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La autora pretende con esta narración, conmover el corazón de quienes aún no ven en los niños lo que realmente son: "ángeles" y abusan de ellos de muchas formas diferentes, no tomando conciencia del daño irreparable que les provoca, un dolor que los acompañará en la mayoría de los casos hasta el último día de sus vidas.
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Seitenzahl: 173
Veröffentlichungsjahr: 2017
ana sterzer
UNA VIDA MÁS
Editorial Autores de Argentina
Sterzer, Ana
Una vida mas? / Ana Sterzer. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-711-786-8
1. Novela. 2. Literatura. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail:[email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini
Derecho de la Propiedad Intelectual
Expte. 325870 DNDEA
La autora pretende con esta narración, conmover el corazón de quienes aún no ven en los niños lo que realmente son: “ángeles” y abusan de ellos de muchas formas diferentes, no tomando consciencia del daño irreparable que les provocan, un dolor que los acompañará en la mayoría de los casos hasta el último de su día de sus vidas.
Ana Sterzer,nació en Santa Anita, Departamento Uruguay, y está radicada actualmente desde hace 16 años en la ciudad de Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Argentina.
e-mail:[email protected]
A mis hijos,
Matías y Belén
Y a un gran hombre,
al que estaré eternamente agradecida,
Eduardo Burgardt
UNA VIDA MAS
El ventanal de aquél cuarto de arriba, impedía que el viento gélido de la mañana penetrara y se llevara el calor del hogar encendido, pero las hojas que se azotaban contra el vidrio denunciaban su presencia, su ansia de entrar, como si se hubiese venido a llevarse algo más.
Ella estaba sentada en la mecedora que aun hacia crujir las tablas del piso. De sus manos abiertas sobre su regazo pendía el rosario. Sus ojos más abiertos que nunca parecían estar viendo pasar su vida, su larga y triste vida. Su mirada de cristal humedecida por los recuerdos era más transparente que antes, más transparente que nunca. Su rostro blanco con las huellas del tiempo marcadas en su piel suave, era sereno. Y la sutil sonrisa de sus labios apenas perceptible la mostraba angelical.
Un ángel, eso era cuando con su carita sucia jugaba en la tierra, ese juguete único, el que era capaz de transportarla lejos. Llevándosela de ahí, de ese lugar donde estaba ese hombre; aquél hombre al que la vida le había pasado factura y se había cobrado caro todo aquello, hacía muchos años. “Aquello”, eso que no podía contar “el secreto”.
CAPÍTULO I
Sara tenía diez años cuando la muerte de José ocurrió. Se enteró por casualidad al oír a un grupo de vecinas que paradas frente a la puerta del colegio conversaban de lo acontecido.
-¡Fue un accidente terrible! – Exclamó una.- Un tanque de ácido se derramó sobre él en la fábrica. Mi esposo lo vio todo, le gritó que se alejara pero José quedó paralizado por el miedo y no se movió.
-¿Pero cuando ocurrió?- Preguntó otra.- ¡No sabía nada!
- Ayer, como era domingo había pocos obraros trabajando, y vos sabés, estas cosas hay que supervisarlas bien, para que no ocurran estas tragedias.
- ¡Ay, qué horror!.- Dijo otra.- Un hombre tan trabajador, con tres niños pequeños. ¡Pobre Inés, se quedó viuda tan joven!
- El sonido del timbre dando aviso del momento de entrar, le impidió seguir escuchando a las señoras. Se dirigió cabizbaja y llena de asombro al centro del patio. Tomó su lugar, tercera en la fila. Apenas tuvo fuerza para elevar la mirada y contemplar la bandera, mientras oía como a un eco lejano las voces de los demás niños y profesores entonando el himno. En su corazón hubo alivio, quizás por eso la embargó una inmensa pena por él.
Durante toda la mañana su mente vagó en el aula sin poder concentrarse en la clase. Se preguntaba si en el cuarto del hospital donde murió sintió dolor, si se arrepintió, si pidió perdón. Ella lo hacía todas las noches, rezaba a ese Dios que su madre le había enseñado a querer, se disculpaba por no contárselo; no podía, no sabía cómo hacerlo. Pedía que eso terminara.
Por la tarde, después de la merienda concurrieron al velatorio. Al ver a su madre llorar por él, sintió que no debía hacerlo. Tenía deseos de gritarle con todas sus fuerzas que él no merecía sus lágrimas, que realmente no merecía las lágrimas de nadie, pero una vez más no pudo.
- Mami, no llorés.- Dijo tímidamente.- Quizás él no era tan bueno, por eso murió así.
Su madre se inclinó, levantó su pequeño rostro y rodeándolo con sus manos, le susurró.
- No digas eso Sarita, todos cometemos errores, pero no por eso merecemos una muerte tan cruel. José sufrió mucho antes de morir, durante varias horas estuvo consciente de su dolor. Sara bajó su mirada y contemplando el aspecto humilde y la figura delgada de la esposa de José, sintió vergüenza y se sumergió en un profundo silencio. Se paró junto al féretro y allí permaneció hasta que fue retirado del lugar, momento en que su madre la condujo hasta un auto de color azul en el que viajaron acompañando los restos. Aferrada a su falda se esforzaba por dejar de pensar y no podía, que Dios lo había castigado, él había profanado su cuerpo de niña, la había marcado para siempre.
Después de la oración del pastor, vio desde lejos como el ataúd era depositado en un nicho de la parte alta. En ese instante puso que lo único que podía liberarla de esa pesadilla, había ocurrido.
Ya de regreso caminaban tomadas de la mano las cuadras que separaban el cementerio de su casa y Sara preguntó.
-Mamá. ¿Todos los niños son ángeles?
- Si. ¿Por qué?
- ¿No importa si cometemos pecados?
- Los niños no cometen pecados, aún no son conscientes de sus actos.
- ¿Y si no le cuentan todo a la mamá, igual?
- Sary. ¿Que pasa? ¿Querés decirme algo?.- Dijo deteniendo el paso y con voz preocupada.- ¿Alguien te contó alguna cosa? Sara la miró a los ojos y sintió desvanecer su coraje.
- No mami nada.- Otra vez calló su voz. Apretó con fuerza sus labios y continuó caminando en silencio.
Durante los días siguientes reunió fuerzas. Y una mañana de domingo entró al cuarto de sus padres, trémula, dubitativa.
- Mamá, quiero contarte algo.- Dijo parándose frente a la cama.
Catalina lloraba mientras arreglaba la ropa del placard.
La miró con los ojos rojos, tristes, perdidos, con un rostro nuevo para Sara.
- ¿Que te duele mami?.- Preguntó con la voz cortada.
- Sarita, voy a explicarte lo que me sucede.- Dijo arrodillándose frente a ella.- Hace un par de días fui al doctor a retirar unos análisis y me confirmó que tengo una enfermedad muy grave, no me pueden curar.- No pudo continuar. La abrazó con todas sus fuerzas. Sara pudo sentir su dolor como propio. Lloraba tanto que sus convulsiones sacudían su cuerpo, dejándola sin aire por momentos.
Como un torbellino de angustias las preguntas giraban en su cabeza. ¿Cómo decirle que el vecino al cual confió su cuidado durante tantos años la tocaba?. Que con sus manos gordas y sudorosas ensuciaba su pureza y desgarraba su alma. Que la hacía cómplice de ese secreto que la lastimaba, la hacía llorar. Ese “juego”, como él lo llamaba, del que no quería participar, que no podía entender.
A pesar de sus pocos años, comprendió que no era el momento de hablar de eso. Permaneció en silencio aferrada fuertemente al cuello de su madre, sintiendo el deslizar lento y tibio de sus lágrimas.
Cuando ésta se calmó, secó sus mejillas con sus dedos y preguntó a su hija.
- ¿Que querías contarme bebe?
- Me olvidé.- Mintió.
- ¿Te olvidaste?.- Preguntó dudosa acariciando sus pendientes.- Mi hermosa niña. ¿Te acuerdas acaso cuando te regalé estos aros?
- Si, me acuerdo, cuando empecé el jardín. Me dijiste que cuando te extrañara tocara mis orejas y mirara por la ventana de la salita, que buscara una mariposa. Ella eras vos, cuidándome.
- ¿Y si no veías esa mariposa?
- Era porque estabas escondida atrás del árbol.
- ¿No te olvidarás de eso? ¿Verdad mi amor?
- No mami, no me voy a olvidar.
- Bueno, andá a jugar a la vereda.- Dijo mientras se ponía de pie.
- Pero mami… ¿Y si tomás muchos remedios, igual no te vas a curar?
- Andá a jugar, bebe. Anda a jugar.- Ordenó dulcemente.
Fue pasando el tiempo y con éste el estado de Catalina se agravó.
Sara postergaba su confesión para el último momento. Sería la única forma de no sentir que ese dolor había acabado con su madre. Tenía la esperanza de poder en su lecho de muerte, en sus últimos minutos, descargar su dolor, todo lo que llevaba dentro, lo que le punzaba en el pecho. Contarle de ese juego asqueroso que José jugaba con ella, donde él era el “doctor” que la sentaba en su falda, levantaba el vestido y “palpaba” su vagina, para saber si todo estaba “bien” que después la acostaba en la mesa que servía de “camilla” y frotaba su sexo sobre sus labios. No recordaba en que momento durante seis años que la habían cuidado había iniciado el “juego” solo sabía que cuando Inés salía de la casa dejándola sola con él, todo comenzaba.
Pero ese día llegó sin darle la oportunidad de hablar. Volvió de la escuela una tarde y la encontró muerta, sentada en la cama con su foto y el rosario entre los dedos.
Frente a ella, paralizada por el dolor contempló su rostro pálido. En él, pudo ver que Catalina no quería irse. Todavía no podía dejarla, como si supiese que algo entre las dos quedaba pendiente. Sentía que había peleado contra la muerte para ganar unos minutos más y poder hablar con ella. Pero perdió la batalla y se fue sin un último adiós.
-¡Mamá!.- Gritó arrojándose sobre ella.- ¡No te vayas! ¡No me dejes, por favor! ¡Necesito contarte mi secreto! ¡No te mueras sin saberlo! ¡Escúchame, te lo suplico!.- Sus manos la apretaban, la abrazaban, con dolor, con furia, con amor. Y sus lágrimas llovían sobre su rostro apagado de vida.
Luego de unos minutos se separó de ella, se sentó en el suelo, sintiendo que jamás se libraría de esa angustia, era tarde. En vano había mantenido frescos los recuerdos de esos momentos, para no olvidar ningún detalle, como si hiciese falta que dijera que no tenía la culpa, que no lo había provocado.
Clavó sus ojos en el rosario y pensó que presintiendo el final, Catalina había rezado encomendando su alma al Señor, como le había enseñado a ella que lo hiciera si algún día se sentía morir. Seguro pidió por ella, ya quedaba sola al cuidado de su papa alcohólico. Su madre le decía siempre que el destino está marcado, que no se puede luchar contra él. Recordando esa frase se incorporó y salió en busca de su padre. Durante el camino no dejaba de rogarle a esa divina misericordia que no la abandonase, ya que sin madre nada sería igual.
Ella mantenía la casa trabajando de doméstica, ya que su esposo no tenía un trabajo estable y el poco dinero que ganaba terminaba en el bar donde bebía. Allí lo encontró, borracho. Lo miro con su carita bañada en lágrimas. El entendió todo. Se levantó de la silla y se dirigió hacia ella. La tomó por los hombros y haciéndola girar sobre sus pies. Comenzaron a caminar esas pocas cuadras como si fuesen sendas de brazas, dudando de dar cada paso, pero a su vez presurosos de culminar el camino. Al llegar encontraría la puerta abierta. Sara recordó que ella la había dejado así. Tuvo en ese momento el primer recuerdo de su madre. ¡La puerta!. Gritaba cada vez que Sara salía corriendo y olvidaba cerrarla. La peor cachetada que hubiese recibido jamás. Su madre comenzaba a entrar en el pasado.
Antonio se esforzaba por caminar erguido, por disimular su ebriedad, queriendo presentarse ante su esposa como un hombre, como el hombre que nunca fue. Se encerró en el cuarto donde yacía el cuerpo de Catalina cerrando la puerta de un golpe.
Sara quedó parada frente a ella. Esperaba que él saliera y le dijera que su madre no estaba muerta, que eso no estaba ocurriendo, pero no fue así.
A los pocos minutos salió del dormitorio con la mirada llena de odio. Apretaba con sus manos su cabeza, hundiendo sus largos dedos en su melena oscura.
- Nos quedamos solos.- Dijo mientras salía de la casa.
Ella lo miró cruzar la calle con paso ligero.
Volvió sus ojos hacia la puerta abierta del cuarto, vio que los cabellos largos y rubios de su madre le cubrían el rostro. Imaginó que Antonio la había sacudido en un intento vano por revivirla. También le había quitado la foto y el rosario que descansaban sobre la almohada.
Después todo ocurrió muy rápido. La ambulancia paró frente a la casa. Dos hombres bajaron una camilla cubierta con una arrugada sabana verde.
Entraron casi corriendo y levantaron el cuerpo como a tantos otros, sin siquiera mirar el rostro, sin reparar en Sara que sentada en el sillón miraba impotente por última vez al único ser que la había amado.
Cuando atravesaron la entrada, pudo ver a un grupo de curiosos cuchichear alrededor del vehículo. Su padre estaba parado en la vereda con las manos en los bolsillos y la mirada perdida. No lo vio llorar, nunca supo si había derramado alguna lágrima por ella.
Los camilleros lo invitaron a subir y él lo hizo sentándose adelante, junto al chofer.
Inés apareció de pronto y dijo:
- ¡Quítate el delantal y cámbiate de ropa niña! Iremos en taxi hasta el hospital. Tu padre en ese estado no sabrá que hacer.
Lo hallaron apoyado sobre la pared del hall, con un cigarrillo casi consumido entre sus dedos.
- Lo lamento.- Dijo Inés.
- Gracias… Todo será rápido. No tengo dinero. No puedo pagar un servicio fúnebre.- Murmuró.
- Está bien Antonio. No te preocupes, de todas maneras ya nada se puede hacer.- Lo consoló dándole un abrazo.- Andá a descansar. Yo me ocuparé de los trámites. Dejáme la nena, yo la llevo conmigo.
Inés se ocupó de todo. Iba de un lugar a otro arrastrando sus gastados tacos que sonaban a pisadas cansadas. Con un montón de papeles para justificar su pobreza y poder por medio de caridad darle sepultura a Catalina. Sara la siguió a todas partes, caminando con prisa detrás de ella.
También permaneció a su lado frente a la tumba mientras cubrían el humilde cajón donde descansaba el cuerpo. No tenía un velorio para recordar, no lo hubo. Solo el sonido de la tierra golpeando el ataúd de su madre, un sonido que quedaría en la memoria de Sara para siempre.
Al regresar del cementerio junto a su padre, el frio de la casa le erizó la piel. Podía sentir el desamparo corriendo por su cuerpo.
Se detuvo en el living, levantó su rostro y miró a Antonio. Este sin decir palabra la empujó para que siguiera caminando. Ella corrió al dormitorio, tomo el rosario y su foto que aún estaba sobre la cama destendida. Los aferró fuertemente contra su pecho, como si el calor de las manos de su madre todavía estuviese en ellos. Se recostó en su almohada y cerró sus ojos ¿Por qué mamá?.- Pensó.- No era justo. Catalina era buena, trabajadora, callada, siempre con el consejo y las palabras justas y por sobre todas las cosas era su madre, la única que cuidaba de ella
No hallaba respuesta, no la había. Hizo lo único que podía hacer, llorar. Lloro desconsoladamente hasta que sus fuerzas abandonaron su cuerpo. Creyó por un instante que la tibieza del pecho de su madre se unía al de ella y rogando que todo ese inmenso dolor fuese solo una pesadilla, se durmió.
CAPÍTULO II
La casa poco a poco se fue convirtiendo en un burdel, siempre llena de hombres y mujeres que borrachos bailaban y reían, mientras Sara debía llenar sus copas hasta altas horas de la noche. Por ende se quedaba dormida y faltaba mucho al colegio. Desaprobaba sus exámenes y cada vez que lo hacía recibía castigos físicos por parte de su padre, que se negaba a entenderla, cuando decía “¡estoy cansada papá!”. Él estaba ciego, incapaz de darse cuenta que tan solo era una niña.
Hasta que una tarde se presentó su profesora dispuesta a hablar con él. Tuvo que tocar varias veces el timbre hasta que Antonio atendiera el llamado.
El rostro demacrado del hombre contestó a todas las preguntas que todavía no había formulado, comprendió porque Sara cambió tanto desde la muerte de su madre.
- Buenas tardes.- Saludó la docente
Él solamente la miró.
- ¿Puedo pasar?.- Preguntó.- Soy la maestra de su hija.
- Sí, adelante, pase.
- Siéntese, el sofá no está muy limpio, pero usted sabe, la niña y yo hacemos lo que podemos.- Dijo señalándole el sillón con un ademán torpe.
- Precisamente de ella vengo a hablarle. Desde que su esposa falleció el atraso de Sarita en sus estudios es cada vez mayor y las faltas a clase son muy frecuentes. Las maestras hacemos todo lo que está a nuestro alcance para ayudarla, pero si usted nos apoya poniéndole un poquito más de atención aquí en la casa…
No lo dejó terminar. La ira no se disimuló en su rostro.
-¿Usted cree que para mí es fácil?.- Gritó.- Cuando Cata murió se me cayó el mundo encima, no puedo con mi vida. ¡Maldita sea!.
La maestra se levantó presurosa, acomodó su falda y dijo nerviosa.
- Es su hija, usted sabrá lo que hace al respecto. Si la situación no cambia nos veremos en la necesidad de tomar medidas. Mi deber era comunicárselo. No tengo más que decir. Se dirigió a la puerta y sin más se marchó.
Antonio se sirvió un trago y se acomodó en el sillón donde minutos antes se había sentado la maestra. Esperó hasta que su hija regresara y cuando lo hizo le propinó la paliza de su vida.
- ¿Qué hice papá? – Gritaba aturdida por los golpes que recibía en su cabeza.- ¡No me pegues más! ¡Por favor! ¡Decime que hice mal!.
- ¡Maldita! ¡Tendrías que haberte muerto vos! ¡Mal agradecida! – Totalmente fuera de sí, confesó la razón por la cual siempre la había maltratado.
- ¡No te quiero! ¡Tu madre ya estaba preñada cuando la traje a vivir conmigo! ¡No sos mi hija! ¡No sos mi hija!.- Gritaba enloquecido, tirando de sus propios cabellos sucios, caminando de un lugar al otro, como buscando algo que desapareciera a Sara para siempre. Ella corrió a su cuarto, sangrando y aterrada se arrodilló ante su cama y entrelazando los dedos rogó a su madre.
- ¡Mami! ¡Mami estoy sola! ¡No quiero vivir! ¡Llévame con vos mamita!.
Su llanto se mezclaba con su sangre y corría por sus pálidas mejillas cual si fueran cataratas del infierno. Permaneció arrodillada acariciando sus orejas con la mente en blanco hasta que hubo anochecido. Al oír que Antonio entraba al baño, tomó los billetes que sacó de su pantalón y salió por la ventana.
Caminó por primera vez en la oscuridad de la noche. Llegó a un kiosco donde compró algo para comer. Otros niños de la calle al verla con dinero se le acercaron.
-¿Me comprás algo?.- Dijo uno.
- Tengo poco dinero.- Contestó Sara.- Todavía no encontré un lugar donde quedarme. No puedo gastarlo todo, quizás lo necesite.
- ¿Y para donde vas?.- Preguntó otro.
- Pensé en ir a una iglesia, pero debe ser una lejos de aquí. ¿Conocen alguna?
- Si querés podes vivir con nosotros. Te vamos a enseñar como conseguir más dinero. ¡Vení! ¡Vamos, tomemos el tren!
Había pasado quince días durmiendo y mendigando en la estación, cuando una señora regordeta y pelirroja se le acercó.
- ¿Qué hace una niña tan bonita como tú, sola a estas altas horas de la noche?.- Preguntó dulcemente
- Me fui de mi casa.- Contestó Sara casi susurrando.
- Mi papá dice no ser mi verdadero padre y mi mamá murió. No tengo familia.
- ¿Querés que vayamos a mi casa? Así charlamos tranquilas.- Invitó entusiasta.
- Bueno.- Respondió ella tímidamente.
Subieron a un taxi y después de varios minutos de viaje llegaron a una hermosa casa. Luego de descender del auto la mujer abrazó a Sara.
- Seguramente tendrás hambre.- Dijo riendo.
- Si mucha, la verdad no comí nada en todo el día.
Entraron a un living muy grande, el más grande que Sara había visto jamás. Las alfombras eran rojas y los sillones de un blanco único. Le parecían enormes. La hicieron sentir pequeña.
La pelirroja la sacó de su asombro con su voz tranquila.
- Te voy a mostrar donde queda el baño y mientras te duchas te preparo algo para comer. ¿Te parece?
- Como usted diga, señora.
El baño le provocó la misma sensación anterior. Se sintió como una pequeña estrella rodeada por estas altas paredes de un azul brillante.