Unos invitados muy especiales - Marion Lennox - E-Book
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Unos invitados muy especiales E-Book

MARION LENNOX

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Beschreibung

Matt McKay creía tener la vida perfectamente planeada cuando decidió pedirle a su novia que se casara con él..., pero entonces se interpuso el destino. La irresistible Erin Douglas apareció en su camino... ¡con dos preciosos gemelos de la mano! El impulso caballeroso de Matt tiró por la borda todo su futuro; de pronto, tenía una familia. Para su propia sorpresa, Matt no tardó en darse cuenta de que le gustaba ese tipo de vida y, sobre todo, le gustaba la mujer que había provocado todo aquello...

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Marion Lennox

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Unos invitados muy especiales, n.º 1697 - octubre 2015

Título original: Adopted: Twins!

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7309-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Todo el mundo estaba contento en Bay Beach. Matt se iba a casar con Charlotte, mientras que Erin se quedaría felizmente soltera, cuidando de los cinco niños a quien nadie quería.

Pero entonces fue cuando estalló la bomba de los gemelos.

 

 

Matt McKay era uno de los mejores criadores de ganado de Australia. Llegaba tarde, pero no tan tarde como para que Charlotte se enfadara. Había ido a visitar a un amigo al hospital y después de salir de allí, se dirigía a casa de Charlotte para cenar.

También iba a comprometerse.

¿Por qué no? Charlotte era guapa, se arreglaba bien y era una compañía agradable. Ella entendía, además, sus necesidades en la granja. Conocida como la mejor anfitriona del distrito, había sido leal a Matt durante casi veinte años.

En cuanto a su amigo del hospital, se había quedado recuperándose de una operación de apendicitis, en compañía de su mujer y sus hijos.

La visita le había hecho pensar que en la vida había que comprometerse. Él lo había estado evitando hasta entonces, pero era difícil no sentir celos de la vida de Nick. A pesar de que había perdido el apéndice, era un hombre feliz.

Por eso Matt había dado un rodeo para pasar por la joyería.

Y en esos momentos, en la radio, estaban dando un programa sobre el amor, las canas y la confianza eterna.

Matt miró hacia la caja de terciopelo que había dejado en la guantera y decidió dejar a un lado todas sus dudas.

Se casaría con Charlotte.

Siempre había estado claro que acabaría pasando y quizá por eso había tardado tanto en pedírselo. Había tenido algunas aventuras en su juventud, pero Charlotte siempre había esperado a que volviera de lo que ella llamaba locuras. Diez años atrás, no había soportado su posesividad. Pero en ese momento… quizá ella tuviera razón. Quizá estaban hechos el uno para el otro y no le importaría tener uno o dos hijos con ella.

Nick era un padre estupendo, decidió Matt, pensando en la familia que había dejado en el hospital. Con dos preciosos niños y otro en camino, Nick y Shanni eran muy felices.

¿Llegarían a serlo también ellos?

¿Querría Charlotte tener hijos? Charlotte no era una persona muy maternal, pero si tuviera niños, seguro que les enseñaría a ser limpios y prácticos, y a distinguir entre el bien y el mal.

Sin embargo, él no sería un buen ejemplo para sus hijos, se dijo, haciendo una mueca. Él no había sido nunca ningún ángel. De hecho, había sido un niño que le había dado muchos disgustos a su madre.

Pero los niños heredaban los genes de ambos padres. Así que quizá podrían intentarlo.

Ella los educaría en la casa, y él les enseñaría el mundo exterior… que era lo mismo que había vivido él de pequeño.

Así que…

Así que quizá esa noche le pediría por fin que se casara con él. Después de todo, hacía una noche excelente.

A excepción de la bomba que estaba a punto de estallar…

 

 

En el hogar número tres del orfanato de Bay Beach, las cosas también marchaban muy bien.

Erin Douglas, la encargada de cuidar de aquel hogar, había conseguido acostar a todos los pequeños a las ocho.

Afortunadamente, Marigold, la más pequeña de todos los niños era un bebé muy bueno, que sin duda haría felices a sus padres adoptivos.

Aquella noche, también había conseguido acostar temprano a Tess, de cinco años, y Michael, de ocho, la pareja de hermanos que estarían en el hogar hasta que su madre se recuperara de la enfermedad que la tenía postrada.

Y lo más sorprendente había sido que los gemelos también se habían ido a la cama sin rechistar. De hecho, había ido a verlos diez minutos antes y había comprobado que estaban durmiendo.

¡Era increíble!

Eso merecía ser celebrado con una copa de vino, decidió Erin. Eso de que se acostaran todos tan temprano no ocurría a menudo.

Pero justo antes de abrir la puerta de la nevera, se detuvo, de repente insegura. Era demasiado bueno para ser verdad, pensó, y su intuición le avisó de que algo olía mal en todo aquello. Así que decidió acercarse de nuevo a la habitación de los gemelos a echar un vistazo. Andando de puntillas, llegó hasta la puerta y luego la abrió.

Al parecer, su intuición la había engañado. Los niños estaban apaciblemente dormidos.

¿Qué le habría hecho dudar de ellos?, se preguntó al mirar sus rostros dormidos. ¿Cómo podía alguien dudar de esos preciosos niños?

Henry y William, de siete años, eran unos niños adorables. Tenían el cabello rizado, del color de una zanahoria roja, y la nariz llena de pecas. Y en esos momentos tenían una expresión angelical.

Aunque ella sabía que esa expresión no reflejaba la realidad. Había motivos sólidos para que los vigilara bien. Su madre no había sido capaz de controlarlos nunca. Así que cuando cumplieron cuatro años, habiéndose quedado sin marido y con otros siete hijos a los que cuidar, había decidido darlos al orfanato para que los criaran.

Tampoco eso había funcionado. Hasta ese momento, todas las parejas que habían intentado adoptarlos, los habían devuelto desesperados. Así que siempre que Erin tenía sitio en su casa, se los dejaban a ella. Erin sabía cómo tratarlos, aunque también a ella le resultara difícil.

Dio un suspiro. ¿Qué iba a hacer con ellos? Eran unos niños terriblemente revoltosos, aunque al verlos dormidos, no pudo evitar emocionarse. Estaba empezando a encariñarse de ellos.

No deberían estar en un orfanato, ya que necesitaban desesperadamente una madre y un padre a los que querer.

¡Si no fuera porque siempre estaban haciendo trastadas!

Pero no importaba. En esos momentos estaban dormidos y Erin quería disfrutar de aquel milagro. Volvió a la cocina, se quitó los zapatos y puso los pies en alto para descansarlos.

–De estas ocasiones hay pocas –se dijo, levantando la copa de vino–. Me queda por delante una noche estupenda.

En la habitación de Henry y William todo marchaba según lo planeado.

Los gemelos habían atado un hilo desde la puerta de la cocina a la de su habitación. Luego habían atado a Tigger, su juguete favorito, al hilo y lo habían puesto de manera que cayera al suelo cuando la puerta de la cocina se moviera.

El plan era perfecto. Cuando Erin saliera de la cocina, Tigger caería al suelo y cuando Tigger cayera al suelo, ellos tendrían el tiempo justo para dejar lo que estaban haciendo, agarrar a Tigger, meterlo debajo de las sábanas y apagar la luz antes de que Erin volviera.

Así que cuando había entrado Erin, toda tranquila, ellos habían simulado estar dormidos.

–Buenas noches, pillines –les había susurrado.

Ellos habían tenido que hacer un gran esfuerzo por no echarse a reír.

Luego, cuando la mujer se había ido, ellos habían agarrado otra vez el hilo y habían vuelto a atar a Tigger para dejarlo en la posición adecuada. Seguidamente habían recuperado lo que había debajo de la cama.

¡Estupendo!

 

 

Pero la bomba no tenía que estallar cuando lo hizo.

El plan era que Henry la llevara fuera de la habitación dentro de su zapatilla. Le daba miedo llevarla en la mano y la zapatilla sería un medio seguro para transportarla. Sus bombas eran unas bolas hechas a mano, llenas de cerillas y petardos, diseñadas para explotar cuando chocaran contra el suelo. Así que sabían lo peligrosas que eran.

Después de llevarla fuera cuidadosamente, el plan era dejarla sobre la valla que separaba el hogar número tres de la casa de los vecinos.

Eran las ocho de la noche, la hora a la que acababan las noticias de la tele. Después de lo cual, los vecinos, Helmut y Valda Cole, dejaban que su perro saliera a dar un paseo.

Pansy, un caniche, nunca iba más allá de unos metros, así que no había peligro de hacerle daño. Pero se asustaría con la bomba y el señor y la señora Cole perderían los estribos. ¡Que era lo más interesante de todo aquello!

A Henry y a William les caían mal los señores Cole, ya que sabían lo que pensaban de ellos y del resto de huérfanos. El matrimonio había hecho una petición para que todos los orfanatos se pusieran juntos. «Para juntar todos los problemas en un único lugar». El matrimonio era desagradable incluso con Erin, lo cual era impensable.

Henry y William no siempre hacían lo que Erin quería, pero ella era quien les daba los mejores abrazos de todo el personal del orfanato. E incluso cuando hacían las peores gamberradas, ella simplemente daba un suspiro, se pasaba la mano por el pelo y les decía: «¿Qué voy a hacer con vosotros, gamberros?».

Además, el caniche Pansy solía ladrar tanto que despertaba muchas noche al bebé, y una vez que Henry metió la mano a través de la valla, solo para decirle hola, le había mordido.

Por lo tanto, tenían que deshacerse del matrimonio Cole antes de que Erin se enfadara más, o antes de que Pansy mordiera a otra persona. Y la única manera de que se marcharan era que pensaran que su caniche estaba en peligro. Y por eso lo de la bomba, el artefacto que habían aprendido a construir en el colegio, espiando a los chicos mayores.

Pero entonces…

Bien, Henry estaba metiendo la bomba en la zapatilla que estaba sujetando William. Pero, como no cabía bien, Henry se puso nervioso y la zapatilla se le resbaló.

La bola llena de cerillas y petardos cayó pesadamente al suelo y se enrolló en la cortina que había al lado de la cama.

Henry y William se miraron horrorizados y se fueron a refugiar bajo la cama.

La explosión hizo vibrar toda la casa. Las luces se encendieron inmediatamente, accionadas por la alarma y se oyó cómo se rompía un cristal del balcón. El olor a humo entró en la cocina y saltó la alarma de incendios del pasillo.

El hogar número tres del orfanato de Bay Beach estaba en llamas.

 

 

Matt, que iba en su camioneta con la ventanilla bajada, oyó la alarma de incendios, pero pensó que seguramente no sería nada. El detector que tenía en casa saltaba cada vez que se le quemaba una tostada, cosa que, por otra parte, le sucedía a menudo.

Luego se fijó en que la casa donde parecía haberse disparado la alarma era uno de los hogares del orfanato de Bay Beach y, al ver las llamas, pisó el freno en seco.

Dejó el motor en marcha y echó a correr hacia la casa.

 

 

–Sujeta al bebé.

Matt ya conocía de antes a Erin Douglas. Claro que la conocía. Todos en Bay Beach la conocían y él había ido con ella, además, a la escuela.

Pero no eran amigos. Erin era tres años más joven que Matt y quizá este seguía teniéndola por la chica mandona y descarada que había conocido en el colegio. Después, ya de mayores, habían coincidido en algún baile, pero ella no era su tipo.

Sin embargo, eso no le impedía apreciarla. Tenía un cuerpo bonito, con una piel clara y luminosa, el pelo rubio y unos enormes ojos azules. Siempre había tenido admiradores. Era, definitivamente, una mujer muy atractiva, decidió. Pero también era un poco… bueno, tonta. En el colegió, siempre estaba burlándose de todo y especialmente de él.

Matt gozaba de una buena posición y su familia descendía de la aristocracia. Normalmente eso le daba ventaja con las mujeres, pero con Erin era más bien al contrario.

Por otra parte, ella siempre iba sin arreglar. No le importaba ir despeinada y su maquillaje era siempre escaso, como si se lo hubiera puesto a toda prisa. Sí, sabía que las chicas que trabajaban en los hogares eran así, ya que tenían muy poco tiempo para sí mismas, pero Erin resultaría una chica muy guapa si se arreglara un poco más.

Siempre llevaba vestidos de brillantes colores, que le llegaban por la pantorilla. Parecían hechos por ella misma. Se lo había dicho Charlotte y él se daba cuenta de que era verdad.

La última vez que la había visto había sido en una fiesta del colegio de la localidad. Uno de los niños a los que cuidaba le había pintado la cara como si fuera una mariposa; sus ojos azules estaba rodeados por dos enormes y coloridas alas.

Charlotte y él se habían mirado horrorizados. No, definitivamente no era su tipo. No tenía la educación y elegancia de sus amigas. No se parecía a su madre, ni a Charlotte.

Y en ese momento… bueno, no le importaba su aspecto, pero parecía incluso más desarreglada que otras veces. Cuando él llegó al porche, ella salía por la puerta con un niño en brazos. La pequeña no tendría más de cuatro o cinco meses.

–Sujeta al bebé –fue todo lo que le dijo antes de dejarle el niño en brazos y meterse otra vez en la casa.

¿Qué podía hacer con él?, se preguntó, mirando indeciso al bebé. No podía dejarlo en cualquier sitio, claro; además, en ese momento había cosas más urgentes que hacer que estar sujetando a un niño.

Alguien se asomó a la valla. Era normal, la explosión se habría oído en varios bloques, y Valda Cole normalmente se enteraba de todo lo que pasaba a su alrededor. Matt normalmente evitaba a Valda como si fuera la peste, pero en ese momento, con el bebé en brazos, casi se alegró de verla.

–Sujete al niño y llame a los bomberos –le ordenó, dejándole al bebé antes de que pudiera protestar–. Y llame también a la policía y pida que manden una ambulancia. Rápido.

Y entonces se metió en la casa.

 

 

Erin había encontrado a Tess y a Michael.

Los niños se habían despertado y fueron tambaleándose hacia la puerta en medio del humo. Erin les agarró de la mano. Con cinco años y muy asustada, Tess salió al pasillo oscuro. Erin, sin soltar a Michael, levantó en brazos a Tess y salió con ellos.

El humo era tan espeso que Erin apenas podía ver nada, y los ojos le picaban mucho.

–¡Henry, William!

No hubo respuesta. Las ranuras de ventilación estaban colocadas encima de las puertas de los dormitorios, y del de Henry y William parecía salir mucho humo. Pero no podía entrar en ese momento, ya que tenía que sacar primero a Tess y a Michael.

Justo entonces se chocó con Matt en el vestíbulo.

En aquella ocasión, Erin sí notó su presencia. Necesitaba ayuda, cualquier tipo de ayuda, y sabía lo suficiente de Mathew McKay como para saber que podía prestársela.

–Matt, estos dos están bien, pero los gemelos están todavía dentro –empujó a los niños que llevaba de la mano hacia delante y se atragantó con una bocanada de humo–. Sácalos.

Matt los sacó a todos fuera. Luego agarró a Erin del brazo, sin decir nada, y la sacó cuando ella intentó entrar de nuevo. En el porche, Erin trató de tomar aire para poder hablar.

El pánico que sentía estaba a punto de bloquearla. El humo era muy denso, casi impenetrable, y se fijó en las llamas que salían por una de las ventanas. Era, decididamente, la habitación de los gemelos.

–¡Dios, los gemelos! –exclamó, casi sin voz.

El humo que había tragado hacía que le dolieran los pulmones cada vez que respiraba.

–¿Cuántos más hay dentro? –le preguntó Matt con voz autoritaria–. Dime cuántos son y dónde están.

Erin hizo un gran esfuerzo para poder hablar. No podía haber encontrado mejor ayudante que Matt. Era verdad que era rico y demasiado guapo, y que se movía en círculos a los que ella no pertenecía, pero su capacidad estaba fuera de toda duda.

–Solo los gemelos, dos niños de siete años que estaban durmiendo en esa habitación –hizo una pausa para toser y luego señaló la ventana de la que salían las llamas–. Por favor, cuida de los niños. Yo iré…

–¡Quédate donde estás!

Helmut Cole se estaban acercando justo entonces con una manguera en la mano, mientras que Valda observaba horrorizada la escena desde su casa, sujetando al niño como si se tratara de algo sucio.

Pero no importaba. Lo que importaba era que el bebé no sufriría ningún daño estando con ella y que Helmut estaba haciendo lo que tenía que hacer.

–¿Ha llamado a los servicios de urgencias? –le preguntó Matt.

Cuando Valda asintió, Matt se volvió hacia su marido.

–Helmut, ponga la manguera en esa ventana y déjela ahí –luego entró en la casa y se dirigió a la habitación en llamas.

–Por favor, ten cuidado. El humo… –dijo Erin, que estaba a punto de desmayarse.

–Es imposible entrar por la ventana. Esperemos que no esté toda la habitación ardiendo.

 

 

La casa estaba totalmente a oscuras, pero aunque hubiera sido de día, Matt tampoco habría visto nada. El humo era tan denso, que no podía respirar.

De repente, se le ocurrió algo. ¡Se le tenía que haber ocurrido fuera! Se quitó el jersey y se lo puso alrededor de la cabeza. No era mucho, pero algo le protegería.

La habitación de los gemelos era la segunda del pasillo. Tenía que atravesar la cocina, salir al pasillo y llegar a la segunda puerta…

Tenía que hacerlo rápidamente, hubiera lo que hubiera detrás de la puerta. Si se encontraba con un muro de llamas, no tendría escapatoria… pero tampoco los gemelos.

Con una silenciosa plegaria, tocó el pomo. No estaba ardiendo, lo que era buena señal. Eso quería decir que las llamas no habían alcanzado la puerta.

Entonces la abrió bruscamente y trató de examinar el interior. Las cortinas de la ventana estaban ardiendo y la cama de al lado también. Fuera, Helmut estaba apuntando con la manguera hacia el interior y Matt recibió un chorro de agua en el rostro.

Cosa que agradeció infinitamente. El agua no apagaba el fuego, pero le ayudaba a mantenerse despierto y le permitía respirar. Así que se mantuvo al alcance del chorro hasta que se le empapó el jersey por completo.

Entonces tomó otra vez aire.

–¿Dónde estáis, chicos?

–Aquí… –las voces provenían de la parte de la habitación más alejada de la ventana.

Un trozo de cortina ardiendo aterrizó, de pronto, en su cabeza. Matt se lo quitó, sin preocuparse por el dolor, y se metió bajo la cama de donde habían salido las voces.

–Agarradme.

Cuando notó que su brazo era agarrado por cuatro manos, respiró aliviado.

Pero no había tiempo que perder. Tenían que conseguir atravesar el pasillo y la cocina cuanto antes, pero cada vez había más humo.

–T–tigger –dijo uno de los niños, soltándose.

–¿Qué?

–Tigger.

Matt sintió en la mano algo redondo. ¿Un juguete? ¡Maldita sea! Se lo metió debajo de la camisa y agarró una manta.

–Esperad –les ordenó a los niños.

La manguera de Helmut mojó la manta, pero no lo suficiente. Así que Matt la levantó para que se empapara bien y luego se la puso a los niños sobre la cabeza.

–Vamos a salir de la habitación a gatas –explicó. Los niños se acurrucaron contra él, pero Matt les empujó hacia la puerta–. Vosotros primero. Si yo me paro, vosotros seguid. Es una orden. ¡Ya!

Y los llevó hacia el pasillo, después a la cocina, y llegaron al vestíbulo.

–Henry… William…

Erin estaba allí, esperando a los niños. Como Matt, también se había enrollado un jersey alrededor de la cabeza. Se había metido en la casa hasta donde había podido y estaba esperándolos en la cocina. Al verlos llegar gateando por el pasillo, los abrazó a ambos y los llevó fuera.

Matt los siguió. Salió al porche, dio tres pasos y se desmayó.

 

 

Los ojos azules más bonitos que había visto nunca lo estaban mirando fijamente.

–¿Cree que se salvará?

Matt tenía algo sobre la boca y la nariz. Algo de plástico que trató de quitarse.

–Déjatelo ahí, Matt.

Él reconoció aquella voz. Era Rob McDonald, el sargento de policía de la localidad.

–Has tragado mucho humo y te estamos dando oxígeno –le explicó el hombre–. Sí, Erin, si está tratando de quitarse la mascarilla, seguro que se salvará.

Matt pensó en aquello y decidió que era lógico, mientras aquellos preciosos ojos azules seguían observándolo. Era curioso que nunca hubiera reparado en ellos. Erin estaba sucia y llena de hollín, pero de repente le pareció la mujer más bella del mundo y pensó que la vida era maravillosa.

Si ella no se hubiera metido a buscarlos, él no habría sido capaz de sacar a los niños. Le había costado un gran esfuerzo llegar hasta allí y no habría podido empujar más a los chicos.

–¿Y los gemelos?

Fue solo un susurro amortiguado por la mascarilla, pero Erin le entendió.

–Están muy asustados, pero están bien. Ahora tengo que ir con ellos. Si estás seguro de que está bien –añadió a Rob.

–Matt es fuerte –contestó Rob–. Los chicos de la ambulancia están en camino con una camilla.

¡Eso no! Él no necesitaba ninguna camilla. Se quitó la mascarilla, tosió un par de veces y finalmente consiguió incorporarse. Rob se acercó, nervioso.

–Me han dicho que te ponga la mascarilla. ¿Te importaría obedecer y no darme problemas?

–No la necesito –le aseguró Matt, quitándosela.

Pero al hacerlo, tosió y tuvo que ponérsela de nuevo.

La mejoría fue inmediata.

Entonces miró a su alrededor y se quedó impresionado.

Había gente por todas partes y el coche de bomberos estaba aparcado muy cerca. También había un coche de policía con la sirena puesta.

La mitad de Bay Beach estaba allí, pensó Matt, volviéndose hacia la casa.