Viaje a Nicaragua - Rubén Darío - E-Book

Viaje a Nicaragua E-Book

Darío Rubén

0,0
0,50 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tras quince años de ausencia, Rubén Darío regresó a Nicaragua a fines de 1907. Se trataba de una época de tensiones dentro y fuera de América Latina, en tanto se celebraba en Washington la Conferencia Centroamericana, se producía la guerra entre Nicaragua y Honduras, y el presidente Zelaya negaba la autorización para el asentamiento de una base naval norteamericana en el golfo de Fonseca. 

Entre agosto de 1908 y abril de 1909, La Nación publicó once crónicas autógrafas de Darío, tituladas "Viaje a Nicaragua".

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tabla de contenidos

VIAJE A NICARAGUA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

VIAJE A NICARAGUA

Rubén Darío

I

Tras quince años de ausencia, deseaba yo volver a ver mi tierra natal. Había en mí algo como una nostalgia del Trópico. Del paisaje, de las gentes, de las cosas conocidas en los años de la infancia y de la primera juventud. La catedral, la casa vieja de tejas arábigas en donde despertó mi razón y aprendí a leer; la tía abuela casi centenaria que aun vive; los amigos de la niñez que ha respetado la muerte, y tal cual linda y delicada novia, hoy frondosa y prolífica mamá por la obra fecundante del tiempo. Quince años de ausencia... Buenos Aires, Madrid, París, y tantas idas y venidas continentales. Pensé un buen día: iré a Nicaragua. Sentí en la memoria el sol tórrido y vi los altos volcanes, los lagos de agua azul en los antiguos cráteres, así vastas tazas demetéricas como llenas de cielo líquido.

Y salí de París hacia el país centroamericano, ardiente y pintoresco, habitado por gente brava y cordial, entre bosques lujuriantes y tupidos, en ciudades donde sonríen mujeres de amor y gracia, y donde la bandera del país es azul y blanca, como la de la República Argentina.

Me embarqué en un vapor francés, La Provence, en el puerto de Cherbourg, y llegué a Nueva York sin más incidente en la ruta que una enorme ola de que habló mucho la prensa. Según Luis Bonafoux, la caricia del mar iba para mí... Muchas gracias. Pasé por la metrópoli yanqui cuando estaba en pleno hervor una crisis financiera. Sentí el huracán de la Bolsa. Vi la omnipotencia del multimillonario y admiré la locura mammónica de la vasta capital del cheque.

Siempre que he pasado por esa tierra he tenido la misma impresión. La precipitación de la vida altera los nervios. Las construcciones comerciales producen el mismo efecto psíquico que las arquitecturas abrumadoras percibidas por Quincey en sus estados tebaicos. El ambiente delirio de las grandezas hace daño a la ponderación del espíritu. Siéntese algo allí de primitivo y de supertérreo, de cainitas o de marcianos. Los ascensores express no son para mi temperamento, ni las vastas oleadas de muchedumbres electorales tocando pitos, ni el manethecelphárico renglón que al despertarme en la sombra de la noche solía aparecer bajo el teléfono en mi cuarto del Astor: You have mail in the office.

Pésima navegación se hace de Nueva York a Colón. Los vapores son pequeños y mal acondicionados. La comida, desolante: desde la sopas dudosas hasta las suelas de engrudo envueltas en miel de ciertos cakes de la culinaria anglosajona.

Ya es el Trópico. Ya la casas de Colón se destacan entre las palmeras. Ya se desembarca del muelle colonés, entre jamaicanos, yanquis y panameños medio yanquis. Y sentís que estáis en una prolongación de los Estados Unidos. Desde vuestro banco del salón de espera podéis leer en inglés sobre dos puertas de cierto lugar indispensable: Para señoras blancas y Para señoras negras. Detalle de higiene física y moral que desde luego hay que aplaudir.

Se toma el tren para Panamá, y en el trayecto puede observarse la rica vegetación del suelo tórrido. Adviértense a un lado y otro las casas en que habitan los trabajadores del Canal.

Pasé por aquí hace ya largo tiempo, cuando el desastre de Lesseps, y dije en La Nación, de Buenos Aires, la desbandada de la débâcle. Aun recuerdo los grupos de salvajes africanos, aullantes y casi desnudos, acharolados bajo el sol furioso. Hoy se han reedificado antiguas viviendas; y si aun se mira una que otra ruina de draga antigua, las yanquis funcionan con mayor vitalidad desde que fueron contempladas por los ojos de Roosevelt en memorable visita.

Panamá ha progresado con el empuje norteamericano; Panamá tiene hoy higiene, policía, más comercio, y, sobre todo, dinero. Yo hice el viaje de Nueva York a Colón en el mismo vapor en que iba uno de los candidatos a la presidencia de la República, el ministro en Washington Sr. J. Agustín Arango, persona de experiencia, de juicio, de influencia y de respetabilidad en el Istmo.

El Sr. Arango, que tomó parte muy activa y decisiva en el movimiento que tuvo por resultado la proclamación de la nueva República, se manifestó en nuestras conversaciones muy partidario de la candidatura del señor Obaldía, caballero también de prestigio y habilidad. Pensaba el Sr. Arango poner para el triunfo de su amigo todo el peso de su partido y de sus influencias. Conozco al señor Obaldía, a quien tuve oportunidad de tratar en Río Janeiro. Era delegado por su país al Congreso panamericano. El Sr. Obaldía es un panameño de buena cepa, conocedor de su tierra, amigo del progreso y muy americano.

La Hacienda, ese ramo toral del Estado, se puso en Panamá bajo excelente dirección. La del Sr. Isidoro Hazera, persona eminente que residió por largos años en Nicaragua, adonde fué a buscarle la acertada solicitud del Gobierno para ofrecerle la cartera que desempeñó con aplauso de todos.

En Panamá, centro de negocios, de tráfico comercial, encontré un buen núcleo de espíritus jóvenes y apasionados de arte y de letras. No podré olvidar entre ellos a Andreve, a Ricardo Miró, que sostienen allí con entusiasmo y con decisión la buena campaña. ¿No es en Panamá donde nació la delicada alma de poeta que tiene por nombre Darío Herrera?

Embarquéme de nuevo con dirección a Corinto, puerto nicaragüense, en uno de los barcos ciertamente abominables de la Pacific Mail, compañía descuidada, incómoda y voluntariosa, por la ineludible razón de la falta de competencia.

En un feliz amanecer divisé las costas nicaragüenses, la cordillera volcánica, el Cosigüina, famoso en la historia de las erupciones; el volcán del Viejo, el más alto de todos, y más allá el enorme Momotombo, que fué cantado en La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo. Por fin entró el vapor en la bahía, entre el ramillete de rocas que forman la isla del Cardón y el bouquet de cocoteros que decora la isla de Corinto. Y aquí otra pluma comenzaría a reseñar la serie de fiestas incomparables de cordialidad, verdaderamente nacionales, que celebraron la llegada del hijo por tantos años ausente.

En verdad, se mató el mejor cordero en el retorno del poeta pródigo.

Saludé a Chinandega, famosa por sus naranjas, por su fecundidad agrícola; saludé a León, la ciudad episcopal y escolar donde transcurrieron mis primeros años. Saludé a Managua, asiento del Gobierno; a Masaya, florida y artística. ¡Viajes de palmas y flores! En mi recuerdo estarán siempre llenos de sol y de alegría. En esas horas de oro y fuego nunca pensé, como el terrible amigo pesimista, que no lejos de los domingos de ramos están los viernes santos.

Cuando llegaron las horas de las expansiones oratorias dije a mis compatriotas mis largas saudades y mis sinceras intenciones. Repetiré aquí algunas de mis palabras, pues deseo sea sabido que en aquellos instantes fuí grato al país argentino y a mis amigos de Buenos Aires. Díjeles que un español eminente, el rector de la Universidad de Salamanca, D. Miguel de Unamuno, escribiérame con motivo del retorno a mi patria original, palabras hermosas que hablaban del griego Ulises y de la maravillosa Odisea. «Nada más propio—expresé—de esta vuelta a mis lares, que la generosidad de mis compatriotas, la elevación del nivel intelectual y una simpatía palpitante y orgullosa han convertido en una apoteosis, si apenas merecida por los sufrimientos de la ausencia y por ese perfume del corazón de la tierra nuestra, que no han podido hacer desaparecer ni la distancia ni el tiempo. Podría decir con satisfacción justa que, como Ulises, he visto saltar el perro en el dintel de mi casa, y que mi Penélope es esta Patria que, si teje y desteje la tela de su porvenir, es solamente en espera del instante en que pueda bordar en ella una palabra de engrandecimiento, un ensalmo que será pronunciado para que las puertas de un futuro glorioso den paso al triunfo nacional y definitivo.

»Tiene la ciudad de Bremen como divisa, un decir latino que el prestigioso D'Annunzio ha repetido en uno de sus poemas armoniosos y cósmicos: Navigare necesse est, vivere non est necesse.

»Yo he navegado y he vivido; ha sido Talasa amable conmigo tanto como Deméter, y si la cosecha de angustias ha sido copiosa, no puedo negar que me ha sido dado contribuir al progreso de nuestra raza y a la elevación del culto del Arte en una generación dos veces continental. Benditas sean las tribulaciones antiguas, si ellas han ayudado a ese resultado, y bendito sea el convencimiento que siempre me animó de que «necesario es navegar» y, aumentando el decir latino, «necesario es vivir». Volvió Ulises cargado de experiencia; y la que traigo viene acompañada de un caudal de esperanza. Yo quiero decir ante todo a mis compatriotas que después de permanecer por largo tiempo en naciones extranjeras, y estudiar sus costumbres, y medir sus vidas, y pesar sus progresos, y apreciar sus civilizaciones, tengo la convicción segura de que no estaremos entre los últimos en el coro de naciones que mantendrá el alma latina, con sus prestigios y su alto valor, en próximas y decisivas agitaciones mundiales. Viví en Chile, combatiente y práctico, que ha sabido también afianzarse en obras de paz; viví en la República Argentina cuyos progresos asombran al mundo, tierra que fué para mí maternal y que renovaba, por su bandera blanca y azul, una nostálgica ilusión patriótica; viví en España, la Patria madre; viví en Francia, la Patria universal; y nada era para mí ni más orgulloso ni más grato que el nombre de un compatriota repetido por la fama científica, por la autorización histórica o por el renombre literario; y cuando alguna vez, desgraciadamente, sabía el mundo de lamentables disensiones, yo no podía evitar las palpitaciones de mi corazón ante las victorias nuestras que comentaba Europa.