Una noche en parís - Lynne Graham - E-Book

Una noche en parís E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Supuestamente, la falsa relación del multimillonario Dante Lucarelli con la camarera Belle Forrester debía durar solo dos semanas y el único objetivo era ayudarlo a firmar un contrato. Pero Dante había subestimado la arrolladora atracción que había nacido entre ellos en cuanto se conocieron. Una asombrosa noche de pasión en París cambiaría el curso de su conveniente acuerdo para siempre.

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Lynne Graham

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una noche en París, n.º 2733 - octubre 2019

Título original: His Cinderella’s One-Night Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por HarlequinEnterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la OficinaEspañola de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-693-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DANTE Lucarelli, acaudalado propietario de una empresa de energías renovables, recorría la carretera que bordeaba la costa sobre una poderosa moto, disfrutando del viento en la cara y de una extraña sensación de libertad. Durante unas horas todos sus problemas se habían evaporado, pero el momento mágico terminó y, al recordar sus obligaciones como invitado, dejó de apretar el acelerador para que su anfitrión, Steve, lo adelantase.

–¡Me has dejado ganar! –protestó Steve, dándole un puñetazo en el brazo mientras aparcaban las motos–. Así no tiene gracia.

–No quería hacerte quedar mal delante de tus vecinos. Además, la moto es tuya –Dante, con el pelo negro revuelto, los dientes blanquísimos en contraste con sus bronceadas facciones, sonrió a su viejo amigo del colegio–. ¿Así que esta es tu última aventura?

Dante miró los pinos que rodeaban la terraza del restaurante, situado sobre un lago con una playa de arena. Tenía un aire marchoso, alegre, casi caribeño.

–Así es.

–Un sitio muy discreto para un hombre que se gana la vida levantando rascacielos, ¿no?

–Déjame en paz –replicó Steve, un corpulento rubio con aspecto de jugador de rugby–. Es un sitio de temporada y funciona muy bien cuando hace buen tiempo.

–Y da trabajo a mucha gente de la zona –se burló Dante, sabiendo que Steve se tomaba muy en serio su responsabilidad para con la gente del pueblo.

Steve Cranbrook era un hombre generoso y una de las pocas personas en las que confiaba.

Estaban en el sureste de Francia, una zona rural, algo alejada de las zonas más turísticas, donde Steve había comprado un château para pasar los veranos con su familia. Su numerosa familia, pensó Dante intentando contener un escalofrío. Steve tenía cuatro hijos pequeños, dos pares de mellizos de menos de cinco años que habían exigido su atención desde que llegó a Francia el día anterior. Por eso había agradecido tanto poder salir un rato del château. No porque no le gustasen los niños sino porque no estaba acostumbrado e intentar contener a los sociables hijos de Steve era como intentar parar un huracán formado por innumerables brazos, piernas y charlatanas lenguas.

–No es eso –protestó Steve–. Invierto cuando veo una buena oportunidad y si se trata de una buena causa intento contribuir. Por aquí no hay muchas oportunidades de trabajo.

Dante se sentó en un banco de madera hecho de un tronco gigante y miró las ramas de los árboles moviéndose con la brisa y a un grupo de chicos que bromeaba en la barra.

–Seguro que este es el único restaurante que hay en muchos kilómetros –comentó.

–Así es. Y la comida es buena. Viene mucha gente cuando hace buen tiempo –respondió su amigo–. Bueno, cuéntame, ¿cuándo tienes la reunión con Eddie Shriner?

–En dos semanas. Y aún no he encontrado a una mujer que me ayude a controlar a Krystal.

–Pensé que Liliana iba a hacerte el favor –dijo Steve.

–No, al final no ha podido ser. Liliana quería un anillo de compromiso como incentivo –admitió Dante, frunciendo el ceño–. Aunque sería un compromiso falso, no pienso arriesgarme a pasar por eso, ni siquiera con ella.

–¿Un anillo de compromiso? ¿Por qué necesitaba un anillo de compromiso para librarte de Krystal?

Dante se encogió de hombros.

–Era una cuestión de orgullo. Según ella, solo se habría reconciliado conmigo después de haber roto hace años si ponía un anillo de compromiso en su dedo y que eso mismo es lo que pensaría Krystal.

–Tu vida amorosa… –Steve sacudió la cabeza–. Si no dejases a tantas mujeres amargadas y resentidas, no estarías en esta situación.

Dante apretó los labios en silencioso desacuerdo. Él no tenía intención de casarse y formar una familia y nunca le había mentido a ninguna mujer al respecto. En su vida no había sitio para el amor y siempre lo dejaba bien claro. Él no se ataba a las mujeres, nunca lo había hecho y nunca lo haría. Liliana, una exnovia que se había convertido en amiga, era la única excepción. La respetaba y sentía gran afecto por ella, pero no estaba enamorado.

Su opinión sobre el amor y el matrimonio se había desmoronado desde que pilló a su tramposa madre en la cama con uno de los mejores amigos de su padre. Su presuntuosa madre, que criticaba a los demás por el menor error y les daba la espalda sin pensarlo dos veces cuando no estaban a la altura de sus expectativas. Dante había entendido entonces que sus padres tenían un matrimonio abierto, aunque debería haberlo imaginado porque nunca había visto gestos de cariño entre ellos.

Pero había sido su incapacidad de amar a Liliana lo que dejó claro que había heredado los genes de sus fríos progenitores, pensó, sombrío.

Solo había sentido verdadero cariño por su hermano mayor, Cristiano, y su muerte, un año atrás, había sido el golpe más duro de su vida, dejándolo atormentado por el sentimiento de culpa. A menudo pensaba que si hubiera sido menos egoísta podría haberlo salvado. Trágicamente, Cristiano se había quitado la vida porque nunca había sido capaz de defenderse. Soportando la intolerable presión de sus exigentes padres e intentando desesperadamente complacerlos como el hijo mayor y el heredero, Cristiano se había derrumbado ante la presión.

Lo único que podía hacer para honrar su recuerdo era recuperar su finca, el paraíso al que su hermano solía ir cuando la vida era demasiado para él. Tras la muerte de Cristiano, sus padres habían vendido la finca a Eddie Shriner, un promotor inmobiliario casado con la más amargada de sus exnovias, Krystal. Pero incluso casada con Eddie, Krystal seguía haciendo descarados intentos de volver a meterse en su cama. Era incorregible y lo último que Dante necesitaba era que tontease con él mientras intentaba llegar a un acuerdo con su marido.

–¿Por qué no contratas a una acompañante que se haga pasar por tu novia? –sugirió Steve, bajando la voz–. A cambio de dinero, claro.

–¿Contratar una acompañante? Eso suena sórdido y peligroso –murmuró Dante, observando a una joven bajita que estaba frente a la barra con una bandeja.

Su pelo, tan rojo como una hoguera de Halloween, era una alegre masa de rizos sujeta por un prendedor. Tenía una piel de porcelana y las piernas de una diosa, pensó, observando las viejas botas vaqueras, la falda de flores y un top ajustado sobre el que asomaba la curva de unos pechos muy generosos. Tenía un sentido de la moda algo peculiar, desde luego.

–Se llama Belle… ¿me estás oyendo? –lo llamó Steve al ver que seguía mirando a la chica. Con dificultad, Dante apartó su atención de las tentadoras curvas y el clásico rostro ovalado y volvió a mirar a su amigo–. Se llama Belle –repitió Steve, con un brillo de humor en sus ojos castaños.

–¿Y qué hace una chica tan guapa trabajando como camarera en un sitio como este? –preguntó Dante, notando con irritación el deseo que latía en su entrepierna.

–Esperando una oportunidad –respondió Steve–. Está intentando ahorrar dinero para volver a Gran Bretaña y rehacer su vida. Tú podrías llevártela a Londres.

–¿Por eso me has traído aquí? ¿Desde cuándo hago yo nada por nadie? –protestó Dante, levantando sus gafas de sol para observarla mejor.

Casi fue un alivio descubrir que tenía pecas en la nariz. Por fin un fallo en medio de tanta perfección, pensó. Se preguntó entonces de qué color serían sus ojos.

–No, ya sé que no, pero se me ha ocurrido que podríais haceros un favor el uno al otro. ¿Por qué no la contratas? Belle está en un apuro. Ah, y hay un perro en la historia. Te gustan los perros, ¿no?

–No.

–Belle es una buena chica… y es muy guapa. Llevan todo el verano haciendo apuestas en la barra para ver quién consigue ligársela.

–Qué bien –murmuró Dante, haciendo un gesto de disgusto–. No, lo siento, no me interesan las buenas chicas.

–Pero no tendrías nada con ella –insistió Steve–. Tú necesitas una novia falsa y ella necesita dinero. Le he ofrecido un préstamo, pero no lo ha aceptado porque es una persona honrada. Me dijo que no podía aceptar el dinero porque no sabía cuándo podría devolvérmelo.

–Es camarera, fin de la historia –replicó Dante–. Yo no salgo con camareras.

–Eres un esnob –dijo Steve, sorprendido–. Por supuesto, sabía lo de la sangre azul, el palazzo, el título de tu familia y todo los demás símbolos de riqueza que tú dices despreciar…

–¿Qué haría una camarera en mi mundo? –lo interrumpió Dante, desdeñoso.

–Lo que tú le pagases por hacer, que es más de lo que puedes decir de las estiradas mujeres con las que sales –señaló su amigo–. Sería un contrato, sencillamente. Aunque no sé si ella aceptaría.

Dante no dijo nada porque sus ojos se habían encontrado con los de la joven, que se acercaba para atenderlos. Tenía unos ojos muy grandes y brillantes de un tono azul oscuro, casi violeta, que destacaban en esa piel de porcelana.

Sí, era guapísima.

Belle había observado a los dos hombres que habían llegado en moto. Todo el mundo conocía a Steve, el propietario del restaurante, un tipo simpático y humilde a pesar de su dinero y su éxito como arquitecto. Steve era un hombre de familia con cuatro niños preciosos y una bella mujer española, pero su invitado no se parecía nada a él. Eran como el día y la noche.

Él era muy alto, de aspecto atlético, y se movía como un hombre que se sentía a gusto con su propio cuerpo. Su pelo, negro azulado y despeinado por el viento, caía casi hasta rozar sus anchos hombros. Incluso en vaqueros, con una sencilla camisa de algodón, era como un magnífico felino, hermoso y salvaje… y probablemente igual de peligroso.

Su compañero de trabajo, un usuario habitual de las redes sociales, identificó al extraño como Dante Lucarelli, un magnate italiano que se había hecho millonario en el campo de las energías renovables.

Belle se acercó a la mesa para preguntarles qué querían tomar y, cuando el italiano levantó la mirada y se encontró con unos vibrantes ojos dorados rodeados por unas pestañas larguísimas, fue como si un detonador hubiese explotado dentro de ella. Todo su cuerpo parecía estar ardiendo.

Nerviosa y ruborizada, tomó nota y volvió a la barra a toda prisa. Era un hombre extraordinariamente guapo… y lo sabía. ¿Cómo no? Cualquiera que viese esa cara en el espejo todos los días se daría cuenta de lo guapo que era. Y, aunque no se mirase mucho al espejo, todas las mujeres del bar estaban pendientes de él y tenía que notar la atención que despertaba.

Belle sabía que debía estar roja como un tomate. Odiaba no poder controlar ese rubor, que la avergonzaba a los veintidós años igual que cuando era adolescente. Diminuta, pelirroja, con pecas y con unos pechos demasiado grandes para alguien de su estatura, no había sido precisamente popular en el colegio.

Dante esbozó una sonrisa al ver que se ponía colorada. ¿Cuándo había visto a una mujer ruborizarse de ese modo? No lo recordaba, pero él no solía cometer el error de asociar rubor con timidez o inocencia. No, más bien con la atracción sexual. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo deseasen. Le había pasado desde los dieciséis años, cuando perdió la virginidad con una de las amigas de su madre, en un gesto de rebeldía tras descubrir la aventura extramarital de su progenitora. A los veintiocho años, daba por sentado que el noventa y nueve por ciento de las mujeres se irían a la cama con él si mostrase el menor interés. Y rara vez tenía que hacerlo. El sexo era frecuentemente ofrecido en bandeja de plata sin que él tuviese que hacer nada.

Belle llevó las cervezas intentando no mirar al extraño. Era normal fijarse en un hombre atractivo y ponerse colorada no era culpa suya. No podía controlarlo y se había acostumbrado como había tenido que acostumbrarse a tantas otras cosas desafortunadas.

Pensó entonces en la mala suerte que parecía perseguirla desde siempre. Su madre no la quería y su padre no había querido saber nada de ella. Su abuela, Sadie, le había dicho que esa falta de interés era un pecado de sus padres y que no debía tomárselo como algo personal.

Sus abuelos sí la habían querido, pensó, sintiendo que sus ojos se empañaban. Pero sus abuelos habían muerto y pensar en ellos la entristecía porque le recordaba que estaba sola en el mundo, sin nadie en quien apoyarse cuando las cosas iban mal. Y en Francia las cosas habían ido muy mal.

Dante estudiaba a Belle mientras se movía por el local, intentando imaginarla con un vestido de alta costura. Pero, por alguna razón inexplicable, su cerebro solo formaba imágenes de ella desnuda. Un nuevo vestuario la haría infinitamente más presentable pero, por supuesto, tendría que dejar de morderse las uñas. Un hábito tan desagradable, pensó.

–¿Qué hace en Francia? –le preguntó a Steve, señalando a Belle con la cabeza.

–Solo sé lo que he oído por ahí. Dicen que vino hace tres años como acompañante de una anciana inglesa que vivía en el pueblo. Al parecer, la pobre mujer sufría demencia, pero la familia dejó sola a Belle. El médico del pueblo la ayudó en lo que pudo, pero no creo que fuese muy agradable para ella.

Dante enarcó una oscura ceja.

–¿Por qué no volvió a casa cuando la dejaron sola?

–Sentía afecto por la anciana y no quería abandonarla.

–¿Y cómo terminó aquí, en el restaurante?

–La anciana murió de un infarto y su familia vendió la casa inmediatamente. Dejaron a Belle en la calle, sin dinero para volver a Gran Bretaña. Tampoco quisieron saber nada del perro, Charlie –le contó Steve, cuando un chucho que necesitaba un buen corte de pelo se acercó para recibir una caricia.

Dante no se molestó en mirar al animal.

–Así que le diste trabajo aquí.

–El gerente del local le dio trabajo y alojamiento aquí, sí. Duerme en una vieja caravana, detrás de los árboles. Sola con el perro.

–Qué desastre de vida –dijo Dante–. No me interesa, yo prefiero a los ganadores.

–Pero los perdedores son menos exigentes cuando se trata de negociar y sé que tú no tienes escrúpulos –replicó Steve–. Seguro que no te importa aprovecharte de las desgracias de los demás.

Dante esbozó una sonrisa.

–Ser implacable es algo que llevo en los genes.

–Salvo con tu hermano. He perdido la cuenta de las veces que le sacaste las castañas del fuego –dijo Steve–. Dices que no eres sentimental y, sin embargo, mira hasta dónde estás dispuesto a llegar para recuperar esa finca.

Dante apartó la mirada.

–Eso es diferente.

–Debe serlo. La primera vez que te alojaste en la cabaña de Cristiano te pareció un infierno.

–No me gusta la vida al aire libre, pero mi hermano siempre fue un apasionado de la Naturaleza. ¿Quieres otra cerveza? –le preguntó, haciéndole un gesto a Belle con la botella.

–No, gracias. Sancha tendrá la cena hecha y odia que llegue tarde a cenar.

–Solo son las ocho.

–A mi mujer no le gusta tenerme muy lejos –admitió Steve, con evidente orgullo.

Dante hizo una mueca. La idea de ver su libertad restringida de ese modo le daba escalofríos.

–Oye, no desprecies el matrimonio hasta que lo hayas probado –protestó su amigo.

–No tengo la menor intención de probar –replicó Dante, esbozando una sonrisa burlona–. Pero necesito una novia temporal y puede que la haya encontrado.

Mientras Belle se inclinaba para servir la cerveza, Dante admiró sus generosos pechos y, de nuevo, tuvo que cambiar de postura. Él no era un adolescente cachondo. ¿Por qué reaccionaba de ese modo?

Irritado consigo mismo, dejó un billete sobre la mesa y le dijo que se quedase con el cambio.

–Es demasiado –protestó ella, claramente incómoda.

–No seas boba, no tiene importancia –replicó Dante–. Me gustaría hablar contigo un momento cuando acabe tu turno.

–Estoy muy cansada, pienso irme directamente a la cama –respondió la joven.

–Espera un momento, no me despidas antes de saber lo que tengo que decirte –la urgió Dante–. Es posible que tenga un trabajo para ti, un trabajo que podría llevarte de vuelta a tu país.

Belle lo miró, sorprendida.

–¿Qué tipo de trabajo?

Dante apoyó la espalda en la balaustrada que rodeaba la terraza.

–Te lo contaré más tarde… cuando acabe tu turno.

Belle volvió a ruborizarse. Estaba tan seguro de sí mismo que la sacaba de quicio. Había lanzado el anzuelo y esperaba que lo mordiese. Bueno, pues no iba a hacerlo. ¿Qué tipo de trabajo podía ofrecerle aquel hombre? Un hombre rico como él usaría una agencia para contratar a cualquiera.

Por otro lado, no tenía razones para sospechar que fuese a ofrecerle algo inmoral. Ella no era precisamente irresistible, no era una de esas bombas sexuales por las que los hombres movían montañas. Ella solo recibía ofertas de chicos muy jóvenes, convencidos de que una extranjera podría ofrecer un revolcón más emocionante que las jóvenes de la zona.

Aunque tal vez Dante Lucarelli tenía un pariente anciano que necesitaba un cuidador. Pero incluso para ese tipo de trabajo habría gente más cualificada que ella. El destino la había forzado a hacer ese papel cuando su abuelo se puso enfermo. Había tenido que dejar los estudios para cuidar de él cuando le diagnosticaron una enfermedad terminal porque hubiera sido impensable no hacerlo cuando sus abuelos la habían querido y cuidado de ella desde que era un bebé.

Tracy, su madre, había sido una modelo a quien le gustaba la buena vida, pero el padre de Belle se negó a casarse cuando quedó embarazada y ella no tenía intención de ser una madre soltera que debía luchar para sobrevivir. La había dejado en casa de sus abuelos cuando solo tenía unas semanas de vida y solo se la llevó en una ocasión, cuando tenía catorce años, pero había sido un desastre porque los hombres eran lo primero en la vida de Tracy.

Entre los cinco y los catorce años, Belle no la había visto ni una sola vez. Seguía su vida con la ayuda de un mapa y alguna postal. Cuando, a los catorce años, Tracy se la llevó a vivir con ella… para devolverla a casa de sus abuelos unos días después, fue una decepción terrible. El amante de Tracy se le había insinuado y su madre lo había pillado in fraganti. Por supuesto, Tracy lo había perdonado, culpándola a ella por el pecado de haber llamado su atención. Después de eso, Belle no había vuelto a verla hasta el funeral de su abuelo, cuando Tracy volvió a casa solo para apoderarse de la herencia.

–Ya tienes edad para cuidar de ti misma –le había dicho cuando le pidió ayuda económica–. No me pidas nada más. Tu padre dejó de pagar la pensión hace cuatro años y ahora, por fin, también yo puedo librarme de ti.

Sin embargo, Belle había sacrificado muchos años de su vida, y su educación, para cuidar de su abuelo. Y también había ahorrado todo lo posible para que Ernest, su abuelo, no tuviera que vender la casa para pagar una residencia.

Por supuesto, a Tracy no le importaba nada de eso. Había vendido todo lo que podía ser vendido y la había dejado sin un céntimo y durmiendo en el sofá de un amigo en Londres. Por eso, el puesto de trabajo con la señora Devenish le había parecido un regalo caído del cielo.

Necesitaba un sitio en el que vivir y Londres era una ciudad carísima. Además, la idea de trabajar fuera del país le había parecido una aventura. Había aceptado pensando que solo tendría que cocinar, limpiar y acompañar a la anciana. Creyó que tendría tiempo libre para explorar la zona y no se le ocurrió que terminaría atrapada, trabajando veinticuatro horas al día en un aburrido pueblo en el que ni siquiera había un café.

Cuando terminó su turno miró hacia la playa y vio a Dante Lucarelli entre los pinos. ¿Estaba esperándola? Por supuesto, iba a preguntarle en qué consistía ese trabajo. No podía dejar pasar la oportunidad de volver a casa porque el restaurante cerraría en cuanto terminase el verano, ¿y qué haría entonces? Ni siquiera tenía permiso de residencia. Al menos en Londres podría pedir las prestaciones por desempleo si no tenía más remedio.

Después de despedirse de sus compañeros, y con Charlie siguiéndola, Belle bajó a la playa. Dante era solo una silueta oscura bajo los árboles, pero cuando dio un paso adelante y la luna iluminó sus facciones Belle tuvo que tragar saliva. Tenía los ojos brillantes y la sombra de barba acentuaba una boca tan… sensual. Belle sentía que le ardía la cara y, de repente, agradeció la oscuridad, sabiendo que estaba como un tomate de nuevo.

–¿Belle es el diminutivo de algo? –le preguntó él, a modo de saludo.

–De Tinkerbelle –admitió ella, a regañadientes–. Desgraciadamente, mi madre pensó que era un nombre simpático para una niña, pero mis abuelos siempre me llamaron Belle. Belle Forrester.

–¿Tinkerbelle? Eso es de una película, ¿no?

–De Peter Pan –respondió Belle, haciendo una mueca–. Tinker Bell era el hada con alitas.

–Imagino que si tuvieras alas habrías vuelto volando a tu casa –comentó Dante, burlón.

–Sí, claro. Bueno, el trabajo del que me has hablado…

–El trabajo es algo inusual, pero totalmente legal –le aseguró él, ofreciéndole su mano–. Mi nombre es Dante Lucarelli.

–Sí –murmuró Belle, rozando apenas sus dedos–. Me lo ha dicho mi compañero.

–Bueno, háblame de ti.

–No hay mucho que contar. Tengo veintidós años y dejé los estudios a los dieciséis, pero me gustaría retomarlos cuando vuelva a Londres. Es necesario tener un título para ganarse la vida.

–¿Por qué dejaste los estudios?

–Tuve que cuidar de mi abuelo cuando se puso enfermo –Belle se dejó caer sobre un banco bajo los árboles–. Cuando él falleció, vine a trabajar aquí. Cuidaba de una anciana inglesa, pero la pobre murió hace unos meses.