Una mujer cualquiera vuelve a casa - Jo Alexander - E-Book

Una mujer cualquiera vuelve a casa E-Book

Jo Alexander

0,0

Beschreibung

Un encuentro casual en una gasolinera perdida, un asalto rutinario con consecuencias inesperadas, la mezcolanza de anhelos y de voces en la salida de un hotel para jalear a los jugadores de un famosísimo equipo de fútbol, los pensamientos de una francotiradora en sus largas esperas… Una mujer cualquiera vuelve a casa es un compendio de cómo lo sublime, lo injusto, lo irónico o lo aciago puede aguardarnos, a cualquiera de nosotros, a la vuelta de la esquina de nuestras vidas de rutina. En la mejor tradición de Cortázar o Mamet, con una prosa ágil, elegante, directa como un gancho de derecha, certera como solo las verdades y los mejores escritores saben ser, Jo Alexander nos deja mirar por el ojo de la cerradura del día a día de sus personajes y acceder a ese momento preciso en que sus vidas dan un giro inesperado, las pasiones se toman la justicia por su mano y seres anodinos, convencionales, y otros no tanto, se convierten en víctimas o ejecutores. Con un magistral sentido del humor y del ritmo, del dramatismo y la tragedia, Una mujer cualquiera vuelve a casa nos revela a Jo Alexander como una genial maestra de la prosa más afilada y las historias más oscuras, capaz de generarnos intensas sensaciones con sus palabras. Sus relatos son, definitivamente, un festín para los lectores más exigentes. Demos la bienvenida en Alrevés a una autora con mayúsculas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


 

Jo Alexander (Barcelona) publicó a los veinte años su primera novela, Extrañas criaturas, lo que le abrió las puertas de la escritura de guiones y reportajes en televisión. Sus cuentos dentro del colectivo Les Germanes Quintana precedieron a su segunda novela, L’hivernacle. Tras unos años dedicada exclusivamente a la prensa escrita, publica su tercer libro de ficción, Palas y Héctor.

Una mujer cualquiera vuelve a casa es su cuarto libro en solitario.

 

Un encuentro casual en una gasolinera perdida, un asalto rutinario con consecuencias inesperadas, la mezcolanza de anhelos y de voces en la salida de un hotel para jalear a los jugadores de un famosísimo equipo de fútbol, los pensamientos de una francotiradora en sus largas esperas… Una mujer cualquiera vuelve a casa es un compendio de cómo lo sublime, lo injusto, lo irónico o lo aciago puede aguardarnos, a cualquiera de nosotros, a la vuelta de la esquina de nuestras vidas de rutina.

En la mejor tradición de Cortázar o Mamet, con una prosa ágil, elegante, directa como un gancho de derecha, certera como solo las verdades y los mejores escritores saben ser, Jo Alexander nos deja mirar por el ojo de la cerradura del día a día de sus personajes y acceder a ese momento preciso en que sus vidas dan un giro inesperado, las pasiones se toman la justicia por su mano y seres anodinos, convencionales, y otros no tanto, se convierten en víctimas o ejecutores.

Con un magistral sentido del humor y del ritmo, del dramatismo y la tragedia, Una mujer cualquiera vuelve a casa nos revela a Jo Alexander como una genial maestra de la prosa más afilada y las historias más oscuras, capaz de generarnos intensas sensaciones con sus palabras. Sus relatos son, definitivamente, un festín para los lectores más exigentes.

Demos la bienvenida en Alrevés a una autora con mayúsculas.

Una mujer cualquiera vuelve a casa

Una mujer cualquiera vuelve a casa

JO ALEXANDER

Primera edición: enero de 2025

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ Torrent de l’Olla, 119, Local

08012 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© Jo Alexander, 2025

© de la presente edición, 2025, Editorial Alrevés, S.L.

© derechos negociados a través de Asterisc Agents

ISBN: 978-84-10455-14-6

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

Para Magda y Juan, mis padres

 

 

Hay una luz que no se apaga nunca.

ALGUIEN PEOR QUE TÚ

—¿Conoces el cuento de la rana y el escorpión?

—¿Por qué no te callas, Janin? Llevas toda la noche hinchándome la cabeza.

—Es que eres muy aburrido. Tú y todos los demás. Nada que ver con los polis de la tele.

El inspector Portusach consultaba el informe que había sobre la mesa, pero de pie, sin bajar la guardia. Janin no se daba por vencida, lo bombardeaba con comentarios fuera de lugar o con observaciones absurdas, pero él ya conocía todas las técnicas de distracción habidas y por haber. Era gordo y pasaba de los sesenta años, había comido demasiada mierda durante demasiado tiempo y a estas alturas se sentía por encima del bien y el mal. Esa mujer no lo ponía nervioso. Había conseguido poner nervioso a su compañero, el inspector Sánchez, quien había acabado golpeando la ventanilla del coche ante la inagotable palabrería de ella y la retahíla de preguntas sin sentido. Portusach tampoco había caído en la trampa de la seducción, al contrario que el comisario o incluso Gema, la agente que había custodiado a Janin en el reconocimiento médico y que había quedado fascinada por ella.

Portusach solo sentía curiosidad: no era habitual que una mujer terminara matando no a uno, sino a los dos asaltantes de su casa. Leía el informe por encima de las gafas sin sentarse en el taburete, manteniéndose alerta, como si ella, esposada de pies y manos a la silla, pudiera echar a correr en cualquier momento.

—Bien —dijo al fin, y se abandonó sobre el taburete con tanta confianza que este se desestabilizó y casi le hizo caer.

—Tienes que adelgazar, Portu.

—No vuelvas a hablarme como si nos conociéramos.

—¿Te sabes el cuento de la rana y el escorpión?

La miró con paciencia. Estaba cansado. Ella, en el fondo, también lo estaba, y descansaron la mirada el uno en el otro, como si realmente fueran viejos amigos.

—Ya no tienes edad para estas cosas —dijo ella.

—Tú tampoco, Janin. Estas cosas —y cogió el informe de la mesa—, estas cosas las hacen los chicos de veinte años que se han criado en la calle, que solo han visto porquería y miseria. Pero ¿tú?

—¿Insinúas que esos dos tenían derecho a asaltar mi casa, pero yo no tengo derecho a defenderme porque soy una mujer que pasa de los treinta y cinco?

—Oh, Dios mío. —El inspector se fregó la cara y respiró hondo.

—¿Qué pasa? ¿Que si tienes dinero ya no puedes matar a nadie?

—Janin, no. Solo quiero decir que no debiste llegar tan lejos.

—Cierto, no deberíamos haber ido a la ciénaga, fue un error hacerle conducir tanto tiempo.

Portusach se quedó de una pieza.

—Te secuestró, Janin.

—Fue un error conducir tanto tiempo —repitió ella.

—De acuerdo, fue un error.

Ella asintió con la cabeza varias veces, satisfecha de que él le diera la razón.

—Sí —prosiguió Portusach, tirando de la cuerda—. Sí. Supongo que actuaste con bastante coherencia. Yo soy un hombre y voy armado. Pero quizá, si fuera una mujer que está sola en casa y me atacaran, hubiera hecho lo mismo que tú, quién sabe.

—Hubieras hecho lo mismo, créeme.

Portusach se enderezó en la silla, las vértebras le crujieron cerca de la nuca.

—¿Te hicieron mucho daño?

Ella alzó las cejas en un interrogante.

—Perdona, es evidente que te hicieron daño —continuó él, señalándole los cardenales de la cara. Tenía un ojo amoratado y el labio roto, hacía poco que había dejado de sangrar—. Me refiero a que, en el reconocimiento médico, han encontrado evidencias de penetración por parte de uno de los chicos.

El inspector esperaba que este dato la ablandara y la llevara a explicar con detalle todo lo ocurrido, pero en lugar de esto Janin sonrió con nostalgia.

—Sí, fue Salvador. Qué nombre tan bonito, ¿verdad?

—¿Puedes repetir lo que acabas de decir?

—Ya me has oído. Fue Salvador. En el quilómetro 136 de la carretera.

Portusach se frotó los ojos, intentando reconfigurar su percepción de lo que había ocurrido.

—Entonces, ¿entiendo que fue un acto consentido?

Janin se encogió de hombros como una niña que admite su culpa.

—Es que era un pibón.

—Escucha… —Portusach se levantó de un salto, dominado por una estupefacción demasiado agobiante—. ¿Sabes qué? Necesito un café.

Salió de la salita y entró en la habitación contigua, donde el inspector Sánchez y Gema seguían la sesión tras la pared de cristal.

—Está como una cabra —dijo Sánchez.

—No, no lo está —replicó Gema.

—Ha matado a dos hombres solo porque le han entrado en casa. Está loca.

—No, no lo está —repitió Gema, acercándose al cristal para observar a Janin más de cerca.

—Estás hipnotizada, joder.

—Deja de juzgar a la gente tan deprisa —le soltó Portusach. Se sirvió un café y antes de probarlo se zampó un donut de un mordisco. Luego se secó la frente—. Este giro no me lo esperaba.

—¿De verdad te creías su historieta de la defensa propia? Venga, Portu. Las mujeres han cambiado, te estás quedando atrás.

Portusach se apoyó en la pared y recapituló:

—Ellos creyeron que no había nadie, pero se la encuentran en la cocina, cerca de los cuchillos. Ante el imprevisto, reaccionan con violencia. Ella se defiende. Esto lo puedo entender. Le atesta una cuchillada al primero, llamémosle X, con tan mala suerte que se desangra allí mismo. Ella intenta huir, pero el otro la atrapa y la mete en el coche y se la lleva, porque le ha visto la cara y lo puede reconocer. Hasta aquí todo está claro.

—Sí, clarísimo, una secuencia de puta madre —replicó Sánchez—. Es todo mentira, ¿es que sois idiotas? Esto no cuadra ni que lo enmarques.

Portusach interrogó a Gema con los ojos.

—Yo creo que quería huir con él.

—¿Por qué lo crees?

Gema buscó las palabras adecuadas, pero no las encontró.

—Había sangre en el asiento del copiloto —añadió Portusach—. La pegó, es evidente. Además, ¿qué mujer quiere huir con un intruso?

—Vosotros no habéis visto el cadáver.

Los dos inspectores miraron a Gema como si hubieran oído la peor de las blasfemias.

—Lo siento. Pero es la verdad. Era guapísimo.

—Creo que me estoy poniendo enfermo —gimió Sánchez, sujetándose la tripa.

—Miradla bien, no es el tipo de mujer que aguanta un matrimonio de quince años tranquilamente. Se fue con él por propia voluntad. Y está a punto de explicártelo, Portusach.

Esta vez Portusach se sentó en el taburete con más delicadeza.

—Me hablabas de Salvador, Janin. ¿Por qué te subiste al coche con él?

Janin encogió los ojos y sonrió.

—Qué sensación, viajar de noche a carretera abierta con un desconocido.

—Descríbeme esa sensación.

—Me sentía… libre.

—Muy bien. ¿Adónde querías ir?

—Quería cruzar el río. Pero yo no sé conducir. ¿Te sabes el cuento de…?

—¿Por qué querías cruzar el río?

—¿Por qué no? Al otro lado está la ciénaga. Las ciénagas me gustan. Mi marido, en cambio, las encuentra insulsas, deprimentes, no sé por qué. Quizá porque se le parecen.

—Cuéntame qué pasó desde que subiste al coche con Salvador. Paso por paso, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Los dos corrimos hasta su coche. Lo puso en marcha y nos fuimos a toda velocidad. Le dije que tomara la primera salida hacia la autovía. Estaba muy nervioso.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté. Pero no me respondió—. ¡Que cómo te llamas!

—Salvador.

—¿Salvador? No sabía que todavía existieran nombres como este. Yo me llamo Janin, encantada.

—Baja la navaja, tía. No, mejor dámela. —Alargó la mano hacia mí y casi nos estampamos contra una farola.

—Pon las dos manos sobre el volante.

—Pues tírala atrás.

—No es una navaja, Salvador. Es un cuchillo deshuesador. Se utiliza para retirar los huesos y los tendones de la carne. Tú no cocinas, ¿verdad?

Salvador miró el cuchillo, y al ver la sangre y los trocitos de cartílago de su amigo en la hoja se trastornó bastante, porque vomitó por la ventana.

—Ahora no me va bien que te encuentres mal. —Limpié el cuchillo en la falda de mi camisón—. Mira hacia adelante.

De pronto me dio un puñetazo. El dolor me subió hasta el cerebro. Lo miré y a continuación me estampó la cabeza contra la ventanilla. Pobrecito. No sabía que los golpes me excitan.

—Ahora coge la siguiente salida hacia la autovía.

En la autovía apenas circulaba nadie. Una carretera vacía e interminable bajo la noche estrellada. Media luna, buenos augurios. Le pedí que aflojara, porque estaba conduciendo como cegado.

—Haz el favor de calmarte.

Aún puedo verlo. Cogía el volante como si fuera lo único consistente que quedara en el mundo. Como si el asiento y el suelo del coche pudieran abrirse en cualquier momento y él precipitarse hacia abajo, hacia un abismo. Tenía un perfil escandaloso. El mío es accidentado, pero nadie se da cuenta. El suyo, en cambio, era escandaloso, de tan bonito. Me pregunté por qué alguien tan bello se dedicaba a robar a la gente, qué le había tenido que pasar para que terminara delinquiendo. Cualquier mujer hubiera pagado por mantenerlo. Quizá abusaron de él, quizá lo manosearon las manos equivocadas, ya me entiendes. La belleza despierta lo mejor y lo peor de todos nosotros. Vi que lloraba.

—¿Por qué lloras?

Pero él no contestó. Inspector, yo no tolero que no me contesten. Mi marido dejó de contestarme muy pronto, cuando nuestro primer hijo era muy pequeño. Volvía del trabajo y, muchas veces, cuando yo le dirigía la palabra, no me contestaba. Era como si no me oyera. Algún engranaje en su cabeza hizo clic y se desconectó de la mayoría de las cosas que yo le decía. Agarré a Salvador por el pelo y le tiré la cabeza hacia atrás hasta que dejó de ver el parabrisas. El coche zigzagueó. Dejé que se asustara un poco. Cuando gritó, le solté.

—¡Que por qué lloras!

Se enjuagó las lágrimas. No tendría más de veinte años.

—Porque José está muerto.

—Sí, seguramente. ¿Lo querías mucho?

Él se lo pensó.

—Contéstame.

Finalmente dijo que sí.

—Y una mierda. ¿Cuánto tiempo hacía que lo conocías?

—No lo sé. Dos o tres años.

—No lo querías una mierda. Lloras porque tienes miedo. Di: tengo miedo. No vuelvas a engañarme.

—Tu familia… —sollozó—. Tú no vives sola…

—Mi familia se fue ayer de vacaciones y yo me he quedado aquí unos días porque estoy hasta los huevos de mi familia.

—Vale, no te enfades.

—Perdona. Supongo que tu familia tampoco lo hizo demasiado bien.

—No. —Y volvió a dominarlo el llanto.

Siento debilidad por los hombres que lloran. Cuando lloráis, me desarmáis totalmente. ¿Has llorado alguna vez delante de tu mujer, Portu? Tienes que probarlo. Prepárate un drama. Pero debes saber cómo hacerlo, debes ensayar la introducción, la tonalidad de las palabras, cómo encajar el gesto de la cara. No llores como un bebé, sino como un hombre que tiene miedo. Le sacarás lo que quieras.

Hice parar a Salvador en la esplanada, en el quilómetro 136. Al bajar las ventanillas, me sorprendió el silencio. Por las noches los olores se desprenden de las cosas. «Qué bonito es el mundo cuando estás donde debes estar», pensé. Entonces él encendió la luz del techo y por fin pudimos vernos con claridad, cara a cara, sin estorbos. Le enjuagué los ojos con la palma de la mano. Los tenía grandes y marrones. Llevaba el pelo desgreñado y una camiseta gastada de los Celtics. En el bíceps, el tatuaje de un águila con las alas abiertas resaltaba la palidez de su piel, como si en lugar del cielo surcara la nieve.

—Escucha, yo trato muy bien a mis hijos. Solo que no soporto que la gente abuse de mí. A veces pasa que te encuentras con alguien que es peor que tú, ¿entiendes?

Él dijo que sí y cogió un paquete de tabaco, pero solo quedaba un cigarrillo. Lo compartimos. Fumaba con la contundencia de quien lleva fumando toda la vida, y mientras me fijaba en sus facciones me di cuenta de que envejecería deprisa.

—Yo era muy bonita, a tu edad.

—Todavía eres bonita.

Me miraba con el mismo deseo con que me había mirado en la cocina, al verme por primera vez. Tiró la colilla afuera.

—Sácate esto —me dijo.

Mi camisón estaba salpicado de sangre de arriba abajo. Me supo mal que él tuviera que ver todo el tiempo parte de su amigo estampado en mi ropa. Me lo saqué; por suerte me cuido mucho los pechos desde que amamanté a mis hijos, porque me los agarró como…

Portusach se aclaró la garganta con incomodidad.

—No hace falta que me expliques la escena con detalle, Janin, solo quiero que me confirmes que fue consentida por tu parte.

—Sí, lo fue. Lo hacía igual que fumaba.

—Muy bien. —El inspector tuvo que esforzarse para levantar el culo del taburete—. ¿Quieres un café, o un vaso de agua?

—Prefiero una Coca-Cola, gracias.

Sánchez miraba a Janin a través del cristal con los brazos cruzados y una sonrisa de satisfacción.

—Una asesina de película, ya os lo decía.

—No, tú decías que estaba loca —replicó Gema—. No es lo mismo.

—Las discusiones filosóficas sobre el bien y el mal las dejamos para luego, si os parece —replicó Portusach. De repente estaba de muy mal humor y notaba los síntomas incipientes de una buena jaqueca.

Gema le acercó un café:

—No tenemos Coca-Cola.

Él hundió la mirada dentro del vaso, como si tras el líquido negro se escondieran las respuestas que buscaba. Gema y Sánchez respetaron ese momento de introspección. Luego ella intentó espabilarlo:

—Así pues, se carga al primer chico en la cocina, de una puñalada, sabe perfectamente dónde pinchar para que se desangre. Cuando se lo saca de encima, engancha al otro y lo obliga a huir con ella bajo la amenaza de matarlo también. El sexo…, bueno, ya sabemos que las personas violentas siempre acaban metiendo el sexo de por medio. Por algún motivo, quizá porque al final él no la corresponde o intenta huir, ella acaba perforándole el corazón.

Portusach había visto muchas cosas a lo largo de cuarenta años de servicio, pero pocas veces le había temblado el pulso como ahora.

—No entiendo el móvil, y no tiene antecedentes. Tal vez padece un episodio psicótico del que aún no ha salido —dijo.

—Se parece demasiado a tu hermana, a tu hija o a tu mujer —replicó Sánchez—. ¿Y qué? La gente mata y punto.

—Pobre chico —se lamentó Gema—. Cuánto debió de arrepentirse de entrar en esa casa anoche. Tuvo que sufrir mucho.

—Sí. —Portusach respiró hondo y abrió la puerta—. La verdad es que no sé si quiero oír el final.

El informe sobre la mesa le pareció un instrumento inútil, fuera de lugar, como un escupitajo. Vio los datos impresos, la información relevante subrayada en rojo, y pensó: «En el fondo no sabemos nada de los demás».

—¿Te estás divirtiendo, inspector?

Él se sorprendió.

—¿Te lo estás inventando todo?

—No. ¿Por qué habría de inventarme cosas que juegan en mi contra? Desde el principio he admitido mi culpa. Ellos me atacaron y yo los tuve que matar. O ellos o yo, así es como fue.

—No tenemos Coca-Cola —dijo el inspector, dejando el café sobre la mesa—. Deja que se enfríe. —Se había dado cuenta de que tendría que quitarle las esposas para poder bebérselo—. Y ahora —continuó, sentándose en el taburete—, explícame cómo te atacó Salvador.

—La gente siempre acaba por traicionarnos, ¿no crees?

—Supongo que sí.

Estábamos sobre la hierba. Salimos del coche y nos tumbamos en la hierba, cerca del camino. Era un chico muy dulce. ¿Lo has hecho alguna vez a la intemperie, bajo las estrellas? Es incomparable. Nos quedamos abrazados un rato, a resguardo de los faros del coche. Hacía mucho tiempo que yo no era feliz. De vez en cuando él me miraba de la misma forma en que me había mirado en la cocina, cuando su amigo encendió la luz y me encontraron allí sin esperarlo. Con la misma sorpresa e intensidad. Así es como queremos que nos miréis, Portu, como si fuéramos una maravilla. Luego me dijo:

—¿Por qué no volvemos a tu casa, lo limpiamos todo, la dejamos como si no hubiera pasado nada y nos fugamos juntos? Si no lo hacemos, la Policía te buscará, y a mí también.

Y me pareció una buena idea, porque yo tengo dinero, y si eliminábamos todas las evidencias, si hacíamos desaparecer a su amigo, podíamos empezar una nueva vida. Las mujeres, a veces, se van con otro, ¿verdad? Le dije que sí. Regresamos al coche y sacó una sudadera del asiento de atrás.

—Ten, ponte esto.

Me sentí diez años más joven, con tan solo esa sudadera y las bragas puestas…

De repente, una sombra de tristeza empañó los ojos de Janin y guardó silencio.

—¿Dónde estaba la navaja? —tanteó Portusach.

—No era una navaja, hostia, era un cuchillo deshuesador. Sirve para…

—Sí, ya lo sé —se impacientó el inspector.

—Lo tenía yo, el cuchillo.

—Entonces, volvisteis al coche y ¿qué ocurrió?

—Nada. Dimos media vuelta.

—Pero no llegasteis muy lejos. Os encontramos a dos kilómetros. Janin, me acabas de decir que ese chico te atacó.

—Creía que soy idiota. Dimos media vuelta, en dirección contraria a la ciénaga. Yo quería cruzar el río. De repente se puso a cantar, a tararear. Me miraba de reojo y tarareaba, igual que mis hijos cuando la han liado bien gorda y quieren disimular. Enseguida entendí que lo que pretendía era engañarme, que al llegar a mi casa, cuando me bajara del coche, él se largaría. Por eso quería volver, para dejarme. Esto era lo que quería. —Dedicó a Portusach una mirada interrogante—. ¿Verdad que sí?

La intención era tan evidente que a Portusach se le escapó una sonrisa.

—Sí.

—Nunca puedo hacer lo que yo quiero; siempre, siempre me quieren tener encerrada en casa.

—Pero, Janin, tú querías comenzar una nueva vida con él. Te enamoraste de él a primera vista. ¿Por qué llegar al extremo de matarlo?

Janin miró al techo un momento, después exhaló un suspiro cansado y finalmente respondió:

—¿Te sabes el cuento de la rana y el escorpión?

VIRGINIA

Mantén la lámpara encendida y con aceite.

(Parábola de las diez vírgenes)

Mateo 25

Billy

Decían que Kenneth Faraday había vuelto de Canadá, donde se había dedicado a aterrorizar a los vaqueros de la frontera, y que tras pasar dos años entre rejas sin ver la luz del sol, por aquello del ferrocarril, había ido a caer muerto al prostíbulo de Abilene. Descansaba en el porche del prostíbulo, esa tarde, junto a Larry Willis, su inseparable. Tomaban el fresco adormecidos en los balancines, los sombreros calados hasta las cejas; entre los dos no sumaban tantos años como cicatrices, y ni siquiera se movieron cuando el chico de Greyhood llegó con las malas noticias.

El chico se llamaba Billy Corney. Al verlo descabalgar sin demasiada destreza, Kenneth alejó la mano de la pistola.

—Me llamo Billy —se presentó el chico, quitándose el sombrero—. Vengo desde Greyhood. —Y miró a Kenneth—. ¿Es usted Kenneth Faraday?

—Eres muy inocente si crees que alguien te responderá a esta pregunta —dijo Larry desde su balancín.

Pero Billy estaba seguro de que el otro era Faraday, porque al contrario que los hombres que había ido encontrando por el camino, este era muy pálido y la ropa le quedaba ancha, por haber estado encarcelado tanto tiempo.

—Llevo semanas buscándole, señor. Alguien está matando a todos los chicos de Greyhood. No sé si está enterado.

—Me alegro de no vivir allí, pues —respondió Kenneth Faraday con voz cansada.