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Dee Baines era una mujer sensata y sencilla comparada con su hermosa y presumida hermana. Por eso le sorprendió tanto que el piloto Mark Sellon se fijara en ella. Mark tenía fama de ser un amante del riesgo, adicto a las mujeres y a las emociones fuertes. Pero la discreta e inteligente Dee le dio la oportunidad de ser él mismo. Antes de que se diera cuenta, se había enamorado de aquella chica que era todo corazón. ¿Podría una pareja tan dispar conseguir que su amor durara para siempre?
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2011 Lucy Gordon. Todos los derechos reservados. VERDADERO AMOR, N.º 2382 - febrero 2011 Título original: His Diamond Bride Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9790-7 Editor responsable: Luis Pugni
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5 de agosto de 2003
–Debió ser el hombre más guapo del mundo –dijo Pippa mirando la fotografía que tenía en la mano–. Mira ese aire de artista de cine que tiene y esa sonrisa burlona.
–Volvía locas a las chicas –dijo Lilian–. Tu abuela decía que podía encantar hasta a los pájaros.
Lilian, la madre de Pippa, tenía cincuenta y ocho años, el pelo gris y un rostro muy expresivo que se iluminaba cada vez que hablaba de sus padres.
En la foto, que tenía más de sesenta y tres años, se veía a un joven bien parecido, con uniforme de aviador, la cabeza ligeramente inclinada, y una expresión llena de vida. Costaba reconocer en aquel joven piloto al anciano de ahora, de no ser por el brillo que aún conservaba en la mirada.
–Seguramente fue un héroe, pero apostaría a que fue también un demonio –dijo Pippa, sonriendo.
–Sí, he oído que era un demonio, entre otras muchas cosas –replicó Lilian contemplando el retrato del teniente de vuelo Mark Sellon–. Por cierto, la prensa va a enviar esta tarde a un periodista a la fiesta de aniversario, quieren hacer un reportaje sobre él como un viejo héroe de guerra.
–Al abuelo no le gustará –dijo Pippa–. Odia recordar los viejos tiempos.
–Me habría gustado que hubieran celebrado la fiesta de su aniversario de boda en mi casa. Habría cabido más gente –dijo Lilian.
–Aquí fue donde empezó todo –le recordó Pippa a su madre–. Se conocieron cuando él vino a pasar aquí las navidades antes de la guerra. Toda la casa está llena de recuerdos.
–Creo que ahora los conoces tú mejor que nosotros –dijo Lilian.
Pippa era su hija menor. Cuando ella nació, sus otros dos hermanos ya iban a la escuela, por lo que su abuela Dee, que vivía a sólo tres manzanas de la casa, se ofreció a cuidarla. Pippa creció con sus abuelos, llegando a tener casi más confianza con ellos que con sus padres.
Tuvo un carácter algo rebelde en su adolescencia, que llegó a crearle algunas diferencias con su madre. En esas circunstancias, acostumbraba a buscar refugio en casa de sus abuelos. Con el tiempo, los problemas se habían suavizado. Madre e hija se llevaban ahora bien, aunque Pippa seguía viviendo con sus abuelos, a los que cuidaba con mucho cariño dado lo avanzado de su edad.
Sin embargo, todos los que la querían estaban preocupados por ella. Con su inteligencia y su belleza, debería haber hecho algo más que buscarse un trabajo sin porvenir y pasarse casi todas las noches y los fines de semana con sus abuelos.
Y todo por culpa de Jack Sothern, se dijo Lilian con amargura. A todos les había parecido una buena persona y habían visto con buenos ojos su compromiso con Pippa. Pero pocas semanas después, vieron cómo aquel hombre le rompió el corazón, cancelando la boda que habían planeado para aquella Navidad.
De eso hacía ya nueve meses. Pippa parecía haberse recuperado, pero ya no tenía la misma alegría de antes. Conservaba aún esa sonrisa que cautivaba a todos, pero detrás de su mirada se vislumbraba una gran tristeza y amargura.
Los invitados a la fiesta comenzaron a llegar poco a poco y en unos instantes la casa estuvo llena de gente. Pippa fue dando la bienvenida a todos, llevándose un dedo a los labios.
–Chiss…, están arriba acostados. Quiero que aprovechen todo el tiempo posible para descansar. Esta noche va a ser agotadora para ellos.
Llegó Terry, el hermano de Lilian, un hombre corpulento de unos cincuenta años, pelo canoso y muy campechano, acompañado de su esposa Celia, sus dos hijos y sus tres nietos. Poco después, y sosteniéndose a duras penas sobre unos zapatos de tacón alto, llegó Irene, su primera esposa, que había vuelto también a casarse y venía con una buena colección de hijos.
–Soy incapaz de recordar sus nombres –le confesó Pippa a su tío Terry–. ¿De verdad son todos de la familia?
–Ése desde luego sí –replicó Terry señalando a un muchacho de unos catorce años con aspecto travieso–. Tu abuela dice que es igual que el abuelo de joven. Vuelve loco a todo el mundo y luego se los gana con una sonrisa. Y es muy inteligente. El primero de la clase.
–Pues en eso no salió al abuelo –dijo Pippa–. Él siempre fue de los últimos de la clase. Decía que había cosas más interesantes en la vida que leer libros aburridos, y creo que todavía opina lo mismo.
–Estoy seguro –dijo Terry echándose a reír–. Para él las únicas lecturas de interés son las revistas de chicas guapas. Espero que la abuela no se entere.
–No hay problema –dijo Pippa con una sonrisa–. Es ella la que se las compra.
–Muy propio de mamá –replicó Terry–. Por cierto, Pippa, ¿pusiste todas las fotografías?
–Sí, están ahí. Ven, te las enseñaré.
Pippa le condujo a una sala decorada expresamente para la fiesta con fotos familiares. En una aparecía Lilian el día de su veintiún cumpleaños. En otra, se veía a Terry con ropa de montañismo.
–¿Qué tal se ven ahí los padres de la abuela? –preguntó Pippa, señalando a una foto donde se veía a una pareja de mediana edad vestidos a la moda de los años treinta–. Debería haberlos puesto en un lugar más visible, ¿no crees?
–Sí, creo que sí. La abuela te lo agradecería –replicó su tío mientras contemplaba la foto de una mujer joven y bella con unas curvas seductoras–. Y, ¿qué te parece su hermana Sylvia?
–¡Mi maravillosa tía abuela! –exclamó Pippa–. ¡No sabes lo que me habría gustado conocerla! ¡Se la ve tan interesante…! ¿No fue ella la que…?
–Sí. Fue un gran escándalo. Eran otros tiempos, ahora nadie le habría dado la menor importancia. Ponla donde se la pueda ver bien. Mamá la quería mucho –dijo Terry contemplando detenidamente la foto–. Por cierto, echo algo en falta. Debería estar también Polly.
–¿Tú crees? Tengo algunas fotos de ella, pero no sabía si debía ponerlas o no. Sólo tenía un año cuando murió. Podría decirse que casi ni llegó a vivir.
–No se te ocurra decir eso delante de ellos –replicó Terry–. Papá adoraba a mi hermanita. Hace ya casi cincuenta años que murió, pero sigue aún viva en el recuerdo de la familia. Tu abuelo se molestará mucho si no pones una foto suya.
–Sí, claro que sí. Aquí está –dijo Pippa muy sonriente, sacando dos fotografías.
Una era un retrato de una niña de unos meses, sonriendo a la cámara, y en la otra estaba en los brazos de su padre, que la miraba como extasiado.
–Fue un padre maravilloso –dijo Terry, contemplando la foto–. Aunque no creo que nos mirase nunca a los demás hermanos como la miraba a ella. Algo especial debía ver en Polly. Tal vez porque era la viva imagen de mamá... no sé...
Volvió a sonar el timbre. Pippa fue a abrir la puerta. Era una joven reportera del canal de televisión local llamada Stacey. La acompañaba un fotógrafo, que se puso enseguida a merodear por la sala en busca de los mejores ángulos para sus fotos.
–Me cuesta creer que alguien pueda llevar casado sesenta años –dijo Stacey.
–Antes todo era diferente –replicó Pippa–. Las personas se casaban para toda la vida. Creo que el abuelo la estuvo cortejando durante mucho tiempo hasta conseguir que se casase con él.
–Así que fue un noviazgo largo, ¿eh? –murmuró Stacey tomando notas en su libreta.
Al final todo el mundo había asistido a la fiesta. Estaban todos los hijos de Mark y Dee, los nietos, los primos, los parientes políticos, e incluso un representante del hospital donde Dee había estado trabajando de joven.
–¡Silencio todo el mundo! ¡Ya bajan!
El fotógrafo se apostó al pie de la escalera, dispuesto a retratar a las estrellas de la noche, los señores Sellon, Mark y Deirdre, Dee como la llamaban todos. Los dos habían cumplido ya los ochenta, tenían el pelo blanco, eran delgados y de aspecto frágil, pero aparecieron con una brillante sonrisa, agarrados del brazo, apoyándose uno en el otro.
Ella nunca había sido muy guapa, pero siempre había sido muy cariñosa y comprensiva, cualidades que seguía conservado intactas con el paso de los años.
La pareja se encaminó despacio hacia la sala principal de la fiesta donde se exhibía la colección de fotografías de la familia. Cuando llegaron a la foto de su pequeña Polly, Mark la tomó entre las manos y miró a su esposa fijamente.
–Juraría que había lágrimas en los ojos del abuelo –murmuró Pippa poco después.
Dee y Mark se sentaron cómodamente en un sofá mientras los miembros de la familia se acercaban a ellos para felicitarlos. Corría el champán y los brindis. Entretanto, Stacey se puso a trabajar, moviéndose por toda la sala, mientras hablaba a la cámara.
–Uno de los últimos ejemplares de una raza en extinción... Los héroes de la Segunda Guerra Mundial, aquellos hombres que lo dieron todo por su país, aquéllos intrépidos pilotos que, en sus Spitfires, despegaban una y otra vez en la oscuridad de la noche, sin saber si volverían a ver a sus seres queridos. Nos sentimos muy orgullosos de tener entre nosotros a uno de ellos…
–¿Se va a pasar esa joven toda la tarde con esa murga? –gruñó Mark en voz baja.
–Cállate ya –le dijo Dee–, y deja que tu familia se enorgullezca de ti.
–Mi familia no sabe nada de lo que pasó.
–¿Cómo iban a saberlo? Aún no habían nacido –dijo Dee estrechando sus manos entre las suyas.
Stacey se acercó a ellos y les hizo algunas preguntas sobre la guerra. Mark le respondió con amabilidad, pero sin darle muchos detalles, alegando que los había olvidado con el paso del tiempo.
–Creo, señor Sellon, que la suya fue una gran historia de amor. ¿Es cierto que tuvo que cortejar a su esposa durante años hasta conseguir que se casara con usted?
–Sí, es cierto –dijo Mark–. No fue presa fácil, tuve que emplearme a fondo.
–¡Qué romántico! –exclamó Stacey–. Un amante que alimentaba su pasión desde su avión de combate a muchos kilómetros de distancia. Señora Sellon, ¿por qué se hizo tanto de rogar?
–No sabría decirlo. Eran otros tiempos. Todo era muy distinto. Nosotros también.
–¿Quiere decir que se comportaría ahora de forma diferente?
–Oh, sí –respondió Dee sonriendo–. Creo que ahora me haría de rogar mucho más.
Fue una gran fiesta. Mark y Dee se divirtieron mucho, pero en un momento en que se quedaron los dos solos, él le pasó el brazo por la cintura y le susurró al oído:
–¿Cuándo se irán todos de una vez?
–Pronto –le prometió ella.
Se cruzaron una sonrisa de complicidad que captó oportunamente la cámara, sin que ninguno de los dos se diera cuenta. La foto aparecería en el periódico local al día siguiente.
Por fin acabó todo. Los invitados se despidieron y Lilian acompañó a sus padres a la habitación.
–¿Cómo está Pippa? –preguntó Dee–. Me tuvo muy preocupada toda la noche. ¡Un aniversario de boda! ¡Debe sentirse muy mal!
–Parecía muy alegre, pero quién sabe lo que llevará por dentro –replicó Lilian suspirando–. ¡Ay! ¡Ese hombre! Si le tuviera ahora delante, le mataría por lo que le hizo.
Todos se callaron al ver entrar a Pippa. Entre las dos, ayudaron a los abuelos a meterse en la cama, les arroparon y les dieron las buenas noches con un beso.
–No se os ve demasiado cansados después de todo el trajín de la fiesta –les dijo Pippa mientras salía por la puerta del dormitorio.
–¿Cansados? –dijo Mark con una sonrisa irónica–. Esto ha sido sólo el comienzo de una noche loca de pasión y desenfreno. Vosotros, los jóvenes, no sabéis disfrutar de la vida…
–¡Compórtate! –le dijo Dee dándole en el brazo.
–¡Ay! ¡Vale, vale…! Ya veis cómo me trata mi mujer –se quejó Mark cómicamente–, la de suplicios que me hace padecer.
Lilian salió con su hija de la habitación, dejando a los abuelos en la cama partiéndose de risa.
–Dejémoslos en paz. Son como dos niños.
–Quizá ése sea su secreto –replicó Pippa.
–Sí, tal vez.
Madre e hija bajaron hacia el salón. Mark y Dee se quedaron en silencio en la oscuridad del dormitorio, hasta oír extinguirse los últimos pasos por la escalera.
–Somos muy afortunados de tener una familia que se preocupa tanto por nosotros –dijo Dee.
–Sí, pero espero que no vuelvan a preocuparse ya más en toda la noche –replicó él–. Ahora quiero estar a solas contigo... ¿De qué te ríes?
–Me estaba acordando de la primera vez que me dijiste eso. Estaba tan asustada y emocionada... De repente, todos mis sueños iban a hacerse realidad.
–Pero no fue así, ¿verdad? –le recordó él–. Yo tenía un carácter terrible en aquellos tiempos. No puedo entender qué viste en mí.
–Yo tampoco –rió ella–. Y deja ya de decir tonterías. A propósito, ¿qué juego te trajiste esta noche?
–¿Juego? No sé a qué te refieres.
–No te hagas el inocente conmigo. Me refiero a eso de que me estuviste cortejando durante años, tratando de impresionarme. Sabes tan bien como yo que eso no fue lo que pasó.
–Sí, así fue como pasó.
–No. ¿No te acuerdas que…?
–¡Calla! –dijo él, poniéndole un dedo en los labios–. Yo recuerdo lo que recuerdo, y tú recuerdas lo que recuerdas. Tal vez no recordemos las mismas cosas, pero ¿qué importa eso?
–No, claro que no. Me atrevería a decir que nunca sabremos ahora cuál de los dos recuerda lo que pasó de verdad.
–Tal vez los dos, o tal vez ninguno.
–Esta noche estás muy filosófico –dijo ella sonriendo.
–Creo que es la primera vez que me has llamado una cosa así. Dime, ¿te ha gustado mi regalo?
–Me encantó, pero… esos diamantes… no deberías haber tirado la casa por la ventana.
–Diamantes, diamantes… es sólo una pequeña y triste piedrecita –dijo él–. Quería que tuvieras un brillante en nuestro aniversario… ¡Cielo santo! Casi se me olvidaba tu otro regalo.
–He estado pensando en él desde que me dijiste esta mañana que lo del diamante era sólo el regalo oficial, pero que tenías otro más importante. Dijiste que me lo darías cuando todos se hubieran ido.
–Sí, casi lo había olvidado.
La miró fijamente, encendió luego la lamparita que había en la mesilla de noche y rebuscó en uno de los cajones, sacando finalmente un pequeño objeto que había escondido en el fondo.
–Cierra los ojos y abre las manos –le dijo él.
Ella, sonriendo, cerró los ojos y sintió enseguida una suave y esponjosa sensación en la palma de la mano. Cuando abrió los ojos se encontró con un pequeño osito de peluche. Dio un grito de emoción y lo estrechó entre sus brazos.
–¡Esto sí que es un buen regalo! –dijo ella–. Mucho mejor que los diamantes.
No era gran cosa. No llegaba a los quince centímetros, tenía los ojos de cristal y el pelo de nylon. Habría cientos como él en cualquier tienda de juguetes, pero para Dee representaba la felicidad.
–¿Te acuerdas del primero que te regalé? –le preguntó Mark con cariño.
Por toda respuesta, ella metió la mano debajo de la almohada y sacó otro osito de peluche. En otro tiempo había estado tan reluciente como el del regalo de esa noche, pero después de los años tenía todo el pelo ajado, la piel desgastada, y varias costuras descosidas.
–Aquí lo tengo conmigo –replicó Dee, con el osito en la mano–. Nunca le dejo irse muy lejos.
–Hablas de él como si estuviera vivo y pudiera escaparse.
–Está vivo, pero sabe que nunca podrá escaparse de mí –dijo Dee–. Aquella noche dijiste que me lo dabas para que no me olvidara de ti. Pero no lo necesitaba. Te amaba tanto…
–Tardé mucho en comprenderlo. Hubo tantas cosas que no comprendí hasta que fue ya casi demasiado tarde…
–Siempre tuve conmigo a mi loco Bruin –dijo ella señalando al viejo osito.
–El loco Bruin… –repitió él–. Recuerdo que me llamabas así cuando te ponías furiosa.
–Me asustabas con aquellas temeridades tuyas. Estabas medio loco.
–Bueno, ahora tenemos dos –le recordó él.
–Sí, ahora Bruin podrá jugar con un amigo –replicó ella sosteniendo un osito en cada mano–. Me alegra saber que no te olvidaste de Bruin.
–No, no me olvidé de él, sabía que lo tendrías guardado en algún sitio.
–Nadie lo entendería.
–No, sólo tú y yo.
Dee puso los dos ositos debajo de la almohada. Mark apagó la luz de la lamparilla y los dos se abrazaron en la oscuridad del dormitorio. Ella dejó reposar la cabeza en el hombro de él.
–¡Qué felicidad! –susurró él–. Esto es lo que he estado esperando toda la noche. Todo el mundo ha sido muy amable con nosotros, pero no comprenden que… No entienden ciertas cosas.
–No –musitó ella–. Sólo nosotros las entendemos, y tampoco necesita entenderlas nadie más.
–Buenas noches, amor mío.
–Buenas noches.
Después de un par de minutos, Dee comprendió, por el cambio de ritmo de su respiración, que Mark se había dormido. Ella en cambio no podía. Esa noche había revivido sesenta años de recuerdos.
El anciano que tenía a su lado parecía haberse esfumado, dejando en su lugar al deslumbrante y joven héroe de antaño. Qué feliz se había sentido con cada una de sus sonrisas, y qué desesperada también, pensando que aquel hombre quizá nunca llegaría a ser suyo.
Se quedó mirando a un punto imaginario, muy lejano, recordando…
Diciembre de 1938
–¿No se les ve llegar todavía? –dijo Helen Parsons desde la cocina.
Dee, su hija de diecisiete años, dejó a un lado la caja de adornos navideños y se acercó a la ventana. La estrecha calle londinense estaba vacía, pero no era fácil distinguir nada en la oscuridad de la noche, así que abrió la puerta y se dirigió hacia el pequeño jardín de la casa.
–No se ve a nadie –dijo ella, entrando de nuevo en la casa.
–¿Has salido afuera con este tiempo y sin el abrigo puesto? –le dijo su madre con el ceño fruncido.
–Ha sido sólo un momento.
–Vas a pillar una pulmonía. Eres enfermera, deberías tener más sentido.
–Aún es pronto para llamarme enfermera –dijo Dee sonriendo–. Acabo de empezar mi formación.
–No le digas eso a tu padre. Está muy orgulloso de ti y va diciendo a todo el mundo que su hija es la más inteligente de la familia y es enfermera.
«La más inteligente», pensó Dee. Sylvia, su hermana mayor, era la más atractiva y ella la más inteligente.
–Ahora, no me vengas otra vez con tus lamentos –le dijo su madre, leyéndole el pensamiento.
–Es sólo que a veces me gustaría ser tan guapa como Sylvia.
–Tonterías, ya eres suficientemente guapa tal como eres –le respondió su madre, dirigiéndose de nuevo a la cocina y dejando a Dee mirándose en el espejo y soñando con ser tan hermosa como su hermana para tener una nube de chicos suspirando por ella a todas horas.
–Me pregunto cómo será éste –dijo su madre.
Dee no necesitaba preguntarle a su madre a quién se refería para saber que hablaba de la nueva conquista de Sylvia.
–Echará a perder su reputación saliendo con un hombre distinto cada semana –dijo Helen.
–Al menos tiene donde elegir –replicó Dee con amargura–. Yo en cambio sólo conozco a Charlie Whatsit y al repartidor de tartas.
–No me gusta que el nombre de la familia ande en boca de la gente –dijo Helen muy seria–. No está bien. Bueno, ¿y tú? ¿Qué hay de todos esos médicos que has conocido en el hospital?
–No se fijan en las estudiantes de enfermería.
–Pues los pacientes, entonces. El día menos pensado conocerás a algún millonario. Te mirará y se enamorará locamente de ti.
Madre e hija se echaron a reír.
–Mamá, eso sólo ocurre en las novelas y en los sueños. La vida real no es así, a menos que seas como Sylvia, claro. A ver si llega pronto. Estoy impaciente por ver su última conquista.
Sylvia trabajaba en una elegante tienda de ropa de las afueras de Londres. Como se acercaba la Navidad, el negocio estaba en pleno auge y todos los empleados tenían que hacer horas extra.
Aquel día llegaría también tarde a casa, pero vendría, eso sí, acompañada de un nuevo joven.
Mark Sellon era mecánico. Se había quedado sin trabajo porque el dueño del taller se había arruinado. Sylvia quería llevarle a casa con la esperanza de que su padre pudiera ofrecerle un trabajo en el pequeño taller de coches que tenía en la misma calle Crimea, muy cerca de la casa. En aquel rincón miserable de Londres, Joe Parsons era un hombre próspero.
–Sylvia le trae a casa sólo porque es un buen mecánico y puede serle de ayuda a papá –dijo Dee.
–Entonces, ¿por qué quiere que le invitemos a pasar aquí la noche? Por cierto, ¿has terminado de preparar la cama de invitados en su habitación?
–Sí, pero…
–Tú dormirás allí con Sylvia. Y asegúrate de que está siempre contigo. No quiero líos en esta casa.
–¿Quieres decir…?
–Sí, exactamente eso que estás pensando. Vigila que Sylvia se comporte como es debido. Gracias a Dios, no tengo que preocuparme de ti.
Dee prefirió no decir nada. Aún tenía que quitar el polvo a la mitad de los muebles de la casa.
Billy, el perro de la familia, acudió en su ayuda. Era un enorme perro mestizo que estaba siempre dispuesto a todo. Su contribución a la limpieza de la casa consistía en seguir a Dee a todas partes, abalanzándose sobre las bayetas y trapos de la limpieza y revolcándose en ellos.
–Voy a sacar a Billy a dar un paseo –dijo Dee cuando terminó de limpiar.
–Está bien, pero no te vayas muy lejos.
Se puso un abrigo grueso y salió a la calle con Billy sujeto con la correa. El animal tiró de ella, arrastrándola por diversas callejuelas hasta llegar a un parque. Varias personas la saludaron al llegar. Dee había vivido allí casi toda la vida y conocía bien a los vecinos.
Luego Billy inició el camino de regreso, haciendo el mismo paseo que antes, pero al revés. Al llegar a la calle Crimea, Dee escuchó un sonido a lo lejos que se fue haciendo cada vez más y más fuerte hasta que llegó a volverse casi ensordecedor.
Entonces vio una moto doblando la esquina. La conducía un hombre con casco y gafas de motorista, cuya cara apenas resultaba visible. En el sidecar iba otra persona, también difícil de identificar hasta que levantó un brazo para saludarla y se dio cuenta de que era Sylvia.
Así que el conductor debía ser su nueva conquista. Dee estaba sorprendida. Había visto algunas motos en el taller de su padre, pero no conocía a nadie que fuera dueño de una.
La moto se detuvo y el joven se bajó para ayudar a Sylvia a quitarse el casco.