Una violeta de más - Francisco Tario - E-Book

Una violeta de más E-Book

Francisco Tario

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A comienzos del turbulento año de 1968, Francisco Tario (1911-1977) envió a su amigo Joaquín Díez-Canedo, desde Madrid, España, donde residía, el original mecanográfico de "Una violeta de más" para su publicación en Joaquín Mortiz, con un mensaje doble: el título alude a los pétalos de violeta que aparecían en las cartas que se enviaban, cuando novios, él y Carmen Farell; una violeta más o de más, pues luego de tres décadas de matrimonio ella muere sorpresivamente, en 1967, y será el "mágico fantasma" al que está dedicada esta obra. Fueron también sus últimas lecturas, por la costumbre familiar de leer en voz alta los relatos para que el autor probara, en ese ámbito casero (con su mujer y sus dos hijos, Sergio y Julio), su eficacia. El libro es para ella… y también para quienes habían leído a Tario, tiempo atrás, en volúmenes tan sorprendentes como "La noche" (1943) o "Tapioca Inn: mansión para fantasmas" (1952), que configuran su edificio fantástico. Hoy "Una violeta de más", tomo clásico de la literatura fantástica mexicana, vuelve a su condición individual, en esta edición conmemorativa, en busca de nuevos asombros.

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Una violeta de más

Una violeta de más (2020)© Francisco Tario

D.R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2019)

D.R. © Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.Cõeditor [email protected]

Edición: Octubre 2020D.R. ©  Imagen de portada: Julio FarellD.R. © Diseño de Portada: Ana Gabriela LeónD.R. © Prólogo: Alejandro ToledoD.R. ©  Epílogo: Alejandra Amatto

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Prólogo

.

El mico

Un huerto frente al mar

La vuelta a Francia

Ave María Purísima

Como a finales de septiembre

Asesinato en do sostenido mayor

El balcón

Un inefable rumor

El éxodo

La mujer en el patio

Ragú de ternera

Fuera de programa

Ortodoncia

El hombre del perro amarillo

La banca vacía

Entre tus dedos helados

Epílogo

Prólogo

Es el 29 de septiembre de 1931. El joven Francisco Peláez Vega está en Llanes, al oriente de Asturias, España, y su novia Carmen Farell permanece en la Ciudad de México. Se escriben regularmente y en la carta fechada ese día él le agradece: “Esa violeta que vino en tu carta la tengo en un libro de poesías que se llama Tabaré y que leí en el barco. He tomado de ella el beso que me envías y también a éste lo guardo en el fondo de mi corazón”.

    Una flor de violeta y la carta: ese gesto de Carmen tendrá su eco lejano en un libro que se publicará más de tres décadas después y se llamará Una violeta de más. El último envío y el cierre de una obra. La dedicatoria es para Carmen: “Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas”.

    He ahí la explicación sintética de por qué ese libro, éste (que el lector tiene en sus manos, a poco más de medio siglo de su publicación original), se llama así. En otra carta él imaginará un paraíso común de la pareja como un campo de violetas. Y la dedicatoria a Carmen, como refuerzo del título, se refiere a una costumbre familiar de que los escritos literarios de aquel que ya había firmado varios libros bajo el seudónimo de Francisco Tario fueran sometidos a la lectura en voz alta, para ponerlos a prueba, y eran comentados en casa (en el raro exilio madrileño) tanto por la esposa como por los hijos Sergio (el mayor) y Julio (el menor). Ella muere en 1967; y Una violeta de más aparece en México, en edición de Joaquín Mortiz (colección Nueva Narrativa Hispánica), al año siguiente, como si el fantasma de Carmen enviara con éste una violeta más o de más. Sus últimas lecturas.

    Luego está el dibujo de la portada (el rostro de un caballo de ojos grandes, un sol brillante, la silueta de un paisaje con una cruz), en fondo violeta, con el crédito de Julio Peláez, el hijo menor, quien luego firmaría sus cuadros como Julio Farell. Para esta edición conmemorativa el mismo Julio ha recreado esos trazos.

    Estos son algunos de los elementos que distinguen a esa primera edición de Una violeta de más. Se imprimieron 3 mil 200 ejemplares; el colofón tiene fecha del 10 de diciembre de 1968. En la contraportada se ve, en la parte superior, a un hombre calvo, de camisa clara, con lentes oscuros, en la acción de llevar un cigarrillo a los labios por una mano derecha que muestra una esclava de oro; aparece abajo la siguiente información: se habla de su nacimiento en el Distrito Federal en 1911 y sus residencias en esta misma ciudad, Acapulco y Madrid. Se lee, además: “Su biografía no se asemeja mucho a un curriculum vitae académico: persistente viajero mientras subsistió el prestigio de los transatlánticos y los expresos, futbolista profesional, pianista disciplinado, místico del naturalismo, aprendiz de astrónomo y explorador de fantasmas. Al fin comenzó a ordenar en relatos sorprendentes su imaginación, su sensualidad, su humor y su lirismo. Una década ya lejana vio aparecer sus seis libros anteriores, tan personales y tan innovadores en las letras mexicanas de aquellos años: La noche (cuentos fantásticos, 1943), Aquí abajo (novela, 1943), Equinoccio (1946), Breve diario de un amor perdido (1951), Acapulco en el sueño (1951) y Tapioca Inn (cuentos fantásticos, 1952). Desde entonces, el silencio. Hace poco tiempo la revista El Cuento, al recoger un hermoso relato de Tario, lamentaba su olvido”.

    La lista no es completa: faltan La puerta en el muro (1946) y la plaqueta Yo de amores qué sabía (1951).

    Sigue el texto de la contraportada: “Al publicarse ahora esta nueva serie de cuentos fantásticos, Una violeta de más, se romperá el silencio y la ausencia de este escritor singular. Sus cuentos siguen siendo sorprendentes y su imaginación intrincada y fascinante, pero el tiempo les ha dado una segura y cálida densidad. Lo mismo en el camino de la fantasía grotesca que en el del humor negro o el de la ternura para los desolados y los desvalidos, Una violeta de más nos rescata un Francisco Tario que ha madurado sus propios dominios. Y después de hacer reír, de sorprender y de inquietar a sus lectores, esta nueva colección les reserva la turbadora belleza del cuento que la cierra, ‘Entre tus dedos helados’, obsesionante y magistral”.

    Hasta aquí la contraportada, con información suficiente para interesarse en la lectura y emprender, también, búsquedas variadas, por ejemplo del resto de la bibliografía tariana, entonces (durante los años setenta y ochenta) aún más o menos disponible en las librerías de la Ciudad de México, en las pertenecientes a los Porrúa o en la Antigua Librería Robredo (ubicada en el Paseo de la Reforma, en la glorieta de la palmera). El cierre del misterio, o uno de sus principios, estaba en enterarse de la muerte de Francisco Tario, ocurrida el 30 de diciembre de 1977 en España, por las notas necrológicas del semanario Proceso (en la columna Inventario de José Emilio Pacheco) y la revista Vuelta (texto firmado por José Luis Martínez). Quedó claro así que Una violeta de más había sido el cierre de una obra. Diez años después de la partida de Carmen, Francisco emprendió el último viaje.

    En los archivos del escritor hallé un álbum con forros de tela roja a cuadros (con las páginas atadas por un cordón también escarlata) en el que Tario coleccionaba las notas periodísticas relacionadas con su trabajo. Me detengo en las de comienzos de 1969, reacciones críticas a Una violeta de más. Está, primero, la reseña de Ramón Xirau aparecida en el suplemento México en la Cultura de la revista Siempre! (12 de febrero), en donde éste postula que la literatura española es, en gran medida, fantástica (y ofrece una lista que va de los palmerines y las doroteas a los quijotes de Cervantes y Unamuno); y encuentra en los cuentos de Tario una doble y complementaria vertiente: “por una parte la delicadeza de los ambientes a la vez precisos y difuminados, a la vez encuadrados y rodeados de ensueños; por otra parte, la ironía que puede llegar a ser cruel”.

    En el Diorama de la Cultura del periódico Excélsior (26 de enero) propone María Elvira Bermúdez que los de Tario son cuentos fantásticos puros. No obstante, dice: “No se limita sin embargo Tario a recrear técnicas fantásticas ya conocidas. En algún cuento, verbi gratia en ‘Como a finales de septiembre’, con la descripción morosa y el relato anímico crea un inefable ambiente de misterio. Lo mismo puede afirmarse de ‘El hombre del perro amarillo’. En otros, ‘El balcón’, ‘La mujer en el patio’, presenta seres inmoribles, seres que se resisten a morir y que prolongan su existencia a costa de la realidad misma. En el cuento ‘Entre tus dedos helados’ mezcla en forma asombrosa el sueño o el delirio con instantes de lucidez y levanta un edificio frío y oscuro, pero fabuloso donde el terror y la fantasía pueden avecindarse”.

    Hay varias notas sin firma, una de ellas malhumorada… Y este apartado del álbum (al que le siguen unos doce folios en blanco, como registro sordo de lo que ya no hubo) cierra con una crítica de Héctor Aguilar Camín publicada en el periódico El Día (25 de marzo), quien parte de la afirmación de que no abunda en la literatura mexicana el género de lo fantástico para decir: “Escritores como Tario parecen una flor exótica y casi inconcebible en un medio donde nada brinda apoyo —tradición, bagaje histórico— al ejercicio escueto de la fantasía. Tario se brinda solo el apoyo con sus libros (acaso algunos relatos de Reyes, desde el más allá, y otros de Torri, colaboran también en este sentido). Una violeta de más se inserta en la tradición personal de un estilo y un mundo trabajados con una discreta y sólida fidelidad durante años. El libro refleja esta especie de total continuidad en su lógica consecuencia: dominio absoluto de un hábitat literario, posesión sutil y natural de sus secretos, exquisita libertad de desplazamientos y juego, sin cruzar jamás el límite perfectamente conocido de ese terreno propio: madurez”.

    Apunta más adelante: “Hay como un delicado y emocionante romanticismo tras cada una de las anécdotas: una sensibilidad que —al parecer, contra su tendencia antigua— no termina en lo grotesco o en lo terrible sino más bien en una atmósfera de desolada ternura”.

    Y concluye: “Este puro ejercicio de lo irreal paradójicamente devuelve al lector algo del recóndito y genuino sustrato de anhelo y desengaño de la vida humana”.

.

Para ti, mágico fantasma,

las que fueron tus últimas lecturas.

El mico

Me hallaba yo en el cuarto de baño, afeitándome, y deberían de ser más o menos las diez de la noche, cuando tuvo lugar aquel hecho extravagante que tantas desventuras habría de acarrearme en el curso de los años.

   Un cielo impenetrable y negro, salpicado de blancas estrellas, asomaba por la pequeña ventana entreabierta, a mis espaldas, a la que yo miraba distraídamente mientras me enjabonaba el rostro por segunda vez. Del grifo abierto, en la bañera, ascendía un olor grato y pesado, que empañaba el espejo. Siempre me afeito con música –adoro las viejas canciones–, y recuerdo que en un determinado momento dejó de sonar One Summer Night. Deposité la brocha sobre el lavabo y salí del cuarto de baño con objeto de cambiar el disco. Más, cuando iba ya de regreso, advertí que el agua de la bañera había cesado de caer. Tuve un leve sobresalto y la sospecha de que, por segunda vez en la semana, mi delicioso baño nocturno se había frustrado. Así ocurrió, mas no por los motivos que me eran hasta hoy familiares, pues poco había de imaginar, en tanto cruzaba el pasillo, que ya estaba presente en el baño la inmensa desdicha aguardándome. Penetré. Algo, en efecto, por demás imprevisto, acababa de obstruir el paso del agua en el grifo, aunque, así, de buenas a primeras, no acerté a saber bien qué. Algo asomaba allí, es claro, haciendo que el agua se proyectara contra las paredes. Era él. Primero sacó un pie, después otro, y por fin fue deslizándose suavemente, hasta quedar de pronto atenazado: “Parece un niño desvalido” –fue mi primera ocurrencia –. Y decidí prestarle ayuda, sin recapacitar. Tratábase, naturalmente, de no tirar demasiado, de no forzar el alumbramiento y conservar aquella pobre vida que de tal suerte se veía amenazada. Siempre he sido torpe en los trabajos manuales y jamás pasó por mi cabeza la idea de que, algún desventurado día, me vería obligado a actuar de comadrona. Así que, puesto de rodillas sobre el piso húmedo del baño, fui intentando de mil formas distintas rescatar al prisionero de su insólito cautiverio. Tenía ya entre mis dedos una gran parte de su cuerpo, mas la obstinada cabeza no parecía muy dispuesta a abandonar la trampa. El pequeño ser pataleaba y comprendí que estaba a punto de asfixiarse. Fue muy angustioso el momento en que admití que todo estaba perdido, pues de pronto cesó el pataleo y sus miembros adquirieron un leve tono violáceo. “Quizá conviniera –pensé– llamar cuanto antes a la comadrona.” Pero he aquí que, aplicando el conocido sistema que se emplea para descorchar el champagne, logré hacer girar el pequeño cuerpo en un sentido y otro, valiéndome principalmente del dedo pulgar. El resultado no pudo ser más satisfactorio, pues pronto la cabeza comenzó a aparecer, el agua volvió a brotar a grandes chorros y un ruido seco y breve, como el de un taponazo, me anunció que el alumbramiento se había llevado por fin a cabo. Desconfiadamente, le acerqué a la luz y me quedé un buen rato examinándole. Era sumamente sonrosado, en cierto modo encantador, y tenía unos minúsculos ojos azules, que se abrieron perezosamente bajo el resplandor de la luz. Ignoro si me sonrió, pero tuve esa impresión enternecedora. Al punto estiró los pies, pataleó una vez o dos y alargó con voluptuosidad los brazos. A continuación bostezó, dejó caer la cabeza con un gesto de fatiga y se quedó dormido.

   La situación no me pareció sencilla y, por lo pronto, cerré precipitadamente el grifo, pues la bañera se había llenado hasta los bordes y comenzaba a derramarse el agua. Cogí una toalla y lo sequé. Era una piel muy maleable la suya, y tan escurridiza, que aun a través de la toalla resultaba difícil apresarlo. Aquí empezó a tiritar de frío, y ello me sobrecogió. Cerré de golpe la ventana y me encaminé a mi alcoba. Allí abrí el embozo de la cama y lo acomodé cuidadosamente entre las sábanas. Resultaba extraña la amplitud del lecho con relación a aquella insignificante cabeza, del tamaño de una ciruela, reclinada sobre mi almohada. De puntillas, bajé sin ruidos las persianas, cerré cautelosamente la puerta y me dirigí al salón. Después coloqué otro disco, preparé mi pipa y me senté a reflexionar.

   De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño. Esto me alentó, en cierto modo, confirmándome lo excepcional del suceso. Mas, a la vez, ninguna orientación aprovechable se me venía a la mente, con respecto a los que pudieran ser mis inmediatos deberes. El consabido recurso de informar a la policía se me antojó de antemano risible y por completo fuera de lugar. ¡No sé lo que la policía pudiera tener que ver en semejante asunto! Y esta conclusión desalentadora me sumió, en el acto, en una soledad desconocida, en una nueva forma de responsabilidad moral que yo afrontaba por primera vez, puesto que si la policía no parecía tener mucha injerencia en todo aquello, ¿quién, entonces, podría auxiliarme y compartir conmigo tan desmesurada tarea? Me avergüenza confesar que durante breves instantes creí haber dado con la solución aconsejable, al aceptar que mi deber de ciudadano no podía ser otro, en este caso, que recurrir sin pérdida de tiempo al Museo de Historia Natural. He de convenir incluso en que llegué a descolgar el teléfono, para volverlo a colgar en seguida. ¡El Museo de Historia Natural! ¿Y con qué fin? Una sola relación podía ser establecida entre mi inesperado huésped y la insigne institución, y era ésta el recuerdo que yo guardaba de unas largas hileras de tarros de cristal, alineados en los anaqueles, y en cuyo interior se exhibían las más exóticas variantes de lo que ha dado en llamarse la flora y la fauna humanas. Otro pequeño incidente nada común –la llegada del cartero– me reafirmó en mi error. Acepte, pues, sonriente, el sobre que me tendía y regresé al salón. 

   Como no disponía de otra cama, sería preciso instalarse en el sofá. Y así lo hice, provisto de una gruesa manta. Fue una noche ingrata, poblada de oscuras visiones, pues si en alguna ocasión logré conciliar el sueño, pocos instantes después despertaba sobresaltado, dándome la impresión, no solo de que no despertaba, sino que, por el contrario, más y más iba sumergiéndome en el fondo de una turbia pesadilla. A intervalos, me sentaba en el sofá y cavilaba aturdidamente. No acertaba a descifrar, en principio, la procedencia de aquel impertinente viajero que compartía hoy por hoy mi casa, y todas las conjeturas que llegué a hacerme en tal sentido resultaron a cuál más estúpida y descabellada. Aunque esto por otra parte, tampoco me demostraba nada, ya que existe tal cantidad de hechos sin explicación posible, que éste no parecía ser, a fin de cuentas, ni más necio o disparatado que otros muchos. Cabía, sí –y éste fue otro desatino mío –, sospechar del crimen de una mala madre, perpetrado dentro del propio edificio, con el propósito de deshacerse a tiempo de su mísero renacuajo, y el que, por una lamentable confusión de las tuberías, había ido a desembocar justamente en el seno de mi bañera. Pero el hecho de sentirme arropado en aquel sofá, a altas horas de la noche, cuando debería estar ya desde hacía tiempo en mi cama, me prevenía de que el suceso, fuese cual fuese la causa, era a tal punto evidente que no tenía más que incorporarme, dar unos pasos hasta mi alcoba y comprobarlo con mis propios ojos. Así lo hice una vez, tentado por la duda, aunque sin encender la lámpara, sirviéndome de mis fósforos. Allí estaba él, en efecto, contra mi almohada, pequeño y rojo como una zanahoria, y ligeramente sonriente. Rebosaba felicidad. Su rostro se había serenado y en su cabeza apuntaba tal cual cabello rojizo, cosa en que no había reparado. Sus ojos se mantenían cerrados y plegaba de vez en cuando la nariz, del tamaño de una lenteja. ¿Soñaba? Estoy por decir que sí, aunque no hacia movimiento alguno, limitándose a arrugar la nariz, tal vez con el propósito, puramente instintivo, de demostrarme cuán confortable encontraba mi cama y, en general, todo lo que le rodeaba.

   De regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los primeros rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas más tarde, comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O digo mal; algo fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha, irremediablemente, seríamos ya dos en la casa.

   Fue en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi pequeño huésped mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como si la luz del día le resultara insoportable, o más probablemente como si empezara a ser víctima de un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente todo lo relativo a su alimentación, y esta grave contingencia me llenó de confusión y alarma. ¡Cómo conseguir nutrirlo por mí mismo y la eficacia requerida? ¡Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado organismo, cuyo estomago –admití con un escalofrío– no sería capaz de alojar en su seno ni siquiera una gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele al día sin correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina y regresé con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué el gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota. Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello agravó mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón resultaba aún prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para reanimarlo. No obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de complacencia, de inmensa dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera gota de agua, bastó para confirmarme la idea que venía ya desarrollándose en mí: que se trataba, de hecho, de un ser eminentemente acuático. Esto, que si en un sentido favorecía mi tarea, me plantaba un nuevo conflicto, ya que la resequedad de la atmósfera que se respiraba en la casa terminaría por resultarle nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente como pude, me encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras lavarlo con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté a mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en su seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien pronto empezó a moverse –a desperezarse, diría yo– y a entornar sus ojos azules, que pestañearon con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su lado para contemplarlo, absorto en aquel súbito regocijo que invadía ahora al renacuajo. Recuerdo distintamente cómo el malvado se dejaba traer y llevar por el suave oleaje del tarro cuando yo, para hacerle rabiar, lo inclinaba en un sentido y otro. Con los brazos extendidos, el gran nadador subía o bajaba, se deslizaba sobre el cristal y proseguía evolucionando. Admití, ya sin reservas, que la primera dificultad estaba salvada. Más, ¿bastaría con aquello? Bastó –de ello estuve seguro–, pues, al cabo de una semana, la criatura mostraba un aspecto excelente y hasta un agudo sentido del humor. En ocasiones incluso ensayaba pequeñas cabriolas, bien dejándose flotar como un corcho o proyectándose hasta el fondo del tarro, exhibiendo de esta forma una notable flexibilidad y una rara disciplina que no dejaron de llenarme de asombro. Algo en él me desagradaba, no obstante, y era aquella tendencia suya a permanecer en cuclillas en el fondo del tarro, observándome sin pestañear y con aire de no muy buena persona. El cristal le achataba el rostro, y entonces yo sentía como si un detestable ser, sin antecedentes precisos, explorase mi conciencia con no sé qué funestos propósitos Al punto yo acudía al tarro y le hacía dar unos cuantos traspiés alejándole de mi vista.

   Así fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa fue restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a mi terraza y lo dejaba allí hasta medio día. Por las tardes, lo introducía en el salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído muy fino y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya anochecido, colocaba el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro, según suele hacerse con los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el agua del tarro, donde empecé ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en almíbar y algunos trocitos de queso, que la criatura había aprendido a roer, no sin cierta desconfianza. Unas semanas más tarde, sustituí el tarro por una hermosa pecera, en la que dejé dos o tres delfines de caucho y un pato de color azul, con los cuales se pasaba él las horas muertas. Mostraba una precoz inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me antojaron poco comunes en un ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar, de momento, era si quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende por un ser humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras evidencias posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito, al cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la normalidad.

   Mi vida, hasta el momento presente, había sido sencilla y ordenada. Tenía, a la sazón, cuarenta años y habitaba un cuarto piso, en un alto edificio gris situado en las afueras de la ciudad. A partir de los quince años trabajé infatigablemente, con positivo ardor, y, de acuerdo con mis propios planes, dejé de hacerlo a los treinta y cinco. Durante ese periodo, ahorré todo el dinero de que fui capaz, sometiéndome a una rígida disciplina que no tardo en dar sus frutos, ya que ella habría de permitirme realizar, en el momento oportuno, cuanto me había propuesto. Fue una especie de juego de azar al que me lancé osadamente, y que solo podía ofrecerme dos únicas posibilidades: una muerte prematura –lo que constituiría un fracaso– o una existencia despreocupada y libre, a partir de mi madurez. Mi plan, afortunadamente, pudo al fin llevarse a cabo, y hoy duermo cuanto me es posible, como y bebo lo que apetezco, soy perfectamente independiente y los días se suceden sin el menor contratiempo. Poco me importan, pues, las estaciones, los vaivenes de la política, las controversias sobre la educación, los problemas laborales, la sexualidad y las modas. Desde mi pequeña terraza suelo contemplar los tejados, muy por debajo del mío, y ello me otorga como una cierta autoridad. Escucho música, si es oportuno; leo por simple distracción; apago y enciendo la estufa; paseo sin prisas por el parque y liquido puntualmente el alquiler. Jamás fui propiamente hermoso, ni sospecho que atrayente, pues ni siquiera soy alto o bajo, sino de estatura normal. Cierto que, a primera vista, podría tomárseme por un viajante, aunque quizá también por un modesto violinista, lo cual es siempre una ilusión. Fiel a mis principios, rechacé toda compañía engañosa –mujeres, en particular–, pese a que me atrae salir a la calle, frecuentar los lugares públicos y formar parte de la humanidad. Me atrae, sí, mirar a la gente ir y venir, afanarse y reír, desazonarse y cumplir con sus supuestos deberes; esto es, sobrevivir. Yo también sobrevivo, y ambas cosas son encomiables, siempre y cuando nadie se inmiscuya en mi vida e interrumpa este laborioso limbo que me he creado al cabo de una larga etapa de disciplinas, muchas de ellas en extremo amargas.

   Qué de sorprendente tiene, por tanto, que la aparición de mi pequeño huésped haya alterado, de golpe, aquello que, en opinión mía, debería haberse conservado inalterable. Pero, insisto, el tiempo ha ido transcurriendo, y un orden nuevo, aunque cordial, ha venido a reemplazar a aquel otro, tal vez demasiado exclusivo, que imperaba en mi casa. Hoy he vuelto a levantarme a las diez, a dar mi paseo matinal por el parque, y, al declinar la tarde, he ido al cinematógrafo. Sobre todo, he vuelto a ocupar mi cama, la cama que me pertenece por derecho propio, y en ella duermo a pierna suelta, al margen de cuanto acontece fuera –un mundo que para mí no encierra más atractivo que el de una grata referencia con qué ilustrar y enriquecer mi solitaria existencia, en la cual soy de todo punto feliz.

   Pero no siempre ocurre lo previsto.

   Él dormía allá –según venía haciéndolo hasta la fecha–, en el fondo de su pecera, inmerso en los tibios brazos de su agua azucarada. Debía estar próxima la madrugada cuando desperté con un súbito desasosiego, que no alcance a descifrar, de momento. Me sería difícil expresar hoy si lo que sentí entonces fue un simple sobresalto o una clara sensación de miedo; mas una intuición repentina, nacida de lo más hondo de mi ser, me aviso que, en aquellos raros instantes, no me encontraba solo. Había allí, en la oscuridad de mi alcoba, una invisible presencia, un algo fuera de lo común que no me fue reconocible. Comprendí que debería dar la luz; pero tardé en resolverme. Por sistema, aborrecí siempre las supersticiones, y he aquí que, por esta vez, estaba siendo víctima de una de ellas. Por lo pronto me senté en la cama sin osar moverme. El silencio era el habitual, aunque la presencia continuaba allí, de eso estuve seguro. A poco, alguien tiró una vez o dos de los flecos de mi colcha, y el silencio prosiguió. Fue un tirón débil, pero nervioso y claramente perceptible. Esto se me antojó ya excesivo y contuve la respiración. Quien tiraba de la colcha repitió el ademán, ya con cierta osadía. Entonces di la luz. Era él, es claro, de pie sobre la alfombra amarilla, con una expresión tal de susto que no podría asegurar si fue mayor mi sorpresa o la íntima conmiseración que experimenté por aquel desdichado ser que se había lanzado a una aventura semejante. Noté que le temblaban las piernas y no lograba sostenerse muy firmemente sobre ellas. Se mantenía algo encorvado –no sé si envejecido– y tenía los ojos enrojecidos, como si acabara de llorar. Nos miramos largamente, él sin todavía sin soltar la colcha. Por fin extendí los brazos, tomándolo por las axilas, lo subí con cautela a mi cama y lo senté frente a mi. Pero aún habríamos de contemplarnos largo rato antes de que él profiriese aquella oscura palabra –la única que profirió jamás– y que tan deplorables consecuencias habría de acarrearnos a los dos. Ocurrió, más o menos, así: sentado, como estaba, alzó hasta mi sus ojos, ensayó una penosa mueca de alegría e intentó llorar. Después alargó sus brazos en busca de los míos, y repitió dos veces, con una voz chillona que me exasperó: –¡Mamá! ¡Mamá!

   Hecho esto, trató de incorporarse de nuevo, pero rodó sobre la colcha y estalló en ahogados sollozos.

   Fue el comienzo de una nueva vida, de una rara experiencia que yo jamás había previsto, porque, a partir de aquella fecha, las cosas no fueron ya tan halagüeñas, y donde quiera que me hallara, en el instante más feliz del día, la dolorida palabra volvía a mí, oprimiéndome el corazón. Ya no me decidí a abandonar a i huésped, según venía haciéndolo hasta ahora, y ningún cuidado que le prestara me parecía suficiente. Un extraño compromiso parecía haberse sellado entre él y yo, merced a aquella estúpida palabra, que sería menester olvidar a toda costa. Al más intrascendente descuido, al menor asomo de egoísmo de mi parte, surgía dentro de mí la negra sombra del remordimiento, semejante, debo suponer, al de una verdadera madre que antepone a sus deberes más elementales ciertos miserables caprichos, impropios de su misión. Y he de reconocer que, con tal motivo, comenzaron a preocuparme determinados pormenores que hasta el momento presente me habían tenido sin cuidado: su salud, el tedio de sus solitarias jornadas, su irrisoria pequeñez, la fealdad de sus carnes flácidas, su inseguro porvenir. Una rara soledad emanaba del infortunado anfibio y de aquel titubeante paso suyo, con las piernas ligeramente abiertas, cuando se resolvía, no sin grandes vacilaciones, a deambular por la casa en busca de un rincón propicio o de una puerta entreabierta que pudiera ofrecerle algo nuevo y distinto.

   En tanto logró él mantenerse en la pecera, mi casa continúo pareciéndome la misma y, en cierto modo, hasta más lisonjera. Mas, tan pronto osó abandonarla e impregnó de su miseria la casa, el escenario cambió por completo. Algo sobrecogedor y triste, positivamente malsano, se dejó sentir ya a toda hora. Aún más; fue entonces, y no antes, cuando alcancé a darme cuenta con precisión de que mi huésped se hallaba desnudo, y que esta desnudez sonrosada resultaba cruelmente inmoral. Anteriormente, él no constituía sino un simple renacuajo, quizá una misteriosa planta, un pájaro en su jaula, no sé; algo, en suma, que no había inconveniente alguno en mirar. Pero, ya de pie junto a mi cama o tratando de escalar a un sillón, renacuajo, planta o pájaro, dejó de ser lo que pretendía y ya no resultó grato mirarle. Había pues, que cubrirlo. ¿Que vestirlo, tal vez? Y lo vestí. Primeramente, de un modo burdo, apresurado e incompleto, sirviéndome de un trozo cualquiera de paño que le ajusté a la cintura, a manera de faldón. Después, ya con cierta minuciosidad, ateniéndome a su sexo y hasta eligiendo los colores. Fue por ello que me puse a coser. Pronto tuve a mi disposición un regular surtido de telas y todos esos utensilios que requiere un buen taller. Sentado en una silla de mimbre, dedicado en cuerpo y alma a mi tarea, transcurrieron aquellas semanas, en el curso de las rara vez me despojé de mis babuchas. Sentado él también, frente a mí, seguía con gran interés mi trabajo. Por aquellos días –recuerdo– comenzaba ya a cruzar una pierna. Pero el desempeño de mi labor no fácil ni mucho menos, pues, repito, he sido torpe en los trabajos manuales y muy de tarde en tarde alcanzaban las prendas la perfección deseada. Con frecuencia tenía que repetir las pruebas o deshacer varias veces lo que ya estaba hecho. Entonces él se ponía de pie, enderezaba con ilusión el cuerpo y me sonreía. Había allí un espejo donde él se miraba. Casi nunca dejó de sonreírme en tanto yo le probaba, principalmente en una ocasión en que decidí confeccionarle un abrigo. El invierno se echaba encima. Había así mismo que lavarlo, que peinar sus escasos cabellos, que limpiarle las uñas y pesarlo. Y, sobre todo, fue preciso instalarlo en forma adecuada, pues, a partir de su primera excursión a mi alcoba, se negó rotundamente a volver a la pecera, y tantas veces como lo devolví a ella, tantas otras como escapó furtivamente, en su afán de merodear por la casa. Una situación difícil, para lo cual yo no estaba preparado. 

   Por fin su alojamiento quedó fijado en la única pieza que se conservaba vacía. Era un pequeño cuarto de seis metros cuadrados donde fue instalado su dormitorio, una salita de estar –que servía de comedor asimismo– y un baño privado. Este relativo confort que me fue dado proporcionarle, alivió sensiblemente mi ánimo, liberándome de aquel sentimiento penoso que me agobiara en otro tiempo al dejarle solo. En realidad, dentro de aquel recinto disponía de todo cuanto pudiera serle necesario, y, lo que era aún más importante, se hallaba a salvo de cualquier riesgo imprevisible, en particular de los gatos, que nunca cesaban de merodear por las tardes alrededor de mi cocina.

   Sí, era divertido verle lanzar los dados a lo alto, o deslizarse con cara de miedo a lo largo del tobogán, o soplar en su diminuta corneta de hojalata negra y azul. Su menú era todavía muy modesto y constaba, por lo general, de unos trozos de migajón rociados con miel, unas cucharadas de sopa y una discreta ración de nata fresca o queso. A media tarde le permitía chupar un caramelo de fresa, o dos o tres gajos de naranja, si lo prefería. De ordinario, me sentaba en el piso para verle comer. Hacía una figura simpática, con su minúscula servilleta al cuello y los pies recogidos bajo la silla, llevándose con indecisión temblorosa la cucharilla a la boca. Le divertía verme fumar y, como un pequeño mono trataba de alcanzar mi pipa, enderezándose sobre su asiento. Diariamente lo bañaba y le llevaba la cena a la cama cuando todavía no se había puesto el sol. En cambio, era un gran madrugador, y le sentía andar por los pasillos mucho antes de que yo me hubiese levantado. Permitíale esta libertad de movimientos a sabiendas de que, en ningún caso, sería capaz de abrir una puerta o penetrar donde no debía. Pese a ello, conocía a la perfección todos los rincones de la casa y no me cupo la menor duda de que, si su complexión se lo hubiese permitido, habría podido prestarme un gran servicio. He de reconocer, sin embargo, que sus carnes seguían siendo flácidas y muy poco consistentes, como una esponja mojada, y de hecho, nunca dejó de preocuparme la idea de que, de un modo u otro, perteneciese a alguna particular rama de las familias de las esponjas. Pero era feliz, estoy seguro, y conservaba su buen humor de costumbre, salvo cuando alguien hacía sonar el timbre de la puerta, o silbaba, de pronto, un ferrocarril. Entonces él se tapaba la cara con las manos y corría a guarecerse en un rincón, donde permanecía acurrucado hasta que se disipaba el eco. Le entretenían, en cambio, las mariposas y el piar constante de los pájaros, y tuve, a menudo, la impresión de que lamentaba profundamente su condición de anfibio, mientras miraba surcar el aire aquellas ruidosas bandadas de pájaros que nunca faltaban en mi terraza al caer la tarde.

   Por lo que a mi respecta, puedo afirmar que mi vida era de lo más activa y escasamente disponía de unos minutos de descanso, ocupado a toda hora del día en los quehaceres domésticos, o en salir y entrar en busca de algo que siempre hacía falta en la casa. Me llevaba casi toda la mañana recorrer los mercados, las queserías, las tiendas de comestibles e incluso los establecimientos de pescado, a la casa de algún novedoso manjar con que obsequiar a mi huésped, pese a que, por ahora, debería continuar ateniéndome a un número muy exiguo de alimentos, aunque cuidando de que unos y otros estuviesen en perfecto estado y fuesen de primera calidad. Ya de regreso, me dirigía a la cocina y preparaba el almuerzo, sin perder de vista que el menú de la semana fuese, en lo posible, nutritivo y variado. Como ocurría, por otra parte, que me había visto obligado a despedir a la persona encargada del aseo de la casa, con el fin de mantener en secreto la existencia de mi huésped, tenía que hacerme cargo personalmente de estos menesteres, en los que empleaba gran parte de la tarde. Un poco antes del oscurecer, como dije, le servía la cena en la cama, y en cuanto advertía que había quedado dormido, regresaba al salón y me entregaba a mis pasatiempos favoritos; esto es, leía o escuchaba un poco de música. Eran mis únicos ratos libres. Mas la música y la lectura habían empezado a abrumarme y he de confesar que, por aquel tiempo, fueron interesándome cada vez menos. Por una u otra razón permanecía distraído, ajeno a lo que escuchaba o leía, como si todo aquel mundo apasionante no tuviese ya nada que ver conmigo. O era una ligera erupción de la piel, que había creído notar en la cabeza de la criatura, o eran las compras de la mañana siguiente, o los nuevos precios del mercado; algo sin excepción, ocupaba por entero mis pensamientos. Había empezado a dormir mal y pasé gran número de noches en vela, agobiado por un sin fin de preocupaciones. Mis sueños solían ser estrambóticos y se referían invariablemente a grandes catástrofes domésticas de las que era yo el infortunado protagonista. ¿Comenzaba a metamorfosearme? Estuve seguro que sí. Ello empezó a inquietarme, a despertar en mí muy serios temores, y creí, en más de una ocasión, no reconocerme del todo al cruzar ante un espejo. ¡Hay de mí! No se trataba tan sólo de la extrañeza que me provocaban ahora mis antiguas aficiones, o de la imagen deformada que pudieran devolverme los espejos, sino de algo mucho más sutil y grave, casi estúpido, que yo iba percibiendo dentro de mí. Sentí miedo. Conocía de sobra el poder que ejercen ciertas obsesiones en el ánimo del hombre, y la sugestión de que el hombre es víctima bajo el influjo de aquéllas; pero éste no era mi caso, puesto que, de un modo enteramente consciente, las reconocía y aceptaba, esforzándome por sustraerme a ellas. Era algo independiente de mí, malvado, y contra lo cual parecía inútil resistirse.

   Tengo muy presente un suceso que acaso explique por sí mismo la disposición de mi ánimo durante aquellos azarosos días. Debía de ser media mañana y me disponía a salir de compras, cuando mi pequeño huésped se presentó en el vestíbulo con la sana intención de acompañarme. Llevaba puestos el abrigo y los guantes, y deduje que él mismo se había peinado. Hecho tan imprevisto, suscitó en mí una viva zozobra y la noción de un nuevo conflicto, que hasta hoy no se me había planteado. ¿Cómo acceder a sus deseos y lanzarme a exhibir por las calles a aquel mísero renacuajo, a quien a buen seguro echaría mano la policía? Cuidando de no herirle, procuré disuadirlo de su empeño, pidiéndole que, como venía siendo costumbre, me aguardara en la casa. No me fue difícil lograrlo, pues siempre se mostraba ecuánime; aunque lo más lastimoso de todo fue que, a mi regreso, le encontré hecho un ovillo en su cama, todavía con el abrigo puesto. Había tal expresión de humillación en sus ojos y se me mostró tan desvalido, que no pude reprimir este pensamiento, que escapó de mí como un presagio: “Tal vez –me dije– conviniera proporcionarle un hermanito”. La ocurrencia, por así decirlo, no tuvo nada de excepcional, mas surgió de mi interior con un sentido tan oscuro y tan cargado de sugerencias, que me dejó estupefacto. Aún tuve ánimos para preguntarme con sorna: “Un hermanito, sí, ¿pero cómo?” Y dejé la interrogación sin respuesta. Pensé consultar al médico, tomarme unos días de descanso. Frente al espejo, convine esa misma noche: “Las cosas no marchan bien del todo” Y me quité el delantal. Mi huésped no quiso cenar y antes de que dieran las ocho estábamos los dos en la cama.

   Mi salud, en los días que siguieron, fue quebrantándose y perdí casi por completo el apetito. Sufría estados de depresión, agudos dolores de cabeza e intensas y frecuentes náuseas. Una extraña pesadez, que con los días iría en aumento, me retuvo en cama una semana. A duras penas conseguía incorporarme y caminaba con torpeza, como un pato. Padecía vértigos y accesos de llanto. Mi sensibilidad se aguzaba y bastaba la más leve contrariedad para que me considerase el ser más infeliz del planeta. El cielo gris y pesado, la sombra de los viejos aleros, el ruido de la lluvia en mi terraza, el crepúsculo, un disco, me arrancaban lágrimas y sollozos. Cualquier alimento me revolvía el estómago y no pude soportar ya el olor de la cocina. Aborrecí un día mi pipa y dejé de fumar. Me afeité el bigote. El tedio y la melancolía rara vez me abandonaron y comprendí que me encontraba seriamente enfermo. Posiblemente estuviese en cinta.