrido de un escritor por ese estado norteamericano siempre tan presente en la literatura contemporánea. Un territorio marcado por la inmigración mexicana —aparecerá Donald Trump como paródico personaje—, la fama de sus viñedos, el glamur de Los Ángeles o la mítica San Francisco. En Una huida imposible, título tomado de un ensayo de R. W. Emerson, el viajero entabla conversación con autores admirados en los lugares donde vivieron o escribieron sus obras. Seguiremos el rastro de R. L. Stevenson, que atravesó Estados Unidos para encontrarse con su enamorada; de Mark Twain, que empezó su carrera literaria inspirándose en una anécdota oída en un pueblo, o de Jack London, que murió en su rancho en extrañas circunstancias…

Con un ritmo absorbente y repleto de referencias culturales en clave desenfadada, Toni Montesinos consigue retratar genialmente dos viajes: el geográfico por la actual California, y el literario, convocando a los que transmutaron paisaje y creación: Rudyard Kipling, Ambrose Bierce, Dashiell Hammett, Raymond Chandler, John Steinbeck, Jack Keroauc, Charles Bukowski, Ray Bradbruy, Raymond Carver, William Saroyan, John Fante… vivificándolos de modo irresistible. Y todo con el trasfondo del mejor cine —Vértigo y La La Land— e instantes mágicos en la City Lights Bookstore o en la cancha de los Golden State Warriors.

… al viajero tal vez ya no le tenga que interesar viajar para ver el mundo, sino para conocer cómo el mundo diferente actúa en él, y cómo tal cosa puede trasladarse a la escritura.

TONI MONTESINOS

Una huida imposible

California y sus escribidores

Título de esta edición: Una huida imposible. California y sus escribidores

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: diciembre de 2018

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones, 2018

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del texto: Toni Montesinos

© de la maquetación y el diseño gráfico:

Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación y versión digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-10-7 | IBIC: WTL; 1KBBWF

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

UNA HUIDA IMPOSIBLE

CALIFORNIA Y SUS ESCRIBIDORES

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TONI MONTESINOS

-

COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

n° 13

ÍNDICE

Escribir lo que se ve

California homy

Viñedos de amistades

Lobos de mar

Puentes y fronteras

Bohemios ricos y bohemios literatos

La tierna bondad del vagabundo

La-la-la ciudad de los estrellados

El vuelo del ángel

Referencias literarias

A mi suegro, el doctor Benigno Varela —ángel guardián de toda una isla—,

ESCRIBIR LO QUE SE VE

Ahí va una realidad imaginada: la del mismísimo Lawrence Ferlinghetti, el cofundador de la legendaria City Lights Bookstore, el amigo de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, saliendo a la calle desde dentro de su establecimiento para invitarme a entrar y dejar de curiosear en el escaparate, y contarme, entre risas más relajadas que nerviosas, qué demonios le pasó aquella vez a Charles Bukowski cuando... Podría plantearme otear con ojos edulcorados el Golden Gate Bridge y quedar asombrado por su gigantesca estructura de ese color naranja que ayuda a la visión en los ratos de niebla, y fotografiarlo desde uno de los miradores de las colinas adyacentes pensados para inmortalizarlo, ignorando los selfies de otros turistas alineados en mis costados. Estaría dentro de lo normal sonreír frente a los leones marinos que se han instalado en uno de los muelles cercanos a la zona de restaurantes de la bahía de San Francisco, protegidos por leyes para que nadie les moleste, pese a invadir jurisdicción humana, y mirar a lo lejos Alcatraz, y pensar en la cárcel que todos llevamos dentro allá donde vayamos. Sin duda, sería de rigor llegar a la parte alta o baja de la calle Lombard, con sus sinuosas curvas que los coches toman con parsimoniosa lentitud, como si quisieran compensar sus entrañas de gasolina con el olor de las flores que adornan esos metros cuadrados de inclinado asfalto, y decirme: estoy donde ya sé que estoy, pues tantos imaginarios colectivos relacionados con los Estados Unidos nos arrastran no a visitar los lugares, o a descubrirlos, sino a constatar cómo son, tal es la memoria que de ellos tenemos por medio de la televisión, internet y el cine. Podría esperar que, en la escala del John Kennedy Airport de Nueva York, tras el engorroso paso por el arco de seguridad y la obligación de hacer una equis con el propio cuerpo, una cantante llenara el espacio que conduce a las puertas de embarque con la pieza All that Jazz, para hacer promoción del musical Chicago, y que, haciéndome sentar en una silla, me rodeara entonando esa pieza de forma rítmicamente autoritaria. Pero en ningún caso, en ese largo trayecto desde Barcelona, aunque imaginara a Stephen Curry pasándome el balón en un partido de los Golden State Warriors para que yo anotara la canasta ganadora, ante el jolgorio de todo el Oracle Arena de Oakland, iba a estar preparado para descubrir que, en un punto cualquiera del condado de Marin County —yendo en bicicleta en paralelo a las descomunales autopistas, subiendo y bajando carreteras rodeadas de bosques, internándome en parques, a lo largo de una ruta de tres cuartos de hora que mi nulo sentido de la orientación convertiría en ciento veinte minutos, con las manos heladas por la naturaleza de diciembre y las piernas temblorosamente esforzadas—, viera que en California los bordillos de las calles son de color rosa.

No se trataba de realizar una analogía visual con respecto a lo que se respira en la costa oeste, con un clima de libertad y tolerancia superior al del resto de estados. Tampoco de obligarse a filtrar todos los colores y reducirlos a ese rosa del que le recomienda alejarse una amiga a la Carmen Laforet que cruzó Estados Unidos en 1965 invitada por el Departamento de Estado. Hablaban ambas de discriminación racial paseando por Washington D. C. —ciudad que estaba fascinando a la autora de Nada—, y ella misma se defendía de ese ligero reproche escribiendo en la crónica de aquel gran viaje que «no tenía una visión de color de rosa de los asuntos USA». Hoy, más de cincuenta años después, la narradora podría visitar Nueva York —adonde llegó después de recorrer el Atlántico en barco y visitar Puerto Rico y Veracruz— sin temor a lo que le habían avisado: era muy atrevido por su parte atravesar el país sin saber inglés, sin poder hablar con aquellos que le podrían informar sobre la vida allí. Hoy hubiera podido recorrer California de cabo a rabo y comer, poner gasolina en su coche alquilado u hospedarse en muchos hoteles en español porque, en la mayoría de ocasiones, aparecería un mexicano o una mexicana, dedicados a limpiar habitaciones o servir mesas, con modales tan corteses que hacen que te sientas como en casa, y con una amabilidad auténtica que ya la quisiéramos ver reflejada en el hombre que va a gobernar el mundo durante los próximos años y que los ve como invasores peligrosos a los que hay que colocar al otro lado de un muro para siempre. En definitiva, hubiera podido ver las calles con bordillos de color rosa, el insignificante detalle que, de repente, se me ofrecía como señal de una forma de vida, de una manera de colorear la cotidianidad y la convivencia que hacía que, como se dice hasta la saciedad pero se seguirá diciendo en las novelas policiacas, las piezas de mi puzle turístico particular encajaran.

En todo caso, Laforet, respondiendo a quien le indicaba que necesitaba el idioma de Shakespeare para abrirse paso comunicativo a lo largo y ancho de los Estados Unidos, respondió con humildad y modestia —como se lee en Paralelo 35 (1967)— que no pretendía analizar los problemas sociales ni desgranar la política local, sino mirar las cosas «con el mismo espíritu de los viajeros que atravesaron las selvas sin conocer el idioma de los indígenas y sin entender el significado de los golpes de tam-tam con que se avisaban las tribus salvajes de su paso por la selva. Eso no impidió que se escribieran buenas narraciones de viaje. Uno puede, simplemente, escribir lo que ve». Tal es la esencia de un buen viajero literato —me digo al caminar hacia la salida del aeropuerto de San Francisco, en cuyos pasillos me sorprenden tiendas «oraculares», de asuntos misteriosos—, que no se arredra ante lo nuevo, aunque suene en otro lenguaje, suenen por doquier otros tam-tams modernos y obedezca a costumbres diferentes a las propias. Uno puede viajar como el Roberto Arlt al que envió el periódico bonaerense para el que escribía sus notas de sociedad, a pie de calle o reflexiones muy personales y que llamó Aguafuertes, a la España y el Marruecos de 1935 y 1936 durante casi dos años, esto es, sintiendo que el viaje constituía el fin, o el alivio, de su angustia, que arrastraba por una vida insatisfactoria, rebelde, conflictiva, egocéntrica, agresiva. Por aquellos tiempos el viaje a Europa, desde el continente americano, era un anhelo absoluto. Aún lo es cuando viajo a Centroamérica y lo escucho en las gentes, y levanto la cabeza hacia el norte, y me asomo al sur, y todo el continente me dice que aún ven en el Viejo Mundo la manera de conocer la Antigüedad de la vida. Y a lo mejor también viajamos como Arlt para sacudirnos las zozobras, o distraerlas, o pensar que se evaporarán en un lugar con un huso horario distinto o una lengua desconocida. Por eso tal vez viajar es algo parecido a una ilusión, a una suerte de autoengaño. Ralph Waldo Emerson, que desde Concord, Massachusetts, viajó dos veces a tierras europeas —incluso extendiendo su trayecto hasta recorrer el Nilo en barco— y recorrió los Estados Unidos pronunciando cientos de conferencias, dijo en uno de sus ensayos que la falta de cultura propia la transformamos en la superstición de viajar —en aquel tiempo a Italia, Inglaterra y Egipto, sobre todo, como destinos de moda que eran—. El alma, seguía diciendo el filósofo bostoniano, no es un viajero; «el sabio se queda en casa», el que viaja para entretenerse se aleja de sí mismo y envejece aún joven entre cosas viejas. Viajar, llega a decir en una frase que pocos, poquísimos estarían dispuestos a compartir hoy en día, es el paraíso del necio: «Hago la maleta, abrazo a mis amigos, me embarco y, al fin, despierto en Nápoles, y allí está junto a mí el hecho severo, el triste ser, implacable, idéntico, del que había huido». ¿Es pues una huida imposible, porque el intelecto es vagabundo y lo que somos y nos distingue nos persigue? Pero ¿y si realmente de ese movimiento personal de desplazarse saliera beneficiado el mundo, aquello y aquellos que nos reciben, como si cada uno de nosotros pusiera su huella en cada destino y ese destino quedara absorbido en lo que es uno y eso nos uniera o nos hiciera comprendernos? Dicho de otro modo: no habría que viajar porque sí, podría concluirse tras la lectura emersoniana; hay que viajar para algo. Para darle relieve y sentido a algo que nos llama para trascendernos: una urbe, un nuevo cielo, el color del bordillo de una calle. Y ese algo, para muchos de los que se van a ir convocando aquí, ha sido la escritura: la consecuencia del movimiento, para ellos, será tener algo que contar en una hoja de papel. Sea como fuere, hoy en día viajar ha perdido mucho de su trasfondo de sorpresa, y sabemos tanto de tantos sitios, que perdemos la sensación de asombro, tan necesaria, y nos detenemos en el detalle de un color, en la mirada de alguien, en una costumbre curiosa. Casi viajar se ha convertido en comprobar que lo que la tele o el libro decían de tal lugar, efectivamente, es así. Por eso al viajero tal vez ya no le tenga que interesar viajar para ver el mundo, sino para conocer cómo el mundo diferente actúa en él, y cómo tal cosa puede trasladarse a la escritura.

Estoy, pues, de viaje bajo la luz californiana, clara, infinita, es decir, en una situación en principio envidiable y, en mi caso, por deformación profesional o vocacional, mirando con el fin de anotar lo mirado. Y es que, como dice Julio Camba en la «Advertencia leal contra los libros de viajes» de Aventuras de una peseta —crónicas de humor sensacional que dedicó a Alemania, Gran Bretaña, Italia y Portugal—, al viajar, uno no ve catedrales, sino artículos: «Hay quien envidia la suerte del escritor viajero —empezaba diciendo—, pero en este mundo, y supongo que en todos, el pobre escritor no ve más cosa que una: artículos. Para la mayoría de las gentes, el desierto es el desierto, y el bosque es el bosque. Para el escritor, en cambio, el desierto es una crónica, y el bosque es otra crónica». Así entiendo yo el género viajero, como una prosa palpitante, ávida de honestidad y que refleje el caudal de pensamientos y emociones que nos embargan en el caminar y observar. En cómo nos afecta lo que en el camino nos sale al paso. No soy ningún viajero intrépido y ni siquiera me planteé ir a lugares remotos o próximos, aunque haya acabado vagando por tres continentes y escribiendo sobre ello, pero entendí que sí tenía sentido viajar si era para escribir. O lo que ocurre es que uno entiende el objetivo del viaje a la vuelta. De forma que los libros de viajes de muchos viajeros literatos son la autobiografía que nunca escribirán. Por ese motivo, un viaje a los antípodas es en verdad el viaje más corto, el que te lleva a ti mismo porque…

—… ¿entonces te interesa profundizar en lo que eres y recuerdas en medio de una realidad diferente, lo cual te hace replantearte tu propia realidad, tu propia memoria? —me pregunta un espejo a punto de pisar suelo californiano.

—Me lo has sacado de la boca, y es que…

—¿De forma que hablar de las guerras interminables que ha vivido tal país puede ser hablar de la que asoló el nuestro?; ¿de forma que hablar de estar muy lejos de casa puede ser hablar de echar de menos a los tuyos, y lo que en realidad significa ser padre, por ejemplo?

—Sí, desde luego, dado que…

—¿No estarás insinuando que por eso los libros viajeros deberían ser impudorosos, un cóctel donde el yo que viaja emergiera para acoger al otro, el interior, donde el yo se recuerde y se analice, en el que las disquisiciones personales rocen el amor o el desamor, la dicha o la desgracia, lo que es aprovechar el presente y lo lejos que está el morir, y así sacarse el traje de turista y visitar el propio museo de sentimientos, asuntos culturales, reflexiones literarias, vivencias en lo intelectual y lo sensible, abierto las veinticuatro horas del día, siete días a la semana?

—Si me permites… —consigo decir; pero el espejo se diluye entre las sombras y he de afrontar que hay que obligarse a no ser prosaico, a hilvanar versos cuando se viaja, a rimar pasos y conversaciones, para que todo sea jazz. En la nación de los superpoderes de viñeta o celuloide hay que ser, como viajero, algo así como un héroe. Con pasaporte, maleta y billete de avión grises y corrientes, mundanos, pero héroe al fin y al cabo; más cuando, al viajar allá donde habremos de encontrar un hogar pasajero, estamos haciendo equilibrios como un niño cuando juega a no caerse al foso del circo y pone un pie tras otro meticulosamente en el bordillo de una acera, del color que sea.

Ya afuera del Aeropuerto Internacional de San Francisco, la guía de viaje que me acompaña me susurra, consciente de no hacer pública mi ignorancia, que el nombre de California, «bastante apropiado para su paisaje tantas veces idealizado, no tiene una significación histórica. La palabra apareció por primera vez como nombre de una isla, situada “muy cerca del paraíso terrestre” y habitada por amazonas, “todas ellas mujeres”, en una famosa novela picaresca española de principios del siglo XVI, Las sergas de Esplandián, de Garci Rodríguez de Montalvo». ¿Así que he atravesado nueve mil quinientos kilómetros, he pasado cuatro horas de espera en Nueva York por culpa del retraso del avión que venía de Houston, el cual he estado a punto de perder por un despiste estúpido que me ha costado una contractura en la pantorrilla al correr más de lo que mi forma física me permite, y todo ello para llegar a saber que tal alusión literaria en la actualidad había estado cerca en el callejero, en la distancia de mis tiempos universitarios en la biblioteca de Filología Hispánica? Aturdido por el descubrimiento, arponeado por el desfase horario que hará que el viaje alcance las veinticuatro horas, saco del bolsillo derecho el segundo tomo del Diccionario de la lengua española y veo que no reconoce el término serga, pero el de María Moliner sí, en plural, como sinónimo de hazaña. El libro, me dice el enésimo volumen enciclopédico que tengo al alcance en mi virtual biblioteca portátil —de acuerdo, reconozco que hecha de pantalla y teclas—, se publicó en Sevilla en 1510, al menos su primera edición conocida ya que se sospecha que hubo otra a finales del siglo anterior, y era el quinto de la serie española de libros de caballerías que se empezó con el Amadís de Gaula. La historia de Esplandián, precisamente hijo primogénito de Amadís y de la princesa Oriana de la Gran Bretaña, no tiene desperdicio alguno, aunque en el El Quijote el barbero y el cura la condenen a la hoguera, de modo que es de extrañar que ese lugar de ensueños y magias llamado Hollywood aún no haya interpuesto entre las páginas de sus ciento ochenta y cuatro capítulos todos sus efectos especiales para que estallen y se incendien cosas en el aire y choquen en el firmamento de la testosterona brillantes espadas. El caso es que este caballero es transportado por medio de una embarcación voladora a la peña de la Doncella encantadora, consigue una espada, también encantada, y mata a tres gigantes aparte de rescatar al rey Lisuarte, su abuelo materno, que estaba preso. Por supuesto, en el periplo se enamorará de una infanta, Leonorina, hija del emperador de Constantinopla, y combatirá con el rey Armato de Persia y los musulmanes hasta que la cristiandad venza y dicho emperador abdique en favor del propio Esplandián, que contrae nupcias con Leonorina. Pues bien, uno de los lugares fantásticos que aparece en esta obra que gozó de una enorme fama en la época es la llamada isla de California, señorío de Calafia, la reina negra de las Amazonas, ya saben, aquellas mujeres guerreras que en la mitología iban montadas a caballo y estaban especializadas en disparar con arco y flechas, haciéndole la greña a los héroes griegos. Calafia —un nombre curiosamente relacionado hoy con la acción de viajar, pues así se llama una compañía aérea mexicana— se enamora de Esplandián, aunque se acabe casando con su primo Talanque. Pero el cambio de expectativas quizá beneficie a este, pues podrá gozar de la que es descrita como «una mujer de proporciones majestuosas, más hermosa que todas las demás, y con todo el vigor de su feminidad»: grande, valiente, valerosa, capaz de realizar «grandes hazañas». ¿Quién no quiere una novia, una superheroína así para ir tranquilo por el mundo? Además, se aseguraba la privacidad mejor que en un chalet residencial: California se muestra así como un lugar inexpugnable gracias a sus acantilados, está solo habitada por mujeres y, por si fuera poco, queda ubicada cerca del paraíso terrenal. En 1536, ese aspecto edénico deslumbraría al conquistador Hernán Cortés —probablemente, sobre todo el hecho de que en ella todo fuera de oro, incluso las armas, por no existir allí otro metal— cuando llegó con su tripulación a lo que actualmente es el estado mexicano de Baja California, que creyó una isla a la que bautizó con el nombre de Santa Cruz, y a la espera, según indicó en su diario, de encontrar la isla de las Amazonas que el libro de Esplandián había divulgado. Curiosamente, se dice que un adversario de Cortés acabó usando el término California para burlarse del que era el tercer viaje fracasado por el Mar del Sur (el Pacífico) del viajero extremeño, que no pudo ir más hacia el norte, en su ansiada búsqueda por encontrar además una vía corta para alcanzar Asia, que suponía, ¡madre del amor hermoso!, al lado de la geografía mexicana. Al final, el destino tenía reservado a Francisco de Ulloa y a Juan Rodríguez Cabrillo las exploraciones que, entre 1539 y 1542, harían que la Corona española —que ya desde el tratado de Tordesillas de 1494 poseía todas las tierras del Nuevo Mundo al oeste de Brasil, más la parte oeste norteamericana de las montañas Rocosas— pasara a tener bajo su poder a «Las Californias», y a imponer su ley tanto a los indígenas como a las gentes de habla hispana que allí vivirían, los californios.

Y como californio que soy, siquiera temporalmente, habré de buscar mis propias sergas en esta Calafia que aún hoy es una mezcla de todo tipo de paisajes imaginables: praderas y llanuras, desiertos y playas escoltadas por palmeras, montañas nevadas y bosques de árboles milenarios. Trataré de justificarme ante el viajero Emerson que criticaba cierta manera necia de viajar recordando cómo en su ciudad natal, tiempo atrás, en una visita justo al otro lado del país por tanto, me senté un rato en el primer piso de la librería de la Universidad de Harvard para curiosear primero y luego resguardarme de un intenso y repentino aguacero y me puse a hojear un librito, Human Happiness, cuyo autor, Pascal, había vivido el mismo número de años que yo iba a cumplir aquella noche. Así las cosas, no transcurrieron demasiados minutos hasta que di con su más célebre pensamiento, el que afirma que la única causa de las desdichas de los hombres estriba en no saber estarse quieto en su habitación.

—Pero, ¿de verdad quieres que pensemos y actuemos de este modo, Blaise? —le dije, no sé si indignado por lo leído o por el cansancio acumulado en aquella jornada, ya en el hotel Acqua de Mill Valley, enfrente de la preciosa bahía de Richardson y un soberbio skyline de montañas al fondo, desde donde haré la excursión en bicicleta—. ¿En serio quieres que me quede para siempre en casa o —ahora hablando, en un salto temporal que solo cuesta un fotograma colocar en la película de todos mis viajes, gracias, Mrs. Elipsis— que no me mueva de aquí para evitar la causa de la posible infelicidad que me espera recorriendo California los siguientes días?

—Con el turismo como actividad institucionalizada, ¿no recomienda todo el mundo lo contrario?, ¿salir al mundo en busca de infinitas oportunidades dichosas? —añade un espontáneo en una de las mesas de lectura contiguas, y yo asiento, aunque sigo a lo mío.

—Michel de Montaigne, al que tanto despreciabas, Pascal, y al que, paradójicamente, no parabas de leer, ¿no es así? —le digo, sabiendo que tal afirmación le va a escocer—, hallaría un aliciente mayúsculo en un tiempo que aún paladeaba el descubrimiento de América. Mira lo que dice la investigadora Sarah Bakewell: «Viajaba tal y como leía y escribía».

—Pero…

—No hay peros que valgan. Está todo muy claro: «Su placer diario se prolongaba al ir “deslizándose relajadamente como se deslizan los cielos”, explicaba, regodeándose, pero con el deleite añadido que procedía de verlo todo por primera vez y con toda atención, como un niño».

Es verdad, me digo en silencio, cerrando el libro de Pascal y sintonizando mis palabras con la excelente música clásica que ponen en la librería, por un momento mil veces más iluminadora y hermosa y trascendente que los miles y miles de libros que tengo alrededor. El autor de los Ensayos, que siempre daba la impresión de ir escribiendo sin orden ni concierto y que es, bueno, perdón por el tono pedante, el paradigma del intelectual que (se) observa y escribe sobre ello, que escribe lo que ve