Una semana de placer - Zona prohibida - Jc Harroway - E-Book

Una semana de placer - Zona prohibida E-Book

JC Harroway

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Beschreibung

Una semana de placer Jc Harroway Alex Lancaster era un adicto a la adrenalina, además de un atractivo multimillonario británico que podía resultar peligroso. Cuando Libby le dijo que estaba harta de los hombres que vivían al límite, Alex se propuso convencerla para que se arriesgara tanto en el plano profesional como en el personal. Libby estaba dispuesta a apostar fuerte, pero solo si con la recompensa lo ganaba todo… Zona prohibida Clare Connelly El multimillonario Jack Grant era completamente inalcanzable para Gemma Picton. Era un hombre salvaje, peligroso y… su jefe. Pero cuando pasaron de trabajar hasta muy tarde a algo más, Gemma se dio cuenta de que la realidad superaba todas sus fantasías, ¡y había fantaseado mucho con Jack! Sin embargo, él estaba emocionalmente herido y cuando Gemma quiso sanar su corazón, además de disfrutar de su cuerpo, supo que se había metido en problemas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 77 - agosto 2021

 

© 2018 JC Harroway

Una semana de placer

Título original: A Week to be Wild

 

© 2018 Clare Connelly

Zona prohibida

Título original: Off Limits

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2018

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-974-6

Índice

 

 

Créditos

Índice

Una semana de placer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Zona prohibida

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Olivia Noble atravesó las puertas de acero y cristal que daban paso al lujoso restaurante del piso treinta y uno del edificio más alto de Londres, The Shard, siguiendo al viejo profesor. Todavía sentía un cosquilleo en el estómago después de la vertiginosa subida en el ascensor, con aquella impresionante vista panorámica de los edificios más icónicos de la ciudad. Siendo neoyorquina, estaba acostumbrada a aquellos rascacielos que desafiaban la gravedad, siempre que podía, los evitaba.

—Ah, los otros siguen en el bar.

El profesor McBride le hizo un gesto para que lo precediera hacia aquel grupo de hombres trajeados. Las piernas de Libby vacilaron con aquellos tacones de diez centímetros sobre la alfombra mullida, mientras trataba de controlar la reacción que la adrenalina le provocaba. Aquel elegante y sofisticado restaurante bien podía haber sido un restaurante de carretera por lo poco que se estaba fijando.

Era directora de su propia empresa de marketing en Nueva York y estaba acostumbrada a hablar en público. Eso no quería decir que disfrutara haciéndolo ni que no hubiera pasado nervios durante la presentación de cuarenta minutos que había hecho en la London Business School. De hecho, le había hecho mucha ilusión que la invitaran a participar en tan prestigioso seminario, sin caer en la cuenta de que nadie al otro lado del charco habría oído hablar de su pequeña y competente compañía.

El resto de los ponentes estaban reunidos en el bar, formando pequeños grupos enfrascados en conversaciones. Varios alzaron la vista al ver llegar a Libby y al profesor McBride, y a algunos los reconoció del seminario, en particular aquel rostro que había llamado su atención. Era un rostro difícil de ignorar.

Alex Lancaster.

Sus ojos se desviaron de la conversación y, por encima de las cabezas que los separaban, fue a posarse en ella, desnudándola con la mirada. Un estremecimiento se le originó en las entrañas y se le extendió por las piernas. Aquellos ojos… la intensidad con la que atravesaban el objeto de su atención…

Parecía un chico malo de película, un caballero pícaro y granuja y un desaliñado surfista, todo en un mismo y suculento lote. En aquel momento poco se evidenciaba del surfista, vestido como iba con un traje de chaqueta a medida que probablemente costara más que el pago de una anualidad completa de la hipoteca de su modesto apartamento de apenas cincuenta metros cuadrados. El único guiño a aquel lado salvaje era un mechón revuelto de pelo oscuro que parecía resistirse a quedarse en su sitio, hiciera lo que hiciese.

Libby apretó los muslos y agarró con fuerza el bolso.

—¿Le apetece una copa de vino, querida? —le preguntó el profesor McBride.

Libby asintió. Sus ojos ardían al sostener la mirada de Alex Lancaster más de lo que hubiera sido prudente o cortés. Probablemente no era la única mujer allí a la que la mirada de aquel atractivo espécimen del género masculino le provocaba visiones medio pornográficas.

Irguió la espalda y apartó la mirada, parpadeando repetidas veces para aliviar el escozor de los ojos. Resopló. ¿A quién pretendía engañar? Todos sus pensamientos se tornaban pornográficos mirando a aquel hombre. Se estiró la chaqueta. Había llegado el momento de volver a centrarse.

Era una profesional respetada en el mundo empresarial, dueña de una exitosa compañía de marketing, lo que le había valido una invitación para participar en el seminario sobre líderes empresariales del futuro.

Volvió su atención de nuevo al profesor McBride y a sus interminables disertaciones, concentrándose en no desviar la mirada hacia el señor Lancaster, la única persona de su edad en el grupo.

Libby dejó de prestar atención a la aburrida conversación, soplando discretamente para apartarse unos mechones de pelo del rostro. ¿Por qué le provocaba aquel hombre ese intenso efecto? Quizá su secretario tenía razón y necesitaba disfrutar de unas buenas vistas. Iba a tener que concederle un aumento a aquel escocés tan deslenguado o darse de alta de una vez en aquella aplicación de citas de la que no paraba de hablarle.

Aunque tal vez no.

Sus pensamientos volvieron a centrarse en el multimillonario que estaba al otro lado del profesor. Podría despojarlo de aquel traje, hundir los dedos en su pelo y dirigir su cabeza hacia abajo mientras la incipiente barba de sus mejillas dejaba huella en la zona más sensible de sus muslos y…

Vaya, aquello era muy fuerte. Algo debía de tener el agua inglesa. Era la única explicación.

Carraspeó apartando aquellos pensamientos de la cabeza y desvió la vista hacia sus zapatos favoritos mientras volvía a concentrarse en la voz del profesor McBride.

— … y este es Alex Lancaster, uno de nuestros antiguos chicos de oro, benefactor de la universidad y uno de los patrocinadores del seminario de hoy, aunque estoy seguro de que no necesita presentaciones.

El profesor McBride concluyó arrastrando las últimas palabras al verse requerido por un miembro de la facultad.

Antes de que pudiera prepararse mentalmente para admirar de cerca su impresionante físico, Alex tomó su mano entre la suya, provocándole un hormigueo que se le extendió desde la muñeca y que hizo que se le erizara el vello del brazo.

Inteligente, con vista para los negocios y extremadamente atractivo; era evidente que Alex Lancaster se había llevado el premio en la lotería de genes.

Y por supuesto que lo conocía. Todo el mundo lo conocía. Además, se había documentado antes de llegar el día anterior. Era uno de los multimillonarios más brillantes de Gran Bretaña y, aunque no era el más rico, su fama en la toma de decisiones acertadas solo era superada por su carisma y por aquella sonrisa con la que se ganaba a mujeres de todas las edades.

Quizá fuera el hoyuelo de su mejilla lo que le daba aquel aire inocente a la vez que travieso. O aquellos expresivos ojos color caramelo que tanto destacaban desde las portadas de las revistas en las que aparecía. Fuera como fuese, la había dejado tan desarmada que su voz la traicionó.

—Señorita Noble, ha sido una charla interesante.

Sus labios se curvaron y apareció el hoyuelo en toda su intensidad. Aquella sonrisa podía derretir a cualquiera. Y su voz profunda…

Su elegante y ajustado traje, su habitual uniforme, se transformó en una camisa de fuerza. Era la única explicación del súbito acaloramiento de su piel y de que el vello de todo su cuerpo se hubiera erizado.

—Encantada de conocerlo, señor Lancaster.

Libby apartó la mano de la suya, aunque de nada le sirvió para aliviar el infierno que la envolvía. Estaba demasiado cerca y era demasiado viril.

«Cálmate, Libby. No es más que un traje».

—Su reputación está bien justificada.

Se frotó con los nudillos la incipiente barba de la mejilla y sus ojos oscuros brillaron.

Libby recuperó el habla.

—Vaya, tiene un talento peculiar, señor Lancaster, uno del que las revistas de cotilleos y los periódicos económicos no dicen nada.

Libby deslizó la palma de la mano por la falda y volvió ligeramente el cuerpo para que no viera aquel gesto que le había provocado el efecto que había tenido sobre ella. La idea de que aquel hombre hubiera puesto su atención en ella, aunque solo fuera por su perfil empresarial, le provocaba una sensación ardiente en los rincones más inoportunos.

Al ver que fruncía ligeramente el entrecejo, Libby continuó hablando.

—Se le da perfectamente fundir un insulto con un elogio.

Fijó la mirada por detrás de él y enarcó las cejas antes de pasar a su lado para saludar a alguien a quien acababa de reconocer.

—Si me permite…

Él rio y en sus ojos color caramelo aparecieron unas motas doradas.

Un camarero bloqueó la vía de escape de Libby, al parecer con una bandeja de elegantes copas de champán. Esbozó su sonrisa más cortés al camarero, decidida a apartarse de aquel estúpido carismático que tenía delante de ella, por muy atractivo que fuera. Con sus casi dos metros de altura, era la personificación de las fantasías de casi todas las mujeres, fantasías que nunca había imaginado hasta que había puesto los ojos en don Testosterona.

—Discúlpeme —dijo y al sentir su mano tomándola del brazo, Libby se quedó inmóvil—. Lo que quería decirle era que la suya ha sido la conferencia más entretenida de la mañana. Había oído hablar de su trabajo. Soy empresario y me gusta estar al corriente de las noticias del mundo de los negocios.

Su labio rozó el borde de su copa y le sostuvo la mirada. Había una mezcla de provocación y desafío en sus ojos mientras la observaba.

Su mano, aún en su brazo, le transmitía un intenso calor a través de la fina lana de su chaqueta favorita. Era grande, estaba bronceada y tenía una suave capa de vello oscuro que asomaba bajo el puño de su camisa de lino. Unas ligeras durezas alteraban la perfección de sus largos y elegantes dedos. Al retirar la mano, reparó en sus cuidadas uñas cuadradas.

Contuvo el repentino impulso de preguntarle si se hacía la manicura a diario. ¿Sería así como los multimillonarios británicos llenaban sus días? Claro que también podía dedicar sus manos a otras actividades, como a acariciarle los pezones.

Hacía mucho tiempo que…

Liberada, recuperó la compostura, tratando de independizar su mente de las garras de sus hormonas.

—Siento no poder devolverle el cumplido. Me he perdido su charla.

Nunca volvería a trabajar para ningún gigante de la tecnología de la información. ¿Por qué había tenido que cruzarse en su radar?

Él encogió un hombro sin dejar de mirarla, como si su visión de rayos X hubiera abierto agujeros en su ropa.

Aquel traje gris le sentaba como un guante. Parecía de cachemir. Llevaba una corbata en tonos cobrizos que resaltaban aquellas motas doradas de sus ojos, enmarcados por pestañas oscuras.

Libby cerró las manos en puños para evitar abanicarse su rostro acalorado.

De vuelta a su plan de escape.

Como si la viera venir, Alex se colocó ante ella, impidiéndole la visión con su ancho pecho.

—Me alegro de haberla conocido. Me han gustado sus consejos profesionales.

Dio otro sorbo a su bebida, sin dejar de estudiar su rostro y su cuello. Si hubiera seguido bajando, aquella conversación habría terminado, por muy guapo que fuera.

—Tal vez deberíamos volver a vernos para intercambiar impresiones. ¿Qué le parece si quedamos a comer?

Entonces alzó una ceja, en un movimiento perfectamente calculado e irresistiblemente tentador.

Si su cuerpo no hubiera reaccionado de aquella manera, habría aceptado. La compañía que había creado de adolescente, Lancaster IT, se había afianzado a nivel global en los últimos años. Las ventas de software médico al mercado asiático habían convertido a su fundador y presidente en alguien asquerosamente rico. Cualquier relación empresarial de su compañía de marketing con aquel gigante internacional le daría el prestigio que necesitaba para llevar su negocio al siguiente nivel.

Pero no soportaba la arrogancia. Alex Lancaster no solo era conocido por su intuición en los negocios, sino por la temeridad en su vida personal. Solo de pensar en sus aventuras de playboy, sentía un escalofrío.

Aun así, decidió aceptar.

—Me siento halagada. Pídale a su asistente que llame al mío. Estoy segura de que podremos organizar algo.

Sacó una tarjeta del bolso y se la dio, con cuidado de no rozarle los dedos.

—Aunque en este momento, mis clientes me tienen demasiado ocupada.

¿Qué estaba diciendo? Aquello era perfecto para su pequeño e incipiente negocio. ¿Estaba dando largas a una cuenta de aquella magnitud por otra ínfima? ¿En serio? ¿Y todo porque era mucho más atractivo en persona y hacía que le temblaran los muslos y se le humedeciera la ropa interior?

Alex volvió la tarjeta haciendo un hipnótico juego de malabares con los dedos. ¿Qué otras cosas sabría hacer con aquellos dedos tan diestros?

Libby apartó la vista. Volvía a mirarla fijamente y clavó los ojos en la alfombra. No solían incomodarla los silencios, en especial en reuniones de negocios. Pero aquel hombre le hacía perder la compostura.

—Está… Puede encontrarlo todo en mi página web.

Estaba tartamudeando. Una exitosa mujer de negocios de veintiocho años con un máster en marketing estaba tartamudeando.

Alex ni miró la tarjeta, que seguía volteando entre sus dedos.

—Me gusta mucho su aportación personal. Ha hecho maravillas para Kids Count.

¿Por qué le interesaba su trabajo en una pequeña obra benéfica? Aun así, no podía negar que le había dado mucho prestigio.

Sin dejar de observarla por encima del borde de la copa, volvió a dar otro sorbo a su champán.

—Yo también participo en una organización benéfica.

Se guardó la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta, cerca del corazón.

Aquel gesto le resultó extremadamente íntimo y le provocó una sensación cálida en el vientre. No había ninguna duda de que necesitaba sexo.

—Estoy dispuesto a pagar.

Aquella referencia al pago podía ayudar a alcanzar un acuerdo.

Provenía de una de las familias más influyentes del Reino Unido y, habiendo crecido en un entorno empresarial, había fundado su primera empresa con un préstamo que le había hecho su padre de diez mil libras.

Pero algunas cosas no estaban en venta. No había ninguna duda de que estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería, a tomar decisiones y a dar órdenes. Bueno, pues con ella no.

—Estaré encantada de ponerle en contacto con Sonya, mi socia y directora de marketing, aunque teniendo en cuenta que en breve se tomará la baja por maternidad, le sugiero que no tarde mucho.

De ninguna manera trabajaría codo con codo con aquel hombre, no después de que un simple cruce de miradas en un salón al darse la mano le hubiera provocado aquella explosión de hormonas. La imagen de ambos retozando entre las sábanas blancas de la enorme cama del hotel la aturdía. ¿Sería tan exigente en la cama? Y ella, ¿accedería a darle lo que quería? Ella también tenía sus necesidades sexuales…

Alex se pasó la lengua por el labio inferior, en un gesto que mantuvo cautiva su atención durante largos segundos. Libby sacudió la cabeza y apartó la vista.

Sus pensamientos libidinosos la aturdían. Había llegado el momento de apartarse de él y de su inquietante magnetismo.

—Encantada de conocerlo.

Libby puso fin cortésmente a la conversación y dejó caer la mano a un lado. Lo mejor sería no volver a tocarlo por si acaso tenía que salir corriendo al baño para poner fin a aquel sufrimiento.

Como si pudiera adivinar sus pensamientos, él esbozó una medio sonrisa, alzó la barbilla y la miró entornando los ojos.

—El placer ha sido mío, Olivia.

Pronunció su nombre exagerando su acento británico, despertando y poniendo en alerta sus rincones más femeninos.

 

 

Libby hizo una mueca de fastidio, deseando que la cámara de su ordenador explotara.

—¿Qué es lo que has dicho? ¿Estás loca?

Sonya se acarició el abultado vientre, se acomodó en el sofá y apoyó los pies en la mesa de centro del despacho de Libby en Nueva York.

Aquella videoconferencia y las cinco horas de diferencia entre Nueva York y Londres suponían que su mano derecha estaba en su hora del almuerzo, descansando en el sofá de Libby. Al parecer, era más cómodo que el del despacho de Sonya, aunque Libby sospechaba que su amiga echaba de menos tenerla cerca para comentar las ideas que se le iban ocurriendo. Formaban un gran equipo.

El rostro de Sonya llenó la pantalla al echarse hacia delante y mirarla a través del ciberespacio.

—No puedo ocuparme de esa cuenta como es debido en el poco tiempo que me queda —dijo recostándose en los cojines, como si el simple hecho de hablar la agotara—. ¿Por qué quieres que me ocupe yo? Es evidente que te quiere a ti. Además, estás allí mismo.

Sonya dio otro bocado a su sándwich y colocó otro cojín en la parte baja de su espalda.

Solían comer juntas los días en que ambas estaban en la oficina y aprovechaban para hablar de las cuentas y sincronizar sus agendas. Aquel día, por alguna razón inexplicable, probablemente el cambio horario, Libby había contado los detalles de su encuentro con Alex Lancaster e iba a tener que pagar el precio.

—Es arrogante… e increíblemente maleducado para ser inglés.

Además de sexy, con una mirada soñadora en los ojos y una agudeza que le hacía desear desafiarlo para ver qué pasaba.

—Dilapida su dinero.

Y la miraba como si tuviera ante él un suculento bistec y llevara meses alimentándose solo de verdura.

Aunque, ¿acaso no se había fijado en él como en un objeto, en aquel trasero firme bajo sus impecables pantalones a medida? ¿Acaso no había dirigido la mirada más de una vez al bulto de su entrepierna, preguntándose qué se ocultaría bajo el tejido?

No quería contarle a Sonya la reacción que le había provocado. Su amiga había conocido a Callum. Se había dado cuenta de que algo había pasado en su encuentro con Alex Lancaster, pero no quería confiarle las fantasías que había despertado en ella. Ni siquiera ella sabía cómo había surgido. No, no era el momento adecuado.

Tres años sin sexo era demasiado tiempo. Odiaba tener que reconocerlo, pero su secretario, Vinnie, tenía razón.

—¿Y? —preguntó su amiga desde el otro lado de la pantalla—. Son negocios. Esta cuenta y sus contactos podrían darnos a conocer en Europa, en Asia… ¡en el mundo!

La mirada de incredulidad de Sonya le amargó el té, aquel brebaje que se había preparado en la habitación de su hotel. Lo apartó a un lado y en su lugar bebió de una botella de agua, tratando de ganar tiempo.

No tenía sentido negarse a escuchar la propuesta de Alex Lancaster. Olfato empresarial. Claro que el mismo instinto que la había llevado lejos en su exitosa carrera empresarial era el mismo instinto que le decía que se mantuviera alejada de él. Era demasiado carismático, encantador y viril. La reacción que le había provocado aquella tarde se lo había confirmado. Era peligroso.

No le gustaba arriesgarse. Y, a pesar de todo lo que aquel hombre había conseguido, no podía soportar su fama de temerario.

—Bueno, si aceptas la cuenta, las consecuencias pueden ser las mismas para la compañía —dijo esbozando su sonrisa más convincente—. Hay una ventaja añadida. Piensa en todos los bártulos de bebé que podrás comprar.

«Vaya golpe bajo, Libby».

Sonya resopló. Probablemente estaba demasiado incómoda como para haber comprendido el sentido del comentario de Libby.

—De ninguna manera. No tendré tiempo. Además, al final tendrás que ocuparte tú cuando tome la baja por maternidad. Lo cierto es que debería habérmela tomado ya. No me gustaría dar a luz en el ascensor, con la única ayuda de Vinnie. Ya sabes el escándalo que arma. Acabaría matándolo y entonces, ¿en qué situación te dejaría?

Un nudo en el estómago puso fin a sus dudas acerca de la cena. Todavía tenía que encontrar a una persona que sustituyera a Sonya. Los posibles candidatos que había entrevistado hasta la fecha no estaban lo suficientemente preparados para sustituirla.

Ambas estaban hechas del mismo barro. Habían estudiado en la misma universidad y juntas habían creado Noble and Pullman.

En cualquier momento, Sonya iba a dejar un importante vacío en su pequeña y preciada compañía.

Como si hubiera oído su nombre, Vinnie, el secretario de Libby, una persona excesivamente franca y sin pelos en la lengua, entró en el despacho y asomó la cabeza por detrás del hombro de Sonya, apareciendo su rostro en la pantalla. Lo saludó con la mano, aliviada de tener una excusa para dejar de pensar en su reticencia a trabajar con Lancaster IT y su atractivo fundador.

—¿Cómo van las cosas, Vinnie? ¿Alguna respuesta más?

Había contactado con varias empresas de Londres, confiando en cerrar algún acuerdo antes de volver a casa.

—Lo cierto es que no.

Vinnie hablaba con un marcado acento escocés que muchas veces le costaba entender.

—¿Quieres que haga algunas llamadas?

Libby suspiró. Se le daba bien su trabajo. Era capaz de vender cualquier cosa, pero a veces le resultaba difícil darse a conocer. No acababa de superar sus humildes comienzos.

—No, ya me ocupo yo. Y si nadie me recibe, al menos aprovecharé para hacer turismo unos días. Tal vez incluso conozca a la reina.

No recordaba la última vez que se había tomado vacaciones, y el asombro de los dos rostros que la miraban desde la pantalla confirmó que su sugerencia les había sonado raro.

Necesitaba cambiar de tema antes de que Vinnie sacara una lista de locales de entretenimiento para solteros en Londres y Sonya empezara con su cantinela de que ya era hora de pasar página.

—¿Estás cuidando de Sonya?

Su amiga puso los ojos en blanco y Vinnie sonrió.

—Bueno, ya sabes cómo es. Digamos que lo estoy intentando. Si acabo ayudando a nacer a este pequeño —añadió acariciando el vientre abultado de Sonya—, quiero una subida de sueldo.

Los tres rieron, pero se adivinaba cierto nerviosismo de fondo. Libby no debería haberse marchado en un momento tan crucial. Pero se había sentido demasiado tentada cuando la habían invitado a un viaje con todos los gastos pagados a la ciudad de sus sueños y muy halagada de que le pidieran que diera una conferencia.

—He venido a contarte que Alex Lancaster llamó está mañana. Pidió tu teléfono personal —dijo Vinnie.

Libby se enderezó en su asiento, con el corazón latiéndole al doble de velocidad.

—No te preocupes, jefa, no se lo he dado. Aunque es un joven muy insistente.

Libby apretó los labios. A Vinnie le sobraba atrevimiento para todas las cosas ridículas que decía. Aquella simple definición no hacía justicia a Alex Lancaster.

—Parece que sabe en qué hotel te estás quedando, así que te llamará. Dijo que tenía que hacerte una proposición de negocios —añadió sonriendo, haciendo el gesto de comillas con los dedos—. Y quería hablarlo contigo antes de que te marcharas de Londres.

A punto estuvo de atragantarse con el té.

Sonya la miró con los ojos muy abiertos, se echó hacia delante y miró directamente a la cámara.

—¿Ves? Realmente te quiere a ti —dijo entornando los ojos.

Libby se mordió el labio inferior, evitando hacer cualquier comentario. Lo último que necesitaba era que aquel par de casamenteros sacaran una idea equivocada de las intenciones de Alex Lancaster. Había hablado demasiado.

Se puso nerviosa ante la idea de hablar con él y volver a verlo. Bueno, no tenía por qué contestar su llamada. Ya había oído su propuesta y su respuesta seguía siendo la misma.

En aquel instante, el teléfono del hotel sonó, sobresaltándolos a los tres. Se quedó inmóvil mirando el aparato durante dos o tres timbres. Tenía que ser él. Nadie más sabía dónde estaba, a excepción de las dos personas que la miraban con emoción e intriga.

—Contesta —dijo Sonya, gesticulando para que descolgara el auricular.

Se quedaron a la espera. A veces le fastidiaba que aquellos dos la conocieran tan bien.

Enderezó los hombros, decidida a comportarse con profesionalidad. Él no dejaba de ser un hombre de negocios, otro cliente en potencia. Libby se llevó el dedo índice a los labios, indicándoles que permanecieran en silencio. Luego, volvió el ordenador hacia la pared. Sonya y Vinnie podrían oír su parte de la conversación, pero no podrían verla mientras hablaba.

—Aquí Libby Noble.

Su voz sonaba fatigada, como si hubiera estado corriendo un maratón.

Relajó la fuerza de la mano y se quitó los zapatos debajo de la mesa. Sentía la tensión en el cuello solo de saber que Sonya y Vinnie estaban escuchando. Llevaban cuatro años trabajando y divirtiéndose juntos, y la habían visto en sus mejores y peores momentos. Aunque lo de la diversión era un decir, porque apenas se había divertido desde la muerte de Callum.

—Olivia, soy Alex Lancaster.

Oyó su voz profunda al otro lado de la línea y puso los ojos en blanco. ¿Por qué no podía tener una voz normal, un tono monótono que la dejara fría?

Libby Carraspeó.

—Señor Lancaster, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Llámame Alex.

Su voz sonaba más grave por teléfono y su acento más marcado. Quizá fuera porque sin la distracción visual, sus sentidos estaban más alerta.

—Esperaba persuadirla para que reconsiderara mi oferta.

Solo escuchándole hablar le hacía pensar en sexo. Su voz, profunda y autoritaria, destilaba control. Debería resultarle insoportable. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Quizá fuera el cambio horario lo que estuviera alterando sus biorritmos. Se alisó los pliegues de la falda, buscando algo que hacer con sus dedos inquietos.

—Creía que lo había dejado claro esta mañana.

—¿Ah, sí?

Lo único que había dejado claro era lo atraída que se sentía por él y que eran sus hormonas las que llevaban el timón de su barco hacia aguas desconocidas y peligrosas, llenas de fantasías salvajes.

—Quería explicarte mejor el proyecto. Creo que ya te conté que soy el presidente de una organización benéfica con sede aquí en Londres.

¿De veras se lo había contado? Había estado demasiado concentrada en el roce de su mano y en el ligero mareo que le había provocado su colonia.

—Se llama Able-Active. ¿Has oído hablar de ella?

Libby tomó un bolígrafo del escritorio y empezó a hacer círculos al ritmo de las palabras de Alex. Sería capaz de estar horas oyéndole hablar, sobre todo si lo que le decía era provocativo. Su voz la envolvía como si fuera una manta, cálida, sensual y con un tono ronco capaz de despertar todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, en especial aquellas que estaban en su entrepierna.

—No, lo siento, no la conozco.

—Ese es el problema. En este momento, la organización solo acepta miembros de la zona sudeste del país. Quiero darla a conocer por las principales ciudades del Reino Unido. Hay muchos niños ahí fuera que necesitan todo tipo de ayudas, Olivia, niños que se merecen lo que Able-Active puede ofrecerles.

Aquello despertó su interés.

—¿A qué se dedica la organización?

Rápidamente escribió Able-Active en el buscador de su teléfono móvil y entró en la página web.

—Es para niños con todo tipo de habilidades. Es un centro recreativo de aventuras, una especie de campamento.

—Entiendo. Bueno, le deseo suerte, señor Lancaster. Ese objetivo merece la pena.

¿No podía tener algún defecto? Mal aliento, mal gusto, pésimo sentido del humor…

—Claro que merece la pena y…

Se quedó callado como si estuviera buscando la palabra adecuada. Quizá aquel hombre despiadado y temerario tuviera un lado blando.

—Es importante para mí, por eso quiero a los mejores trabajando a mi lado.

—He hecho mis indagaciones y usted es el mejor. He leído que le dieron un reconocimiento y también el artículo tan halagador que el presidente de Kids Count escribió en la publicación Charity Times.

Siguió un silencio tenso y Libby se recostó en el respaldo de su asiento. No le cabía ninguna duda de que él también habría hecho sus averiguaciones. Se lo había dejado claro aquella misma mañana con su comentario acerca de su reputación. Era un empresario astuto, intuitivo, de mente ágil y decidido. Cualquiera que estuviera considerando contratar a alguien desconocido, habría hecho sus deberes.

Ella había hecho lo mismo, dedicando toda la tarde a buscar información en internet y en su página web. No recordaba ninguna mención a su organización benéfica. Había estado demasiado ocupada deleitándose con fotos suyas sin camisa, en alguna exótica isla. También se había quedado absorta, viendo una y otra vez algunas de sus charlas solo para escuchar su voz, sin dejar de imaginarse cómo estaría sin aquellos elegantes trajes.

Olía a cruzada personal. No. Probablemente dedicaba la misma determinación y osadía que a cualquier iniciativa que emprendía.

Libby permaneció en silencio. ¿Por qué aquella reticencia a trabajar con él? Despertaba en ella algo así como un perverso rasgo de su personalidad que se deleitaba negándole sus deseos. ¿Lucha de poder? Eso no era muy maduro de su parte y, desde luego, no era bueno para los negocios.

—Estoy segura de que hay muchas empresas que podrían ocuparse de diseñar la estrategia.

Sí, había trabajado en una campaña para una organización benéfica estadounidense y seguramente podía encontrar lo que necesitaba allí, en el Reino Unido.

Alex suspiró.

—Mira, consigo todo lo que quiero, Olivia. Tú has demostrado tener una visión clara de la actual situación social. Tienes facilidad para transmitir ideas acertadas e innovadoras, y eso está beneficiando a Kids Count de manera notable. Quiero lo mismo para mi organización.

¿Su organización?

—Por eso propuse tu nombre a la London Business School cuando me pidieron que diera la conferencia de hoy.

Libby contuvo una exclamación. ¿La había recomendado personalmente? Siendo él el patrocinador de la conferencia, estaba corriendo con todos sus gastos, incluida aquella habitación de hotel. Posó la mirada en la cama. La imagen de él desnudo y despatarrado allí, diciéndole lo que quería con aquella voz tan sensual, hizo que sus latidos se aceleraran. De ninguna manera iba a acceder.

«Consigo todo lo que quiero». Aquella arrogancia…

De nuevo, su mente se desvió. ¿La quería a ella? No había dejado de fantasear con estar a su lado desde que lo había conocido. Por mucho que le costara tanto profesional como personalmente, le demostraría que no siempre se salía con la suya.

—Bueno, espero que tenga un buen contable en Able-Active. No muchas organizaciones benéficas que están empezando cuentan con presupuesto para marketing.

Sus servicios personales no eran baratos, por muy atractivo que fuera el hombre que iba a pagar el cheque.

—Ese es problema mío. ¿Puedes empezar mañana?

«Arrogante, imbécil presuntuoso».

—Señor Lancaster, el dinero no me hará cambiar de idea.

En todo caso, haría que colgara antes. A diferencia de don Milloneti, no había tenido una infancia privilegiada de colegios privados y vacaciones en la nieve. Su padre no tenía yate; de hecho, no tenía padre. Al igual que su madre, había trabajado mucho para conseguir lo que tenía y valoraba cada céntimo que gastaba, a pesar de la ropa de marca que vestía y del coche de alta gama que conducía. Frivolidad no formaba parte de su vocabulario.

—¿Y qué puede hacerte cambiar de idea?

Había empleado aquel tono sensual con el que se lo imaginaba en la cama.

Si le hubiera pedido que trabajara para su compañía tecnológica, aquella conversación ya habría terminado. Volvió a fijarse en la página web de Able-Active, aquellos rostros sonrientes de niños disfrutando de actividades al aire libre.

—Es muy importante para mí, Olivia.

Pronunciaba su nombre completo como si fuera un pequeño secreto entre ellos.

—¿Por qué?

—Por razones personales. Tenía una hermana —contestó, y tras una breve pausa, añadió—: Espera, te daré un incentivo.

Era evidente que no quería hablar de su hermana. Ella también tenía temas de su pasado de los que no le gustaba hablar.

—En dos meses termina el contrato de marketing de Lancaster IT —continuó—. Si me ayudas con Able-Active, el contrato es tuyo.

—¿Sin conocer mi trabajo? Eso es ridículo.

¿Estaba loco? ¿Cómo había alcanzado el éxito tan joven? Las decisiones precipitadas y el despilfarro no formaban una buena combinación. No se había equivocado con él: era un temerario.

—Simplemente haz lo que hiciste en Kids Count y estaré satisfecho.

Hmm… ¿Qué aspecto tendría un Alex satisfecho? Libby se quedó pensativa. Sonya tenía razón. Una cuenta como aquella llevaría a su empresa a la primera división. Sería una gran recompensa después de tantos años de esfuerzo. ¿Podría contener la atracción que sentía por él hasta que acabara el trabajo? Seguramente, sí. Además, no podía olvidar que estaba aprovechando su estancia en el Reino Unido para hacer nuevos contactos. Aquello era un sueño que empezaba a acariciar.

Aun así, seguía dudando.

—Quizá Sonya podría empezar proponiendo unas ideas y luego, cuando se tome la baja por maternidad, yo me haría cargo.

Eso no tenía sentido. ¿Qué le pasaba? Se sonrojó, sabiendo que Sonya estaría oyendo aquellas sandeces que salían de su boca. Ella estaba en Londres y su amiga en Nueva York, a punto de dar a luz a su bebé en cualquier momento.

—Te quiero a ti.

Cerró los ojos y su libido la transportó hasta un mundo de fantasía. ¿Qué se sentiría siendo la destinataria de ese comentario en otro momento y contexto? ¿Le daría lo que su cuerpo tanto deseaba? ¿Un par de orgasmos alucinantes? ¿Estaría dispuesta a cederle el control de su vida y dárselo todo por unos minutos de disfrute?

Controló su respiración agitada y mentalmente se llamó al orden. Era una implacable mujer de negocios. Tenía veinte empleados a su cargo, se esforzaba por conseguir buenos contratos y era reconocida en su sector. No podía derrumbarse ante el atractivo de un cliente, por muy bonitos que fueran sus ojos o su voz. No merecía la pena correr el riesgo de perder el control.

Pero aquella era una buena oportunidad empresarial. Un contacto de aquella importancia le permitiría elegir al sustituto de Sonya. Y cuando su amiga regresara de su baja por maternidad, estarían preparadas para comerse el mundo.

Tenía que tener cuidado. A pesar de sus fantasías, un hombre como Alex rápidamente se haría con todo lo que le ofreciera.

Contuvo la respiración, decidida a mostrarse profesional. Al fin y al cabo, aquello eran negocios.

—Le pediré a mi secretario que llame al suyo para que vayan haciendo los preparativos.

Libby levantó la barbilla, aunque sabía que no la estaba viendo.

—Me encargaré de la redacción de los contratos.

Casi podía oír su sonrisa victoriosa al otro lado de la línea telefónica.

—Es un placer hacer negocios con usted, señor Lancaster.

Colgó y dejó salir el aire de sus pulmones, recreándose en una única palabra: placer. ¿De veras lo sería?

Cuando dejó de sentir el rostro acalorado, volvió a colocarse frente a la pantalla, ante sus amigos.

Sus sonrisas lo decían todo.

Maldita fuera, ¿qué había hecho?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Alex Lancaster detuvo la cinta de correr y tomó la toalla que había dejado en el pasamanos para secarse el sudor del rostro. Prefería correr por los parajes de Oxfordshire o por la orilla del Támesis, pero cuando pasaba las noches en la ciudad, tenía que conformarse con la cinta de correr. Además, aquel día necesitaba llevarse al límite para superar su ansiedad.

A pesar de los cuarenta minutos de ejercicio, no había podido quitarse de la cabeza a Olivia Noble.

Después de comprobar que no tuviera ningún mensaje urgente en el teléfono, encendió la televisión que colgaba de una de las paredes de su amplio despacho para sintonizar las noticias y se fue a la ducha.

Se metió debajo del chorro de agua e ignoró la tensión de su entrepierna, provocada por aquella sofisticada mujer morena de curvas generosas. Ya de lejos le había parecido atractiva, pero de cerca le había impactado. Era atrevida, inteligente y tenía respuesta para todo.

Cerró los ojos y recordó la sensualidad de su voz grave. Hablaba como si tuviera un problema de laringitis o el hábito de fumar, pero sabía que no era así. Había rastreado internet en busca de detalles sobre ella, llenando los vacíos con fantasías ligeramente perversas.

Unas fantasías que se inspiraban en la melena oscura que llevaba recogida en una elegante coleta, en las provocadoras curvas de las caderas que se adivinaban bajo las estrechas faldas que llevaba y en el escote que había visto aquella mañana, cuando al apartarse de él, su blusa se había ceñido a sus pechos, dejando entrever lo suficiente como para provocarle una erección.

Tampoco la conversación que habían mantenido por teléfono había sido de mucha ayuda.

Se enjabonó el pelo, castigándose con el movimiento de sus dedos. Nunca antes había tenido que insistir tanto para convencer a alguien de que trabajara para él. Sus empleados lo adoraban. Les ofrecía un seguro de asistencia sanitaria excelente, más vacaciones de las que establecía la ley e interesantes bonos por el trabajo bien hecho. También premiaba a sus mejores diseñadores de software con una estancia de una semana en el hotel que tenía en los viñedos de Oxfordshire para fomentar su lealtad. En consecuencia, entre el personal tenía a los mejores de una industria altamente competitiva y global.

Olivia Noble se había mostrado casi ofendida cuando había mencionado sus tarifas. Era imposible que fuera tan ingenua. Le gustara o no, el dinero era lo que hacía que el mundo girara, cualquier persona que se dedicara a los negocios lo sabía. Y, por lo que había podido averiguar, Olivia se merecía aquel reconocimiento, algo que aumentaba su fascinación por ella.

Había obtenido la licenciatura de Comercio siendo la primera de la clase, tenía un máster en Marketing y en cuatro años había convertido su empresa en una de las diez más importantes de Nueva York. Su trabajo en la organización benéfica Kids Count era lo que le había hecho fijarse en ella.

¿Tendría algo que ver su reticencia con la química que parecía haber entre ellos? ¿Sentiría ella también aquella irresistible atracción?

Se enjabonó con más brío y giró el grifo hacia el agua fría para sofocar aquel ardor que le provocaba.

No había querido tener nada que ver con él. Había planeado convencerla durante la comida que se había servido en la escuela de negocios para que trabajara con él, pero ella se había comportado como si no quisiera saber nada de él. Había mantenido una conversación seria, sin risitas ni comentarios aduladores.

Eso le había resultado muy excitante, otro punto a favor de la señorita Noble.

La mayoría de las mujeres con las que trataba apenas podían disimular la emoción de sus ojos, como si solo por conocerlo les hubiera tocado la lotería. Por desgracia, por muy atractivas que fueran o por mucho que tuvieran en común, nunca estaba seguro si estaban interesados en él como persona o como el personaje que aparecía en las listas de Forbes.

Tampoco Olivia había podido impedir que se le sonrosara el escote o que se adivinara su pulso acelerado en el cuello. Él también lo había sentido. Nada más verla subir al estrado para dar la conferencia ante aquel auditorio abarrotado de universitarios, había sentido fascinación por ella.

Y al verla de cerca… Había tenido que ahuecarse la entrepierna del pantalón mientras la había observado alejarse tras su breve y frustrante intercambio de pareceres.

Mientras se secaba, recordó su conversación telefónica. ¿Por qué la exquisita señorita Noble se mostraba tan reticente a aceptar su cuenta? Conocía su trabajo. Era perfectamente capaz de simultanear la estrategia de marketing de Able-Active y la de Lancaster IT. La mayoría de sus clientes estaban ubicados en Estados Unidos y seguro que era consciente de que aquella podía ser la oportunidad de expandirse a nivel internacional. ¿Por qué su rechazo hería su orgullo? Lancaster IT aparecía en los listados que elaboraba el Financial Times de las mejores empresas, así que no podía ser por sus referencias profesionales.

Se puso unos vaqueros y una camisa limpia y eligió una chaqueta de las que tenía en la oficina. Luego tomó su teléfono, sintiéndose cada vez más frustrado. Estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería y, si las cosas no salían a su manera, seguía intentándolo. Nunca se daba por vencido.

Quizá la aversión que Olivia sentía hacia él fuera personal.

No, aquello no tenía sentido. Olivia no había podido disimular la inconsciente reacción de su cuerpo al igual que él no había podido ocultar la suya. Probablemente compartía su interés personal, pero se resistía a mezclar ambos. Eran muy parecidos en muchos aspectos: decididos y obsesionados con su trabajo.

Solo iba a tener que convencerla de que podían tener lo mejor de ambos mundos. Tenían que sofocar aquella curiosidad y, una vez superada, podrían concentrarse en lo importante, en un trabajo gratificante que supondría destinar parte de su riqueza a generar cambios. O al menos, a ayudarle a reparar el agravio causado a Jenny.

Tragó saliva y apartó aquel pensamiento de la mente. Tenía que pasar página y aprender de los errores pasados para acertar en la toma de decisiones futuras.

Dejó escapar un suspiro y volvió a pensar en Olivia. Con el tiempo, transigiría.

Volvió a sentir tensión en la entrepierna e, impaciente, le mandó un mensaje a su chófer.

Una vez en el asiento trasero de su coche, mientras atravesaba las calles de Londres desiertas en aquel momento, se le ocurrió una ofensiva tentadora.

Si un lucrativo acuerdo empresarial no la tentaba, iba a tener que encontrar otros alicientes.

 

 

 

Libby suspiró. Revolvió distraídamente el martini y el bullicio del bar del hotel pasó a un segundo plano.

Estaba deseando irse a dormir, disfrutar de la bañera de su lujosa habitación y poner fin a aquel día. Pero con el cambio horario y lo excitada que estaba tras sus encuentros con Alex, cada vez veía más difícil lograr conciliar el sueño. El alcohol no sería de ayuda, pero encerrarse en aquella habitación impersonal a pensar en Alex y su oferta tampoco era una buena opción.

Era una buena oferta, no podía negarlo. Antes de conocerlo, habría dado un salto de alegría. Pero en aquel momento…

Cuanto más tiempo pasara con aquel irresistible hombre de negocios, más riesgo corría de sucumbir a la atracción que sentía por él. Era una atracción tan peligrosa como tentadora. Alex Lancaster no era la clase de hombre que admitiría un no por respuesta y ella no estaba dispuesta a aceptar sin más.

En aquel instante, alguien invadió su espacio personal.

—¿Puedo invitarla a otra copa? —preguntó un hombre trajeado, con aliento a cerveza.

Aquello era lo último que necesitaba. Lo miró muy seria. ¿Por qué los hombres daban por sentado que una mujer sola en un bar estaba esperándolos? Era atractivo, si se ignoraba su aliento, pero su cuerpo no sentía ni pizca de entusiasmo por aquel desconocido.

El mismo cuerpo que había pasado todo el día deseando a Alex Lancaster. El mismo cuerpo que había humedecido las bragas y con el que hacía tres años que no había disfrutado del placer de estar con un hombre. Quizá esa fuera la razón por la que Alex le había impresionado tanto con tan solo arquear la ceja o fruncir aquellos labios.

Impertérrito ante su mirada, el tipo le puso una mano en la espalda y se inclinó para tomar con la otra el teléfono de Libby, que estaba al otro lado de la barra, junto a la copa de martini que no había probado.

Libby le dio un manotazo.

El hombre hizo una mueca y, al perder el equilibrio, chocó su hombro con el de ella.

—Solo iba a darle mi número para que me llame cuando acabe con esa copa y pueda invitarla a la siguiente.

—Sí, claro —dijo Libby, y apartó su mano de los hombros—. No se preocupe, estoy bien.

El hombre sonrió y llamó al camarero. Parecía dispuesto a no darse por vencido. Aquel baño y las paredes de su habitación cada vez le resultaban más apetecibles. Debería intentar dormir. Iba a necesitar estar descansada al día siguiente para mantenerse firme ante Alex.

—Siento llegar tarde.

El hombre que ocupaba sus pensamientos apareció a su lado, envuelto en un delicioso olor a recién duchado. Puso la mano en el respaldo de su taburete y le dedicó una seductora sonrisa.

—Alex.

—Hola.

Libby se volvió hacia él, dándole la espalda al desconocido. No le gustaba ser descortés, pero aquel tipo no parecía haber captado la indirecta.

Alex le mantuvo la mirada con una sonrisa sincera y cálida, y luego le hizo una seña al camarero con la mano.

Libby percibió el momento exacto en el que el desconocido con aliento a cerveza se fue, y se tranquilizó, pero solo momentáneamente, porque Alex no le había quitado la vista de encima. De hecho, estaba mirándola como si estuviera a punto de devorarla.

Se estremeció, sintiendo un cosquilleo en sus zonas más íntimas.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Libby dio un sorbo a su bebida. El líquido ardiente la envalentonó lo suficiente como para sostener su mirada.

—He venido para invitarte a cenar. Iba hacia la recepción cuando te he visto aquí.

Deslizó la mano por el respaldo del taburete y se sentó a su lado. Antes de volverse hacia ella, le pidió algo al camarero.

Libby se quedó mirándolo fijamente sin saber qué decir, aturdida por la cercanía de su mano en el respaldo. Estaba lo suficientemente cerca como para sentir su calor, pero demasiado apartado como para contener el deseo de acercar su cuerpo a él.

Alex sonrió.

—¿Qué clase de anfitrión sería si te dejara sola en tu primera noche en una ciudad desconocida?

—Espero que al menos no seas un acosador —ironizó.

Al oír aquel comentario burlón, Alex arqueó una ceja y dio un sorbo a su vino sin dejar de recorrer con la mirada las facciones de su rostro.

Libby se sonrojó. Su contestación había sido excesiva. No la había rozado en ningún momento, no la había invitado a ninguna copa, ni había intentado arrebatarle el teléfono como aquel admirador indeseado. Simplemente le había dado la salida que había necesitado en aquel momento.

¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se mostraba tan antipática con un anfitrión tan atento y con el que podía firmar un importante contrato? ¿Sería porque había despertado ciertas necesidades en ella? Necesidades que llevaban mucho tiempo dormidas, que nunca antes había sentido y que amenazaban con abrumarla con su intensidad.

No era culpa de él.

La sonrisa se borró de sus labios y frunció ligeramente el ceño.

—Estamos en un lugar público, Olivia, y estoy siendo un caballero. Pero si no quieres compañía, solamente tienes que decírmelo y me iré —le ofreció y se encogió de hombros.

Sabía que lo haría. Alex Lancaster no necesitaba acosar a mujeres. Probablemente las tendría a puñados.

Tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta.

—Gracias —dijo y ladeó la cabeza hacia la dirección por la que se había marchado el hombre del aliento a cerveza—. Ese tipo empezaba a ponerse demasiado pesado.

Alex apenas había reparado en el hombre trajeado. Su penetrante mirada provocaba que le temblaran las piernas. Sentía un nudo de nervios en el estómago.

—¿Has comido algo, te apetece cenar?

Alzó una ceja y se limpió una gota de vino tinto del labio con la lengua.

Era una simple invitación, la misma que ella haría a cualquier colega de visita en su ciudad. ¿Por qué le parecía algo más que una mera invitación a cenar? ¿O sería tan solo consecuencia de la intensa actividad de su libido?

—No tengo hambre.

Su voz sonó indiferente.

—Cuéntame —dijo acercándose a ella, sin dejar de observarla con su mirada penetrante—. ¿Por qué te niegas a trabajar para Able-Active?

Alex fue directamente al grano y lo admiró por ello. Pero no podía darle una explicación sin revelarle algunos asuntos personales en los que no quería volver a pensar.

Libby volvió la cabeza para evitar sus ojos. La ligera blusa sin mangas parecía un grueso jersey de lana en aquel momento.

—Te parezco arrogante —afirmó él.

Lo miró y se sorprendió al ver una expresión divertida en su rostro.

—Lo veo en tus ojos —continuó y apoyó los codos en la barra, acercándose más a ella—. Me gustaría que alargaras tu estancia aquí. Por supuesto que todos los gastos correrían de mi cuenta.

—¿Por qué?

La cabeza le daba vueltas ante aquella petición.

¿Acaso no había quedado claro ya que no estaba dispuesta a hacer lo que él quería? Si no alterara tanto su libido, ya se habría reído en su cara.

—Able-Active no se desarrolla en una oficina. Quiero que lo conozcas, que entiendas mi visión. Me gustaría que te quedaras un par de semanas.

Dio otro sorbo a su vino, dándole tiempo para responder.

Aquello la sorprendió tanto que sus dedos inquietos se quedaron paralizados en el borde de la copa de Martini.

—¿Te has vuelto loco?

Era evidente que ella sí se había vuelto loca, porque por un momento lo consideró. Entonces, se lo pensó seriamente. Aunque quisiera, no podía. Tenía que pensar en Sonya, su socia a punto de dar a luz. Podía trabajar desde cualquier parte del mundo siempre que tuviera una conexión wifi y no había dejado ningún asunto pendiente sobre la mesa antes de viajar al Reino Unido, pero pasar quince días lejos de la oficina…

Él rio, pasando de ser un atractivo hombre de negocios seguro de sí mismo a un tipo normal y corriente. Giró el taburete para mirarla, colocándose en una postura relajada, con los muslos separados.

¿Era una invitación?

Libby se esforzó en mantener el contacto visual y no sucumbir y fijarse en el bulto de su entrepierna. Había llegado el momento de ser clara. Si quería que aquella relación laboral prosperara, necesitaba que entendiera unas cuantas cosas.

—¿Sabes? Aunque estés acostumbrado, no siempre puedes salirte con la tuya.

Sacó la aceituna de su bebida y la sostuvo entre los dientes sin dejar de mirarlo. Podía seguirle el juego al señor Lancaster. Si pensaba que sucumbiría a sus encantos, que caería a sus pies sin hacer preguntas, entonces no era tan listo como había imaginado.

Mordió la aceituna, pasándose la lengua por los labios.

A Alex se le dilataron las pupilas, un gesto inconsciente que no pudo controlar. Luego se encogió de hombros, como si no le importara. Pero Libby sabía que no era así. Al igual que ella, seguramente su éxito se debía a que al control que regía en todos los aspectos de su vida, tanto en el plano profesional como personal. Pero ¿necesitaba ese control tanto como ella? ¿Se sentiría arrastrado hacia la densa oscuridad del vacío, al igual que le pasaba a ella?

Alex ladeó la cabeza, apartando por fin la mirada de su boca. Esta vez, cuando sus ojos se encontraron, deseó hacerse un ovillo y desaparecer.

—Te haré una nueva proposición —anunció, llevándose la copa a los labios.

Libby sacudió la cabeza, decidida a llevar la delantera.

—Te he concedido demasiado en el breve tiempo que hace que nos conocemos.

Alex se mordió el labio, ocultando una sonrisa. Luego inspiró hondo y echó hacia atrás la cabeza para mirar el techo. Parecía estar considerando un desafío, toda una novedad para alguien en su posición.

—¿Qué te parece si por cada concesión que hagas, yo hago otra? —preguntó, acariciándose el labio inferior.

Se revolvió en su asiento, separando un poco más los muslos, como si estuviera incómodo. ¿Le estaría provocando un efecto similar al que él le provocaba a ella?

—Que sean iguales y mutuamente satisfactorios —añadió bajando la voz.

Dio otro sorbo a su vino y se quedó esperando, mirándola por encima del borde de su copa.

Libby cruzó las piernas, sintiendo los muslos húmedos y pegajosos.

—¿Quieres negociar? Te advierto que soy muy buena.

El caso era que no tenía ningún tipo de experiencia con aquella clase de negociaciones. Como amiga, novia o prometida, sí. Pero nunca se había dejado llevar por una ardiente atracción sexual como aquella. ¿Se habría dado cuenta de que estaba improvisando?

Él sonrió. Parecía convencido de que iba a salirse con la suya.

—Lo sé. Me he informado, ¿recuerdas? Quiero lo mejor en todo —dijo, y echándose hacia delante, añadió bajando la voz—: ¿Qué me dices? ¿Estás dispuesta a disfrutar de una aventura?

La cabeza empezó a darle vueltas y sintió el corazón en la garganta.

«Sí».

«No».

—Depende.

¿Seguían hablando de trabajo? ¿Acaso importaba? Quizá Sonya, Vinnie y sus hormonas tenían razón. Una aventura era justo lo que necesitaba, saciar aquel deseo sexual, dedicarse a aquel gratificante y lucrativo encargo, y pasar página.

—Venga —dijo como si le hubiera leído la mente.

Libby se acercó. Su voz grave la llamaba y sintió calor en la entrepierna. Desde aquella distancia podía ver el ritmo de sus latidos en la base del cuello y el vello oscuro que asomaba por su camisa, e incluso percibir el aroma del detergente que usaba para lavar la ropa.

Su voz continuó en tono persuasivo y tentador.

—Eres una mujer perspicaz e inteligente que…

Libby puso el pie en el suelo. Su cuerpo se acercó al suyo como si le costara escucharlo y necesitara aproximarse a sus labios. Apoyó la mano en su muslo, tratando de recuperar el equilibrio. Aquella tela vaquera apenas hacía de barrera de sus cálidos y tensos músculos.

—Tú también sientes esta atracción —afirmó mirándola con intensidad.

Su aliento le provocó un cosquilleo en el cuello.

Estaba a punto de echarse sobre él. No estaba sola en aquello ni se lo estaba imaginando. Pero ¿debía dejarse llevar? ¿Se atrevería?

—Te deseo —dijo mirándola directamente a los ojos—. Física y profesionalmente.

Hablaba como si estuviera llevando a cabo una negociación empresarial, con cara de póquer, calmado y sereno.

—Quédate.

Hacía que pareciera muy fácil y se sentía tentada.