Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Ana y María han crecido juntas, pero hace tiempo que su unión se está resquebrajando. María es tímida e insegura. Ana, en cambio, es fuerte y se enfrenta al mundo como no lo ha sabido hacer María. Una vive a la sombra de la otra. Quizá ha llegado el momento de que María se atreva a querer algo más. ¿Hasta cuándo podrá soportar esta situación? ¿Hasta cuándo silenciarán el oscuro secreto que las une?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 303
Veröffentlichungsjahr: 2018
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
© Irene Funes Botia, 2018.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO303
ISBN: 9788491871163
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
1. BIENVENIDOS A MI HISTORIA
2. SOLO SIRVO PARA ESCONDERME
3. EFECTO IVETTE
4. MUCHO TIEMPO ATRÁS
5. SIEMPRE JUNTAS
6. EL DESPERTAR
7. NOCHES DE DESENFRENO
8. FIESTA EN CASA
9. CARMELA, CARMELITA
10. ¿QUÉ ES REAL?
11. DISTRACCIÓN
12. SUEÑOS NADA MÁS... O NO
13. CUANDO LA REALIDAD
14. PARECE QUE VA EN SERIO
15. UN 20 DE JUNIO UN TANTO EXTRAÑO
16. UN PUZLE DESORDENADO
17. UN PUZLE ROTO
18. Y AHORA, ¿QUÉ?
19. RELATIVIZANDO MI VIDA
20. UNA IMAGEN VALE MÁS QUE MIL PALABRAS
21. UNA PETICIÓN... UN VIAJE
22. SEVILLA TIENE UN COLOR ESPECIAL
23. PREPARACIÓN
24. UN CUMPLEAÑOS
25. LA GRAN DESPEDIDA
26. UN VIAJE, UNA CONOCIDA
27. MI NUEVA FAMILIA DE FIN DE SEMANA
28. VISITAS Y MÁS VISITAS
29. UNA CADENA QUE ROMPER
30. UN DESPERTAR DIFERENTE
31. VUELTA A LA REALIDAD
32. ANA SABE LO QUE ESTÁ PASANDO
33. LA CURIOSIDAD MATÓ AL GATO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
A TI, ALBERT, MI COMPAÑERO DE VIDA
Mi despertador marca las 7:02. Extravagancia personal. No me agradan las horas en punto. Me visto sin hacer ruido, me ato mis Nike recién estrenadas gracias a una amiga de la familia que tiene descuentos. Piso el asfalto al ritmo de End of Time de Beyoncé, mis pies se mueven sin cesar. Corro para olvidar, para aclarar todas las ideas que me retumban en la cabeza. Salgo a esa hora porque ella aún duerme y sé que es el único momento en que me dejaría salir sola. Sé que cuando llegue tendré que volver a encerrarme.
La calle no está hecha para personas como yo. Sus palabras resuenan en mi mente. Cambia la canción y acelero el ritmo, noto cómo bombea mi corazón, siento cada paso que doy. La adrenalina de volar libre. Libertad. Es una palabra de la que no gozo al pronunciarla en voz alta, pero que sí me permito experimentar en estos pequeños instantes. Y una sensación que desaparecerá en el momento que ella decida. Es como si pudiera rozar con la yema de los dedos esa sensación, como el niño que intenta llegar a la nube con sus propias manos. Pero mi nube se vuelve oscura y turbia porque ella nunca quiere perder el control. Control. Qué gran palabra. Es en esos momentos en el asfalto cuando me empodero y me convenzo de que puedo trazar la dirección de mi vida. Justo en ese instante acelero aún más, advirtiendo mi libertad, avistando mi albedrío, justo en ese preciso instante la realidad me cae encima como un peso muerto sobre los hombros. Se me escapa una lágrima, pero no, me la limpio con la manga de mi camiseta. Continúo porque no debo retrasarme, he de regresar antes de que ella abra los ojos porque, si no, puede pasar lo peor.
Llego sudada y satisfecha por el trabajo realizado. He conseguido subir hasta la montaña y bajar en una hora. Esa montaña me da paz. Ella también lo sabe, por eso me hace creer que mira hacia otro lado cada mañana mientras salgo a hurtadillas, ya que en el fondo ella también lo necesitaría, pero es demasiado tozuda para hacerlo. Prefiere quedarse en casa, durmiendo, levantarse tarde y atiborrarse de comida fría que haya sobrado la noche anterior.
Me meto en la ducha, dejo que caiga el agua templada sobre mi cabeza mientras cierro los ojos pensando que ojalá esta sensación de bienestar pueda durar toda la vida. Sonrío imaginándome que acaso pudiera llevar las riendas de mi vida, pero enseguida oigo la puerta; ya está aquí.
Mi sonrisa se desvanece a la vez que ella hace su aparición.
Mi nombre es María. Bienvenidos a mi historia.
Intento concentrarme en el agua que cae sobre mi cabeza, cada gota consigue que toda mi musculatura se relaje, que toda la tensión que ella pueda producirme disminuya debajo de ese chorro que parece que me transporte a donde yo quisiera estar, pero muy pronto vuelvo a la realidad.
—Oye, tú, necesito la ducha. Date prisa. Cada mañana lo mismo. Me irrita lo inoportuna que eres siempre —dice con una sonrisa cínica y su tono amargo tan habitual de por las mañanas.
—Acabo de entrar, Ana. Dame unos minutos. Además, es sábado, no tienes que ir a trabajar. —Intento contestar con la máxima dulzura posible para que su enfado no aumente, aunque no entiendo ese mal humor matutino. Lo tiene desde hace años y realmente procuro convivir con él, pero es muy molesto.
—¿Unos minutos? María, espabila. No te lo vuelvo a repetir. —Cierra la puerta a la vez que sisea la última letra, sabiendo el pánico que eso me produce. Ese sonido sibilante activa mi sistema de alarma. Su expresividad y su forma de remarcar cada palabra me hacen comprender que la situación puede agravarse si sigo en mis trece.
Me apresuro porque no pretendo tener problemas. Solamente anhelo seguir experimentando la sensación anterior, la que consigue que me levante cada día. Salgo de la ducha procurando tragar el nudo que se me ha formado en la garganta. Me miro al espejo. Observo mi piel pálida. Paso mis dedos por el ondulado cabello que cae a un lado de mi cuello, y justo en ese momento aparece ella e insiste:
—Si dejaras que yo controlara la situación, si dejaras de resistirte, todo sería más fácil.
—Tienes razón, Ana. Lo siento —le respondo mientras bajo la mirada.
—Buena chica —contesta con un gesto de triunfo que no me pasa desapercibido, y me da un pequeño azote en el trasero antes de meterse en la ducha—. Si quieres, como hoy te has portado bien, podemos desayunar juntas. Pero algo ligero, que cada vez estás más gorda y así no vas a gustar nunca a nadie.
—Tienes razón. Quizás haya ganado un poco de peso. Te lo agradezco, Ana. Eres muy considerada conmigo.
—Ya lo sé, María. Siempre pienso qué harías en esta vida si yo no fuera tu guía —me responde mientras se atusa el pelo mirándose al espejo.
—Pues... —empiezo a decir, pero me corta tajante.
—¡Pues llorar y quejarte! —Me mira de reojo mientras su brazo se ha quedado suspendido en el aire.
Intuyo que con esa última frase quiere acabar la conversación para poder ducharse tranquila. Cierro la puerta y oigo que ya ha puesto la música a todo volumen. Creo que la pone tan alta para no oírme. Para no tener que escuchar nada, para no pensar. Solo disfrutar, ese es su lema.
Estamos en la cocina desayunando juntas, como me había prometido. En casa me deja salir de mi guarida. Considera firmemente que aquí estoy a salvo. Lee una revista de cotilleos sensacionalista y sonríe al toparse con las desgracias ajenas. Comenta cada fotografía mientras, con la boca llena, deja entrever los trozos de comida. Se despreocupa de su imagen para poder resaltar mejor cada defecto fotográfico. Su discurso crítico va en aumento a cada bocado.
—Ivette viene hoy, ¿verdad? —le pregunto, sabiendo de antemano el efecto va a provocar en ella.
—¿A qué viene esto, sabelotodo? —Me mira elevando el mentón y clava sus ojos azules en mí.
—Solo preguntaba.
—¡No te lo crees ni tú, mosquita muerta! «Ivette viene hoy». ¿Y qué?
—Nada, nada. Simplemente quería confirmar que lo sabías.
—¡Ñi, ñi, ñi! ¿No sabes hacer otra cosa? No me da miedo Ivette porque soy una mujer fuerte. No como tú. Así que he decidido que cuando ella venga, yo no estaré. Siempre tiene una opinión para todo, y antes de decirle por dónde se puede meter sus opiniones, en cuanto entre por esa puerta, yo habré desaparecido como un rayo.
Justo al acabar la frase, suena el timbre. Durante unos segundos hay un cruce de miradas, pero no tarda en levantarse con brusquedad y esfumarse por las escaleras hacia el piso de arriba. Así que decido ir a abrir, porque a mí sí me agrada lo que dice. Es más: me encanta.
Ivette es una persona reflexiva, con ojos de color caramelo tan grandes y con tanta luz que hacen que me pierda en una sensación de placidez. Sus abrazos cálidos y su presencia logran que esté realmente a gusto. Pero lo que más agradezco es que consiga que Ana se esconda, que se vaya de nuestro lado.
Emocionada, abro la puerta y veo a esa rubia de metro setenta con su amplia sonrisa y sus brazos tendidos para recibirme tan cariñosamente como siempre.
—¡Buenos días, preciosa! —me saluda mientras me abraza—. Hoy estás más guapa que nunca. ¿Qué has hecho para estar así de lindísima? —añade mientras deja el paraguas en el paragüero y se recoloca su trenza de espiga.
—Siempre me dices lo mismo. Eres una aduladora —le digo yo mientras cojo su chaqueta y su bolso para dejarlo en el colgador de la entrada.
—¡Porque lo pienso de verdad! —asegura mirándome a los ojos para que realmente vea que está siendo sincera—. Nunca lo olvides: tienes una belleza única, María; tienes un amor que dar que, cuando te liberes de tus cargas, conseguirá que puedas llegar a donde te propongas. La vida es naturalidad. Creo de veras que lo sabes tanto como yo. En nuestras reuniones nos quitamos las máscaras, ¿no? —me dice mientras la carcajada que brota de su garganta retumba hasta alcanzar el final del pasillo.
Asiento con una sonrisa. Ivette siempre habla de caretas. Del baile de máscaras en el que vive el mundo. Dice que si dejáramos la máscara a un lado todo sería más fácil y las personas, más felices. Su madre era psicóloga y su padre, músico. A pesar de que sus padres murieron jóvenes en un accidente de coche cuando Ivette solo tenía doce años, desde pequeña le inculcaron el amor hacia el prójimo y la potencia que atesora el ser humano. Su infancia fue difícil: ya que su tía Agnés no quiso adoptarla, y como no tenía más familia cercana, estuvo viviendo en un internado para jóvenes durante cuatro años, hasta que empezó a trabajar comprando comida a personas mayores del barrio que no podían moverse de sus casas. Así comenzó a ganar dinero mientras hacía recados a esos señores. Ella cuenta que esa etapa fue dura pero preciosa. Siempre explica que de las personas mayores se puede aprender muchísimo, y que esos dos años de su vida le hicieron crecer, además de madurar. Por fin, a los dieciocho empezó a trabajar en un supermercado de reponedora y cajera. Y, por lo tanto, pudo independizarse. Con el tiempo empezó a estudiar el grado superior de Educación Infantil, para más tarde comenzar la carrera de Magisterio. Siempre ha tenido muy claro su futuro. Dice que piensa dar amor a todos los niños que en sus casas no tengan una familia sólida y cariñosa, que ayudará al mundo a través de la educación y la música. No ha parado de estudiar desde entonces y, además, ha creado la asociación Dame una Nota, la cual, a través de la música, consigue que niños sin familia, o con familias que no tienen dinero para que sus hijos realicen actividades extraescolares, puedan pasar allí toda la tarde aprendiendo y jugando.
La observo admirando la gran persona en que se ha convertido y me doy media vuelta para ir al salón, donde he dejado preparado el desayuno. Cuando estoy en el pasillo vuelvo a girarme y observo que se ha quedado en la puerta con cara de querer decir algo. Le sonrío sabiendo que será una locura, pero aun así le pregunto:
—¿Qué?
—¿Y si nos vamos a desayunar algo al centro? —me propone mientras alza sus grandes cejas y deja asomar su sonrisa de niña traviesa.
—Ya sabes que no debería salir, Ivette. Encima con esta lluvia...
—¿Por qué no? —me dice un poco seria—. ¿Va todo bien?
—Bueno, es que... —La miro con cara de ruego, sabiendo que si acepto me puedo meter en un lío. Intento disimular haciendo gestos con las manos para desviar su atención.
—Déjate de historias y salgamos a disfrutar, que nos lo merecemos —asegura levantando la voz con entusiasmo.
—Shhhh. —La miro con reproche porque sé que ella puede oírnos—. Además, está lloviendo —vuelvo a replicar, y me aferro a mi excusa. Ana puede ser muy estricta con lo de salir a horas intempestivas.
—¿Sabes qué puede resultar más divertido que ir a desayunar, María? Salgamos sin paraguas, corramos por las calles mientras llueve, dejemos que las gotas nos mojen y disfrutemos de estar vivas. —Suelta una carcajada como si ya lo estuviera viviendo.
Sé que en ese momento ya no hay marcha atrás. Así que a pesar de temer lo que pueda pasar, intento no pensarlo. Todavía necesito mirar una vez más en dirección a las escaleras, rezando por que Ana no haya escuchado ni una sola palabra y esté tan metida en sus cosas que ni pueda llegar a enterarse. Después, apresurada, cojo las botas rojas que me regaló Carmela por mi cumpleaños y mi chubasquero a juego. Cuando estoy ya en la puerta, emocionada como una niña pequeña, reparo en que Ivette contempla mi atuendo como si yo fuera la persona más prudente del mundo. Se quita su rebeca de lana fina y me hace un gesto para que yo me despoje de mi chubasquero. Accedo rápido porque estoy ansiosa por salir. Ella me coge de la mano, bajamos los tres escalones que desembocan en la calle y salimos corriendo mientras las gotas caen poco a poco sobre nuestras cabezas y nuestros brazos. Nos quedamos allí fuera paradas un momento. Me mira. Sonríe y susurra:
—Cierra los ojos, querida. ¡Esto es naturaleza, esto es estar viva! —exclama dejando caer cada palabra como si estuviera adentrándose en un sueño profundo.
Obedezco y cierro los ojos mientras las gotas caen en mi cara. Alzo la cabeza intentando atesorar esta sensación en mi mente, para mantenerla a salvo en mi alma. A continuación, realizo tres respiraciones profundas y después grito de alegría. Pero al escucharme, abro rápidamente los ojos sintiendo cómo la vergüenza se apodera de mis mejillas. No dura mucho mi sobresalto, porque pronto escucho a mi amiga:
—¡Claro que sí, María!
Ivette empieza a gritar como si ella misma fuera Tarzán y me anima con la mirada, como si quisiera que la siguiera. Al principio suelto una carcajada estentórea, sabiendo que parecemos dos locas de psiquiátrico en medio de la calle, debajo de la tormenta, haciendo ruidos como si recorriéramos la selva de liana en liana. Pero pronto se me contagia su energía y empiezo a realizar los mismos sonidos. Así vamos corriendo calle abajo, gritando y saltando por entre los charcos. Se nos ha olvidado el tiempo, se nos ha olvidado hasta quiénes somos, porque ese es el efecto que Ivette produce, su estilo de vida.
En uno de los saltos, Ivette resbala y cae de culo. Yo tengo la primera reacción que cualquiera podría tener: reírme, pero intento acercarme lo más seria posible para que vea que me intereso por su estado. Mientras me acerco con los labios bien apretados, tratando de no dejar entrever que la carcajada está a punto de llegar, me doy cuenta de que está llorando de risa. Eso hace que me una a ella. Es más, me dejo caer a su lado. De pura felicidad. Esto es vida. Esto es Ivette.
Llenas de barro y completamente empapadas, regresamos caminando hasta mi casa, extasiadas tras el subidón de adrenalina que conlleva cometer pequeñas locuras. Sé que nunca las haría yo sola, pero cuando está Ivette aparece lo imprevisto y lo espontáneo. Y lo más importante es que puedo ser yo misma. De hecho, puedo ser yo al cien por cien, sin máscaras, ni tapujos, ni miedos que valgan.
Llegamos al portal. Me recorre un escalofrío al pensar en lo que me espera cuando entre en casa. Intento cambiar de expresión porque no quiero que Ivette se preocupe. Busca mi mirada mientras acaricia mi hombro y me dice con todo el cariño que es posible en su tono de voz:
—No sé bien qué te preocupa, pero puedes contar conmigo, ¿de acuerdo? No es la primera vez que te veo esta cara. Aquí estaré cuando necesites contármelo.
Asiento sin mucho convencimiento y la abrazo, dejando pasar todo lo que esta mañana hemos vivido. Entramos en casa. Ivette recoge sus cosas y se despide con una sonrisa y un último toque en mi brazo, que me relaja.
Empiezo a subir las escaleras de madera. Ana puede aparecer en cualquier momento. Miro a un lado y al otro y no veo ni rastro de ella, así que opto por disfrutar del momento y me voy a la ducha poniéndolo todo perdido a mi paso.
Durante muchos años he creído que solo servía para esconderme, para dejar que Ana llevara el control de mi vida por miedo al dolor, por pavor a lo desconocido. Pero cuando viene Ivette, esas creencias se evaporan, al menos hasta que Ana lo decida.
En cuanto salgo de la ducha me sorprendo al ver que Ana no se ha dignado aparecer, así que decido tumbarme en la cama boca arriba, con el pelo mojado, haciendo que un escalofrío recorra mi cuello y mi columna.
Con la vista fija en el techo acuden a mí todas las imágenes de nuestra carrera bajo la lluvia, y una sensación de bienestar me reconforta. Los párpados empiezan a dolerme por el esfuerzo de intentar mantenerlos abiertos, así que decido cerrarlos un poco y entregarme a esa calidez que desprende mi cuerpo cuando experimenta una sensación de libertad y de amor, de gustar sin tapujos ni máscaras, con esa transparencia que solo Ivette consigue sacar de las personas. Bajo el influjo de esos pensamientos, claudico y me dejo arrastrar por el sueño, un sueño que me transporta al pasado, hasta la explicación de nuestra situación. Mi situación.
Todo en esta vida tiene un porqué. A veces no queremos verlo; otras no podemos. Simplemente resulta demasiado duro para que lo reconozcamos en voz alta. Pero todo tiene una explicación. Cada conducta, cada movimiento, está dirigido por una necesidad.
Me dejo ir hasta desembocar en la calidez de nuestra niñez, hasta rememorar nuestros abrazos, nuestras miradas transparentes e infantiles... Pero ese plácido sueño no tarda en convertirse en la pesadilla que me persigue desde entonces.
Siempre cogidas de la mano, siempre juntas, nos mirábamos a los ojos y no teníamos miedo a nada. Durante toda nuestra niñez, cuando una sonreía, la otra no podía reprimir el placer que eso le producía. No sé muy bien cómo sucedió. Ella me advertía de que tuviera cuidado, pero no sé en qué momento Ana se convirtió en esa persona tan desconfiada y oscura. Yo quería seguir sonriendo, continuar siendo feliz... Pero ella ya no estaba tan segura del mundo.
Las imágenes se dibujan en mi subconsciente, sumida en mi sueño más profundo, un sueño que se repite prácticamente cada noche. Me miro las manos y ya he vuelto a mi pesadilla favorita. Mis manos de adolescente, con las uñas a medio pintar, me hacen entender que vuelvo a estar aquí. Reproduciendo una y otra vez la misma escena.
—Ana, ¿por qué no sonríes? —le pregunto mientras ladeo la cabeza como hacen algunos perros para comprender mejor a quién tienen delante.
—No todo van a ser risas, María. Tú eres demasiado ingenua —me responde con desprecio mientras sigue haciendo zapping en el televisor sin decidirse a ver nada en concreto.
Abro la boca, pero no consigo articular palabra. Jamás se había dirigido a mí con esos malos modos. Sí, sabía que algo no iba bien. Pero ¿por qué actuaba así conmigo? No le doy más importancia e intento arrastrarla a mi vida de alegría y felicidad. Sin embargo, cada vez la encuentro más alejada de mí.
Todo pasa muy rápido, no me da tiempo a pensar. Solo puedo quedarme de observadora, viendo cómo ella despotrica a gritos contra aquella persona que yo pensaba que era tan querida para las dos. Le sale espuma por la boca mientras se pone delante de mí para protegerme de esa bestia.
—Eres un mierda sin huevos para meterte con alguien de tu tamaño —le dice con toda la ira de que es capaz en sus ojos. Sus puños están cerrados a ambos lados de su cuerpo.
—¿Me estás hablando a mí, mocosa? —le pregunta a Ana con asco.
—Sí, gilipollas, ¿es que estás sordo? Déjala a ella, que es débil y ven aquí. ¿O no tienes valor?
—¡¿Qué cojones estás diciendo?! ¿Intentas enfadarme más aún? Te vas a enterar, saco de huesos.
Su sonrisa maliciosa me aterroriza. Después de los golpes recibidos, no sé por qué Ana hace esto. Pero en este momento lo único que quiero es despertar de esta pesadilla, abrir los ojos y volver a encontrarme en aquel prado, sonriendo y jugando con ella. Aunque mucho me temo que todo eso haya acabado para siempre.
Me quedo agazapada detrás de Ana, esperando que no haga caso de sus provocaciones. Pero decide cebarse con ella, con toda la rabia que pueda acumular un hombre con una historia demasiado oscura para explicarla en voz alta. Una historia que hizo que se convirtiera en alguien sombrío, temido por todos.
Ana es muy valiente. Si no llega a ser por ella, creo que aquel día podría haber sido el último de mi vida; pero no sucedió gracias a ella, a su valentía. La abrazo con fuerza mientras ambas recibimos los últimos golpes de ese hombre que antes yo llamaba papi. Cuando por fin pienso que se ha cansado de descargar su frustración contra nosotras, se levanta, nos señala con el dedo, echa una última mirada a Ana y añade:
—¡Así aprenderás!
Cuando todo vuelve a la calma, me acerco a ella. Sé que ya no es la misma, que esa mirada fría y distante nunca volverá a sonreír. La abrazo y me coge de la mano mientras me arrastra hacia el lugar oscuro que se convertirá en mi pequeño hogar durante muchísimo tiempo. Cuando llegamos, me dice:
—María, este va a ser tu sitio, ¿de acuerdo? Necesito que te quedes aquí y todo irá bien. Prométemelo, por favor. Necesito que me lo prometas. —Puedo ver el anhelo en su mirada.
—Esto está muy oscuro. Por favor, no me dejes aquí. Te lo suplico. ¿Qué vas a hacer, Ana? —pregunto con miedo en la voz.
—Lo que las dos queremos hacer. —Baja su rostro mientras se mira las manos rojas y temblorosas.
—No, no, no —le suplico mientras la agarro del brazo con desesperación.
—No me toques. No vuelvas a tocarme. Tú quédate aquí y deja de gimotear. Solo sirves para eso: para lloriquear y gimotear. La vida es dura, María, y como veo que no espabilas, te vas a quedar aquí durante un tiempo. Ni se te ocurra salir. Deja que yo me encargue y tú no te muevas.
No sé a qué se refiere. No me gusta este lugar. Es frío, pero sé que ella podrá solucionarlo. Es muy capaz, así que me quedaré aquí quieta, que es para lo único que sirvo. Y así no nos meteremos en más líos.
Durante un tiempo bastante largo, que no sé determinar, me quedo en esa estancia elegida por desesperación. Ana no me habla y yo solo salgo de ese sitio para comer algo. No tengo ninguna intención de saber qué ha pasado. No soy capaz de preguntarle, y su mirada de desprecio hacia mí aumenta con los días.
Después de innumerables semanas, decidí romper el hielo.
—Ana... —supliqué con voz temblorosa.
—Calla, llorica. No me hables y estaremos más tranquilas.
Y el abismo se interpuso entre nosotras.
Abro los ojos sobresaltada. Ese sueño, o más bien pesadilla, me persigue desde que mi recuerdo logra alcanzar. Percibo que ella está cerca. Me incorporo y, apoyada en mis codos, la veo reclinada en el quicio de la puerta de la habitación. Puedo distinguir su cara de preocupación, su mirada perdida que se desvanece cuando nuestros ojos se encuentran. Sé que Ana tiene la misma pesadilla cada día. Soy consciente de que en el fondo necesita dejar caer la pesada carga que ella decidió sustentar sobre sus hombros. Consigo esbozar una sonrisa hacia esa persona que me protege, que me cuida. Aunque a veces sea dura conmigo, forma parte de mí, y además probablemente me merezca esas reprimendas, yo me las busco. Si ya conozco cómo es y he decidido quererla, tendré que acatar sus decisiones, porque, como ella dice, es por nuestro bien.
—¿Estás enfadada? —Y observo su cara buscando la respuesta antes de que su voz me la proporcione.
—No me enfado, María. Ivette no me preocupa. Me inquieta que ya te veas lo suficientemente capaz como para salir a la calle. El mundo es cruel, María.
—Pero Ivette dice... —consigo contestar. Me corta con una sola mirada.
—Ivette desconoce lo que es el dolor. Ivette no tiene ni idea de lo que hemos pasado. Ella es una hippie que se cree que el mundo es bonito y me preocupa que te contagie esos pájaros que tiene en la cabeza. Pero a mí no me engaña. El mundo es una guerra en la que hay que combatir. Y algunas personas estamos preparadas para ello, y otras no. —Mientras reproduce uno de sus discursos favoritos, se sienta en una silla con los brazos cruzados sobre el pecho y los puños bien cerrados.
—Cuando estoy con Ivette, no tengo miedo. —Me incorporo y dejo caer mis pálidas piernas a un lado de la cama y me pongo frente a ella. Mis manos reposan en mis rodillas y busco su mirada con anhelo.
—A eso me refiero, atontada: bajas la guardia y encima no estoy yo para protegerte.
—Con Ivette no hay guardias que valgan, simplemente...
—Esa hippie no tiene ni idea de la vida —me corta de sopetón—. Menuda chorrada. Dile que se vaya a su mundo de unicornios y nubes rosas. Que se quede allí y nos deje a los que vivimos con los pies en la tierra gestionar la realidad.
Cierro los ojos con impotencia y giro mi rostro contenido hacia otro lado. No soporto que hable así de Ivette. Ella es mágica, y su vida tampoco se puede decir que haya sido fácil. Así que decido ponerme en pie para exponerle mi opinión... Pero se adelanta: se incorpora rápido y, a la defensiva, con un dedo que me apunta y su mirada ya lo dice todo, de manera que desisto. Bajo la cabeza y resuelvo que, como siempre, puede que tenga razón. Quizás Ivette haya idealizado las cosas y se haya puesto una venda en los ojos para no ver el dolor que existe en el mundo. Ana sabe de la vida, y no voy a ser yo quien se lo cuestione.
Al ver que ha ganado otra batalla, una ligera sonrisa se dibuja en la comisura de sus labios. Me toca el hombro dos veces antes de darse la vuelta, no sin lanzarme primero una de sus frases favoritas. Una frase que a mí me crea un nudo en el estómago. Esa clase de oración inocente que lanza un peso sobre mis hombros y que, cada día, me desploma un poco más.
—¡Buena chica!
Y, haciendo ondear su pelo rubio, se va.
Cada noche observo la seriedad de su rostro mientras se arregla para salir. Ella dice que eso la hace feliz y que yo me tengo que quedar en mi rincón oscuro para que las dos podamos estar tranquilas. Me explica que yo estropeo todo y que mi presencia no gusta al mundo. Sus palabras resuenan en mi cerebro como si fueran cuchilladas directas al corazón. No consigo entender cuál es el motivo. Ella asegura que el dolor te hace fuerte, pero yo ahora mismo no diferencio entre su fuerza y su crueldad. Una vez, Ivette me explicó que algo nos genera ira o tristeza cuando nuestro cerebro no logra entender el origen de esa situación. A mí me crea tristeza nuestro distanciamiento, pero me provoca ira pensar que no puedo enfrentar el mundo tal como soy porque Ana tiene miedo de que me hagan daño. Así que me resigno y me quedo aparte. Esperando cada día a que vuelva ebria, seguro que con algún hombre que no querrá que me vea bajo ningún concepto, con el rímel corrido y con su máscara de persona alegre y divertida, esa que se pone al salir por la puerta, la que parece que tenga colgada en la entrada como quien tiene a mano la chaqueta para salir.
Ana coge su careta de persona agradable y sin problemas y sale a la calle, según ella a comerse el mundo y, sin embargo, qué casualidad que, cuando llega a casa, vuelva a dejar esa máscara donde la cogió, junto a nuestra puerta, y recupere su mirada de miedo y de rencor. Los fines de semana pasan y llegan de nuevo y su única motivación es salir a la mejor discoteca de Barcelona y tener un cuerpo diez. Pero su alimentación es extraña: come mucho y mal. Cuando le pregunto por qué no intenta comer verdura o algo más sano, su contestación me deja atónita:
—Yo paso, ¿sabes? Yo soy así. Como lo que me apetece y cuando me apetece, y nadie me va a decir a estas alturas qué debo comer.
—Ana, ¿qué estás diciendo? —La miro sin comprender ni una palabra, como si me hablara en otro idioma, uno que espero no entender, porque si eso es lo que piensan personas como Ana, no quiero parecerme a ellas.
—¿Qué pasa? No he dicho nada del otro mundo, ¿no? —contesta mientras mastica el chicle con la boca abierta y hace una pompa que estalla con precisión para que no se le pegue en la cara.
—Yo solo digo que tu actitud es infantil y, con ella, harás que nos hagan más daño del que ya hemos sufrido.
—Daño, ¿por qué? Nadie más va a hacer que yo derrame una lágrima —proclama punteando con el dedo índice la mesa, remarcando cada palabra—. De hecho, la que llora eres tú, que eres una llorica. Yo soy fuerte y no me entristezco; mi objetivo es pasármelo bien y punto.
—Tú misma.
—Ya estás con tus tonterías. Déjame que disfrute un poco de la vida, ¿no? Carpe diem, María —indica mientras me da la espalda y camina hacia la puerta con su contoneo habitual, que exagera para demostrar que tiene vida en el cuerpo.
—Vale, pero entonces, ¿por qué no puedo salir yo? Si todo es tan divertido y tan espectacular, compártelo conmigo —argumento, y la sigo por el largo pasillo que conduce desde la entrada hasta las escaleras que suben al segundo piso.
—Ja, ja, ja. —Se da la vuelta y se mofa con expresión sarcástica antes de cruzar los brazos sobre el pecho—. Permíteme que me ría de la ocurrencia que acabas de tener.
—¿No dices que es tan divertido y carpe diem? Pues yo no quiero estar siempre en casa —digo en un tono entre cordial y jovial para intentar convencerme a mí misma de mis palabras.
—Mira, bonita —me advierte con su mirada oscurecida y acercándose tanto que casi puedo sentir en su aliento la menta del chicle—. Tú te vas a quedar metida ahí dentro hasta que yo te lo diga, y créeme que será por mucho tiempo. Bastante hago dejándote que salgas cuando estamos en casa.
—Pero yo... —intento defenderme mientras bajo la cabeza.
—Pero tú, nada. Eres como un grano en el culo. Siendo sincera, viviría mejor sin ti —afirma sin mirarme, aún con los brazos cruzados.
Me voy llorando, nunca había dicho algo así. Esa frase me hace plantearme muchas cosas, entre otras, qué demonios hago aquí esperándola y haciéndole caso. Porque en sus días tristes, yo puedo ayudarla y sé realmente que ella no es así, pero ¿y si de veras está mejor sin mí? ¿Y si realmente soy un lastre para ella? Con esos pensamientos me acuesto, aunque no consigo cerrar los ojos. Su mirada de odio me penetra y me hiela la sangre. Me formulo muchas preguntas, aun cuando sepa que debo seguir aquí, esperándola, haciendo de soporte para ella, que ahora me rechaza pero que algún día, y espero que sea cercano, me necesitará.
Decido llamar a Adán, que ahora estará en Sevilla, enfrascado en su nuevo proyecto. Él es ingeniero de no sé muy bien qué. Nunca he entendido a qué se dedica, solo sé que le apasiona. Adán tiene los ojos azules como el mismo cielo en un día de verano. Su pelo es rubio, pero no de un tono cualquiera, sino como el sol. El metro setenta y cinco de altura y su buen aspecto lo han convertido siempre en un chico muy deseado en el pueblo, aunque, al ser tan tímido y reservado, nunca haya llegado a darse mucha cuenta. Tiene las manos grandes y anchas, unos brazos delgados pero tonificados, y su gran bondad es todo un orgullo para su familia. De pequeños, en Santander, nos hacíamos pasar por hermanos. Allí era donde íbamos a veranear. Él y sus padres vivían en Barcelona, pero su papá había nacido en la capital cántabra, al igual que mi abuelo materno. Así que, aunque no recuerdo bien cómo nos conocimos, toda la memoria que guardo de los veranos en Santander me traslada a su lado.
Al sexto tono decido colgar pensando que quizá esté metido en algún proyecto difícil de entender para esas personas menos inteligentes, como yo. Pero justo entonces escucho su voz ronca y con ya cierto deje andaluz. Lleva en Sevilla quince meses. Según me explicó tiempo atrás, está trabajando para una gran compañía que le permite liderar su equipo, a la vez que el sueldo le proporciona el ahorro suficiente para poder montar algún día su propia empresa. Allí ha conocido a una mujer de su misma edad, medio granaína por parte de padre y medio inglesa por parte de madre, lo que le confiere un acento muy gracioso que vuelve loco a mi amigo.
A sus veintiséis años ha encontrado a la mujer de su vida y está disfrutando de su crecimiento como ingeniero. Envidio un poco su trayectoria. La mía siempre ha sido más bien como una montaña rusa: desde mi incidente con papá, pasó a ser totalmente secundaria. Subsistíamos con lo que podíamos, pero enseguida Servicios Sociales husmearon en nuestras vidas para separarnos de la que se hacía llamar mamá, quien solo unos meses más tarde desapareció sin dejar rastro.
Realmente no fue lo que más me dolió. Siendo sincera, nunca había ejercido de madre. Ana y yo sentíamos que estábamos solas desde que éramos pequeñas.
Y, volviendo a Adán, Ana y él no se llevan nada bien. Ana siempre ha dicho que es un tío aburrido. Bajo mi punto de vista, en cambio, que no quiera ser el centro de atención, como lo es ella, o que no haya sido el más fiestero de nuestro grupo, es lo que hace de él un referente como amigo para mí y un espejo demasiado doloroso para Ana.
La verdad es que él y yo somos más que amigos: lo considero como el hermano que nunca tuve, capaz de darme la estabilidad de la que carezco y el equilibrio que creo que junto a Ana nunca alcanzaré. Su voz ronca y rasgada me permite reflexionar, trascender más allá del aquí y ahora.
Su familia es creyente, y él también, aunque no sea practicante. Pero el haber escuchado tanto la Biblia de pequeño ha hecho que su estado emocional y sus pensamientos siempre vayan más allá de lo material y lo superficial. Adán es rico, pero no en el sentido económico, sino en cultura y sabiduría. La prosperidad que él transmite es justamente lo que a Ana le genera más miedo, lo que le hace rechazarlo con la excusa de que es aburrido: sus padres le han querido, su familia le ha proporcionado unas buenas bases y eso, para una persona como Ana, es dolor. Y para mí, un poco también. Aunque siempre intente ver el lado positivo y recargarme las pilas junto a él.
—Buenas noches, bombón —me suelta sin más—. Escolta