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Una ágil y mordaz novela sobre los entresijos y contradicciones del mundo editorial. La buena escritura ya no interesa a nadie. Un posible asesinato, en cambio, intriga al mundo entero. Esta noche, en directo desde la BBC, lady Doris Coleman, el famoso rostro del periodismo anglosajón, entrevista a Antonina Pistuddi, una novelista tan prestigiosa como poco vendedora, acusada de homicidio voluntario múltiple. Cuatro son las víctimas, todas exponentes de esa nouvelle vague literaria que Antonina siempre ha despreciado, y todas, como ella, huéspedes de Villa Soledad, un centro internacional para la protección de la literatura. Una es Álvaro Moret, autor de un best seller que desvela los secretos para convertirse en influencer; otra, Lizzie Eden, diputada británica que narra en sus memorias su pasado como scort; también está Arlanda Levin, cantante sueca que no ha leído ni una sola página de la novela que le ha escrito un autor fantasma. Y por último, Julien Corbusier, ídolo adolescente gracias a una colección de versos decididamente instagrameables. Antes de morir, todos le habían pedido a Antonina que les preparase uno de sus legendarios risotti, a base de setas recogidas durante un paseo por el bosque… Con perversa ironía y despiadada irreverencia, Nicola Lecca arroja en esta novela una ágil y mordaz mirada sobre los entresijos y contradicciones del mundo editorial. «Un ritmo trepidante y una mirada ligera e irónica sobre el oficio de escribir».La Lettura
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Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Edición en formato digital: abril de 2025
Título original: Scrittori al veleno
En cubierta: fotografía © WirestocK / iStock
© Mondadori Libri S.p.A, Milán, 2024
© De la traducción, Patricia Orts García
© Ediciones Siruela, S. A., 2025
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 979-13-87688-00-4
Conversión a formato digital: María Belloso
A Ursula Sladek
«Atrapadnos las raposas, las raposas pequeñitas,
que devastan nuestras viñas,
nuestras viñas floridas».
Cantar de los Cantares
El 15 de noviembre de 2018, cuatro escritores procedentes de varios países europeos mueren en una lujosa mansión de Manarola ubicada en lo alto de un acantilado que se hunde verticalmente en el mar. Envenenamiento, según la autopsia, que detecta en todos los cadáveres las toxinas propias de la seta con la que fueron asesinados, entre otros, un emperador romano, un papa y la viuda de un zar. El risotto letal fue cocinado por la escritora sarda Antonina Pistuddi: una mujer menuda, de apenas un metro y medio de estatura, y tan miope que se ve obligada a llevar gafas gruesas con cristales deformantes.
Antonina Pistuddi, sin embargo, no murió.
Tras preparar el risotto mortal, abandonó Villa Soledad para ir de excursión al faro de Portofino y esa noche no regresó a Manarola.
La ubicación de Villa Soledad —aislada, a la que solo se puede acceder a pie tras subir mil escalones de piedra por senderos impracticables— ralentizó las operaciones de rescate, que empezaron demasiado tarde.
Tras haber sido incluida desde el primer momento entre los sospechosos por homicidio múltiple voluntario, Antonina Pistuddi no puede salir de Italia, pero sigue siendo una mujer libre y esta tarde, en directo desde el palacio Viceregio de Cagliari, va a protagonizar el programa de ladyDoris Coleman, la periodista inglesa que, en sus cincuenta años de carrera, ha entrevistado, entre otros, a la madre Teresa de Calcuta, a Fidel Castro y a María Callas.
La transmisión comenzará dentro de unos minutos en la BBC. A cambio de esta entrevista exclusiva Antonina Pistuddi recibirá medio millón de libras esterlinas.
«¡Oh! Dicha que se siente y no se dice».
GAETANO DONIZETTI, Lucia di Lammermoor
—Buenas noches a todos y bienvenidos a una edición especial de nuestro programa, que esta noche se emite en directo desde Cagliari. Soy Doris Coleman y esto es la BBC. Nos encontramos en el salón biblioteca del palacio Viceregio y a mi lado está sentada la escritora sarda Antonina Pistuddi, quien desde hace varios meses ocupa el centro de la atención mediática por ser sospechosa de haber envenenado a cuatro personas el pasado 15 de noviembre, en Manarola, una de las Cinco Tierras. Señora Pistuddi, le agradezco que haya aceptado participar en mi programa.
—Gracias a usted por haberme invitado, ladyColeman.
—Antonina Pistuddi, usted nació en Cerdeña, al igual que la escritora y premio Nobel Grazia Deledda, a quien, permítame que se lo diga, se parece de forma increíble. Cuando tenía veinte años y estudiaba aún en la Universidad de Cagliari, apareció su primera novela, La isla del rencor, publicada por la editorial Stella y que, sorprendentemente, ganó los premios literarios italianos más prestigiosos, como el Strega y el Campiello.
La isla del rencor se convierte de inmediato en todo un éxito de ventas, pero usted opta por no aprovechar el momento de gloria: no concede entrevistas, casi no aparece en televisión y se niega incluso a adaptarse al advenimiento de las redes sociales alegando que estas acaban convirtiendo el cerebro en un paquete de confeti. Su ausencia en las redes, sin embargo, no favorece a sus libros, que se venden cada vez menos. ¿Hasta aquí todo correcto, señora Pistuddi?
—Bueno, ya que lo pregunta, habría que precisar bastantes cosas…
—Y las precisaremos a lo largo del programa. Pero ahora hablemos del 2 de noviembre del año pasado, día en que usted se encontraba en compañía de cuatro escritores jóvenes en Villa Soledad, el prestigioso centro internacional de Manarola que tutela la poesía y la literatura, gracias a una beca que les había dado derecho a alojamiento y comida, además de a una considerable suma de dinero.
—Bueno, tan considerable no era…
—¿Cómo dice?
—Digo que mil euros me parecen más una limosna que una beca.
—Dejemos que sea el público el que decida si mil euros son mucho o poco; en cualquier caso, tenga la amabilidad de no interrumpirme con puntualizaciones de ese tipo.
Volvamos, mejor, a Villa Soledad: un edificio espectacular, situado a doscientos metros sobre el nivel del mar, en lo alto de uno de los acantilados que convierten a Manarola en un paraíso terrenal.
Ante ustedes, cuarenta y dos días de absoluto privilegio: excursiones entre mosaicos de viñedos y panoramas infinitos, pero también el silencio y la creatividad gracias al estímulo de unos atardeceres memorables y a la belleza de un pueblo medieval cuyas casas, apoyadas unas sobre otras, hacen que parezca un tambaleante castillo de naipes aferrado a las montañas. Seis semanas que lo tenían todo para ser perfectas y que, en cambio, acabaron convirtiéndose en un infierno. Al menos estará de acuerdo con esto, señora Pistuddi.
—Bueno, usted dirá, murieron cuatro personas…
—Cuatro personas con las que convivió estrechamente en un edificio aislado por completo. Ningún operador de telefonía móvil ha llegado jamás al área de Villa Soledad, que solo está conectada con el resto del mundo mediante un teléfono fijo. En pocas palabras, un escenario digno de El resplandor, de Stanley Kubrick.
En las próximas horas, vamos a intentar reconstruir con claridad la tragedia que el pasado otoño se cobró las vidas de los escritores Álvaro Moret, veintidós años, originario de Barcelona; Arlanda Levin, veintiún años, de Estocolmo; Lizzie Eden, veinticinco años, procedente de Manchester y diputada recién elegida en el Parlamento del Reino Unido, y Julien Corbusier, veintitrés, de Marsella. Todos murieron envenenados y muchos piensan que fue usted la que los mató, señora Pistuddi.
—¿Yo? ¿Qué motivo podía tener para hacerlo?
—Quizá porque los libros de sus compañeros se vendían más que los suyos y los envidiaba.
—¡No diga tonterías, lady Coleman! ¿Acaso se dedica a asesinar a los periodistas televisivos que tienen mayor audiencia que usted? Si el poder judicial dudara sobre mi culpabilidad, en este momento estaría encerrada en una cárcel en lugar de estar aquí, en Cagliari, disfrutando de su agradable compañía.
—Pero el jefe de la fiscalía de La Spezia la ha incluido en la lista de investigados con la acusación de homicidio voluntario múltiple, por haber administrado de forma consciente a las víctimas una cantidad letal de setas venenosas a sabiendas de lo que podía suceder.
—Unas setas que ellos mismos cogieron, lady Coleman, ¡yo no, desde luego!
—Unas setas que, sin embargo, usted cocinó, señora Pistuddi.
—Me lo pidió la cantante sueca en nombre de los demás: «¡Antonina, please! ¡Hemos encontrado estas setas maravillosas en las montañas que hay sobre Volastra! ¡Un risotto, please! El que hiciste ayer con calabaza estaba para chuparse los dedos…».
Entretanto, el español filmaba todo con su móvil. En el vídeo, que ahora está en manos de la justicia, se oye cómo dice: «¡Por favor, Antonina! ¡Por favor!».
—Créame, señora Pistuddi, no hace falta que imite la voz y los gestos de Arlanda Levin y de Álvaro Moret mientras repite sus palabras.
—¿Por qué? ¿Le molesta?
—Están muertos, señora Pistuddi. ¡Un poco de respeto! Por lo demás, usted podría haberse negado a cocinar el risotto.
—¿Por qué razón? Los chicos me dijeron que estuviera tranquila, que las setas eran comestibles, además, me aseguraron que se lo había confirmado un montañés.
—¿Un lugareño?
—Eso parece, a pesar de que la justicia aún no ha logrado dar con él. Por otra parte, los muchachos me ayudaron a preparar el maldito risotto: Lizzie Eden, la joven inglesa, la parlamentaria, picó la cebolla mientras Álvaro Moret iba a la cámara frigorífica a por todo lo necesario para hacer el caldo. Entretanto, Arlanda Levin nos cantaba Lilac Wine: su voz era tan límpida y acrobática como la de Jeff Buckley, que también murió demasiado joven, solo que ahogado, no envenenado.
—Sea como sea, señora Pistuddi, el caso es que usted no probó el risotto.
—No me dio tiempo. Esa tarde había quedado en Santa Margherita Ligure con una amiga escritora: Ida Miramonte. Habíamos planeado pasear hasta el faro de Portofino y eso hicimos. Siete kilómetros magníficos por la bahía de Paraggi. Ese día, el tren con el que iba a viajar salía de la estación de Manarola a la una, así que, después de cocinar el risotto a eso del mediodía, tuve que marcharme. ¡A mi edad y con unas piernas tan cortas como las mías no se pueden bajar deprisa mil escalones empinados y desiguales, lady Coleman!
—Eso es comprensible, señora Pistuddi; lo raro es que esa tarde no regresara a Manarola a pesar de que tuvo tiempo de sobra de hacerlo.
—¿Tuve tiempo de sobra? ¡Yo no diría eso! Cuando Ida y yo salimos de Portofino y volvimos a Santa Margherita, estaba anocheciendo. A oscuras habría sido muy difícil ir desde la estación de Manarola a Villa Soledad. No había cogido una linterna y las nubes que empezaban a cubrir el cielo no presagiaban nada bueno. Al final, compré polenta, albóndigas y amaretti en Seghezzo, y fui a casa de la señora Miramonte, que me invitó a dormir allí esa noche.
—¿Durmieron en la misma cama, señora Pistuddi?
—No entiendo adónde quiere ir a parar, lady Coleman.
—Para empezar, la señora Miramonte también está siendo investigada por la fiscalía de La Spezia por complicidad en homicidio voluntario múltiple, dado que el año pasado solicitó una beca a Villa Soledad y le fue denegada, cuando, en cambio, se la concedieron a Álvaro Moret, Lizzie Eden, Arlanda Levin y Julien Corbusier.
—¿Y, según usted, esa coincidencia es suficiente para convertirla en cómplice de asesinato múltiple?
—Bueno, señora Pistuddi, digamos que empiezan a ser demasiadas coincidencias.
—Coincidencias, usted misma lo ha dicho.
—¿Cómo se explica, entonces, la multitud de londinenses que anoche se congregó en Trafalgar Square para manifestarse en contra del sistema judicial italiano? Hasta el primer ministro británico telefoneó a Apollonio Siniscalchi, el ministro de Justicia italiano, para asegurarse de que la investigación se está llevando a cabo con la mayor eficiencia.
—¡Faltaría más! ¿Se puede saber qué pretende, ladyColeman? ¿Qué se esperaba? ¡Muere una parlamentaria y el primer ministro se interesa por ella! Habría que preguntarse por qué los políticos franceses no se han ocupado con tanta premura de Julien Corbusier. ¿Acaso los hijos de los obreros no merecen la misma justicia?
—Mire, señora Pistuddi, el primer ministro británico no es el único que tiene fuertes dudas sobre su inocencia, a él se añaden los usuarios de la red: ¡miles de ellos la llaman asesina!
—No solo eso: me desean enfermedades incurables y amenazan con matarme. ¿Le parece justo?
—¡Tanta cólera hacia su persona debe de obedecer a alguna razón!
—Las redes sociales dan derecho a la palabra a legiones de imbéciles que antes solo hablaban en el bar sin causar mayores daños a la comunidad.
—¿Cómo puede aludir con tanto desprecio al pueblo de la red, que representa la más alta forma de democracia en milenios de existencia humana?
—Esas palabras no son mías, sino de Umberto Eco. Además, disculpe, ¿le parece bien que una mujer como yo, sin antecedentes penales, se vea expuesta de esta manera a la picota mediática por el mero hecho de que cuatro personas inexpertas cogieran unas setas venenosas y se las comieran causándose una hepatitis fulminante?
—Pero ¡usted cocinó el risotto, señora Pistuddi! ¿Cómo es posible que, mientras lo preparaba, no se diera cuenta de lo peligrosas que eran?
—Es perfectamente posible, lady Coleman.
—¿Y si, en cambio, usted lo hubiera comprendido y las hubiera cocinado de todas formas?
—¿Quién puede probarlo?
—Nadie, es cierto, pero, de ser así, podría confesar, es más, podría hacerlo aquí mismo, ahora, y quitarse ese peso de la conciencia.
—No diga memeces, lady Coleman. Pregunté hasta dos veces a esos idiotas si estaban completamente seguros de que las setas eran comestibles y las dos veces me dijeron que sí.
—Pero, permítame que se lo repita, señora Pistuddi, ¿cómo es posible que mientras lavaba, cortaba y cocinaba las setas que habían cogido Álvaro Moret, Arlanda Levin, Lizzie Eden y Julien Corbusier no se le ocurriera en ningún momento que los hongos que tenía entre las manos podían ser venenosos?
—¡Y dale con esa historia! No soy experta en botánica. Además, la dosis letal de las micotoxinas presentes en la Amanita phalloides es de apenas unos miligramos. Es decir, habría bastado que solo una de las numerosas setas fuera venenosa para matar a todos. Ese detalle es importante, démosle el peso que merece, porque ayuda a comprender que fue una fatalidad.
—Una fatalidad señora Pistuddi, que analizaremos escrupulosamente a lo largo del programa. Mientras tanto, permítame que recuerde al público que Manarola, además de Riomaggiore, Corniglia, Vernazza y Montirosso, forma parte de…
—Monterosso, lady Coleman.
—¿Cómo dice?
—Se dice Monterosso, no Montirosso. Perdone que la interrumpa, pero doy por sentado que una periodista de su categoría se precia de pronunciar bien los nombres de los lugares sobre los que habla.
—¿Así que es Monterosso?
—¡Exacto!
—Bueno, pues como iba diciendo, Monterosso, Manarola, Vernazza, Corniglia y Riomaggiore forman parte del parque nacional de las Cinco Tierras. Esas localidades privilegiadas, poco menos que deshabitadas en invierno, se llenan en verano, se convierten en un hormiguero de veraneantes que llegan en tropel a bordo de barcos y trenes, a unas estaciones ferroviarias suspendidas entre el cielo y el mar. Usted que es escritora, señora Pistuddi, ¿cómo describiría Manarola a alguien que no ha estado nunca allí?
—Contemplándola desde sus numerosos miradores, arrancados a la montaña con dinamita, cuesta creer que Manarola pueda existir. El antiguo pueblo, con su disposición polícroma y a poco sobre el mar, parece haber emergido de una armoniosa explosión volcánica, que, en lugar de lava, hizo resbalar por las montañas casas, tejados y ventanas con los postigos de colores, enredándolo todo con una inexplicable eufonía. El primer impacto con estas geometrías imposibles confunde y desorienta. Recuerdo haber visto a un niño en una ocasión que, con los ojos muy abiertos por el asombro, preguntaba a su madre: «¿Cómo es posible que no se caigan? ¿Quién las sujeta?». Y la mujer, al no encontrar una explicación lógica al enigma que representa Manarola, enclavada en un acantilado que parece haber sido cortado de un hachazo por un dios severo y apresurado, le respondió: «Es un milagro».
—Imagino que para una ferviente católica como usted, señora Pistuddi, esa también podría ser una explicación plausible.
—El verdadero milagro, lady Coleman, es que, en un lugar casi vertical e inaudito para la mente, el aire bulle de estupor, las emociones son tan intensas que podrían generar un síndrome de Stendhal colectivo, desencadenado por una belleza demasiado compleja para poder ser elaborada con una simple mirada. Así pues, todos se detienen, observan con avidez e intentan resolver el misterio que representa Manarola, pero lo cierto es que no hay nada que comprender, nada que resolver. De manera que, al final, uno se rinde al encantador rompecabezas y se abandona a la felicidad.
—Quizá valga la pena recordar, señora Pistuddi, que millones de turistas visitan cada año las Cinco Tierras. Ya en primavera, gente de todas las edades y procedente de todo el mundo confluye en Manarola, Vernazza, Corniglia, Monterosso y Riomaggiore para recorrer el laberinto de sus callejones, sumergirse en la reserva marina protegida, visitar sus santuarios y recorrer algunos de los senderos más bonitos de Italia. La demanda de alojamiento para pernoctar es tan alta, comparada con el modesto número de camas disponibles, que las habitaciones con baño compartido de las pensiones de una estrella rozan el precio de las de un hotel de lujo en ciudades como París o Milán, sobre todo si tienen vistas al mar.
—Piense, lady Coleman, que en los años ochenta, algunos habitantes de Riomaggiore alquilaron hasta los balcones a los campistas, que se acomodaron en ellos con sus sacos de dormir. Se dice que varios pescadores llegaron incluso parcelar las rocas del puerto deportivo para crear espacio donde pasar la noche.
—En cambio, señora Pistuddi, durante su estancia en Villa Soledad, Manarola estaba desierta y la mayoría de los locales (sobre todo los restaurantes, los bares, las tiendas de recuerdos y algún que otro taller) cerraban a turnos para no hacerse la competencia. En pocas palabras, que casi tenían las Cinco Tierras para ustedes solos.
—Siento tener que contradecirla de nuevo, lady Coleman: el otoño del año pasado fue tan templado y soleado que a principios de noviembre todos los hoteles de Manarola estaban al completo. De hecho, cuando llegué a Liguria procedente de Cerdeña, la directora de Villa Soledad, Amedea Galtieri, tuvo que alojarme en una habitación alquilada en Monterosso.
Mi vuelo procedente de Cagliari había aterrizado en el aeropuerto de Génova a última hora de la tarde. Por otra parte, habría sido imposible trepar hasta Villa Soledad durante la noche, ¡no digamos con cuarenta kilos de equipaje a cuestas! Así pues, tuve que alojarme en Monterosso, la primera de las Cinco Tierras viajando desde Génova, en una especie de tugurio con las predes de cartón piedra y manchas de moho en el techo.
—¿Es cierto que el escritor español Álvaro Moret pernoctó en la misma casa esa noche?
—Exacto, ladyColeman, el vuelo procedente de Barcelona también llegó al anochecer, así que lo metieron en una habitación contigua a la mía con su novia, una chica italiana. Lo recuerdo perfectamente, cuando llegaron los dos, acababa de darme una ducha. Al oír sus voces, creí que eran unos turistas. Es más, lady Coleman, si he de ser franca, he de confesarle que, en realidad, me parecieron unos bárbaros.
—Unos bárbaros nada menos. ¿Por qué?
—Solo le digo que, en cierto momento, compitieron para ver quién se tiraba los eructos y los pedos más fuertes y se reían como locos. ¡Debería haberlos oído!
—Lo que usted me cuenta tan escandalizada, señora Pistuddi, me parece en cambio prueba de una preciosa intimidad.
—¿Preciosa intimidad, lady Coleman? ¿Cómo puede llamar «preciosa intimidad» a una degradación propia de un cuartel?
—No soy quién para juzgar. Por lo demás, ese tipo de detalles son de muy mal gusto. Centrémonos, en cambio, en los hechos que cuentan de verdad. Que yo sepa, Álvaro Moret y usted se conocieron esa noche.
—Sí, en plena noche, para ser más exactos.
—¿Quiere contarnos cómo fue el encuentro?
—Si he de ser franca, preferiría no hacerlo.
—¿Por qué?
—No son cosas que se puedan decir en televisión. Son de mal gusto, ya que estamos.
—¡Vamos, señora Pistuddi! Seguro que una escritora tan refinada como usted sabrá describírnoslo con la delicadeza adecuada.
—No hay delicadeza que valga, lady Coleman: la primera vez que vi a Álvaro Moret estaba desnudo. ¿En serio quiere que siga?
—¿Desnudo?
—¡Pues sí! Desnudo.
—Bueno, señora Pistuddi, ahora sí que ha despertado nuestra curiosidad. Esa no es, desde luego, una historia que pueda dejarse a medias. ¿No le parece?
—Yo, sinceramente, me abstendría de contarla, pero, dado que insiste, la complaceré. Ahí va: ese día me acosté muy temprano con la esperanza de poder disfrutar de un sueño largo y reparador, pero el llanto de una joven me despertó en plena la noche.
Al principio pensé que estaba soñando, aún no había acabado de despertarme del todo. Instintivamente, fui al cuarto de baño y me lavé la cara. Un sensor encendió en el acto la luz de neón situada encima del espejo que estaba frente al lavabo. Los ligures son tan austeros que, con tal de ahorrar en la factura, te privan de la posibilidad de encender y apagar las luces cuando quieras.
En cualquier caso, como quizá haya dicho ya, la pared que me separaba de la habitación donde se alojaban Álvaro Moret y su novia era muy delgada, de forma que en el silencio de la noche se oía con toda claridad lo que decían.
«¡No me quieres, Álvaro! ¡No me quieres de verdad! Llevamos casi un año juntos y nunca has publicado una foto de nosotros, de los dos, en tu perfil de Instagram. Ni siquiera una historia. ¡Nada!».
«¡Amor, no digas eso! ¡Ya sabes que me duele!».
«¿Por qué me escondes de tu millón de seguidores? ¿Te avergüenzas de mí? Dilo, Álvaro, ¡di que te da vergüenza! ¿Por qué no lo admites? Solo existo para ti en la cama, ¡para chuparte la polla!».
Y él intentaba consolarla: «¡Pero no, amor, vamos, no digas eso! Ya lo hemos hablado mil veces, ya lo sabes: es una cuestión de marca personal. Mis patrocinadores prefieren que aparezca soltero: así me siguen más chicas y también muchos más chicos. ¡Solo son estrategias de marketing que no tienen nada que ver con nuestro amor!».
Para entonces eran ya las dos y cuarto, lady Coleman, y la perorata continuaba. Así que me levanté de la cama y, en batín, llamé a la puerta de su habitación. Los dos se callaron enseguida, porque no se lo esperaban. Después, Álvaro Moret entreabrió la puerta desnudo. Debió de pensar que, como estaba oscuro, no me daría cuenta. Sin embargo, ¡la luz del pasillo estaba encendida y se veía todo!
«Oye, le dije, ya sé que no es asunto mío, pero tu novia tiene razón: mañana le subes de una vez a Instagram la dichosa foto, pero ahora dejad de armar jaleo, porque son casi las tres de la madrugada y quiero dormir».
«¡Ay! No sabe cuánto lo siento, señora, no pensamos que podíamos molestarla. ¿Se oye todo?».
«Todo, le contesté, hasta el concurso de eructos y pedos. De todas formas, ¡la próxima vez que abras la puerta a una señora ponte unos calzoncillos!».
Al día siguiente, me crucé de nuevo con él en Villa Soledad, lady Coleman. Debería haber visto la cara que puso cuando nos volvimos a ver.
«¡Dios mío! ¡Pero si usted es la señora de anoche! Disculpe otra vez. ¡Menuda vergüenza! Espero poder contar con su discreción…», me dijo.
«Por supuesto», lo tranquilicé.
Imagínese mi sorpresa cuando descubrí que un elemento semejante, un bárbaro, había ganado una beca en un centro internacional para la preservación de la poesía y la literatura. ¡Donde antaño se había alojado Pier Paolo Pasolini!
—Señora Pistuddi, ¿está acaso insinuando que el escritor catalán Álvaro Moret no era digno de ser invitado a Villa Soledad?
—No, no lo estoy insinuando, ladyColeman. ¡Lo estoy afirmando!
—¡Señora Pistuddi! Le recuerdo que Álvaro Moret vendió un millón de copias de su libro El influencer perfecto, que, además, se convirtió en un éxito editorial en muchos países.
—Pasolini era un escritor, Sciascia también. Álvaro Moret solo era un canalla al que seguían un millón de personas en Instagram. Por si fuera poco, ni siquiera escribió el tal libro. En el mundillo literario lo saben todos, es un secreto a voces. El influencer perfecto es obra de Francisco López Venezuela, que trabaja como redactor en una editorial española.
—¿He oído bien? ¿Está diciendo que Álvaro Moret no escribió ni una sola palabra del superventas internacional en el que cuenta cómo pasó de ser el hijo de un zapatero a convertirse en uno de los influencers más famosos del mundo?