Voces al amanecer y otros relatos - Clara Pastor - E-Book

Voces al amanecer y otros relatos E-Book

Clara Pastor

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Beschreibung

Cuatro relatos, ambientados en escenarios distintos pero similar atmósfera, integran el microcosmos que Clara Pastor recrea con maestría y sensibilidad en este volumen, hecho de los merodeos de la memoria, que se ramifica en infinitas sendas, y de los tanteos de los personajes por salvar la distancia—a veces un abismo—que a menudo los separa de las personas más cercanas. La red protectora de la familia y los hogares de la infancia se convierten así en anhelado refugio del recuerdo ante los desencantos de la vida adulta, pero también en telarañas invisibles. Sutiles y sugerentes, los cuentos de «Voces al amanecer» se revelan al lector con la familiaridad de un secreto compartido. «Relatos que son verdaderos documentos del alma marcados por la autenticidad de unas vidas vividas con todas sus consecuencias». Juan Antonio Masoliver Ródenas, La Vanguardia «En estos relatos hay una dosis muy alta de imaginación, inteligencia y sensibilidad». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Clara Pastor posee un estilo suave, minimalísticamente descriptivo, con un gran potencial para guardar el suspense. Los silencios literarios están muy presentes, entremezclándose entre los diálogos, los paisajes y las prosopografías. En gran parte ahí se halla su riqueza literaria». Cristià Serrano, Anika entre libros

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CLARA PASTOR

VOCES AL AMANECER

Y OTROS RELATOS

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

VOCES AL AMANECER

LA BICICLETA

EL INVITADO

LA NOCHE DE LAS TÓRTOLAS

A mis padres.

VOCES AL AMANECER

Este año la primavera guardó rigurosamente sus fechas oficiales. A finales de marzo empezaron las lluvias y el campo estuvo húmedo hasta bien entrado junio. Por San Juan aún recogíamos agrios para poner en la ensalada, y en los márgenes de las carreteras las cañahejas seguían abriendo sus puños verdes para ofrecer los plumeros tiernos que otros años se abrían en mayo. El verano no tenía prisa por llegar y, por una vez, parecía que teníamos cuatro estaciones.

«Al menos el calor nos da tregua», decía mi madre cuando las niñas estaban acostadas. Era su manera de indicar que cuando estábamos todos en la casa se cansaba. No de nosotros—para mi madre no hay nada más importante que la familia—, sino del peso que inevitablemente recaía sobre ella. Cuando volvíamos a quedarnos solos los tres, se lamentaba de lo contrario: «¿Qué sentido tiene una casa tan grande si está casi siempre vacía?», repetía después de cenar en la terraza. La oscuridad se iba apoderando de las formas que nos rodeaban. Las casas de los alrededores se volvían un único punto de luz; la de nuestros vecinos más cercanos, un halo que reflejaba unas aspiraciones paisajísticas algo ostentosas: olivos iluminados como personajes de un teatrillo y una macha de luz verdosa que emanaba de la piscina. Nos invitaron a visitarla el primer verano que la ocuparon y la conclusión fue que eran buena gente; tal vez un poco pretenciosos, como sus intentos de convertir en jardín un campo rebelde y asilvestrado, pero agradables.

«El marido, especialmente», dijo mi madre cuando regresábamos por el camino que comunicaba las dos propiedades. «¿Te has fijado cómo deja que su mujer tome siempre la iniciativa?».

Se dirigía a mi padre, pero era a mí a quien le hablaba. Era el año que yo había conocido a S. y para entonces él ya no les gustaba. Mis padres nunca llegaron a conocerlo, pero mi madre se había hecho una idea muy clara de cómo me trataba.

Como el calor se retrasó, no llegamos al final del verano tan cansados como otros años. Las semanas que la familia de mi hermana estuvo aquí transcurrieron de forma más tranquila, quizá porque no existía el imperativo de ir a la playa todos los días. Las mañanas eran más frescas y mi madre decía: «Dejad a las niñas, aprovechad vosotros para distraeros solos», y mi hermana y su marido pasaban la mañana fuera mientras sus hijas jugaban en la piscina. Llamamos a esta casa la casa de la playa, pero para llegar al mar hay que andar un trecho. Me gusta recorrer el camino por las mañanas con la luz recién estrenada. Al atardecer vuelvo a salir, como si el camino me llamara. Es mi hora preferida, desde niña, cuando los muros de piedra retienen el calor y el olor dulce de las higueras perfuma el aire. La playa es, pues, un lugar al que vamos, como al pueblo donde hacemos las compras o la pequeña ciudad donde de niñas nos llevaban a mi hermana y a mí alguna tarde a merendar o a visitar a algún pariente. A mí sigue pareciéndome una época cercana, esa en la que nos vestíamos para ir a la ciudad, con las sandalias que no eran las de plástico con las que nos bañábamos y uno de los dos vestidos que traíamos para pasar el verano. No creo que sea así para mi hermana. Al tener hijas, ese tiempo ha quedado atrás, cubierto por su propia manera de hacer las cosas; por la forma en que ella y su marido pasan las tardes con las niñas.

Esa manera distinta a veces choca con las ideas de mis padres respecto a cómo hay que educar a los hijos, con una contabilidad estricta de lo que se recibe y de la obediencia debida, midiendo cuidadosamente los premios. Pero nunca llega a crear acritud mientras ellos están aquí. Mi hermana tiene la virtud de permanecer inmune a los gestos repentinos de desagrado, al cansancio de los otros acumulado al final del día, a la ausencia de un elogio o una palabra amable. Su dormitorio es el más alejado de la habitación de nuestros padres. De hecho, es un anexo aparte, separado de la casa principal por un patio que se construyó cuando «empezaron a tener familia».

«Necesitan su intimidad, Aurelio, todas las parejas jóvenes la necesitan. ¿O no te acuerdas de cómo era en casa de tus padres?», empezó a decir mi madre el primer verano que vinieron a pasar las vacaciones con su hija recién nacida. Aprovechaba la primera hora de la mañana, cuando estaban solos, para insistirle a mi padre. Era un gasto innecesario y un engorro, pero él acabó accediendo, como ambos sabían que haría.

Estaban solos, pero yo los oía. Mi dormitorio está al otro extremo del largo vestíbulo por el que se accede a la estancia que es a la vez salón, comedor y cocina. Se pensó como un cuarto de invitados, pero yo he acabado ocupándolo como una invitada recurrente, o como una prolongación del cuarto de las niñas en el que dormíamos mi hermana y yo cuando éramos pequeñas. En realidad, nunca ha habido invitados en esta casa. Sólo una tía soltera de mi madre se alojó con nosotros cuando era ya muy anciana y no le quedaban familiares cercanos en la isla. Por la noche mis padres dejan la puerta entornada, acaso por esos años que la tía ocupaba la habitación en la que yo duermo ahora. Y por una extraña mimesis, cuando me acuesto dejo la mía entreabierta, como si cerrarla fuera un gesto hostil que reclamara una privacidad superflua, injustificada.

—Sólo hace unas horas que se han ido y ya se nota su ausencia. Y las niñas… dan trabajo, claro, pero lo llenan todo. Las casas sin niños son lugares vacíos…—La voz de mi madre entra sin llamar, querría dormir un poco más, pero sin querer ya estoy atenta a las palabras—. Casi no dan ganas de levantarse.

Hace apenas dos días que mi hermana se ha ido, pero ya anticipo la insatisfacción que inevitablemente sucederá a su partida.

Es cierto que cuando la familia de mi hermana alza el vuelo para ir a casa de sus suegros la nuestra se queda vacía, y mi madre, huérfana de ocupaciones. Extraña los pasos de las niñas que entran reclamando el desayuno mientras sus padres aún duermen, y yo me levanto para ayudarla. No hacerlo sería desperdiciar el tiempo que me es dado para hacer de tía, para experimentar, aunque sea de forma vicaria, el lugar reservado a las madres. Una quiere la leche tibia, a la otra sólo le gusta muy fría, y ambas piden que se les ponga cacao también en las tostadas con mantequilla. Cuando se van, las mañanas se extienden como un animal perezoso y la libertad que mis padres anhelan durante su estancia se convierte en horas por llenar sin deberes, sin familia.

Yo sigo los latidos de la casa como un reloj desajustado. Cuando está llena, intento que mi presencia no esté demasiado desacompasada con las idas y venidas de todos; cuando mis padres se quedan solos, trato de suplir la ausencia de los que se han ido. Sin las niñas, la casa se queda vacía y silenciosa como un templo, y al amanecer reaparecen las voces que cuando están no me esfuerzo por escuchar porque sé que hablan de otras cosas.

Mis padres retoman su costumbre de bajar a la playa temprano, en coche, para bañarse sin prisas, rehuyendo el sol que a finales de julio es el más fuerte del año. Nos encontramos en la terraza donde desayunan a su regreso; yo prefiero bajar a pie, tirarme al mar desde las rocas y nadar sin preocuparme por que me esperen. El reencuentro es como si hiciera días que no nos vemos, como si habitáramos islas distintas. Mi madre hace un largo relato de la llegada a la playa, de quién había, del estado del mar y de la maravilla que es estar en pleno verano y tener este lugar para nosotros solos. Cuando escucho sus historias, idénticas o muy parecidas, sobre algo que han hecho sin mí, siento que estoy en falta, como si hubiera eludido una obligación o me hubiera perdido algo importante por pura dejadez. Aprovecho esa hora para distraerme sola, como anima a hacer a mi hermana, y sin embargo me siento culpable.

—Es una obra de ingeniería—oigo que dice mi madre al pasar de camino a la cocina. Regreso con una taza de té y ella pregunta ahora por el nombre de uno de los dos hombres que limpian la playa—. El que lleva la voz cantante es Cisco, ¿y el otro?

—Raimundo—contesta mi padre—. Un tipo curioso, interesado por muchas cosas.

Mis padres siguen hablando de la pareja y de las transformaciones que llevan a cabo en la orilla. Mueven las algas de un lado para otro, forman un canal en el extremo del arenal al que llega el agua del barranco; apenas un hilo, pero un hilo constante de aguas subterráneas que mojan la arena, oscureciéndola. Por eso nuestra playa nunca estará entre las más codiciadas. Algunos veraneantes tienen aquí sus barcas, una zódiac los lleva hasta ellas a media mañana y los trae de vuelta al embarcadero al caer la tarde. Llegan cargados y a la vuelta están cansados. Atentos a los bultos que trasportan, saltan del pantalán a la zódiac; la playa ni la ven, para ellos es como si no existiera.

—Los ves trabajar, con nada más que una espuerta y una pala, y parece que no haya pasado el tiempo—dice mi madre, a quien le gusta esa idea del tiempo detenido, de que la isla siga siendo un lugar sin turistas. En su mundo hay lugareños y forasteros, y entre ellos existen formas ordenadas de entenderse—. Y el cuidado que ponen. Piensa que, hace apenas una semana, al llegar te hundías en las algas hasta la rodilla.

Mi madre se dirige a mí. Reconstruye la disposición del arenal respecto a las rocas y describe el lado más escarpado donde el oleaje ha ido desgastando la piedra que amenaza con un desprendimiento en la parte superior de la entrada de agua dulce, donde anidan los patos; todo como si yo nunca hubiera estado allí. Y vuelve a recalcar el meritorio trabajo de Cisco y Raimundo.

Los describe físicamente, aunque los he visto muchas veces y me he fijado en ellos. Cisco es de constitución robusta, pero sus movimientos son blandos como los de una medusa. Anda con las piernas separadas, los brazos despegados del cuerpo, y tiene tirabuzones de niño, oscuros en la raíz y desteñidos por el sol en las puntas. Es locuaz por naturaleza, y seguramente por cortesía, y cuando le preguntas se extiende. Ésa es la parte que agrada a mi madre. Le gusta expresar su parecer sin que se cuestione, que le respondan largamente, sin prisa, cuando algo llama su atención, y que se acepte sin reparos que esa misma cosa deje de interesarle. Mi padre domina ese arte. Puede llegar a secundar sus opiniones más inverosímiles y algunas veces el énfasis que pone en aplaudir su volubilidad puede parecer desmesurado, como si esa incondicionalidad lo pusiera a salvo.

—Tendrías que verlos, conocen esta tierra como la palma de la mano. Me transportan a otra época…

Esa época a la que se refiere es su juventud, y mi padre asiente, aquiescente pero sin nostalgia.

—El más callado muestra unos conocimientos notables, en ciencias, sobre todo. Admirable…—dice él.

—Ése es Raimundo—puntualiza mi madre—. Me contaba que sigue cursos a distancia y que aprendió francés leyendo textos que no encontraba traducidos.

No hace falta que insista en que debo conocerlos; cuando nos quedamos solos, los tres formamos un triángulo, y existe un recuento tácito pero riguroso de las veces que uno de los ángulos falta, normalmente el mío.

No me resulta extraño, cuando estoy aquí, que mi compañía sean mis padres. Tampoco a ellos; el tiempo que paso con mi madre es tiempo que mi padre gana para su lectura, y ella puede explayarse en sus fantasías—así las llama—conmigo.

—Estás muy bien—recalca siempre al final de alguna de ellas—. Ya sé que tienes tu trabajo y tus amigos y a tu hermana, que te quiere mucho, pero verte siempre tan sola me apena.

—Es sólo aquí, mamá.

Mi madre me mira con un escepticismo afectuoso y yo me apresuro a añadir:

—Me gusta la libertad de estar sola y con vosotros, no necesito nada más. —Lo digo con convicción, pero al ver que su expresión no cambia, que mi respuesta no la satisface, sé que para ella no es bastante. Cuando están las niñas y mi hermana, el futuro se dibuja solo. Ahora que volvemos a estar los tres, el presente se le queda chico enseguida.

Desde la explanada donde aparcan los coches se accede a la playa por una rampa larga que baja directamente al arenal o por un sendero sinuoso que pasa frente a las casas construidas sobre la roca. No son casas lujosas, pero hoy tienen el valor de ser únicas. La mayoría se han vendido a veraneantes extranjeros, pero algunas aún pertenecen a los lugareños, hijos de pescadores y payeses que hoy regentan negocios inmobiliarios o pequeñas constructoras. Me gusta ese sendero porque cada propietario se ocupa de mantener el tramo que separa su terreno del acantilado. Uno ha colocado piedras en formas de animales sobre el muro, otro lo adorna con tiestos de plantas grasas, que son las únicas que sobreviven al latido inclemente del sol de verano.

El vecino de la casa situada en la curva desde la que ya se divisa la playa ha puesto un banco de madera en el terraplén que se forma donde el camino se ensancha, en el punto más cercano al mar. Frente al banco ha sembrado un parterre con delicadas flores de colores y en el jardín hay una pérgola de madera en forma de arco por el que debería trepar una enredadera de rosas menudas y despeinadas. Eso pienso cuando paso por el sendero y la veo sola en la mancha verde de césped, las maderitas desnudas esperando que la buganvilla llegue a enredarse en ella algún día. Los dueños son ingleses y conservan tanto sus ideas sobre paisajismo como sus horarios. De vuelta del baño, a veces la voz de la mujer viaja por la humedad caliente que sube del jardín hasta el camino preguntándole a su marido si está listo para un apéritif.

—Es bonito, pero es un derroche de agua.

He venido sola por el sendero, mis padres han bajado a la playa por la rampa, que a esta hora aún está en sombra. Raimundo me alcanza y deja la espuerta en la que deposita la basura junto al banco.

—De niño me encantaba este jardín. Los anteriores dueños tenían un juego de estatuas, dos enanos y un ciervo, y me parecía un lugar encantado. —Raimundo sonríe y se ajusta la gorra de lona.

—A mí también—respondo, y es cierto. Mi hermana y yo nos parábamos justo aquí y, asomadas al muro, nos preguntábamos por el dueño de una casa tan bonita, tan llena de cosas.

—Ahora prefiero las estatuas griegas—dice él sencillamente, y esa afirmación, que en cualquier otro contexto resultaría petulante, ensancha su sonrisa—. Fui a verlas al natural—añade como disculpándose—. Hace muchos años, pero nunca se olvida.

Me fijo en sus dientes, grandes y estriados como los de los caballos.

—¿Has estado en Grecia?—le pregunto.

—Al no haber ido a la universidad fui a Grecia, sí.

Preguntarle por qué no fue a la universidad me parece de mal gusto, así como en qué circunstancias fue a Grecia; pero cuando estoy a punto de salir del paso con una observación banal, él prosigue:

—Salía con una chica que estudiaba historia del arte. Yo trabajaba, pero seguía estudiando y aprendiendo cuanto podía, también de ella. Un día me dejó. Dijo que aspiraba a estar con alguien que tuviera más formación. —Me mira sin resentimiento y añade—: Gracias a eso fui a Grecia, y otras cosas.

—Admirable—empiezo a decir, pero no sé muy bien cómo seguir a partir de esa palabra prestada.

—Y tú ¿qué estudiaste?

Me acompaña un trecho, hasta el embarcadero en el que desemboca el sendero. Le cuento que estudié letras, que siempre fue lo que me gustó, y que ahora me gano la vida haciendo de traductora.

—Qué suerte.

—Qué suerte, sí.

Al llegar a la playa mi padre está en el agua y mi madre recoge conchas en la orilla. Las selecciona cuidadosamente antes de llevárselas; algunas las deja, pero no porque estén rotas o deformadas. Las guarda en un jarrón de cristal y en una caja, clasificadas con un orden que sólo ella entiende, y cuando trae unas nuevas saca las antiguas y vuelve a examinarlas todas. Es extraño, porque no recuerdo esa afición cuando mi hermana y yo éramos pequeñas, y sin embargo ahora las escoge y las ordena con una avidez de niña.

—Qué lástima, acaban de irse—dice cuando me ve llegar, y me dan ganas de sonreír porque me recuerda cuando yo la convencía para que viniese allí donde estuviese jugando para presentarle a mi amiga imaginaria. «Qué pena, hace un momento estaba justo aquí…», decía yo poniéndome en jarras como veía hacer a las mujeres.

Cisco sube por la rampa con su espuerta, la cabeza de rizos bamboleante por encima del cuerpo mullido y un poco encorvado. Tiene físico de gigante.

Desde que entablaron conversación hace unas semanas, la pareja de funcionarios se ha vuelto como de la familia. Porque son funcionarios públicos, nos lo explicó Cisco: hasta octubre están al cargo de las playas de esta parte de la costa sur, de octubre a abril llevan a cabo otras tareas de conservación. Cuando están juntos, Cisco habla por los dos. Raimundo se queda un poco rezagado, escuchando o acabando aquello que fuera que estaba haciendo. Para hablar con Raimundo es preciso que esté solo, entonces se desdobla como un acordeón; estiras y va saliendo el aire y todas las cosas que tiene guardadas.

Como sucede en las familias, se ha establecido una especie de competencia por ver quién sabe más de los miembros que la componen y quién los comprende mejor. Mis padres están desayunando en la terraza cuando llego de bañarme.

—Cisco está casado, pero no tiene hijos—observa mi madre—. Raimundo no: vive solo, pero tiene familia.

Para mi madre vivir solo es algo incomprensible, un estado maldito al que hay que poner remedio.

Mi padre habla de una de las lecturas que han comentado con Raimundo y vuelve a señalar que es admirable. Ahora se interesa especialmente por la física. No digo nada de las estatuas griegas ni de la ruptura con esa chica que lo incitó a estudiar. Prefiero reservarme lo que voy sabiendo de él, como que su casa no es más que una casita de pescadores, así la llama, justo encima del agua. Su madre y sus primas se preocupan por él, tampoco entienden que viva solo. Una de sus primas le trajo una televisión para que al menos tuviera algo de compañía en las largas horas de oscuridad del invierno. Llegó a encenderla dos o tres veces, pero no le interesó nada. «Prefiero leer—dijo—. Además, no tengo tiempo».

Me imagino la casa de pescadores reconvertida en un lugar para resguardarse del viento y el frío, y en verano, como un barco suspendido en el agua plateada del atardecer. Si puedo representarme sus casas, imagino mejor cómo será la vida de las personas. Sólo que a veces no acierto en el dibujo, y al ver la realidad me parece imposible que puedan ser felices allí donde viven; o al revés, que no lo sean en un espacio tan hermoso. En mi imaginación, la casa de Raimundo me gustaba. Entendía que no necesitase televisor y que le faltaran horas para sentarse junto al fuego o para contemplar los colores cambiantes del mar.

Y me gustaba que mi padre lo considerara admirable y que mi madre no se lo discutiera. Cuando conté la historia del televisor y que se lo había acabado regalando a un amigo, a escondidas, para no herir los sentimientos de su prima, noté que el vínculo de entendimiento se estrechaba. Casi resultaba extraño que no hubiera formado parte de nuestras vidas antes, trabajando tan cerca, existiendo tantas afinidades.

La primera vez que Raimundo me invitó a salir tomamos un camino que arranca desde la parte de atrás de la playa y bordea la costa hasta una cueva inmensa. La llaman la Catedral y está siempre llena de palomas. La vimos desde arriba, por un hueco que queda escondido entre los matorrales. A pesar de la poca luz, se intuían las vetas rosadas de las paredes y al fondo la reverberación turquesa del agua; muy abajo, no en la boca que se abría al mar sino en su parte más alejada, donde la luz parecía emanar de los bordes de la gruta, no del cielo.

—Eco, eco—dije en voz no muy alta asomándome a la oquedad.

Raimundo sonrió y dijo:

—Igual que los niños.

No me gustan mucho las cuevas y esa excursión me recordaba las que hacíamos algunas tardes con nuestros primos. Nos llevaban mi padre o mi tío, quizá también un poco a regañadientes, pues hubieran preferido quedarse leyendo o charlando, o no haciendo nada. Pero salir a conocer las formaciones geológicas formaba parte de nuestra educación, y esa parte quedaba reservada a los hombres.

—Qué maravilla, deberíais ir. —Mi madre había interrumpido a Raimundo mientras recorría la costa señalando senderos sobre el mantel y describiendo sus recovecos, una tarde que vino a casa.

—Sólo vengo a traer los libros de los que hablamos con el doctor. Éste en particular creo que le interesará.

Mi madre tuvo que insistirle para que pasara y aceptara un café, pero al final se nos fue la tarde con la visita. Raimundo intuía que lo que le confería una cierta importancia eran sus conocimientos sobre la isla y se extendía en ellos. Por generosidad, pero también para justificar el hecho de estar allí, en la salita contigua a la cocina; y a mi madre el recorrido por esos lugares a los que hacía años que no iba la transportaba a un tiempo pasado en el que estábamos todos y solo nosotros. Mi madre hizo el inciso cuando Raimundo hablaba de la cueva, y seguramente por eso estábamos allí.

—Desde el mar resulta impresionante—dijo Raimundo mientras regresábamos—. Y más allá hay otras más pequeñas. —Señaló hacia poniente, y a la izquierda de su mano se veía el perfil escarpado de la isla al otro lado del mar.

—Me gusta cuando se ve la sierra. En Grecia es así, desde una isla ves siempre otra; están solas, pero tienen vecinos. —Solía pensarlo cuando salía por el camino que bajaba desde casa hacia el mar y ahora se lo había dicho a Raimundo.

—Tú tienes nombre de isla—dijo.

—O de río, mis padres no se ponen de acuerdo. Es un nombre un poco excéntrico—respondí.

—Es bonito.

—Supongo, pero de niña hubiera preferido llamarme Cristina o Teresa, como mi hermana.