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Una crisis de paternidad. Se había producido un error en la clínica de fertilidad y la viuda Erin Connell tenía que enfrentarse a la posibilidad de que tal vez su bebé no fuese hijo de su difunto marido. Y peor aún, que perdiese Connell Lodge, el único lugar que había sido para ella un verdadero hogar. La llegada del multimillonario Sam Thornton a Connell Lodge lo cambió todo. La fuerza de la repentina atracción entre ellos dejó aturdida a Erin. Y no solo a ella, sino también a Sam, que había ido allí por una única razón, su hijo, y no había esperado enamorarse.
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Dolce Vita Trust
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Una situación inesperada, n.º 2006 - octubre 2014
Título original: A Father’s Secret
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4884-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
–¿Qué vas a hacer?
Erin miró a su amiga, que la observaba preocupada, bajó la vista a la carta que tenía en la mano, que había recibido de un bufete de San Francisco, y sacudió la cabeza.
–No sé siquiera qué puedo hacer.
–Tienes que averiguar algo más. Llegado el caso, estarás más preparada para enfrentarte a ello si estás bien informada –le dijo su amiga Sasha con vehemencia–. ¿Qué decía la carta del otro día? Que alguien ha dicho que la clínica de fertilidad cometió un error. No dice que tenga ninguna prueba que lo respalde. Podría no ser más que un empleado insatisfecho que busca problemas.
Erin apartó la carta, fuera del alcance del bebé, sentado en su regazo, y suspiró.
–Bueno, lo que está claro es que hay alguien que lo considera lo bastante plausible como para investigarlo. ¿Y si fuera cierto?, ¿y si las pruebas demuestran que Riley no es hijo de James?
–Tú eres su madre, ¿no? La ley tiene que estar de tu parte; aunque fuera cierto que es hijo de otro, ese hombre no sería más que un donante, que solo puso el esperma.
–¡Sasha! –la reprendió Erin–. No debes hablar así; es evidente que ese hombre y su mujer estaban yendo a la clínica por el mismo motivo que James y yo. Me parece un poco cruel decir que no es más que un donante.
Besó la cabecita de Riley y aspiró su dulce olor de bebé.
Sasha la miró azorada.
–Bueno, sea como sea tú eres su madre. Eso no puede negarlo nadie, así que estoy segura de que quien lleva las de ganar en la custodia eres tú.
Sus palabras no reconfortaron demasiado a Erin, que querría que hubiera algún modo de negarse a que sometieran a Riley a las pruebas de ADN para demostrar quién era su padre: si su difunto marido, James, o un extraño. Todo aquello era una locura. Riley tenía que ser hijo de James; tenía que serlo.
Se suponía que esa clase de errores no podían ocurrir. James y ella habían decidido probar un tratamiento de fecundación in vitro que los había llevado desde su hogar, a orillas del lago Tahoe, a San Francisco, para llevar a cabo el procedimiento que llevó al nacimiento de Riley, cuatro meses atrás. Nunca habría imaginado que la clínica pudiera cometer un error así, ni que los síntomas, aparentemente de gripe, que había experimentado James unos meses después la fecundación, enmascaraban una infección que le provocaría, dos semanas después del nacimiento de Riley, un fallo cardíaco que se lo llevaría de su lado.
El tener que enfrentarse a todo aquello ella sola la abrumaba. El papel le tembló en la mano y lo dejó en la mesa de la cocina, una mesa que habían usado generaciones y generaciones de la familia Connell. Una mesa que solo podrían seguir usando otros Connell según lo estipulado en el contrato de fideicomiso de la propiedad. Se suponía que esa propiedad pasaría a ser de Riley en caso de que James falleciese, pero si se demostrase que no era hijo suyo, no tendría ningún derecho sobre ella.
Alisó la carta con la mano, deseando no haber ido ese día a la oficina de correos.
Sasha le puso una mano sobre la de ella.
–No te preocupes, Erin –le dijo–. Contesta a esa carta y pídeles más información antes de acceder a que le hagan ninguna prueba a Riley.
–Tienes razón, es lo que debo hacer –asintió ella–. Además, así al menos retrasaré las cosas un poco, ¿no?
–Exacto –Sasha miró el reloj redondo que colgaba de la pared y suspiró–. Bueno, tengo que irme; tengo que recoger a los chicos del colegio –añadió levantándose.
Erin tomó a Riley en brazos y se levantó también.
–Márchate, no te preocupes por mí. Y gracias por venir; de pronto me sentí como si se me hubiese venido el mundo encima.
Después de leer aquella carta Erin se había derrumbado, pero había bastado con una llamada a Sasha para que su amiga lo dejase todo y fuese a su lado. Después de que, en los últimos doce meses todo hubiese cambiado de repente, el apoyo constante de Sasha había sido su salvación.
–¿Para qué están las amigas? Llámame cuando sepas algo más, ¿de acuerdo? –Sasha le dio un abrazo–. ¿A qué hora esperas a ese huésped?
–Hasta las cinco no llegará.
–Bueno, al menos eso te ayudará un poco económicamente. Sigo sin poder creer que James os dejara a Riley y a ti sin nada.
Erin frunció el ceño.
–Hizo lo que pudo, Sash. Ninguno de los dos pensamos que fuera a morir tan joven. Además, entre las facturas médicas por su enfermedad y los gastos añadidos del nacimiento de Riley… en fin, por ahí se nos fue mucho dinero.
–Lo sé; lo siento. Es que es tan injusto…
Erin, a quien de repente se le había hecho un nudo en la garganta, tragó saliva. Sí, era muy injusto. Después de todo por lo que habían pasado juntos… Al notar que la tristeza empezaba a apoderarse de ella, frenó en seco sus pensamientos. Lamentarse por lo ocurrido no solucionaría nada; tenía que luchar por Riley.
Después de acompañar a Sasha a la puerta, le cambió a Riley el pañal antes de darle el pecho y acostarlo en su cuna para que se echara la siesta. Se llevó el receptor del escucha bebés para oírlo si se despertaba y subió al piso de arriba para comprobar la habitación en la que iba a alojar al huésped al que esperaba.
Hacía mucho que nadie se alojaba en Connell Lodge, y ella, que esos días no sabía dónde tenía la cabeza, temía haberse olvidado de algo importante. Pero no, la habitación estaba perfecta, y el sol de la tarde que entraba por las ventanas emplomadas le daban un aire muy acogedor.
Había puesto sábanas limpias; un ramo de rosas del jardín en un jarrón de cristal sobre la cómoda; y el suelo, que había encerado, brillaba. El cuarto de baño estaba impecable, con toallas limpias en el toallero, y el albornoz colgaba de la percha junto a la puerta. Jabón, champú… sí, no faltaba nada.
Además, a petición de su huésped, había convertido la habitación de enfrente en un estudio. Según parecía estaba escribiendo un libro, y le había dicho que durante su estancia quería tener intimidad.
Durante la enfermedad de James habían dejado de admitir huéspedes y les dijeron a los empleados que iban a cerrar, al menos durante una temporada.
Mientras bajaba las escaleras, se sintió feliz por primera vez en mucho tiempo a pesar de las preocupaciones. Quizá las cosas estuvieran empezando a mejorar después de todo.
Sam Thornton se bajó del coche y gimió al sentir el dolor, ya familiar, en la cadera y la pierna derecha. El trayecto desde San Francisco no le había sentado nada bien. Se irguió, inspiró, y movió lentamente la pierna para desentumecer los músculos.
–¿Está bien, señor? –le preguntó el chófer, rodeando el vehículo.
–Estoy bien, Ray, gracias. Debería haberte escuchado y haberte dejado que hicieras alguna parada más de camino aquí.
Ray enarcó una ceja.
–¿Está admitiendo que se ha equivocado, señor?
–Ya sabes que sí. Anda, cierra el pico y saca mi equipaje del maletero –le dijo con una sonrisa.
Después de tenerlo tantos años trabajando para él, consideraba a su chófer como un amigo.
Alzó la vista hacia la vieja e imponente casa de campo que se alzaba a unos metros. De dos plantas, los muros de gotelé estaban en buena parte cubiertos por algún tipo de planta trepadora que se veía algo descuidada, como si hiciese tiempo que no la hubiesen podado. De hecho, toda la casa daba la impresión de estar algo descuidada.
Pero no era el estado de la casa lo que le interesaba; estaba allí por un motivo más importante.
–¿Seguro que no quiere que me quede con usted un día o dos, señor? –le preguntó Ray, tendiéndole su maleta y el maletín del ordenador portátil.
–No necesito una niñera –le respondió él con cierta aspereza. Cerró los ojos un momento, irritado consigo mismo, y suspiró–. Perdona, Ray, te lo agradezco, pero no hace falta; estaré bien. Lo que tienes que hacer es irte a ver unos días a tu hija, como habías planeado. Te llamaré si te necesito, aunque espero que no sea necesario.
–Usted manda.
Ray asintió y volvió a subirse al Audi A6. Mientras lo veía alejarse, Sam supo que no había vuelta atrás. Echó a andar hacia la casa, y justo en ese momento se abrió la puerta y salió al porche una mujer esbelta de pelo castaño y corto.
El detective privado al que había contratado para encontrarla no le había mencionado lo atractiva que era la joven viuda.
–Buenas tardes –lo saludó–. Bienvenido a Connell Lodge. Debe de ser el señor Thornton.
Sam se paró en seco. Aquello no podía estar pasando, se dijo apretando el asa de la maleta. No podía ser que estuviese sintiéndose atraído por aquella mujer. Sin embargo, aunque lo intentó, no pudo reprimir una ráfaga de deseo. Una ola de calor se le estaba extendiendo por todo el cuerpo, y llegó incluso a cierta parte que había ignorado tanto tiempo que hasta había llegado a creer que se había vuelto insensible. Y habría preferido que hubiese seguido así.
–¿Señor?
La mujer estaba mirándolo preocupada. Tenía unos ojos castaños tan profundos que un hombre podría perderse en ellos. Sam se reprendió por pensar esas tonterías. No se sentía atraído por aquella mujer. De ninguna manera.
–Sí, soy Sam Thornton, pero no hace falta que seamos tan formales. Llámame Sam, por favor.
Dio un paso adelante, todavía entumecido por el largo viaje, dejó la maleta en el suelo y le tendió la mano.
–Soy Erin Connell, la dueña de Connell Lodge.
Cuando le estrechó la mano y le subió un cosquilleo por el brazo, Sam supo que aquello era una batalla perdida. Ella carraspeó, nerviosa.
–Pasa, por favor; te enseñaré la habitación.
Erin se volvió y entró delante de él, ofreciéndole una vista excelente de sus femeninas caderas y de su bonito trasero. Los pantalones blancos que llevaba seguramente estarían prohibidos en ciertos países islámicos por cómo se ajustaban a las curvas de su cuerpo.
Apartó la mirada, no sin esfuerzo. Aquello era de locos. Aquella mujer ni siquiera era su tipo, pensó mientras subía la escalera detrás de ella. De hecho, no quería volver a saber nada de mujeres en lo que le quedaba de vida.
–¿Eres extranjero? –inquirió Erin.
Era algo que le preguntaban muy a menudo.
–Soy de Nueva Zelanda, pero llevo viviendo unos ocho años aquí, en Estados Unidos.
–¿En serio? Vaya, siempre he querido visitar Nueva Zelanda. Quizá algún día.
Habían llegado al rellano superior, y Sam se sintió aliviado de no tener ya a la altura de los ojos su sugerente trasero. La siguió por el pasillo enmoquetado hasta una habitación grande y bien iluminada, con unos ventanales que daban a unos jardines. Se veían igual de descuidados que el exterior de la casa. A diferencia del interior, se dijo mirando alrededor.
–Bueno, pues esta es tu habitación –le dijo Erin–. Creo que lo encontrarás todo a tu gusto, pero si necesitas cualquier cosa no dudes en decírmelo.
Su sonrisa vaciló cuando se quedó allí plantado, mirándola como un idiota. Se obligó a emitir un gruñido de aprobación, y debió de ser convincente, porque a ella se le relajaron las facciones.
–Como mencionaste que querías disponer de un despacho, he dispuesto uno justo en la habitación de enfrente. Ven, te lo mostraré.
Sam la siguió al pasillo y entró tras ella en otra habitación, donde no había cama y había un escritorio cerca del ventanal, a través del cual se divisaba el lago y un pequeño embarcadero.
–Pensé que tal vez te gustaría mirar el lago de cuando en cuando mientras trabajas –continuó diciéndole Erin–, para que descanses la vista.
–Gracias.
Ella le respondió con otra sonrisa.
–No hay de qué. Ese es nuestro… bueno, mi objetivo: que los huéspedes estén a gusto –dijo con voz algo trémula–. En fin, te dejaré para que deshagas el equipaje. En el correo que enviaste al hacer la reserva decías que preferías cenar temprano, así que ya tengo la cena preparada. El comedor está justo frente a las escaleras, y junto a la puerta encontrarás el tirador de la campanilla, para que me avises cuando estés listo para que te la sirva.
–Gracias, pero no tienes que tomarte tantas molestias.
–No es molestia –le aseguró ella–; es mi trabajo.
Al bajar la mirada y ver el escucha bebés que llevaba Erin enganchado con una pinza a la cinturilla del pantalón, los ojos de Sam se iluminaron y sintió una punzada en el pecho. Justo en ese momento se oyó el lloriqueo de un bebé. Los ojos se le humedecieron, y tuvo que parpadear para contener las lágrimas. Se aclaró la garganta y le preguntó:
–¿Tienes un bebé?
–Sí, tiene cuatro meses, pero no debes preocuparte porque vaya a molestarte mientras estés aquí. Vivimos en el piso de abajo y su cuarto está en el otro extremo de la casa. Además, ya duerme toda la noche del tirón, gracias a Dios.
–No pasa nada, no me molesta –replicó él con una sonrisa–. Ve a atenderlo, no quiero entretenerte.
–Gracias –contestó ella antes de salir–. Cuando bajes toca la campanilla y te serviré la cena.
Sam levantó una mano a modo de asentimiento, y la siguió con la mirada mientras abandonaba la habitación.
Se volvió hacia la ventana con un suspiro, y se quedó mirando el lago, con la vana esperanza de que las tranquilas aguas lo llenasen de la calma que tanto hacía que no sentía.
Había pasado ya un año desde la muerte de su esposa, un año de dolor, pérdida y una sensación de culpabilidad que seguía reconcomiéndole por dentro. Lo había sobrellevado con estoicidad; era lo menos que podía hacer teniendo en cuenta que Laura había muerto por su culpa, por culpa de la estúpida decisión que había tomado.
Se había jurado que nunca volvería a tener otra relación. Incluso se había hecho una vasectomía para asegurarse de que no volvería a arruinar la vida de otra persona. Se lo debía a Laura. Hasta ese día aquello no había supuesto un problema, pero la repentina atracción que le había despertado Erin Connell lo había dejado descolocado, y le enfurecía y le asustaba a partes iguales.
Ni siquiera con su esposa la atracción inicial había sido tan intensa, tan instantánea.
Aquello estaba mal, muy mal. Sobre todo teniendo en cuenta que probablemente Erin consideraría imperdonable el motivo por el que había ido allí: para encontrar la manera de reclamar a su hijo.
Erin bajó las escaleras casi corriendo. La llegada del huésped que había estado esperando la había dejado descolocada. Era más joven de lo que había imaginado, y también mucho más atractivo. Se frotó la palma contra la pernera del pantalón de un modo inconsciente, intentando acallar el cosquilleo que sentía en ella desde el momento en que se habían estrechado la mano. Un cosquilleo que se le había extendido por todo el cuerpo cada vez que la había mirado a los ojos.
Al entrar en el cuarto de Riley fue derecha a la cuna, donde el pequeño seguía llorando con los bracitos levantados, pidiendo que le atendiera.
Lo sacó de la cuna y lo meció contra su hombro, arrullándolo para que se calmara.
–Eh… no llores más, anda –le susurró–. ¿Qué tal la siesta? No has dormido mucho. ¿Te ha despertado nuestro huésped? ¿Te has enfurruñado porque creías que estabas perdiéndote algo?
Llevó a Riley al cambiador, le quitó el pañal y le puso uno nuevo con destreza. Mientras se lo cambiaba, siguió hablándole.
–Claro que no te culpo por querer conocer a nuestro huésped, ¿sabes? No está nada mal, y no es que me interese ni nada de eso, ¿eh? Solo hay un hombre en mi vida –se inclinó para hacerle una pedorreta en la barriguita–. ¡Y eres tú!
Riley prorrumpió en risitas y Erin lo levantó del cambiador, diciéndose que tenía que centrarse en su hijo, por mucho que la hubiese deslumbrado el huésped. Por los educados correos que habían cruzado para hacer la reserva, había esperado a un hombre más mayor, a un hombre… poco interesante, no a un tipo endiabladamente sexy.
Tenía el pelo rubio oscuro y lo llevaba muy corto. Tenía arrugas en la frente y en las comisuras de los labios que sugerían que se reía a menudo, y sus ojos grises eran hipnóticos. Tenía una mirada que parecía que podría, si quisiese, penetrar hasta su alma.
No podía dejarse llevar por esa atracción; por mucho que hiciese una eternidad de la última vez que un hombre la había hecho sentirse así, tan mujer.
Fue a la cocina y sentó a Riley en la hamaquita que tenía siempre sobre la mesa, para poder tenerlo vigilado mientras hacía sus cosas. Ajustó el móvil de juguete que tenía la hamaquita a un lado, así Riley podía alcanzarlo y entretenerse, y se puso a tararear mientras ponía en una bandeja los condimentos para sazonar el estofado de ternera al vino tinto que había preparado para la cena y que tenía calentándose en el horno. Para acompañarlo había hecho puré de patatas y una ensalada.
Quizá fuese demasiado para una cena, pensó de pronto, quizá el huésped prefiriese algo más frugal. Bueno, si no le parecía bien, que se quejase al gerente, se respondió con humor. Ahora era ella la gerente, la cocinera, quien se encargaba de arreglar las habitaciones… Estar sola al frente del negocio a veces resultaba un poco estresante, pero sentía pasión por Connell Lodge.
Diez años antes, cuando había una plantilla numerosa y no faltaban huéspedes ni en temporada baja, llegó allí para hacer una entrevista de trabajo y la contrataron. Había llegado sin nada y se había enamorado, había formado una familia y había encontrado su sitio en el mundo. Y ahora, diez años después, estaba a punto de perder su hogar por la presunción de un extraño de que Riley no era hijo de James, su marido.
Lo que necesitaba era el consejo de un abogado. Pero los abogados cobraban unos honorarios que no podía pagar. De pronto un nombre le acudió a la mente: Janet Morin. Había conocido a Janet en las clases de preparación al parto, y le había dicho que tenía intención de volver a su trabajo a tiempo parcial como abogada unos meses después de que naciera su hija. Tal vez ella pudiera ayudarla, o al menos aconsejarla.
Riley escogió ese momento para golpearse la nariz con uno de los muñecos del móvil que había agarrado con la manita, y rompió a llorar. Erin le desabrochó las correas, lo levantó de la hamaca y lo tomó en brazos.
–Shhh… venga, Riley, no llores –murmuró Erin dándole besitos.
Nada, no había manera, y por experiencia sabía que solo había una manera de calmarlo. Se sentó en una silla, se desabrochó la blusa y le ofreció el pecho a Riley, que lo succionó con gusto mientras ella le secaba las lágrimas con el pulgar.
–Ay, Riley, este no es buen momento para que te entre una rabieta, ¿sabes? Nuestro huésped bajará en cualquier momento para cenar.
–No tengo prisa, puedo esperar.
Aquella voz la sobresaltó, y se apresuró a taparse como pudo.
–Perdón –balbució sonrojándose–, no he oído la campanilla.
–Es que no he llamado –contestó él entrando en la cocina. Se acercó a la mesa y sacó una silla–. He ido al comedor y, aunque es muy bonito, no me atrae demasiado la idea de cenar allí solo. ¿Te importaría que comiese aquí, contigo?
¿Que si le importaba? Una parte de ella quería gritar: «¡Pues claro que me importa!», pero la pregunta casi había sonado como una súplica, y había advertido en su voz un matiz de soledad que la hizo ablandarse. ¿Explicaría eso sus ojeras?, ¿el cansancio en su apuesto rostro?
–No, claro que no –contestó con la mayor naturalidad posible–. Perdona que esté… es que Riley ha empezado a llorar de repente y parece que tiene hambre. A lo mejor es que va a pegar otro estirón.
–¿Riley? ¿Es así como se llama?