Villette - Charlotte Brontë - E-Book

Villette E-Book

Charlotte Bronte

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Beschreibung

Esta es la última novela que escribió Charlotte Brontë, la más famosa de las hermanas escritoras y autora de Jane Eyre, y para la construcción de la cual se sirvió de sus memorias y recuerdos primero como alumna y más tarde profesora de un internado en una ciudad extranjera en Bruselas, Villete, a la que una vez llegó sin nada: sin dinero, sin familia, sin status.En el recorrido de sus páginas la autora toca sus temas recurrentes y que caracterizan su literatura: la diferencia de clases, el rol de la mujer en la sociedad patriarcal, las costumbres de la época victoriana, y el precio a pagar por hacerse un hueco en la sociedad.Lucy Snowe, la protagonista de la historia, es una mujer huérfana que se ve forzada al exilio en la búsqueda de un sustento económico. La falta de familia añadida a la falta de soporte con la que Lucy llega al internado en Villette contribuirán a su sensación de soledad y aislamiento. Como resultado de esta situación la protagonista sufrirá el colapso nervioso con el que la autora acaba la primera parte del libro.Escrita en primera persona, como ocurría también en Jane Eyre, Lucy nos va narrando las relaciones que establece con sus compañeras en el internado, con el joven y apuesto John, el profesor Paul Emanuel que nos desvelará sorpresas bajo su apariencia severa, e incluso el fantasma de una monja que aterroriza a Lucy.El conflicto entre católicos y protestantes, así como el tema del amor, redondean un libro de lectura fascinante, del que renombrados escritores, como George Eliot, han dicho que "... es un libro incluso más maravilloso que Jane Eyre. Hay algo de sobrenatural en él y sus páginas".Esta historia fue adaptada al formato pantalla en una serie de tv producida por la cadena inglesa BBC en 1970.-

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Charlotte Brontë

Villette

 

Saga

Villette

 

Cover image: Shutterstock

Copyright © 1853, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672794

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LIBRO PRIMERO

Capítulo I

Bretton

Mi madrina vivía en una hermosa casa en el antiguo y cuidado pueblo de Bretton. La familia de su marido residía allí desde hacía generaciones y llevaba, de hecho, el nombre de su lugar natal: los Bretton de Bretton; desconozco si por coincidencia o porque algún remoto antepasado había sido un personaje lo bastante destacado para legar el apellido a su comunidad.

Cuando era pequeña, iba a Bretton un par de veces al año, y disfrutaba mucho con aquellas visitas. La casa y sus moradores me agradaban especialmente. Las habitaciones amplias y tranquilas, los muebles bien conservados, los grandes ventanales, el balcón que daba a una vieja calle, muy bonita, donde siempre parecía ser domingo o día festivo, tan apacible era su atmósfera, tan limpio su pavimento; todas esas cosas me encantaban.

Una niña en una casa llena de adultos suele ser objeto de mimos y atenciones, y yo los recibía, de una manera reposada, de la señora Bretton, que se había quedado viuda antes de que yo la conociera y tenía un hijo; su marido, médico, había muerto cuando era todavía una mujer joven y hermosa.

No era joven, tal como yo la recuerdo, pero seguía siendo hermosa, alta, bien proporcionada y, aunque muy morena para ser inglesa, sus mejillas estaban siempre frescas y lozanas y sus bellos y alegres ojos negros reflejaban una gran vivacidad. A la gente le parecía una lástima que no hubiera transmitido aquella tez a su hijo, que tenía los ojos azules —aunque muy penetrantes, incluso en la niñez— y un color de pelo que los amigos no se atrevían a definir, excepto cuando le daba el sol y se volvía dorado. Había heredado, sin embargo, las facciones de su madre; así como sus bonitos dientes, su estatura (o la promesa de tal, pues aún no había terminado de crecer) y, lo que era mejor, su salud inquebrantable y esa fortaleza de ánimo que resulta más valiosa para quien la posee que una fortuna.

Era otoño y me encontraba en Bretton; mi madrina había ido en persona a buscarme a casa de los parientes donde en aquella época tenía fijada mi residencia. Creo que ella veía con claridad los acontecimientos que se avecinaban, cuya sombra apenas adivinaba yo; pero una leve sospecha bastaba para sumirme en la tristeza, por lo que me alegré de cambiar de escenario y de compañía.

El tiempo siempre discurría plácidamente al lado de mi madrina; no de un modo agitado, sino despacio, como el curso de un río caudaloso que atraviesa una llanura. Mis visitas semejaban el descanso de Christian y Hopeful junto a un alegre arroyo con «árboles frondosos en sus orillas y praderas que embellecían los lirios durante todo el año».

No tenían el encanto de la variedad, ni la emoción de los grandes acontecimientos; pero a mí me gustaba tanto la paz, y deseaba tan poco los estímulos que, cuando llegaron, me parecieron casi molestos y deseé que hubieran seguido lejos.

Cierto día llegó una carta cuyo contenido causó evidente sorpresa, además de inquietud, a la señora Bretton. Al principio creí que era de mis familiares y me estremecí, esperando no sé qué terrible noticia; sin embargo, nadie me dijo nada y la nube pareció disiparse.

Al día siguiente, a mi regreso de un largo paseo, encontré un cambio inesperado en mi dormitorio. Además de mi cama francesa en su oscuro hueco, divisé en un rincón un pequeño lecho con sábanas blancas; y, además de mi cómoda de caoba, un diminuto arcón de palisandro. Me quedé inmóvil, mirándolos.

«¿Qué significará todo esto?», pensé.

La respuesta era obvia. Iba a venir otra invitada: la señora Bretton esperaba nuevas visitas.

Cuando bajé a comer, me lo explicaron. Me dijeron que pronto tendría a una niña pequeña como compañera: la hija de un amigo y pariente lejano del difunto doctor Bretton. Y también que aquella pequeña acababa de perder a su madre, aunque la señora Bretton se apresuró a añadir que no era una desgracia tan grande como en un principio podía parecer. La señora Home (Home era el apellido, según dijeron) había sido una mujer muy hermosa, pero atolondrada y negligente, que había descuidado a su hija, decepcionando y entristeciendo a su marido. El matrimonio había sido tan infeliz que finalmente se habían separado, pero por consentimiento mutuo, sin mediar proceso legal alguno. Poco después, la dama se había acalorado demasiado durante un baile, se había resfriado, había cogido unas fiebres y había muerto tras una brevísima enfermedad. El marido, un hombre de naturaleza muy sensible, había sufrido una terrible conmoción al recibir súbitamente la noticia y parecía estar convencido de que una severidad excesiva por su parte —la falta de paciencia e indulgencia— había contribuido a precipitar el final de su esposa. Aquella idea le había obsesionado de tal modo que su ánimo se había visto gravemente afectado; los médicos insistían en que debía viajar para restablecerse y, mientras tanto, la señora Bretton se había ofrecido a ocuparse de la niña.

—Y espero —añadió mi madrina para concluir— que la pequeña no se parezca a su madre: la joven más necia y frívola con la que hombre sensato tuvo jamás la debilidad de casarse. Porque —prosiguió— el señor Home es un hombre sensato a su manera, aunque carezca de sentido práctico: es muy aficionado a la ciencia y se pasa media vida en el laboratorio haciendo experimentos, cosa que su voluble esposa no podía comprender ni soportar; y lo cierto es que a mí tampoco me habría gustado —confesó mi madrina.

En respuesta a una pregunta mía, me explicó, además, que su difunto marido solía decir que el señor Home había heredado la vena científica de un tío materno, un sabio francés; pues por sus venas corría, al parecer, sangre francesa y escocesa, y tenía varios parientes vivos en Francia, entre los que más de uno escribía «de» antes del apellido y se hacía llamar noble.

Aquella misma noche, a las nueve, se envió un criado a recibir la diligencia en la que debía llegar nuestra pequeña visitante. La señora Bretton y yo la esperamos solas en el salón, ya que John Graham Bretton estaba pasando unos días en casa de un compañero de colegio que vivía en el campo. Mi madrina leía el periódico de la tarde mientras aguardaba; yo cosía. Era una noche muy húmeda; la lluvia azotaba los cristales de las ventanas y el viento soplaba con furia.

—¡Pobre pequeña! —exclamaba la señora Bretton de vez en cuando—. ¡Menudo tiempo para viajar! ¡Ojalá estuviera aquí ya sana y salva!

Poco antes de las diez, la campanilla anunció el regreso de Warren. En cuanto se abrió la puerta, bajé corriendo al vestíbulo; había un baúl y unas cuantas sombrereras junto a una joven que parecía una niñera, y al pie de la escalinata estaba Warren con un bulto en los brazos, envuelto en un chal.

—¿Es la niña? —pregunté.

—Sí, señorita.

Hubiera querido abrir el chal para verle la cara, pero la pequeña volvió rápidamente su rostro hacia el hombro de Warren.

—Déjeme en el suelo, por favor —dijo una vocecita cuando Warren abrió la puerta del salón—, y quíteme este chal —añadió, al tiempo que extraía el alfiler con su mano diminuta y, con cierta prisa exigente, se quitaba la tosca envoltura. La criatura que apareció entonces intentó hábilmente doblar el chal, pero era demasiado grande y pesado para que semejantes manos y brazos pudieran sostenerlo o manejarlo—. Déselo a Harriet, por favor —ordenó entonces—, y ella lo guardará —dicho esto, se dio la vuelta y clavó la vista en la señora Bretton.

—Ven aquí, pequeña —dijo mi madrina—. Ven y déjame ver si tienes frío y estás mojada; ven y deja que te caliente junto al fuego.

La niña se acercó de inmediato. Despojada de su envoltura, parecía diminuta, pero tenía una figura perfectamente formada, ligera, esbelta y muy erguida. Sentada sobre el amplio regazo de mi madrina, recordaba a una muñeca; el cuello, delicado como la cera, y la cabeza de rizos sedosos aumentaban el parecido, pensé.

La señora Bretton le dirigió palabras de cariño mientras le frotaba las manos, los brazos y los pies; al principio fue observada con una mirada melancólica, pero pronto recibió a cambio una sonrisa. La señora Bretton no era, por lo general, una mujer dada a las caricias; incluso con su queridísimo hijo, raras veces demostraba sus sentimientos, sino más bien lo contrario, pero cuando aquella pequeña desconocida le sonrió, mi madrina le dio un beso y le preguntó:

—¿Cómo se llama mi pequeñina? —Missy.

—¿Y además de Missy?

—Papá la llama Polly.

—¿Estará contenta Polly de vivir conmigo?

—No para siempre, sólo hasta que papá vuelva. Papá se ha ido —señaló, moviendo la cabeza de un modo muy expresivo.

—Él regresará con Polly, o enviará a buscarla.

—¿De veras, señora? ¿Está segura?

—Claro.

—Pero Harriet no cree que lo haga; al menos en mucho tiempo. Está enfermo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Apartó las manos de las de la señora Bretton e intentó abandonar su regazo; ella trató de impedírselo en un principio, pero la niña dijo:

—Por favor, quisiera bajar. Puedo sentarme en un escabel.

Se le permitió deslizarse de las rodillas al suelo, y, cogiendo un escabel, lo llevó a un rincón sumido en sombras, donde se sentó. La señora Bretton era una mujer de carácter, en los asuntos graves incluso autoritaria, pero a menudo se mostraba pasiva ante las cuestiones sin importancia; dejó que la niña obrara a su antojo.

—Será mejor que no le prestes demasiada atención —me dijo.

Pero yo desatendí su consejo: vi que Polly apoyaba el pequeño codo en la pequeña rodilla, y la cabeza en la mano; observé que sacaba un diminuto pañuelo del bolsillo de muñeca de su falda de muñeca, y luego la oí llorar. Otros niños que están tristes o sufren algún dolor lloran a lágrima viva, sin contención ni vergüenza; pero sólo leves y ocasionales hipidos delataban el llanto de aquella criatura. La señora Bretton no los oyó, lo que fue preferible. Al cabo de un rato, una voz surgió del rincón para pedir:

—¿Podrían tocar la campanilla para llamar Harriet?

La toqué yo; la niñera no tardó en acudir.

—Harriet, es hora de acostarme —dijo su pequeña señora—. Debes preguntar dónde está mi cama.

Harriet le indicó que ya lo había hecho.

—Pregunta si dormirás conmigo, Harriet.

—No, Missy. Compartirá la habitación con esta señorita —contestó la niñera, refiriéndose a mí.

Missy no se levantó, pero vi que me buscaba con los ojos. Después de unos minutos de escrutinio silencioso, abandonó su rincón.

—Le deseo buenas noches —dijo a la señora Bretton, pero pasó muda junto a mí.

—Buenas noches, Polly —exclamé yo.

—No es necesario decirnos buenas noches, ya que dormimos en la misma habitación —fue la respuesta con la que desapareció del salón. Oímos que Harriet le proponía llevarla en brazos—. No es necesario —repuso de nuevo —. No es necesario, no es necesario —y oímos cómo sus pequeños pasos subían con esfuerzo por la escalera.

Al irme a la cama una hora más tarde, la encontré aún despierta. Había colocado las almohadas para que sostuvieran su menudo cuerpo sentado; las manos, una dentro de la otra, reposaban tranquilamente sobre la sábana, con una anticuada parsimonia nada propia de una niña. Me abstuve de hablarle durante un rato pero, justo antes de apagar la luz, le aconsejé que se tumbara.

—Dentro de poco —replicó.

—Pero vas a enfriarte, Missy.

La niña cogió una prenda diminuta de la silla que había al lado de su camita y se cubrió los hombros con ella. Dejé que hiciera lo que quisiera. Escuchando un rato en la oscuridad, me di cuenta de que todavía lloraba, conteniéndose, en silencio y con cautela.

Al despertarme con la luz del día, oí correr un hilillo de agua. ¡Y allí estaba!, subida a un taburete junto al lavamanos, inclinando el aguamanil con gran esfuerzo (no podía levantarlo) para verter su contenido en la jofaina. Fue curioso observarla mientras se lavaba y vestía, tan pequeña, diligente y callada. Era ostensible que no estaba acostumbrada a arreglarse sola; y afrontó con una perseverancia digna de encomio las dificultades que entrañaban botones, cintas, corchetes y ojales. Dobló el camisón, alisó cuidadosamente las sábanas de su camita y, ocultándose tras la cortina blanca, se quedó muy quieta. Me incorporé a medias y asomé la cabeza para ver qué hacía. De rodillas, con la frente entre las manos, comprendí que estaba rezando.

Su niñera llamó a la puerta. La pequeña se puso en pie.

—Ya estoy vestida, Harriet —dijo—. Me he vestido sola, pero no lo he hecho muy bien. ¡Ayúdame!

—¿Por qué se ha vestido sola, Missy?

—¡Calla! Habla bajito, Harriet, no vayas a despertar a la niña —se refería a mí, ahora tumbada y con los ojos cerrados—. Me he vestido sola porque así aprendo, para cuando tú te vayas.

—¿Acaso quiere que me vaya?

—Cuando te enfadas, he querido muchas veces que te fueras, pero ahora no. Colócame bien el lazo del vestido; y alísame el pelo, por favor.

—El lazo está perfecto. ¡Qué quisquillosa!

—Hay que atarlo otra vez. Por favor, átalo.

—Está bien. Cuando me vaya, tendrá que pedirle a la señorita que la ayude a vestirse.

—De ningún modo.

—¿Por qué? Es una jovencita muy simpática. Espero que se comporte correctamente con ella, missy, y no se dé aires.

—No dejaré que me vista.

—¡No sea ridícula!

—Estás peinándome mal, Harriet: la raya quedará torcida. —Pues sí que es difícil de contentar, ¿está bien así? —Perfectamente. ¿Dónde debo ir ahora que estoy vestida? —La llevaré a la salita del desayuno.

—Entonces vamos.

Se dirigieron a la puerta. La niña se detuvo.

—¡Oh, Harriet, ojalá estuviera en casa de papá! No conozco a esta gente.

—Sea buena, missy.

—Soy buena, pero me duele aquí —se puso la mano sobre el corazón y repitió lloriqueando—: ¡Papá!, ¡papá!

Abrí los ojos y me incorporé, dispuesta a poner fin a aquella escena mientras aún podía intervenir.

—Dé los buenos días a la señorita —ordenó Harriet.

La niña dijo: «Buenos días», y luego salió de la habitación detrás de su niñera. Harriet se fue temporalmente aquel mismo día; iba a alojarse con unos amigos que vivían en los alrededores.

Cuando bajé, encontré a Paulina (la niña se hacía llamar Polly, pero su nombre completo era Paulina Mary) sentada a la mesa del desayuno al lado de la señora Bretton; tenía delante un tazón de leche y una rebanada de pan le llenaba la mano, que reposaba inmóvil sobre el mantel: no comía.

—No sé cómo vamos a contentar a esta criatura —me dijo la señora Bretton—. No come nada y parece no haber dormido.

Expresé mi confianza en los efectos del tiempo y de la amabilidad.

—Sólo se adaptará cuando le cobre afecto a alguien de la casa —respondió mi madrina.

Capítulo II

Paulina

Transcurrieron varios días y no parecía que la niña fuera a cobrarle afecto a nadie de la casa. No es que fuera rebelde u obstinada; no era desobediente en absoluto, pero difícilmente podía existir una persona menos dispuesta a buscar consuelo, o al menos a serenarse. Estaba triste y cabizbaja: ningún adulto habría representado mejor su alicaído papel; ningún rostro surcado de arrugas, suspirando por Europa en las antípodas, habría expresado jamás la nostalgia con más claridad que aquel semblante infantil. Parecía cada vez más vieja y etérea. Yo, Lucy Snowe, me declaro inocente de esa maldición, una imaginación encendida y desbordante, pero siempre que abría una puerta y la encontraba sola en un rincón, con la cabeza apoyada en su mano diminuta, tenía la sensación de que aquel cuarto no estaba habitado sino embrujado por algún fantasma.

Y cuando en las noches de luna me despertaba y contemplaba su figura, destacando en medio de la oscuridad con su camisón blanco, arrodillada y erguida en la cama, rezando como una ferviente católica o metodista —al igual que una fanática precoz o una santa prematura—, ni siquiera sé qué pensamientos acudían a mi cabeza, pero corrían el riesgo de ser tan poco racionales y sensatos como los de la niña.

Raras veces lograba oír sus oraciones, pues las pronunciaba en voz muy baja. De hecho, a veces ni siquiera las decía en susurros, sino que eran plegarias mudas. Las escasas frases que llegaban a mis oídos tenían siempre el mismo estribillo: «¡Papá, mi querido papá!». Me di cuenta de que la suya era una naturaleza de ideas fijas, que delataba esa tendencia monomaníaca que siempre he considerado la mayor desgracia que puede abatirse sobre hombre o mujer.

Sólo cabe conjeturar cómo habría acabado semejante estado de ánimo de haber continuado así; mas éste sufrió un cambio repentino.

Una tarde, la señora Bretton consiguió que abandonara su rincón, la subió al asiento de la ventana y, a modo de distracción, le pidió que observara a los transeúntes y contara cuántas damas pasaban por la calle en un momento determinado. Allí seguía Paulina, toda lánguida, sin mirar apenas y sin contar, cuando yo, que tenía los ojos puestos en ella, percibí en su iris y en su pupila una sorprendente transformación. Las naturalezas impulsivas, peligrosas — sensibles las llaman—, ofrecen a menudo un curioso espectáculo a quienes un temperamento más frío impide participar en sus tortuosos caprichos. La mirada fija y apagada vaciló, y luego ardió en llamaradas; la pequeña frente nublada se despejó; las facciones diminutas y abatidas se iluminaron; la tristeza de su rostro se esfumó y en su lugar apareció una repentina alegría, una intensa expectación.

—¡Ahí está! —exclamó.

Salió de la habitación como un pájaro o una flecha, o cualquier cosa igualmente veloz. No sé cómo consiguió abrir la puerta de la calle; es probable que estuviera entornada, o Warren al lado y obedeciera su petición, sin duda imperiosa. Mirando tranquilamente desde la ventana, la vi, con su vestido negro y su diminuto delantal bordado (odiaba los que tenían peto), corriendo veloz por la calle. Estaba a punto de darme la vuelta y anunciar con calma a la señora Bretton que la niña había salido como una exhalación y había que ir inmediatamente tras ella, cuando vi que alguien la cogía en brazos, apartándola al mismo tiempo de mi fría observación y de la mirada sorprendida de los transeúntes. Un caballero había hecho esta buena obra y, tras cubrirla con su capa, se disponía a devolverla a la casa de donde la había visto salir.

Deduje que la dejaría en manos de algún criado y se marcharía, pero el caballero entró en la casa y, tras entretenerse un momento en el vestíbulo, subió la escalera.

Por cómo fue recibido se vio en seguida que no era un desconocido para mi madrina. Ella lo reconoció y le saludó; y, sin embargo, pareció agitada, perpleja, como si aquella llegada la cogiera desprevenida. Su mirada y sus maneras fueron incluso de reconvención; respondiendo a ellas, más que a sus palabras, el caballero dijo:

—No he podido evitarlo, señora Bretton. No podía irme sin ver qué tal estaba con mis propios ojos.

—Pero va usted a alterarla.

—Espero que no. Y ¿cómo está la pequeña Polly de papá?

Dirigió esta pregunta a la niña, al tiempo que se sentaba y la dejaba suavemente en el suelo.

—¿Y cómo está el papá de Polly? —respondió ella, apoyándose en sus rodillas para mirarle a la cara.

No fue una escena ruidosa ni pródiga en palabras, lo cual agradecí; pero sí una escena de sentimientos demasiado intensos, tanto más opresiva porque la copa no hizo espuma ni se desbordó. Siempre que se producen expansiones violentas e irrefrenables, cierto desdén o sentido del ridículo viene a aliviar al fatigado espectador; aunque siempre me ha parecido de lo más irritante esa clase de sensibilidad que se doblega por voluntad propia, como un esclavo gigante dominado por el sentido común.

El señor Home era un hombre de facciones severas, incluso duras, debería decir tal vez: el ceño fruncido y los pómulos, marcados y prominentes. Tenía un rostro típicamente escocés, pero, en su agitado semblante, sus ojos reflejaban una profunda emoción. Su acento del norte armonizaba con su fisonomía. Era un hombre de aspecto a la vez orgulloso y hogareño.

El señor Home puso la mano sobre la cabeza que la niña levantaba hacia él.

—Dale un beso a Polly —dijo ella.

Él la complació. Yo deseaba que la niña rompiera a llorar histéricamente para sentirme cómoda y aliviada. Aunque resulte asombroso, apenas hizo el menor ruido: parecía tener lo que quería, todo lo que quería, y hallarse extasiada. Ni la expresión ni los rasgos de la criatura se parecían a los de su padre, y, sin embargo, era de su sangre: el espíritu del padre había llenado el de la niña, como una jarra llena la copa.

Era indiscutible que el señor Home tenía un dominio de sí mismo muy masculino, fueran cuales fueran sus sentimientos íntimos con respecto a ciertos asuntos.

—Polly —exclamó, mirando a la niña—, baja al vestíbulo; verás el abrigo de papá sobre una silla. Mete la mano en el bolsillo y encontrarás un pañuelo. Tráemelo.

Ella obedeció; salió del cuarto y desempeñó su cometido con habilidad y diligencia. Su padre estaba hablando con la señora Bretton cuando volvió, y Paulina esperó con el pañuelo en la mano. En cierto modo era todo un espectáculo contemplar su figura diminuta, pulcra y atildada, de pie, delante de su padre. Al ver que él seguía hablando, sin ser consciente de su regreso, le cogió una mano, abrió sus dóciles dedos, colocó el pañuelo entre ellos y los cerró uno a uno. Aunque aparentemente él seguía sin verla ni percibir su presencia, no tardó en colocarla sobre sus rodillas. Paulina se acurrucó contra él y, aunque ni se miraron ni se hablaron durante la hora siguiente, supongo que ambos estaban felices.

Durante el té, los movimientos y el comportamiento de la pequeña atrajeron todas las miradas, como de costumbre. Primero, dio instrucciones a Warren cuando éste colocaba las sillas.

—Ponga la de papá aquí, y al lado la mía, entre la señora Bretton y él; tengo que servirle el té.

Paulina se sentó e hizo una seña a su padre con la mano.

—Siéntate a mi lado, papá; como si estuviéramos en casa.

Y después, cuando interceptó al pasar la taza de su padre, y la removió y puso ella misma la leche, dijo:

—En casa siempre te lo preparaba yo, papá. Nadie lo hace mejor, ni siquiera tú mismo.

Mientras estuvimos en la mesa, ella siguió con sus atenciones, bastante absurdas, dicho sea de paso. Las pinzas para el azúcar eran demasiado grandes y tuvo que usar las dos manos para manejarlas; el peso de la jarrita de plata para la leche, de las bandejas del pan y la mantequilla, e incluso de la taza y el platillo, pusieron a prueba su fuerza y su habilidad, a todas luces insuficientes; pero, levantando esto y ofreciendo aquello, se las arregló felizmente para no romper nada. Para ser sincera, a mí me parecía un poco metomentodo; pero su padre, ciego como todos los padres, estaba encantado de que le sirviera; las atenciones de su hija parecían tranquilizarle sobremanera.

—¡Ella es mi consuelo! —le dijo a la señora Bretton, sin poder evitarlo. Dicha dama tenía, y a una escala mayor, su propio «consuelo» sin par, ausente por el momento; de modo que se mostró comprensiva con su debilidad.

Ese segundo «consuelo» apareció en escena en el transcurso de la velada. Yo sabía que se esperaba su regreso aquel mismo día, y durante todas sus horas había visto expectante a la señora Bretton. Estábamos sentados junto al fuego, después de tomar el té, cuando Graham se unió a nuestro círculo; aunque más bien debería decir que lo rompió, pues, como es natural, su llegada ocasionó cierto alboroto, y, como venía hambriento, tuvieron que servirle un refrigerio. El señor Home y él se saludaron como viejos conocidos; pero tardó algún tiempo en prestar atención a la niña.

Después de comer y de responder a las numerosas preguntas de su madre, se volvió hacia la chimenea. Frente a él, se encontraba el señor Home, y junto a éste, la niña. Cuando digo niña, utilizo un término inapropiado y nada descriptivo, un término que sugiere una imagen muy distinta de la criatura de aspecto grave, vestida con un traje negro y una blusa blanca que le habrían valido a una muñeca grande; sentada ahora en una silla alta al lado de una mesita, sobre la que descansaba un costurero de juguete de madera blanca barnizada; sujetando entre sus manos un trozo de pañuelo al que pretendía hacer un dobladillo traspasándolo tenazmente con una aguja que en sus manos parecía casi un espetón, pinchándose a cada momento, dejando en la batista un rastro de minúsculos puntos rojos, y dando a veces un respingo cuando el arma aviesa escapaba a su control y le infligía una puñalada más profunda de lo habitual; pero siempre callada, diligente, absorta, femenina.

En aquella época, Graham era un joven de dieciséis años, guapo y con aspecto de no ser de fiar. Y no digo esto porque fuera malvado, sino porque la expresión me parece adecuada para describir la hermosa naturaleza céltica (no sajona) de su físico: sus cabellos ondulados de color caoba claro, la fina simetría de sus rasgos, su frecuente sonrisa, no desprovista de fascinación ni de sutileza (en el buen sentido). Era, por entonces, un joven mimado y caprichoso.

—Madre —exclamó después de mirar un rato en silencio a la pequeña figura que tenía delante, cuando la ausencia temporal del señor Home le liberó de la discreción, en parte burlona, que era en su caso cuanto conocía de la timidez—. Madre, veo a una joven dama en esta habitación a la que no he sido presentado.

—Supongo que te refieres a la hija del señor Home —dijo su madre.

—Creo que no se ha expresado usted con la debida ceremonia —replicó el joven—. La señorita Home, habría dicho yo, al aventurarme a hablar de la dama a la que aludo.

—Graham, no permitiré que te burles de la niña. No dejaré que la conviertas en el blanco de tus bromas.

—Señorita Home —prosiguió Graham, sin inmutarse por la reconvención de su madre—, ¿puedo tener el honor de presentarme yo, ya que nadie más parece dispuesto a hacernos ese servicio? Su esclavo, John Graham Bretton.

La pequeña lo miró; Graham se levantó y se inclinó con gravedad. Ella dejó lentamente a un lado dedal, tijeras y labor, se bajó con precaución de su asiento y, tras hacer una reverencia con indescriptible seriedad, exclamó:

—¿Cómo está usted?

—Tengo el honor de hallarme bien de salud, tan sólo un poco fatigado tras un viaje demasiado rápido. Espero, señora, que usted se encuentre bien.

—Razo... nable... mente bien —fue la ambiciosa respuesta de la mujercita; e intentó recobrar su anterior posición, pero al ver que no podía hacerlo sin trepar y un considerable esfuerzo —un sacrificio del decoro de todo punto impensable—, y como no podía permitirse que nadie la ayudara en presencia de un joven caballero desconocido, renunció a la silla alta en beneficio de un pequeño escabel, al que Graham acercó su silla.

—Espero, señora, que su actual residencia, la casa de mi madre, sea de su agrado.

—No ezpe... cial... mente; quiero volver a mi casa.

—Un deseo natural y encomiable, señora; pero al que, no obstante, me opondré con todas mis fuerzas. Creo que podré extraer de usted un poco de ese preciado bien llamado diversión, que mamá y la señorita Snowe no consiguen proporcionarme.

—Tendré que volver muy pronto con papá. No me quedaré mucho tiempo en casa de su madre.

—Sí, sí, se quedará conmigo, estoy seguro. Tengo un poni en el que podrá montar, y un sinfín de libros para enseñarle las ilustraciones.

—¿Va a vivir usted aquí?

—Sí. ¿Le parece bien? ¿Le gusto?

—No.

—¿Por qué?

—Lo encuentro extraño.

—¿Por mi rostro, señora?

—Por su rostro y por todo lo demás. Tiene el pelo largo y rojo.

—Color caoba, si no le importa. Mamá dice que es de color caoba o dorado, y también todos sus amigos. Pero, incluso con el «pelo largo y rojo» —y agitó su cabellera con una especie de gesto triunfal; sabía perfectamente que era leonada, y estaba orgulloso de su color—, no soy más extraño que usted, señora.

—¿Está diciendo que me encuentra extraña?

—Desde luego.

—Creo que me iré a la cama —exclamó la niña, tras una pausa.

—Una personita como usted debería haberse ido a la cama hace horas, pero probablemente se habrá quedado porque quería conocerme.

—De ningún modo.

—Sin duda deseaba disfrutar del placer de mi compañía. Sabía que volvía a casa y ha querido conocerme.

—Me he quedado porque quería estar con papá, no con usted.

—Muy bien, señorita Home. Me convertiré en su amigo predilecto; me atrevo a decir que pronto me preferirá a su papá.

Paulina nos deseó buenas noches a la señora Bretton y a mí, y parecía dudar de si Graham tenía derecho a recibir la misma atención cuando él la cogió con una mano y, valiéndose de ella, la levantó por encima de su cabeza. La pequeña se vio a sí misma aupada en alto en el espejo que había sobre la chimenea. Lo inesperado de aquella acción, la libertad que se había tomado Graham y la falta de respeto que suponía, fueron demasiado para ella.

—¡Qué vergüenza, señor Graham! —protestó indignada—. ¡Bájeme! —y cuando estuvo de nuevo en el suelo, agregó—: Me gustaría saber qué pensaría usted de mí si lo tratara de esa forma, y lo levantara con una mano —alzó esa poderosa extremidad— como Warren levanta al gatito.

Y después de decir estas palabras, se retiró.

Capítulo III

Los compañeros de juegos

El señor Home se quedó dos días con nosotros. Durante su estancia, nadie pudo convencerle para que saliera de la casa; se pasaba el día sentado junto a la chimenea, unas veces en silencio, otras escuchando y respondiendo a la conversación de la señora Bretton, que era la más indicada para un hombre en su melancólico estado de ánimo: ni demasiado compasiva, ni demasiado indiferente; juiciosa, e incluso con un toque maternal, que la diferencia de edad permitía.

En cuanto a Paulina, la niña estaba a la vez alegre y silenciosa, ocupada y muy atenta. Su padre la sentaba con frecuencia sobre sus rodillas; ella se quedaba allí hasta que percibía o imaginaba su fatiga; entonces le decía:

—Bájame, papá; peso mucho y vas a cansarte.

Y aquella abrumadora carga se deslizaba hasta la alfombra y se sentaba en ella o en un escabel a los pies de «papá», y aparecía en escena el costurero blanco y el pañuelo moteado de escarlata. Al parecer, aquel pañuelo pretendía ser un recuerdo para «papá» y debía terminarse antes de su partida; en consecuencia, exigía un riguroso esfuerzo por parte de la costurera (que tardaba media hora en dar unas veinte puntadas).

Graham regresaba todas las tardes al techo materno (pasaba el día en el colegio), y nuestras veladas se volvieron más animadas; algo a lo que contribuían las escenas que invariablemente representaban él y la señorita Paulina.

Una actitud distante y altanera había sido la reacción de la pequeña ante la indignidad que le había sido infligida la noche de la llegada de Graham. La respuesta habitual de la niña, cuando él le dirigía la palabra, era:

—No puedo atenderle; tengo otras cosas en que pensar.

Y cuando el joven le suplicaba que le dijera de qué se trataba, ella se limitaba a contestar:

—Asuntos.

Graham se esforzaba entonces por atraer su atención abriendo el escritorio para exhibir su variopinto contenido: sellos, brillantes cerillas y cortaplumas, junto con una miscelánea de grabados —algunos de vistoso colorido— que había ido coleccionando. Aquella poderosa tentación no resultaba infructuosa; furtivamente, Paulina levantaba la vista de la labor y lanzaba más de una ojeada al escritorio rebosante de imágenes esparcidas. En cierta ocasión, el aguafuerte de un niño que jugaba con un spaniel Blenheim voló casualmente hasta el suelo.

—¡Qué perrito tan mono! —exclamó ella, encantada.

Graham tuvo la prudencia de no hacerle caso. La pequeña no tardó en abandonar su rincón silenciosamente y en acercarse al tesoro para examinarlo mejor. Los enormes ojos y las largas orejas del perro, y el sombrero y las plumas del niño, eran irresistibles.

—¡Bonito dibujo! —fue su favorable crítica.

—Está bien... puedes quedártelo —dijo Graham.

Ella pareció vacilar. El deseo de ser su dueña era muy fuerte, pero aceptarlo habría comprometido su dignidad. No. Lo dejó en el suelo y se dio la vuelta.

—Entonces, ¿no lo quieres, Polly?

—Mejor no, gracias.

—¿Sabes lo que haré con el dibujo si no lo aceptas?

Ella se volvió a medias para escuchar su respuesta.

—Lo cortaré en tiras para encender las velas.

—¡No!

—Claro que sí.

—No, por favor.

Graham se mostró inexorable al oír el tono de súplica; cogió las tijeras del costurero de su madre.

—¡Así! —amenazó, blandiéndolas en el aire—. Cortaré la cabeza de Fido por la mitad, y la nariz del pequeño Harry.

—¡No! ¡No! ¡NO!

—Entonces, acércate. Ven deprisa si no quieres que lo haga. Paulina dudó, lo pensó unos segundos, pero acabó obedeciendo. —Y bien, ¿lo quieres? —preguntó Graham cuando estuvo a su lado. —Por favor.

—Pero tendrás que pagármelo.

—¿Con qué?

—Con un beso.

—Primero ponme el dibujo en la mano.

Al decir esto, tampoco Polly parecía muy de fiar. Graham le dio el dibujo. Ella huyó sin pagar su deuda, corrió hacia su padre y se refugió en sus rodillas. Graham se levantó para perseguirla fingiendo una gran cólera. Polly hundió su rostro en el chaleco del señor Home.

—¡Papá, papá, dile que se vaya! —No me iré —aseguró Graham.

Con la cara todavía escondida, Polly extendió el brazo para impedir que se acercara.

—Entonces, besaré tu mano —dijo él; pero en ese momento, la mano se convirtió en un pequeño puño y le pagó con una moneda que no era precisamente un beso.

Graham, que a su modo era tan astuto como su pequeña compañera de juegos, retrocedió simulando un gran desconcierto; se desplomó en un sofá y, apoyando la cabeza en el cojín, aparentó un gran dolor. Al advertir su silencio, Polly se asomó para mirarlo. Graham se cubría los ojos y la cara con las manos. Polly se dio la vuelta y, sin abandonar las rodillas de su padre, miró detenidamente a su enemigo con expresión preocupada. Graham gimió.

—Papá, ¿qué le ocurre? —susurró ella.

—Será mejor que se lo preguntes a él, Polly.

—¿Está herido? —inquirió al escuchar un segundo gemido.

—Eso parece, por el ruido que hace —contestó el señor Home.

—Madre —dijo Graham con voz débil—, debería mandar a buscar al médico. ¡Ay, mi ojo!

De nuevo reinó el silencio, interrumpido tan sólo por los suspiros de Graham.

—¿Y si me quedo ciego? —exclamó el joven.

Aquellas palabras resultaron insoportables para quien antes le había escarmentado. La niña acudió inmediatamente a su lado.

—Déjame ver tu ojo. No quería tocarlo, sólo deseaba darte en la boca; y no creí que el golpe fuera tan fuerte.

Graham no respondió. Las facciones de Polly se desencajaron. —Lo siento; ¡lo siento!

Incapaz de contener las lágrimas, la pequeña rompió a llorar. —Deja de asustar a la niña, Graham —dijo la señora Bretton. —Sólo es una broma, tesoro —exclamó el señor Home.

Y Graham la levantó de nuevo por los aires y ella volvió a castigarlo, tirándole de los rizos leoninos y cubriéndolo de improperios.

—Eres la persona más malvada, grosera y mentirosa del mundo.

La mañana en que partió el señor Home, él y su hija tuvieron una conversación a solas en el asiento de una ventana; yo acerté a oír una parte.

—¿No podría meter mis cosas en el baúl y marcharme contigo, papá? — susurró ella con firmeza.

Él negó con la cabeza. —¿Sería una molestia para ti? —Sí, Polly.

—¿Porque soy pequeña?

—Porque eres pequeña y delicada. Sólo pueden viajar las personas mayores y fuertes. Pero no te pongas triste, tesoro mío, se me parte el corazón. Papá volverá pronto con su Polly.

—No estoy triste, de veras. Sólo un poquito. —Polly sentiría mucho apenar a papá, ¿no? —Muchísimo.

—Entonces Polly ha de estar alegre y no llorar en la despedida, ni tener miedo después. Tiene que pensar en cuando volvamos a estar juntos e intentar ser feliz mientras tanto. ¿Será capaz de hacerlo?

—Lo intentará.

—Estoy seguro de que sí. Adiós, entonces. Es hora de partir. —¿Ahora? ¿Ahora mismo?

—Ahora mismo.

Polly hizo un mohín con sus labios temblorosos. Su padre sollozaba, pero vi que ella reprimía el llanto. Después de dejar a su hija en el suelo, el señor Home estrechó la mano a los demás y se marchó.

Cuando la puerta principal se cerró, Polly cayó de rodillas con un grito:

—¡Papá!

Fue un grito largo y ronco, una especie de «¿Por qué me has abandonado?». En los minutos siguientes, percibí su terrible sufrimiento. En aquel breve lapso de su vida infantil, experimentó unas emociones que otros no llegan a sentir jamás; era propio de su naturaleza y conocería otros instantes parecidos si vivía muchos años. Nadie dijo nada. La señora Bretton, que era madre, derramó algunas lágrimas. Graham, que estaba escribiendo, levantó la vista para mirar a Polly. Yo, Lucy Snowe, conservé la calma.

La pequeña criatura, no teniendo quien la importunara, hizo por sí misma lo que nadie más podía hacer: enfrentarse a un sentimiento insoportable y, en poco tiempo, dominarlo en cierta medida. Aquel día no aceptó el consuelo de nadie, ni tampoco al día siguiente; después se volvió más pasiva.

La tercera tarde, estaba sentada en el suelo, silenciosa y extenuada, cuando entró Graham y la cogió dulcemente en brazos sin decir una palabra. Ella no se resistió, sino que se acurrucó en sus brazos como si estuviera muy cansada. Cuando el joven se sentó, la pequeña apoyó en él su cabeza; no tardó en quedarse dormida, y Graham subió las escaleras para llevarla a la cama. No me sorprendió en absoluto que, a la mañana siguiente, lo primero que preguntara fuese:

—¿Dónde está el señor Graham?

Casualmente, Graham no iba a desayunar con nosotros; tenía que acabar unos ejercicios para la clase de la mañana y había pedido a su madre que le llevaran una taza de té al estudio. Polly se ofreció voluntaria para hacerlo; necesitaba estar ocupada, cuidar de alguien. Se le confió la taza, pues, a pesar de su nerviosismo, era una niña muy cuidadosa. Como la puerta del estudio estaba enfrente de la nuestra, al otro lado del pasillo, seguí a la pequeña con la vista.

—¿Qué haces? —quiso saber Polly, deteniéndose en el umbral del estudio. —Estoy escribiendo —dijo Graham.

—¿Por qué no vienes a desayunar con tu mamá?

—Tengo trabajo.

—¿Quieres tomar algo? —Por supuesto.

—Pues aquí lo tienes.

Y Polly depositó la taza en la alfombra, al igual que un carcelero deja al preso una jarra de agua al otro lado de la puerta de su celda, y se retiró. No tardó en volver.

—¿Qué más deseas aparte del té? ¿Algo de comer?

—Sí, algo que esté bueno. Tráeme algo especialmente rico, ¡qué mujercita tan amable!

Polly regresó junto a la señora Bretton.

—Por favor, señora, deme algo bueno para su hijo. —Elige tú, Polly; ¿qué le vas a llevar?

La niña eligió un pedazo de lo mejor que había en la mesa, y no tardó en volver para pedir en un susurro un poco de mermelada, que no se había servido. Tras conseguirla (pues la señora Bretton no negaba nada a aquella pareja), en seguida oímos a Graham poniendo a la pequeña por las nubes, prometiéndole que, cuando tuviera una casa propia, ella sería su ama de llaves y quizá, si mostraba algún talento culinario, su cocinera. Como la niña no volvía, fui a buscarla, y encontré a los dos desayunando tête-à-tête; uno al lado del otro y compartiendo todo, excepto la mermelada, que ella se negó educadamente a probar; supongo que por temor a que pareciera que la había pedido tanto para sí misma como para él. Polly manifestaba siempre una exquisita sensibilidad y una gran delicadeza.

La alianza así sellada no se disolvió fácilmente; muy al contrario, parecía que el tiempo y las circunstancias contribuían a cimentarla. A pesar de la disparidad de edad, sexo, intereses, etcétera, parecían tener muchas cosas que decirse. En cuanto a Paulina, observé que nunca mostraba su verdadero carácter, salvo con el joven Bretton. Una vez que se sintió cómoda en la casa y se acostumbró a ella, fue muy dócil con la señora Bretton; pero se pasaba el día sentada en un taburete a los pies de ella, aprendiendo sus tareas, o cosiendo, o haciendo dibujos en una pizarra, sin manifestar jamás el menor destello de originalidad ni mostrar las peculiaridades de su naturaleza. Dejé de observarla en tales circunstancias; no resultaba interesante. Sin embargo, en cuanto Graham llamaba a la puerta al anochecer, se producía un cambio; Polly acudía al instante a lo alto de la escalera. Por lo general, lo recibía con una reprimenda o una amenaza.

—No te has limpiado bien los zapatos en el felpudo. Se lo diré a tu madre.

—¡Pequeña metomentodo! ¿Estás ahí?

—Sí, y no podrás cogerme. Estoy mucho más arriba que tú —exclamaba, asomándose por entre los barrotes de la barandilla (no alcanzaba a mirar por encima de ella).

—¡Polly!

—¡Mi querido muchacho! —así se dirigía muchas veces a él, imitando a la señora Bretton.

—Estoy a punto de desmayarme de cansancio —declaraba Graham apoyándose en la pared del pasillo, fingiendo agotamiento—. El doctor Digby (el director del colegio) me ha hecho trabajar tanto... Baja y ayúdame a llevar el libro.

—¡Ah! ¡Qué astuto eres!

—En absoluto, Polly; es la verdad. Estoy tan débil como un junco. Baja. —Tus ojos son tranquilos como los de un gato, pero luego saltarás. —¿Saltar? Nada de eso; va contra mi carácter. Venga, baja.

—Quizá baje, si me prometes no tocarme, ni levantarme por los aires y hacerme dar vueltas.

—¿Yo? ¡Sería incapaz! —decía el joven, desplomándose en una silla.

—Entonces deja los libros en el primer escalón y aléjate tres yardas.

Hecho esto, Polly descendía con cautela y sin apartar los ojos del agotado Graham. Por supuesto, al acercarse ella, Graham parecía revivir: carreras, saltos y brincos estaban asegurados. Unas veces la niña se enfadaba; otras, lo dejaba pasar sin más y, cuando conducía a Graham escaleras arriba, la oíamos decir:

—Y ahora, mi querido muchacho, ven a tomar el té. Estoy segura de que tendrás hambre.

Era bastante cómico verla sentada al lado de Graham, mientras él comía. En su ausencia, era una criatura tranquila y silenciosa, pero con él era la personita más activa y servicial del mundo. Yo deseaba a menudo que no se preocupara tanto y se quedara quieta, pero no, siempre estaba pendiente de él: nunca le parecía suficientemente atendido, y todos los cuidados eran pocos; a su juicio, Graham valía más que el Gran Turco. Colocaba poco a poco los platos delante de él y, cuando uno daba por supuesto que el muchacho tenía a su alcance cuanto podía desear, ella encontraba siempre algo más que ofrecerle:

—Señora —susurraba a la señora Bretton—, tal vez su hijo quiera un pastelito... uno dulce, quiero decir. Están ahí —proseguía, señalando el aparador.

Por lo general, la señora Bretton no permitía que se comieran pastelitos dulces con el té, pero Polly insistía:

—Un trocito pequeño... sólo para él... Como va al colegio... Las niñas como yo y la señorita Snowe no necesitamos golosinas, pero seguro que a él le gustaría.

A Graham, en efecto, le encantaba, y casi siempre tomaba uno. Para ser justos, habría compartido su premio con quien se lo había conseguido, pero ella nunca se lo permitía; si insistía, la tenía contrariada el resto de la velada. Estar de pie a su lado y monopolizar su charla y su atención era la única recompensa que deseaba, no un trozo del pastel.

Fue realmente curiosa la rapidez con que Polly se adaptó a los asuntos que a él le interesaban. Era como si la niña no tuviese ni espíritu ni vida propias, y respirara, se moviera y existiera por y para otra persona; ahora que le faltaba su padre, se apoyaba en Graham y parecía sentir y existir a través de él. Se aprendió en un periquete los nombres de todos sus compañeros de clase; conocía de memoria sus caracteres, bastaba con que Graham se los describiera una vez. Nunca olvidaba ni confundía sus identidades; se pasaba la tarde hablando con él de unas personas a las que jamás había visto, y parecía comprender plenamente su físico, modales y temperamento. Aprendió incluso a imitar a algunos de ellos: un profesor adjunto, al que el joven Bretton aborrecía, tenía al parecer ciertas peculiaridades, que ella captó en un instante cuando Graham las describió, y que imitaba para divertirlo. Sin embargo, la señora Bretton no veía esto con buenos ojos y se lo tenía prohibido.

Graham y Paulina no se peleaban casi nunca; se enfadaron, sin embargo, en una ocasión en que los sentimientos de la niña sufrieron un duro golpe.

Cierto día Graham, con motivo de su cumpleaños, invitó a unos amigos de su misma edad a cenar en casa. Paulina se interesó mucho por la llegada de estos compañeros, de los que había oído hablar a menudo; eran de los que Graham mencionaba con más frecuencia. Después de la cena, los jóvenes caballeros se quedaron solos en el comedor, donde pronto empezaron a divertirse y a armar bastante jaleo. Al pasar casualmente por el vestíbulo, encontré a Paulina sentada en el peldaño más bajo de la escalera con los ojos fijos en los relucientes paneles de la puerta del comedor, donde se reflejaba la luz de la lámpara del vestíbulo; fruncía el pequeño entrecejo sumida en inquietas meditaciones.

—¿En qué estás pensando, Polly?

—En nada especial; sólo que ¡ojalá fuera de cristal esa puerta y pudiera ver a través de ella! Los chicos parecen muy alegres y me gustaría estar con ellos. Me gustaría estar con Graham y ver a sus amigos.

—¿Y qué te lo impide?

—Me da miedo. Pero ¿cree que puedo intentarlo? ¿Puedo llamar a la puerta y pedir que me dejen entrar?

Pensé que quizá a ellos no les importaría tenerla como compañera de juegos y, por ese motivo, la animé a seguir adelante.

Paulina llamó a la puerta, demasiado suavemente al principio para que la oyeran, pero ésta se abrió después de un segundo intento; Graham asomó la cabeza; parecía de muy buen humor, pero muy impaciente.

—¿Qué quieres, monito?

—Estar contigo.

—¿Ah, sí? ¡Ahora vas a venir tú a molestarme! Busca a mamá y a la señorita Snowe y diles que te acuesten.

La cabeza rojiza y la cara encendida desaparecieron; la puerta se cerró de golpe. Paulina se quedó atónita.

—¿Por qué me habla así? Nunca me había hablado de ese modo — exclamó, consternada—. ¿Qué le he hecho?

—Nada, Polly; pero Graham está ocupado con sus amigos del colegio.

—¡Y los prefiere a ellos! ¡A mí no me quiere porque están ellos!

Pensé por un momento en consolarla, y aprovechar la ocasión para inculcarle algunas de las máximas filosóficas que yo atesoraba para situaciones como aquélla. Sin embargo, ella me lo impidió: se tapó los oídos con las manos en cuanto empecé a hablar y luego se tumbó en la estera con la cara contra las losas del suelo; ni Warren ni la cocinera consiguieron arrancarla de esa posición, de modo que allí la dejamos hasta que decidió levantarse por sí sola.

Graham olvidó su irritación aquella misma noche, y se acercó a la pequeña, como de costumbre, cuando sus amigos se marcharon; pero ella se soltó de su mano, lo fulminó con la mirada, no le deseó buenas noches, ni le miró a la cara. Al día siguiente, él la trató con indiferencia y ella se convirtió en un trozo de mármol. Un día después, el muchacho insistió en saber qué le pasaba; pero los labios de la niña continuaron sellados. Por supuesto, él no estaba enfadado: la disputa era demasiado desigual en todos los sentidos; Graham intentó mostrarse persuasivo y conciliador. «¿Por qué estaba enojada?». «¿Qué había hecho él?». Las lágrimas de Paulina no tardaron en darle una respuesta; él la mimó un poco y volvieron a ser amigos. Pero ella no era de las que olvidaban un incidente como aquél: observé que, después de aquel desaire de Graham, no volvió a buscarlo ni a seguirlo, ni a solicitar su atención en modo alguno. En una ocasión le pedí que llevara un libro o algún objeto parecido a Graham, que estaba encerrado en su estudio.

—Esperaré a que salga —dijo ella orgullosamente—. No quiero que se moleste en abrir la puerta.

El joven Bretton tenía un poni favorito con el que solía salir a montar, y Polly siempre contemplaba su partida y su regreso desde la ventana. Ansiaba que le diera un paseo con él; pero nada más lejos de su intención que pedir semejante favor. Un día bajó al patio para ver cómo el muchacho desmontaba; mientras se apoyaba en la cancela, brilló en sus ojos el deseo de que le diera una vuelta.

—Vamos, Polly, ¿quieres montar? —preguntó Graham con cierta indiferencia. Demasiada indiferencia, debió de pensar ella.

—No, gracias —contestó, dándole la espalda con la mayor frialdad. —Pues deberías querer —insistió él—. Te gustará, estoy seguro.

—Me importa un bledo —repuso la niña.

—No es cierto. Le dijiste a Lucy Snowe que estabas deseando dar una vuelta.

—Lucy Snowe es una chizmoza —la oí decir (su imperfecta pronunciación era lo menos precoz en ella), antes de meterse en la casa.

Graham entró poco después y comentó a su madre:

—Mamá, ¡qué criatura tan voluble! Es un bicho raro, pero me aburriría sin ella; es mucho más divertida que tú o que Lucy Snowe.

—Señorita Snowe —me dijo Paulina (había adquirido la costumbre de charlar a veces conmigo por las noches, cuando estábamos solas en el dormitorio)—, ¿sabe qué día de la semana me gusta más Graham?

—¿Cómo voy a saber algo tan extraño? ¿Hay algún día de los siete en que sea distinto?

—¡Pues claro! ¿Acaso no se ha dado cuenta? ¿No lo sabe? Para mí el mejor es el domingo; pasa todo el día con nosotros, muy tranquilo, y, por la tarde, está muy amable.

Su observación no carecía de fundamento: después de ir a la iglesia y demás, Graham se quedaba pacíficamente en casa, y dedicaba las tardes a algún apacible, aunque más bien indolente, entretenimiento junto a la chimenea de la sala. Tomaba posesión del sofá y luego llamaba a Polly.

Graham no era un chico como los demás; no sólo le gustaba la actividad física: era capaz de dedicar algunos ratos a la contemplación; también hallaba placer en la lectura, y su elección de los libros no carecía de criterio: reflejaba no sólo ciertas preferencias sino también un gusto instintivo. Es cierto que raras veces hablaba de lo que leía, pero a veces lo veía sentado, meditando.

Polly se colocaba a su lado, arrodillada en un pequeño cojín o en la alfombra, y los dos iniciaban una conversación en voz muy baja, pero no inaudible. De vez en cuando llegaba a mis oídos algún retazo, y he de decir que una influencia mejor y más dulce que la de los demás días de la semana parecía apaciguar a Graham en aquellos momentos y mejorar su ánimo.

—¿Has aprendido algún himno esta semana, Polly?

—He aprendido uno muy bonito de cuatro versos. ¿Te lo digo? —Habla despacio, no tengas prisa.

Una vez recitado el himno, o más bien salmodiado, con su vocecilla cantarina, Graham expresaba sus reparos y procedía a darle algunos consejos. Ella aprendía deprisa y tenía habilidad para imitarlo; además, se alegraba de complacer a Graham: era una alumna aplicada. Al himno le seguía una lectura, tal vez algún capítulo de la Biblia; pero era raro que él tuviera que corregirla, pues la niña leía muy bien cualquier narración sencilla; y cuando el tema era comprensible para ella y captaba su interés, su expresividad y su énfasis eran realmente notables. José arrojado al pozo, la llamada de Dios a Samuel, Daniel en el foso de los leones: ésos eran sus pasajes favoritos. Parecía entender especialmente bien el patetismo del primero.

—¡Pobre Jacob! —decía a veces con labios temblorosos—. ¡Cuánto quería a su hijo José! Tanto, tanto, Graham —añadió en una ocasión—, como yo te quiero a ti. Si te murieras —y, al decir esto, volvió a abrir el libro, buscó el versículo y lo leyó—, «me negaría el consuelo y descendería llorando al reino de los muertos».

Después de estas palabras, rodeó a Graham con sus pequeños brazos, acercando a ella la cabeza de larga cabellera. Recuerdo que este gesto me pareció extrañamente precipitado; como si hubiera visto a alguien acariciar temerariamente a un animal de peligrosa naturaleza y domesticado sólo a medias. No porque temiera que Graham le hiciera daño o la apartara con rudeza, sino porque pensé que corría el riesgo de ser rechazada con despreocupación e impaciencia, lo que para ella sería peor que un golpe. Sin embargo, Graham solía recibir aquellas atenciones con pasividad: a veces, incluso, brillaba en sus ojos cierto asombro amable y complacido ante aquellas exageradas muestras de cariño.

—Me quieres casi tanto como si fueras mi hermana pequeña, Polly —le dijo en una ocasión.

—¡Claro que te quiero! —respondió ella—. Te quiero mucho.

No me permitieron disfrutar mucho tiempo del estudio de su carácter. Apenas llevaba Pauline dos meses en Bretton cuando llegó una carta del señor Home, en la que anunciaba que se había instalado con sus parientes maternos en el Continente y que, como Inglaterra le resultaba ahora insoportable, no pensaba regresar, quizá en muchos años; y que deseaba que su hija acudiera inmediatamente a su lado.

—No sé cómo se tomará la noticia —exclamó la señora Bretton después de leer la carta. Tampoco yo lo sabía y decidí comunicárselo en persona.

Me dirigí al salón —estancia tranquila y bellamente decorada donde le gustaba estar a solas, y donde se podía confiar en ella sin reservas, pues no tocaba nada, o más bien no ensuciaba nada de lo que tocaba— y la encontré sentada en un sofá como una pequeña odalisca, medio oculta entre la sombra de los cortinajes de una ventana cercana. Parecía feliz, rodeada de todas sus labores: el costurero de madera blanca, dos retales de muselina y un par de cintas que había recogido para hacer un sombrero a su muñeca. Ésta yacía en su cuna, debidamente vestida con un gorro de noche y un camisón; Polly la mecía para que se durmiera, como si estuviera convencida de la capacidad de sentir y de dormirse de la muñeca. Al mismo tiempo, contemplaba un libro de imágenes abierto sobre su regazo.

—Señorita Snowe —dijo en un susurro—, este libro es maravilloso. Candace —Graham había bautizado así a la muñeca, pues su tez oscura recordaba a la de una etíope—, Candace está dormida, así que puedo contarle algunas cosas de él; pero tenemos que hablar bajito para que no se despierte. Graham me dio este libro; describe países remotos... lejos, muy lejos de Inglaterra, a los que ningún viajero puede llegar sin navegar miles de millas por el océano. En ellos viven hombres salvajes, señorita Snowe, que llevan ropas muy distintas a las nuestras; lo cierto es que algunos casi no llevan ropa... para estar frescos, ¿sabe?, pues tienen un clima muy caluroso. En esta ilustración se ve a muchos de ellos reunidos en un lugar desértico... una llanura cubierta de arena, alrededor de un hombre vestido de negro, un inglés muy bueno, un misionero, que predica la palabra de Dios bajo una palmera — me enseñó el pequeño grabado en color—. Y aquí hay unas ilustraciones — continuó diciendo— más extrañísimas todavía —a veces olvidaba la gramática —. Está la fabulosa Gran Muralla China; y aquí hay una señora de ese país con unos pies más pequeños que los míos. Hay un caballo salvaje de Tartaria; y aquí está lo más raro de todo, una tierra de hielo y nieve, sin verdes praderas, ni bosques, ni jardines. En esa tierra, se encuentran a veces huesos de mamut; ya no quedan mamuts. Usted no sabe lo que eran, pero yo puedo explicárselo porque Graham me lo contó. Una especie de duende muy poderoso, tan alto como esta habitación y tan largo como el vestíbulo; pero Graham no cree que fueran muy feroces ni que comiesen carne. Piensa que, si me encontrara con uno en el bosque, no me mataría, a menos que me cruzara justo en su camino; entonces me pisotearía entre los arbustos, como yo pisaría un saltamontes en un campo de heno, sin darme cuenta.

Y siguió divagando de ese modo.

—Polly —le interrumpí—, ¿te gustaría viajar?

—Todavía no —fue su prudente respuesta—, pero tal vez dentro de veinte años, cuando sea una mujer tan alta como la señora Bretton, me vaya de viaje con Graham. Pensamos ir a Suiza y subir al Mount Blanck; y algún día iremos en barco hasta Sudamérica y caminaremos hasta la cima del Chim... Chim... borazo.

—Pero ¿qué te parecería viajar ahora, en compañía de tu papá?

Su respuesta —tras unos instantes de silencio— puso de manifiesto uno de esos inesperados cambios de humor tan característicos en ella:

—¿Para qué hablar de esas tonterías? —exclamó—. ¿Por qué menciona a papá? ¿Qué le importa mi papá? Ahora que empezaba a ser feliz y a no pensar tanto en él; ¡tendré que empezar de nuevo!

Le temblaban los labios. Me apresuré a decirle que había llegado una carta, y que su padre escribía en ella que Harriet y Polly debían ir inmediatamente con él.

—Y ahora, ¿no estás contenta? —añadí.

No contestó. Soltó el libro y dejó de mecer a su muñeca; me miró con gesto grave y severo.

—¿No te gustaría volver con papá?

—Por supuesto —dijo al fin, con ese tono incisivo que solía emplear conmigo, y que era muy distinto al que utilizaba con la señora Bretton y con Graham.

Quise averiguar cuáles eran sus pensamientos; pero fue imposible: ella se negó a seguir conversando. Corrió al lado de la señora Bretton, la interrogó y recibió de ella la confirmación de la noticia. Bajo el peso y la importancia de aquella nueva, estuvo terriblemente seria todo el día. Por la tarde, cuando oímos llegar a Graham, la encontré de pronto a mi lado. Empezó a arreglarme la cinta del medallón que llevaba al cuello, y me quitó y me puso varias veces la peineta; mientras se entretenía de ese modo, entró Graham.

—Dígaselo dentro de un rato —me susurró ella—; dígale que me voy.

A la hora del té, cumplí su petición. Dio la casualidad de que Graham estaba aquellos días muy preocupado por un premio escolar al que aspiraba. Tuve que comunicarle dos veces la noticia para atraer su atención, e incluso entonces se limitó a hacer un breve comentario.

—¿Que Polly se va? ¡Qué lástima! Mi querida ratita, será una pena perderla. Tiene que volver a visitarnos, mamá.

Y apurando el té rápidamente, cogió una vela y una pequeña mesa para él y sus libros, y no tardó en sumirse en el estudio.

«La ratita» se acercó a él sigilosamente y se tumbó a sus pies en la alfombra, boca abajo; silenciosa e inmóvil, siguió en esa postura hasta la hora de acostarse. En un momento dado vi cómo Graham —en absoluto consciente de su proximidad— la empujaba con su inquieto pie. Ella retrocedió un par de pulgadas. Poco después, una manita salió de debajo del rostro que antes apretaba, y acarició suavemente el descuidado pie. Cuando su niñera la llamó, se levantó y se fue muy obediente tras desearnos buenas noches a todos con voz apagada.

No diré que temía irme a la cama, una hora más tarde; pero lo cierto es que me encaminé a la habitación con el inquietante presentimiento de que no iba a encontrar a la niña pacíficamente dormida. Aquella premonición se cumplió cuando la encontré, muy triste y desvelada, posada como un pájaro blanco en el borde la cama. No sabía cómo dirigirme a ella, pues era muy diferente de cualquier otro niño; pero fue Polly quien se dirigió a mí. Cuando cerré la puerta y puse la vela encima del tocador, se volvió hacia mí con estas palabras:

—No puedo... no puedo dormir; y no puedo... ¡no puedo vivir así! Le pregunté qué le ocurría.

—¡Qué horrible zu... frimiento! —exclamó con su lastimoso ceceo. —¿Quieres que llame a la señora Bretton?