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PREMIO DE NOVELA CAFÉ GIJÓN 2022 La gran novela sobre la Venezuela del poschavismo y sus migrantes. Una nueva voz que vale la pena leer. La vida en la revolución fue bonita mientras fue promesa. Luego vinieron los fracasos, los del país y los propios. Cuando Nina pidió el divorcio, Camilo no solo se separó de ella, sino también de su hija Elisa: o eran los tres o no eran. En 2018, mientras Camilo ve pasar la crisis por la ventana, Nina es atropellada por ella. Su padre, el país y la revolución parecen haber muerto al mismo tiempo. Después de que Nina se va para Brasil, dejando a Elisa con la abuela, Camilo reaparece con una propuesta para la niña. Lo que para él es un intento desesperado de recuperar a su familia, para Nina es apenas una réplica íntima del autoritarismo nacional, ese que él maneja tan bien. Mediante un excelente dominio de los tiempos, la acción y la estructura del relato por medio de las diversas voces narrativas, la novela se ciñe a la narrativa moderna inaugurada por Flaubert en La educación sentimental, donde por primera vez se integró la Historia en el conflicto personal del protagonista. Con una escritura coloquial de gran musicalidad y hallazgos expresivos muy sugerentes, Volver a cuándo habla, a través del drama de una familia afectada por las consecuencias sociales del poschavismo, de cómo sobreviven —y en qué condiciones— los ideales y las esperanzas de la gente en el campo de minas de la realidad. «Con su prosa rica y desparpajada, que no da pausa, que es como un río o una maratón, Morán le da vida al caos. Una novela para sentir en carne propia la tragedia de Venezuela y sus migrantes. Una nueva voz que vale la pena leer». Pilar Quintana
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Seitenzahl: 273
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Índice
Cubierta
Portadilla
Acta del jurado del premio café gijón 2022
Parte I
Parte II
Parte III
Parte IV
Agradecimientos
Créditos
Reunido el Jurado calificador del Premio Café Gijón compuesto por Mercedes Monmany, Marcos Giralt Torrente, Rosa Regàs, Antonio Colinas y José María Guelbenzu, en calidad de presidente, y actuando como secretaria Patricia Menéndez Benavente, tras las oportunas deliberaciones y votaciones acuerdan por mayoría conceder el Premio Café Gijón 2022 a la novela Volver a cuándo de la escritora venezolana María Elena Morán.
El jurado quiere hacer notar el excelente dominio de tiempos, acción y estructura del relato por medio de las diversas voces narrativas.
La novela se ciñe a la narrativa moderna inaugurada por Flaubert en La educación sentimental, donde por primera vez se integró la Historia en el conflicto personal del protagonista.
Es una escritura coloquial, de gran musicalidad y con hallazgos expresivos muy sugerentes.
Volver a cuándo habla, a través del drama de una familia afectada por las consecuencias sociales del poschavismo, de la supervivencia —y en qué condiciones— de los ideales y las esperanzas de la gente en el campo de minas de la realidad.
Café Gijón, Madrid, 14 de septiembre de 2022
Mercedes Monmany
Antonio Colinas
Marcos Giralt Torrente
José María Guelbenzu
Rosa Regàs
A mi padre, Rodolfo,
y a nuestra patria portátil
Hoy es más grande tu hambre, uno menos la comparte.
ALÍ PRIMERA
Un hombre libre, cuando fracasa, no culpa a nadie.
JOSEPH BRODSKY
Lo que pasa es que tu hija no quiere hablar con vos y punto, chica, le dijo por último Graciela, ya sin ganas, sin anestesias y sin vergüenzas, siendo que minutos antes la excusa había sido que la niña no venía porque estaba jugando en la computadora, y era mentira porque antes ya había dicho que no había luz y antes de esa mentira ya le había dicho otra y era que la niña se había metido a bañar porque, adivina, estaba saliendo agua por la regadera, una improbabilidad gigantesca porque era lunes y los lunes no llegaba el agua, la verdad, hacía ya dos meses que ningún día llegaba el agua y seis meses que la regadera no sabía lo que era una gota y, acabadas las disculpas, Graciela se despepitó en sinceridades, es que Elisa está rebelde y si no quiere hablar con vos tampoco la voy a obligar, y ella insistió en que la niña tenía que tomar el teléfono, yo soy su madre y ella no se manda sola, y Graciela rebatió con un desgano tajante, ya te arreglaréis vos con ella después, yo ya no sé qué más decirle porque ella dice que las madres no abandonan a las hijas y qué hago yo si eso es verdad, y en esa retahíla estaban cuando, del lado de acá del teléfono, en esa esquinita de Brasil llamada Pacaraima, empezó a oler a chamuscado y Nina oyó gritos, ¡coño, nos están quemando! ¡Nos están quemando!, y vio de lejos a la gente espantándole el fuego a la carpa Coleman, que durante los últimos dos días había sido su habitación, su casa, su hotel, y ahora estaba comenzando a parecer una hornilla, ya te llamo, mami, y corrió, abriéndose espacio entre el desespero de gente que juntaba los pocos bojotes crepitantes a los que se resumían sus equipajes y sus existencias de los próximos días o meses o años.
Chama, yo me voy de esta vaina, yo no me quedo donde no me quieren, le dijo una muchacha de Valencia, vecina de carpa, mientras se juntaba a la estampida que cruzaba la frontera de vuelta para Venezuela, donde el infierno era infierno, pero era propio, constitucionalmente adjudicado, donde se tenía el derecho a la queja, aunque anduviera escaso últimamente, entre tantos peros de tufillo militar que le ponían al pobre. Nina quiso convencerla de que el incendio era solo un traspiés y que todos esos cientos de personas que los habían ayudado contaban mucho más que los cinco malaleche malparidos sinamor que habían quemado un campamento entero lleno de niños y adolescentes en espera de refugio. Quiso pero no quiso demasiado, porque no pensaba cargar con el peso de convencerla de una aventura que ya comenzaba en tragedia, ella había visto el odio en esos ojos, isso aqui não é Venezuela, porra!, ella había escuchado y entendido porque el odio, taca fogo, taca fogo em tudo!, no necesita traducciones, vão embora, seus filhos da puta!, el odio de esos que decían defender la ciudad de una horda de delincuentes, después de que uno o dos hijos de puta malandros, cuándo no, uno o dos de los miles que estaban ahí, hicieran alguna mierda que todavía nadie, ni siquiera una buena parte de los atacantes o de los que los apoyaban, sabía bien qué mierda había sido; ella había visto sus ojos, eran tan, tan poquitos si los comparaba con los otros que les llevaban agua y un lanchinho y cobijas, pero sus voces estaban tan repletas de saña y de miedo vuelto saña, parecían tan orgullosos grabando con sus celulares aquel momento de hacer historia, gritaban tan alto en su oído, que solo le dijo, pues que le vaya bien, mamita, y se quedó ahí, con sus tesoros salvados del fuego a precio de derretir la suela de sus tenis de tanto pisar, pisar, pisar las llamas hasta que la mochila dejara de incendiarse.
Pasó lista en su equipaje-casa y vio que, a diferencia de las bolsas plásticas y los tres rollitos aplastados de papel sanitario, focos de las llamas, el resto de sus cosas parecía haber sobrevivido. Sus cotizas seguían siendo feas, pero estaban intactas. Los tres jeans, el único mono, las cinco franelas, los cinco pares de medias, los tres sostenes y el único vestido, su favorito, uno que la había visto bailar salsa en una cantidad grosera de noches, estaban oliendo a la maldad del querosén; apenas se salvaron sus quince pantaletas, que eran ese número multitudinario porque si algo no soportaba ella era andar con pantaletas sucias y por esa misma obsesión las había metido dentro de una bolsita Ziploc y no olían a nada. A la carpeta plástica donde tenía los ítems más trabajosos, caros y exclusivos, como el certificado de no antecedentes penales y la partida de nacimiento, se le habían derretido un poco las esquinas y ahora recuperarlos sería un parto con fórceps. Su bolsa de boy scout, con linterna, navaja, yesquero, fósforos, cargador de celular y su combo de plato, vaso y cubiertos minúsculos, para comer poco, pero comer con dignidad, estaba tan perfecta como su neceser, al fondo de la mochila, donde jabones de baño y jabones azules, champú, toallas sanitarias, afeitadoras, algún maquillajito y hasta condones, por si acaso, habían salido ilesos. Verificó los bolsillos laterales y vio que ahí seguían, todavía sólidos pero a pocos grados de volverse una masa fundida de materiales, los lentes de sol que le había regalado Elisa algunos cumpleaños atrás, después de mucho ahorrar; su kit, psíquicamente indispensable para todo comedor de uñas, de cortacutícula y lima; un bolígrafo retráctil con su respectiva libretica de anotaciones importantes, como direcciones y números de teléfono, aunque ella memorizaba todo como si aún estuviera en los noventa; las llaves de una casa que, más por sentimentalismo que por lógica, Nina insistía en guardar entre esos objetos de terca necesidad: minucias sin las cuales se podía vivir, pero que la hacían sentir ella y no apenas una línea en una planilla de ACNUR.
Veía el humo, los focos aún prendidos, tan bonito y tan todopoderoso y resentido que era siempre el fuego, pensaba, nunca tan huérfana como en ese momento, aferrada a la letra de su padre, a la palabra hija que le colgaba del pecho eternizada en un amuleto de resina, pero pensó un poco mejor, vio un poco más ese paisaje humano devastado y se dejó sentir el temblor vivo que venía de su mano o de su pecho o de su dije, y la orfandad dio paso a la sospecha amable de aún contar con un abrazo protector, un filo hecho de muerte y de vida que había sido capaz de cortar el fuego antes de que la tocara, ese fuego que no solo destruía, sino que hacía que todo se volviera un mismo resto indistinto, desfigurado; todas las cosas, amadas o no, importantes o no, patriotas o no, acababan transformadas en un pedazo de carbón y tizne, y pensaba en cómo era posible que el desprecio tuviera el mismo olor que los terrenos quemados en Maracaibo, terrenos vacíos siempre rodeados de una cerca de bloques falla, porque nunca faltaba quien les robara bloques para construir una casita para que los suyos no tuvieran que aguantarse el olor a tantas basuras, aguadas o quemadas, que al final olían a la misma vaina, fueran basura de pobre o de rico o basura del restaurante chino o de la sede del PSUV o del baño de la Facultad de Humanidades, basura era basura, pensaba Nina que, así como esos terrenos, Roraima estaba en llamas, pero Roraima no era basura y ellos no eran basura, ellos no eran basura, ellos no eran basura, y aun pensando eso, aun así, por unos segundos se dejó tomar por la odiosa idea de que el aire carbonizado y maloliente que estaba respirando no era más que la estela que ellos mismos traían consigo, como si hubiera una hedentina intrínseca en todo cuerpo sudado, hambriento, asustado, que llegaba sin ser invitado, como si prendiéndole fuego a ese campamento improvisado en las bocas de la frontera, quienes los querían fuera de ahí estuvieran quemando alguna podredumbre que ese hormiguero inverosímil del que ella formaba parte, ese gentío atabardillado que lloraba en español por comida y cobijo y ONU y Operação Acolhida, había traído consigo.
A Raúl se le desdibujó el tiempo, como buena ruina que es. Si los días aún existen, él ya no los ve pasar. Persigue las noches, en busca de una oscuridad que nunca es completa. Historia al margen de la historia, vive un presente elástico, una dictadura del gerundio. Si no fuera por las noticias que le trae Vicente, su compañero de cuarto o de celda, como dirían algunos, ya habría perdido la cabeza, aunque no sabe si eso es posible: enloquecer es privilegio de los que tienen tiempo.
Sabe que continúa llamándose Raúl, aunque en la nueva prosodia ese nombre todavía le suene tan ajeno como las palabras ayer, mañana, después o antes, ahora que todo es un todavía, durante, mientras tanto. A pesar de todo, no puede decir que desprecie ese nuevo lugar. Tiene la paciencia de quien sabe que debe hacer el esfuerzo de acostumbrarse a las nuevas leyes, a veces tan diferentes; a esos códigos morales nebulosos; a la condescendencia con que lo tratan mientras le recuerdan sus escasas posibilidades. Se siente perdido desde el segundo que afincó el pie en esa tierra extranjera que es la muerte, pero sabe que todos los viajes intempestivos y sin boleto de vuelta son así.
Y también está Vicente, que le pone una cara familiar a su nuevo mundo. El muchacho llegó una madrugada, empapado de sudor, tristeza y ron, con una bolsita plástica percudida como equipaje. No preguntó, no pidió, no se explicó. Forzó la puerta de la tumba y se acomodó en un rinconcito con tanta naturalidad que Raúl pensó que tal vez ese jovencito llamado Vicente Namías, como descubriría después al espiar la bolsa y verle unos veintiséis años sonrientes en el carné de la patria, era el dueño real de ese cuadrado de tierra en el cementerio. A lo mejor el intruso era Raúl, que había ido a parar ahí no sabía cuándo, porque fue después de haber perdido el tiempo.
Cuando Vicente se despertó, con la resaca y la luz del día doliéndole en los ojos, se asustó al ver a Raúl sentado, estudiándolo.
—Yo pensé que ya no había nadie aquí.
Y Raúl, a quien ya nadie miraba, fuera por no querer o por no poder, miró y se dejó mirar, un vínculo que, por él carecer de tiempo y por Vicente tener experiencia con asombros, no pudo sino ser instantáneo.
—No te preocupéis. Esto es un lleva y trae. Te podéis quedar, aquí nos arreglamos.
Falto de todo, Raúl vislumbró en Vicente conversas, noticias, favores. La posibilidad de un reloj.
—¿No me va a pedir nada a cambio?
Vicente tenía esa cara de gente buena que seguramente había tenido que hacer cosas de gente mala, un tipo de rostro que Raúl bien conocía. Gente que, en vez de miedo, le daba lástima, porque la culpa les crecía en el entrecejo como una zanja delatora.
—Una conversaíta y estamos pagos.
—Barato.
Ahora que ya se acostumbraron el uno al otro, Vicente se ha vuelto un corresponsal de guerra borracho, pero metódico, que se mueve por la vida y trae noticias de los casi mil días que Raúl, aunque no los sienta pasar, se ha perdido por estar trancado en el ya. Vicente es un veterano del afuera, bonito y rústico como un caballo con miedo, a quien no le falta un plato de comida, porque con sus ojos magos e ingeniosos localiza carteras gorditas, conmueve a muchos y los seduce a todos.
Raúl era profesor jubilado de Castellano y Literatura en escuelas públicas y de 2003 a 2008 había dado clase en la Misión Robinson, donde Vicente había aprendido a leer y a escribir en una época menos sombría en la que trabajaba como mecánico y tenía un novio que se le fue porque no aguantó estarse siempre escondido, y así Vicente se quedó sin novio y sin trabajo, porque fue tanto el despecho que todo el mundo se enteró. Y mariquera y mecánica no combinan, le dijeron, andá vete pa una peluquería y no portéis más por aquí.
—Pero ya no me quiero acordar de eso, profe, mejor cuénteme de usted.
Vicente trata a Raúl con la reverencia sincera que solo los buenos maestros conocen. Raúl intenta explicarle que él perdió su tiempo, que memoria y sueño se le juntaron, que no logra descifrar esa muchedumbre vaporosa que lo circunda.
—Yo tengo los ayeres y los mañanas revueltos, todos aquí a mi alrededor.
—Debe ser la falta de costumbre. A mi abuela le pasó lo mismo cuando hizo el paso. Y eso que ella sabía mucho de este lado. Fue ella la que me enseñó.
—¿Vos no los veis? ¿No escucháis ese gentío?
Y su buen alumno Vicente responde que no.
Raúl quisiera saber cómo mostrar esa yuxtaposición insólita en la que está y la única imagen que encuentra es un laberinto hacinado, gente suya y ajena, sobrepoblación de bocas que le hablan sin que él pueda hacer nada, porque es tanto el ruido y son tantos los rostros llorosos, exigentes, preguntones, que se vuelven una masa informe, un zumbido grave que aumenta hasta ensordecerlo.
Hasta ahora, la solución ha sido atravesar el nudo de gente y permanecer en el blanco estático que hay detrás de él. Un vacío luminoso y callado donde queda a merced del mientras tanto.
—¿Profe, usted sabe cuando uno juega metras? Uno tiene que mirar bien fijo la metra porque si no, no le pega.
—Claro.
—Yo creo que a usted le hace falta una metra.
—¿Cómo así, queréis jugar en esta oscurana?
—No, no. Digo es pa sacarle el culo a ese gentío que lo carga atormentao.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Tiene que concentrarse en una persona, alguien a quien usted extrañe. Una metra, pues. ¿Usted tiene hijos?
Raúl no quiere hablar de esas otras criaturas asoladas. Aún tiene miedo de invocar la ruina que él mismo instaló en ellas, pero Vicente tiene sus talentos y cuando Raúl se da cuenta, ya está recuperando el pretérito y contándole de esas tres generaciones de mujeres que llevan su apellido, quejas en tres timbres que lo llaman y lo llaman, sin que él se atreva a responder, porque no hay respuesta posible para su ausencia.
—La metra, profe, mire fijo la metra.
Raúl se encoge en medio de la multitud, que lo hala sin tocarlo, como una danza forzada, imanes egoístas que exigen pedazos suyos desde todos los puntos cardinales. Él abre los ojos y solo ve una nube plúmbea, escandalosa, que le hace querer cerrarlos otra vez.
Pero ojos abiertos.
Ojos abiertos.
Ojos bien abiertos.
Y entre los sentidos un poco más dispuestos, se cuela una corriente de aire, como un vientico de tibieza soplado por una boca cómplice, una boca que sopla y sopla hasta que Raúl la encuentra. Nina. Siembra la mirada en ella y el gentío insiste en llamarlo, pero va perdiendo nitidez, textura, volumen. Los ojos de Nina son dos piedras de obsidiana y ella, un túnel de hecho de carencia. «Aquí, papi, aquí». Nina.
Abrazada a su collar-amuleto, ella se apodera de sus ojos y el encuentro es tangible como ya nada parecía serlo para Raúl. Él la abraza y un paréntesis de tiempo y oportunidad se abre en su muerte. Cuánta falta, cuánta tristeza de existir sin estar juntos, pero ahora está ahí el instante, aconteciendo, imágenes tan vívidas que, más que recuperación del pasado, son un fuego que crece y chispea y chasquea en un nuevo movimiento, todos los sentidos encendidos al servicio de un tránsito original de vida. Un caos anacrónico, lo sabe, pero en sintonía sinfónica, como la propia Nina. Comienza a presentir que no hay nada definitivo en la ruina, que puede hacer obrar nuevos tiempos en su tiempo perdido.
La piel de su hija conserva una suavidad infantil, un olor a caramelo de fresa y a sudor recién nacido, sudor que va volviéndose río hirviente, calidez antes suave que asume una realidad grosera, ruda, de llamaradas violentas alrededor de ellos.
—¿Dónde te habéis metido, Nina?
Paredes de fuego que ya no son de amor ni de resurrección, sino de odio y rechazo en lengua extranjera, los circundan, y Raúl no sabe más que permanecer al alcance mientras Nina lo convoque.
El plan era conseguir una carona hasta Boa Vista y de ahí hasta Manaus, a tiempo de usar el pasaje de avión que había comprado una pila de meses antes y que salía en dos días para Porto Alegre, donde la esperaba trabajo voluntario en un hostal a cambio de cama y dos comidas diarias. Había tenido la idea leyendo un blog y se había dejado llevar por su talento singular para pensar exabruptos y convencer a todo el mundo y a sí misma de que eran, cuando no lo correcto, por lo menos lo inevitable. Estaba segura de que ese plazo tan encima serviría como impulso total para aguantar lo que viniera, pero bastó ese primer coñazo en el ánimo para entender que echarse para atrás no era bajo ningún concepto una actitud de cobardes. Nadie tenía cómo saber qué tanto de «lo que viniera» podía aguantar sin perder la cordura, la dignidad, la vida.
Rezó para que lo que estaba pasando en Pacaraima no estuviera ya rodando el mundo, como la violencia siempre lo hacía, noticias falsas viralizándose más que las reales, como si las veraces no fueran ya materia de tamaña perplejidad; no quería prenderles en la cabeza a su madre y a su hija la imagen de ella en ese pandemonio, que pensaran que, aun entre lenguas de fuego, no tenía saudades suficientes como para volver atrás como esos cientos, miles, que ya se perdían de vista, atravesando a las carreras el marco de la frontera Brasil-Venezuela, bolsos, hijos y terror en mano, azuzados por los aplausos de los que aún empuñaban las botellas con gasolina y los yesqueros. Desde la única sombra que había en los alrededores, aquella que cuando llegó ella adoptó como suya, debajo de una mata de mango aún zagaletona, ella tenía la visión del campamento arrasado, el estacionamiento del supermercado Bom Garoto, con sus buenas intenciones binacionales, sus murales con las banderas hermanas y su mapa tridimensional de un Brasil que tenía que ser mejor que ese Brasil de cinco pelagatos hostiles en busca de motivos para abrir sus jetas y vomitar prejuicios y cerrar sus puños y distribuir linchamientos; tenía que haber otro Brasil más parecido al Brasil que su padre les había metido en el sueño a ella, a Elisa y a Graciela, que nunca quisieron soñar el sueño norteamericano porque el sur las imantaba a su suelo con una gravedad tan física como histórica; tenía que haber otro Brasil donde cupieran ella, sus mujeres y sus futuros, uno que empezaría en el momento en que ella se atreviera a pedir carona junto con los otros pocos que habían huido para el monte a esconderse mientras pasaba el aspaviento. La gente estaba como aturdida y esa no era forma de salir a buscarse la vida, o tal vez fuera la mejor y hasta la única forma, pero aturdida y todo, aunque ella decidiera pagar los treinta reais que costaba el pasaje en bus en vez de pedir cola, la fila ya zigzagueaba caótica, más grande que el terminalito de aquella pobre ciudad, que ya era pobre antes de que llegara esa caravana de desespero.
Caminó en dirección contraria a la frontera, huyéndole al tumulto. En la distancia podía ver caminantes solitarios o en pequeños grupos, en el mismo plan que ella y con la gran ventaja de contar con ojos de niños tristes y naricitas sucias a disposición para conmover conductores, mientras lo único que ella tenía era una mochila medio chamuscada y una suela de tenis a la que se le había derretido toda la comodidad y ahora era fina, dispareja, dura como plástico, y aunque no llegaba a hacerla cojear, sí que le daba una cadencia ridícula a su caminar. Si Elisa estuviera con ella, tal vez sería más fácil, pero una Elisa capaz de dar lástima tendría que ser una niña con el sello del desprecio y la incertidumbre entre ceja y ceja, y entonces era mejor extrañar a Elisa, preocuparse por la rabia de Elisa y su renuncia a hablar con ella, que arrastrar a su hija de doce años a esos desamparos, de eso ella tenía certeza, no importaba que la terca de su madre no lo entendiera, con tal de que lo que aceptara, como lo había hecho. Desde que su padre murió, a su madre como que se le había olvidado qué era eso de ser madre, qué era ser abuela, como si de pronto nomás supiera ser viuda, y eso Nina lo entendía a la perfección, aun sin decir nada, porque sin su padre ella solo sabía ser huérfana, como huérfana debía estarse sintiendo Elisa, enlutada solita, con una madre mendigando ayudas tan lejos de casa, llorando al escuchar aquel quer carona, Nina?, dicho por la misma mujer que en los días anteriores le ofreció un sanduchito y un café y le explicó cómo sacarse los documentos, esa que ahora se sentía tan mal que lloraba sin parar como si tuviera un grifo abierto adentro y tuvo que agarrar la Pick Up del marido y salir ofreciendo cola hasta donde le pidieran, a ver si compensaba aunque fuera un poquito el estrago de esa mañana espantosa. Dona Giulia, un milagro de gente cuyo nombre Nina nunca aprendería a pronunciar bien.
Convertida en un amasijo exhausto en el cajón de la camioneta, Nina intentaba dormir y era interrumpida por imágenes del fuego que la expulsaban del sueño, e intentaba despertarse y era adormecida por la monotonía de los retazos de un paisaje nuevo, pero nada muy diferente de las carreteras del llano en Venezuela, o de la Falcón-Zulia, los mismos camiones solitarios y motos sobrepobladas y carros viejos con idénticas y creativas soluciones mecánicas de discutible seguridad, los mismos autobuses de líneas de transporte con nombres hechos de acrósticos impronunciables y las mismas busetas, una palabra que se puede pronunciar sin dificultad alguna, pero era mejor irla sustituyendo por vans para no andar por ahí mentando chochos en portugués y provocando confusiones, no vaya a ser que te tomen por puta, dijo uno de los gemelos cuarentones, barquisimetanos, madridistas furiosos y exgorduchos como tantos de sus compatriotas, que estaban sentados a su lado con la aparente misión de no dejarle pegar un ojo entre movimientos bruscos, risas estrambóticas e incoherentes y su reserva de latas de atún que compartieron con dolor, pero de corazón, para ternura de la elocuente señora Soraya, comerciante, devota de La Milagrosa y de José Gregorio Hernández, madre de dos hijos que la esperaban en Toledo, en Paraná, no en España, aunque mucho le gustaría que fuera allá y en castellano, tan bonito su idioma para tener que cambiarlo después de ya ser abuela de cinco, Ender, Engerbeth, Edicson, Yonni y Yamilé, unos angelitos de Dios, todos medio orejoncitos como la familia de su marido, pero una belleza, ¿no es verdad?; los hijos son siempre una bendición, dijo en una ironía involuntaria frente a la sonrisa evangélicamente grata de una pareja de adolescentes al ver al hijito de ya casi tres años mamando de la gloriosa e inagotable teta que lo nutría, mientras a ellos les roncaban las tripas por lo menos dos veces por día desde que salieron de Anaco, donde nunca fueron chavistas, pero tampoco eran oposición porque a ellos la política no les tocaba y ella, Soraya, confesó con pena que había sido chavista, pero la Virgen le había halado las orejas cuando se metió en la marramusia aquella del Consejo Comunal y para redimirse volvió a sus días de copeyana ahora primerojusticiera, y gracias a Dios se dio cuenta a tiempo de que finalizaron las cuatro horas de viaje y el centro de Boa Vista los recibió con una noche seca de comerciantes que recogían sus macundales, como si estuvieran viendo en reversa la escena de los buhoneros montando sus tenderetes en las madrugadas del Callejón de Los Pobres en Maracaibo.
Dona Giulia insistió en llevarla hasta el terminal y a Nina le dio pena, pero Gi no aceptaba un no por respuesta y fue el terminal y la fila del pasaje y el pastel frito y el jugo, y hasta la sentó en la poltrona y le reclinó el espaldar y le metió en el bolsillo un papelito con su número de teléfono y el número y la dirección de la Superintendência da Polícia Federal de Porto Alegre y de la Igreja da Pompéia, y de una amiga de ella que trabajaba en la Cruz Vermelha y que estaba en misión en Roraima, pero seguro tendría cómo ponerla en contacto con buenas personas, y le dijo por vigésima vez que perdonara a su pueblo por quemar su carpa y dio gracias al cielo por centésima vez, pues por lo menos no perdió su mochila, que ella sabía de los tesoros que Nina llevaba ahí dentro, Deus te abençoe, menina, y Nina apenas balbució un obrigado lloroso porque ella nunca supo pedir ni aceptar ayudas, y sin las Giulias que ese mundo de mierda o el cielo en el que ella no creía insistían en ponerle en el camino, ella estaría perdida.
Durmió un sueño que más pareció un desmayo, doce horas de un tirón y, moça, moça, chegamos, un hombre llamándola a la mañana de Manaus. A ese mismo hombre le preguntó la forma más barata de llegar al aeropuerto, y qué bueno para los recién llegados que en Brasil las líneas de autobuses tuvieran nombre y número y hubiera paradas fijas, pensaba Nina, recordando lo escoñetado y al mismo tiempo divertido, de una retorcida y masoquista manera, que podía ser el transporte público en Maracaibo, una ciudad de más de dos millones de habitantes donde la ley era la informalidad y la viveza y cómo pedir que la gente no fuera escandalosa u hostil, si hasta para agarrar un bus había que comprometerse en un combate cuerpo a cuerpo. Durante el camino, Nina fue curándose la sensación de pobrecita, muy ayudada por el hecho de haber conseguido cubrir el quemado de la mochila amarrándole un jirón de tela encima, como si fuera una bufanda, y para cuando llegó al aeropuerto ya conseguía sentirse una persona casi normal, una viajante como cualquier otra, en quien el cansancio en el rostro no era sinónimo obligado de estar durmiendo en plazas, sino de un posible jet lag o un insomnio de motivos menos prosaicos; una viajante cuyo acento era bonito, hasta el momento de enseñar el pasaporte y verificarse como parte de la plaga. Aprovechó la conexión USB del asiento del avión para resucitar su teléfono, muerto hacía más de un día, y aunque no estuviera escuchando nada, los audífonos regalados del vuelo la protegieron de interacciones indeseadas. En la escala en Viracopos, las seis de la tarde la agarraron frente a la ciudad gris que aparecía por el ventanal mientras comía un pão de batata, llorando por la irresponsabilidad de haber pagado catorce gigantes reais por él y por saber, desde el segundo mordisco, que no sería suficiente para toda el hambre de su estómago que, desde el pastel del día anterior, solo había recibido la tacañería de las galleticas sin gracia y el café quemado del avión, que se repetirían en el siguiente tramo y la llevarían con acidez hasta Porto Alegre, donde un argentino grande y barbudo con cara de italiano llamado Giuseppe o Fabrizio, pero que en realidad solo tenía un octavo de Italia en sí y se llamaba Diego Benítez, la esperaba con un cartelito con su nombre al lado del logo del Hostel Cidade Azul, y ella, que siempre había querido llegar a algún lugar y ver su nombre en un cartelito de aquellos, se sintió bien augurada para comenzar su nueva vida, a pesar del frío acojonante que se le metió hasta por los ojos cuando la puerta se abrió.
Hay gente que no siente dolor. Se queman, se cortan, se machucan sin enterarse. Después está ahí la sangre, el hematoma, la ampolla y la noticia. El día que vos te moriste, Raúl, lo único que yo sentí fue rabia de esa mentira que me rodeaba. Mis manos rezando encima de tu ataúd eran como una fotografía de mis manos rezando encima de tu ataúd. Mi llanto fue escaso, teórico, y las palabras salieron de mí como del guion de tantas novelas. Unas dos semanas después me llegó la noticia. Entonces comencé a ver la sangre, el hematoma, la ampolla. Entonces no pude ver nada más que eso.
Esa demora me costó muy caro y ahora sois vos el que me hace esperar. Vos siempre me dijiste que no creyera en esas pendejadas de muertos y energías y astros, pero hay cosas que uno no decide. ¿Qué podía hacer yo? ¿Decirle a mi madre que no me hablara, que se quedara quietecita donde fuera que estuviera ahora? Y a mi tía Susana, que en vida nunca hubo quien la mandara a callar, ¿cómo hacerlo después de muerta?
Nina tampoco entiende de estas cosas. No la culpo, yo misma no creía en nada ni en nadie, hasta que, ya con más de cincuenta, gané esto que no sé si llamar talento o capacidad. Creo que siempre estuvo ahí, como una cierta disposición que necesitaba ser alimentada para poder ser verdad. Nina dijo que debía ir al psiquiatra, para ella todo se arregla siempre en un consultorio, es hipocondriaca para el cuerpo y para la mente también, y vos, como quien no quiere la cosa, recordaste los episodios neuróticos de mi abuela. Ahora que todos se han ido, solo mis muertos me hacen compañía. A veces me convenzo de que vos no te decidís a hablarme por no querer admitir que yo tenía razón. Pero la mayor parte del tiempo pienso, Raúl, que es posible que tengáis miedo de volver a estos destrozos que somos el país y yo.