Virginia cero - Alvaro Vanegas - E-Book

Virginia cero E-Book

Alvaro Vanegas

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Beschreibung

Una lluvia de sangre marca el inicio del apocalipsis y toda clase de demonios se toman el planeta. Millones de personas mueren de las peores maneras y otras tantas son poseídas por fuerzas malignas que las obligan a atacar a sus semejantes mientras las pudren desde adentro. El mundo se sumerge en una larga noche que durará 730 días, y los rumores apuntan a que la responsable de todo este caos es una monja de un convento ubicado en un pueblo cerca de Bogotá. Pero ¿cuál es la verdadera razón para que la raza humana se vea sitiada por Satanás y sus huestes?, ¿quién es la verdadera responsable de toda la muerte y la destrucción?, ¿hubo alguna vez esperanza para la especie humana?

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VIRGINIA CERO

© 2022 Alvaro Vanegas

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Abril 2022

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (57) 317 646 8357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-22-4

Editor General: María Fernanda Medrano Prado.

Editor: María Fernanda Medrano Prado.

Corrección de Estilo: Laura Tatiana Jiménez

Corrección de planchas: Ana María Rodríguez

Maqueta e ilustración de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo

Diseño y maquetación: David A. Avendaño @art.davidrolea

Pimera edición: Colombia 2022

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

A mi madre, Sonia; mi padre, Alvaro; y mi hermana, Nadia. Aquí seguimos, amada familia, a pesar de todo y de todos.

«En el suelo hay sangre, y la sangre exige sangre. Es un derecho humano» Irreversible. Gaspar Noé

(5)

APARTAMENTO 906

I

Y entonces alguien, en algún lugar de este vasto universo, dijo «hágase la luz».

***

Al despertar, siente un sorpresivo ardor en los ojos. Tarda unos cuantos segundos en entender qué está sucediendo, y luego otro poco en recordar la palabra. Cuando por fin llega a su mente, las tres letras brillan como si de estrellas se tratara:

LUZ

Siempre, en cuanto abre los ojos, marca un día más en el cuaderno que tiene junto a la cama. Una acción sin ningún propósito, del todo innecesaria, pero que de alguna manera le ha ayudado a mantenerse cuerda. No obstante, a veces no está segura de llevar bien las cuentas. En ocasiones se descubre convencida de que olvidó marcar el día. Puede durar horas deliberando consigo misma y, antes de dormir, a veces marca un nuevo día en su cuaderno y a veces no. Así las cosas, puede que en más de una ocasión se haya olvidado o, por el contrario, haya marcado dos veces.

Pero da igual, se dice. Yo decido, así que hoy es lunes, 22 de marzo de 2021. Y si es así, el mundo lleva a oscuras dos años, con exactitud 730 días. ¿Tendrá alguna importancia ese número?, claro que no, esto no se trata de una historia hollywoodense en la que todo encaja. Igual es muy posible que haya hecho mal las cuentas y que esa sea solo una cifra cualquiera en medio del caos, nada más, nada menos. No todo tiene una razón de ser.

En su mente, de repente, se ilumina un recuerdo.

—Es mi cumpleaños —dice en voz alta. No hay inflexiones en su voz, con el tiempo se ha vuelto más y más robótica en su forma de hablar –y de pensar–. De vez en cuando es consciente de ello, pero al final es poco lo que habla, y es que lleva varios meses sin cruzarse con otra persona. Puede que sea el último ser humano sobre la tierra, y esa posibilidad por fin despierta algo en ella: un ligero estremecimiento que parte de su nuca y baja hacia su espalda, pero pasa en menos de dos segundos.

—Debería celebrar —dice—. No todos los días se cumplen 28 años.

La frase que acaba de soltar es absurda, y lo sabe. Sí, puede que esté en lo cierto y ese día esté cumpliendo 28 años, pero también sabe que, con facilidad, le quedan cincuenta o sesenta años de vida. Una vida rodeada de la más absoluta soledad, una vida carente de significado. Excepto, claro, por esa perenne sensación de que hay alguien dentro de ella, no es un demonio, de eso está segura, pero hay alguien. Solía molestarle esa certeza de estar sola y no estarlo a un tiempo, pero con el transcurrir de los días y los meses se ha ido acostumbrando y opta por no pensar en eso. El punto es que morirá de vieja, y lo sabe porque se lo anunciaron. No le permitirán, ni siquiera, suicidarse. Y eso lo sabe porque lo ha intentado, ¡vaya si lo ha intentado!

Otra razón para celebrar sería el fin de la larga noche, el retorno de los rayos del sol. Lo piensa un instante. Lo descarta. No estás para cursilerías, Zandra.

Como sucede con cada vez más frecuencia, la imagen de su prima llega a su cabeza.

—La odio —dice, pero no, no es verdad. Lo dijo como un acto mecánico, más porque es lo que se supone que debe sentir. El odio sería algo para agradecer, y ella ya no siente nada. Ojalá conservara, por lo menos, la capacidad de odiar a su prima. Y es que razones no faltarían.

***

A su izquierda, sobre la mesa de noche, hay un ejemplar de un libro que ha leído no sabe cuántas veces. Zandra lo encontró hace un par de años en un apartamento del décimo piso que pertenecía a un tipo raro y de mirada huidiza del que sabía muy poco, bien podía ser profesor de universidad, bien podía ser un poeta desempleado con la suerte de haber heredado una gran cantidad de dinero. Cuando tuvo el libro por primera vez en sus manos, prefirió dejarlo de lado. Su nombre es Grimorio escarlata, y antes del apocalipsis era justo la clase de libro que se podía devorar en una o dos sentadas. No obstante, aquella historia de brujería y maldad le resultó insoportable en un principio, y no porque la considerara una historia de baja calidad, todo lo contrario, sino porque ya tenía la cabeza repleta de horrores reales y no quería enfrentarse además a unos ficticios. Sin embargo, poco a poco dejó de sentir miedo de lo que pasaba en el mundo –la fuerza de la costumbre– y aquel sentimiento fue reemplazado por una sobrecogedora soledad a medias –no hay nadie fuera de ella, pero no puede decir lo mismo de su interior–. De ese modo se reconcilió –o eso quiere pensar– con varias facetas de sí misma que creía perdidas, entre esas, su amor por las historias de terror. Al final, Grimorio escarlata describe una realidad atroz, pero es una realidad distinta a la que tiene que vivir todos los jodidos días.

Zandra toma el libro, lo acerca a la luz de una vela y lo abre en una página cualquiera. Lo que necesita es huir del vacío, huir de la oscuridad que al parecer nunca acabará, y, en especial, huir de sí misma. Con eso en mente, no necesita leer desde el principio. Igual casi se lo sabe de memoria. No obstante, después de leer tres o cuatro párrafos, descubre que no pasa nada en su interior, aquel vacío, mezquino y muy pesado, permanece.

La imagen de su prima llega a su mente de repente, no sabe por qué, hace mucho no piensa en ella, no fue alguien importante en su vida, mucho menos ahora, cuando nada es importante en realidad. Pero en este momento, por primera vez, siente que hay algo que no cuadra, algo que no conoce y que podría ser la pieza faltante de un rompecabezas que igual no le interesa armar.

Deja que ese pensamiento se diluya y vuelve a concentrarse en la nada que la invade. Recuerda que no hace mucho le asustaba la oscuridad, pero la fuerza de la costumbre y los hechos mismos se encargaron de enseñarle que existen cosas mucho peores que la penumbra o las sombras cambiantes que pululan a su alrededor por cuenta de la luz danzante de las velas o la luz artificial de las linternas. Por otro lado, esa nada casi duele, y ese casidolor, resulta placentero, como si de alguna manera le recordara que está viva y que por lo menos sigue perteneciendo a la especie humana. Podría ser peor, se dice, pero descubre que eso tampoco es suficiente.

—Entonces así termina mi historia —dice al entender, con absoluta claridad, lo que tiene que hacer. Su voz se le antoja ajena y pretenciosa, como si perteneciera, además, a una persona mucho mayor que ella. Le recuerda a una hermana de su mamá, una mujer de expresión adusta y siempre distante. Nunca le cayó bien esa tía, y escucharse hablar tan parecido a ella le causa escozor.

Se concentra en cambiar el curso de sus pensamientos, se permite creer durante uno o dos segundos que todo lo que sucede no es más que alguna especie de alucinación, que no tardará en despertar en su cama, en la casa donde vive con su familia, lejos, muy lejos del edificio que, sin quererlo, se convirtió en su refugio, aliviada de descubrir que se trata tan solo de una elaborada y vívida pesadilla.

Se pone de pie despacio. Ojea la habitación en la que ha pasado tantas noches, sale y se encamina a la sala con su enorme ventanal. Quiere observar la ciudad por última vez. Suspira y se llena los pulmones de aquel aire hediondo; no logra habituarse a ese olor, pero ya lo soporta sin sentir arcadas. Sin pensarlo dos veces, se lanza al vacío.

Durante uno o dos segundos, mientras se dirige a toda velocidad hacia el pavimento, Zandra se jacta en su fuero interno de no haberse dejado contagiar por la malignidad y jamás haber hecho algo en contra de otro ser humano.

Cierra los ojos… y espera.

Pero la muerte no llega. Luego de unos segundos, extrañada, abre los ojos, en parte convencida de que ya está muerta y simplemente no fue consciente de la transición. Su sorpresa es mayúscula cuando nota que ni siquiera ha tocado al suelo, y ahora una de esas criaturas, que plagan el planeta desde hace años, la sostiene a menos de un metro del concreto, con sus cinco brazos, si es que a esas extremidades asimétricas y malolientes, llenas de protuberancias que mutan a cada segundo, se le pueden llamar brazos. La criatura la mira a los ojos con malicia y en su boca se dibuja lo que, Zandra asume, es una sonrisa. No siente miedo, pero sí rabia. Ella quiere acabar con su vida.

—No es tu momento —dice esa cosa horrible.

—Ya no puedo más.

—Sí, esa es la mejor parte —La cosa horrible suelta una carcajada muy breve pero suficiente para que Zandra sienta que sus huesos se convierten en hielo.

—¿Por qué no me dejan morir? ¿Qué me hace tan especial?

—¿Especial? —Una nueva carcajada, esta se prolonga por más tiempo—. No, Zandra, tú no eres especial. Ninguno de ustedes lo es. Tal vez imagines que tu conexión con la causante de todo esto te convierte en alguna especie de Mesías, pero ten algo por seguro: para nosotros, esa conexión no significa nada. Es más, métete algo en la cabeza: por más sola que te sientas, y créeme, la soledad que te espera ni siquiera la alcanzas a dimensionar en este momento; por más sola que te sientas, habrá más gente en el mundo, no serás la última habitante de la Tierra. No dejaremos que se extingan; ustedes los humanos son muy divertidos como para desaparecerlos.

Pero Zandra no escucha esa última parte sobre la soledad que le espera, y es que siente que algo por fin encaja. Entonces es verdad: su prima es la causante de todo aquello. Lo lógico sería sentirse sorprendida, pero descubre que no, que, muy en el fondo, estuvo segura de que así era desde el momento en el que el tipo raro, ese que afirmaba con tanto orgullo ser escritor, se lo dijo.

La cosa horrible, con su lengua bífida, se relame las dos callosidades que tiene por labios y deja que Zandra caiga al piso. Zandra se pone de pie, humillada y, sobre todo, agotada.

—Quiero morir.

—Lo sabemos. Pero no lo vamos a permitir.

—¿Por qué?

—Porque no nos da la gana. Morirás de vieja y morirás sola, muy sola. Solo porque sí, no todo tiene una razón de ser.

La cosa horrible se eleva por los aires y se aleja sin más.

No todo tiene una razón de ser, repite en su mente Zandra. Quiere llorar, siente que es un momento propicio para hacerlo, pero su cuerpo no responde. Quiere sonreír, pero su boca se niega de manera tajante. Lejos está de imaginar que no podrá derramar una sola lágrima durante el resto de sus días y que las sonrisas las podrá contar con los dedos de una mano. Tampoco imagina que lo único que la acompañará siempre será el hondo vacío, la incómoda certeza de que alguna clase de parásito la habita, el tedio y las ganas de terminar con aquello que ni siquiera sabe si llamar «existencia». Si el castigo de tantos fue morir de maneras tan horribles, el de ella será vivir durante décadas en medio de ese infierno que no es infierno.

No, no todo tiene una razón de ser.

***

Son casi las nueve de la noche. Zandra puede saberlo con exactitud porque en el apartamento 310 encontró un reloj de pulsera que se carga con el movimiento. Ahora se encuentra en el apartamento 906, antes propiedad de una pareja de recién casados que la trataban muy bien a ella y, en general, a todo el personal del edificio. Es un apartamento amplio, y en el momento en que todo se fue al carajo, cuando inició la larga noche, no llevaba más de tres meses de haber sido remodelado. Por alguna razón, Zandra se siente bien allí, todo lo bien que se puede sentir, dadas las circunstancias. Allí encontró, años atrás, comida y refugio. Nunca usó el baño de ese apartamento para evitar los malos olores, aunque igual el mundo entero parece haberse convertido en un gran inodoro y casi todo el tiempo reina un fuerte olor a cloaca al que es imposible acostumbrarse del todo.

Zandra suele llevar a ese apartamento la poca comida que encuentra en sus excursiones solitarias y que no pierde en el camino a causa de algún otro sobreviviente –algo cada vez menos frecuente– o un grupo de perros hambrientos y feroces, a los que prefiere cederles la comida, antes de convertirse ella misma en alimento. Un par de veces, al huir de algún poseído, también ha perdido comida, pero ha sido por lo apresurado de la carrera; los poseídos no comen, lo que hacen es marchitarse desde adentro, pudrirse. Zandra no está segura, pero cree que no duran más de una semana, diez días a lo sumo… por suerte, de alguna manera, los poseídos le causan más terror que los mismos demonios.

Por su mente, esta noche han desfilado muchas de las personas que amaba: su familia, su padre fallecido muchos años antes del apocalipsis, un par de buenas amigas que siempre la apoyaron en su sueño de convertirse en abogada, y claro, Ramiro, su novio, con el que llevaba menos de un año de relación cuando inició el final.

Con el tiempo recuerda cada vez con menos frecuencia, al punto de que a veces pasa días sin evocar a su madre o a sus dos hermanos. Además, puede darse el lujo de perderse en esos recuerdos, y es que Zandra ya no recuerda a su familia o a sus amigos con dolor, lo que queda es apenas un asomo de nostalgia, una especie de eco que cada vez se hace más débil. Tiene que esforzarse para no olvidar sus rostros. Y así con todo. Ni siquiera es apatía lo que experimenta, es más bien como si hubiera perdido la capacidad de sentir casi todo lo que la convierte en humana. Solo percibe, y de un modo muy lejano, que se está quedando hueca, y a ese hueco solo parece llenarlo la ansiedad que le produce aquel vacío que se expande. Es como una serpiente que se muerde la cola. Pero no solo eso, también está la duplicidad. Desde hace varios días no soporta mirarse en un espejo, pues siempre le parece que hay alguien detrás de ella en ese reflejo, observándola. Y ese alguien –casi seguro es una mujer– no le causa miedo, pero sí una profunda ira que la agota.

Vive el presente, se dice. Está acostada en la cama kingsize de la habitación principal del que ahora es su apartamento. Vive el presente, se repite. Y sí, es lo que hace, es lo que está haciendo desde hace mucho tiempo. Y es que es lo único que queda: el preciso instante que está pasando y muere. Este instante, ahora este, ahora este…

—No, no es suficiente —dice en voz alta. Rara vez habla en voz alta, y descubre en ese momento que solo lo hace cuando le resulta imperativo reafirmar que Es, que Está, que Ocupa un lugar.

En un acto reflejo, mira a su izquierda. Sobre la mesa de noche, hay un libro que ha leído no sabe cuántas veces. Es de tapa negra y en la oscuridad es solo un objeto que apenas se distingue, pero ella sabe que está ahí, casi se lo sabe de memoria. Y mientras tanto, la tenue luz de la vela baila sobre el pabilo, y las sombras en las paredes la rodean con sorna, pero Zandra ya aprendió a ignorarlas.

***

En una de sus excursiones en busca de comida, se topa con un tipo de pelo largo, de cuerpo muy delgado y con la ropa sucia. Zandra se tensa por la alerta y se apresta a defenderse. Pero el tipo muestra sus palmas en señal de paz y le asegura que no quiere hacerle nada, que él, al igual que ella, solo pretende sobrevivir «un día a la vez». Zandra baja la guardia, pero no del todo. Si el tipejo se atreve a atacarla, ella estará lista.

El flacuchento dice llamarse Juan, y le asegura que es escritor.

—Publiqué varias novelas —suelta con un tono orgulloso que a Zandra le resulta absurdo. No sabe si el tipo fue o es lo que dice ser, pero da igual si escribió uno o mil libros, solo basta echar un breve vistazo alrededor para llegar a la conclusión de que todo eso, cualquier creación humana, cualquier supuesto logro, ahora no es más que una gran montaña de basura.

—No me diga —contesta Zandra, e intenta no sonar demasiado apática. En medio de todo, agradece darse el lujo de hablar con otro ser humano, ha pasado mucho tiempo desde que Yurjainess se marchó—. ¿Y sobre qué escribía?

—Escribo —corrige Juan—. Aún lo hago. Es lo único que me mantiene cuerdo.

Zandra siente un atisbo de compasión por él, ella también ha hecho de todo para conservar su cordura en medio de aquel caos. Lo observa con más detalle en medio de la oscuridad. Se nota que antes del fin fue un tipo muy atractivo, seguro con mucha más carne en los huesos. Da un paso hacia él y puede ver sus ojos, son claros y aún conservan algo del brillo que seguro tuvieron años atrás, un brillo que, con toda seguridad, derritió varios corazones.

—¿Y sobre qué escribe? —pregunta.

Juan lo piensa un momento.

—Sobre fútbol, vicios y desamor, más que todo.

—Suena bien —dice Zandra, aunque no lo cree en realidad, a estas alturas, nada suena bien. Resulta irónico; antes del apocalipsis le hubiera encantado conocer a un escritor, ahora, por alguna razón, solo quiere librarse de aquella conversación y seguir su camino. El tipo no es una mala persona, está casi segura, pero desde que inició la larga noche, no puede fiarse de nadie.

El tipo la mira de arriba abajo, y Zandra se descubre imaginando cómo será tener sexo con él. Tiene que irse, y pronto. Buscará comida y volverá al edificio a masturbarse. Simple y efectivo. Nada de sexo con un aparecido que seguro tampoco habrá tenido sexo en años, eyaculará en diez segundos y la dejará a ella iniciada y asqueada. Abre la boca para despedirse, pero el supuesto escritor se adelanta.

—Todo es culpa de una monja.

Zandra cierra la boca, confundida. ¿Una monja? ¿De qué habla este tipo? Seguro perdió la razón, todo indica que escribir –si es que es cierto que lo sigue haciendo– no funciona. Lo mejor es buscar la manera de alejarse. Pero, sin poder evitarlo, algo destella en su mente, un recuerdo que empieza a tomar forma. De su boca se desliza una pregunta:

—¿Una monja?

—Sí, en un pueblo cerca de aquí. Ella fue la culpable de que esto pasara.

—¿De dónde sacó eso?

—Me lo contaron —sentencia el escritor, como si fuera argumento más que suficiente.

Hay un breve silencio. Zandra se queda mirándolo con atención. El tipo mira hacia el horizonte, perdido en sí mismo. Zandra llega a la conclusión de que es inofensivo, pero igual quiere alejarse. Además, la noche no demora en caer y ella preferiría estar resguardada en el apartamento 906 cuando la oscuridad lo cubra todo. Solo quiere satisfacer su curiosidad y luego olvidarse del supuesto escritor.